—Al final ha ocurrido —dijo mi madre tras un rato. Igual que todos los demás, había tragado mucho polvo, por lo que su voz sonó como si estuviera muy acatarrada—. Nos hemos quedado sin casa.
Estuvimos hurgando un poco entre los escombros, pero no conseguimos encontrar nada que realmente pudiera resultarnos útil. Yo descubrí un trozo de ropa del que había sido mi vestido preferido, una tela de lino rojo con florecillas amarillas. Me quedé con aquel jirón de ropa; del resto no encontré ni rastro.
—Todavía podrás utilizarlo como pañuelo —me dijo mi madre.
A continuación fuimos en busca de un nuevo lugar en el que alojarnos. A pocas calles de allí vivían nuestros únicos parientes, la hermana de mi padre y su familia, y mamá pensó que podrían acogernos durante un tiempo. De hecho, la casa de la tía Edith seguía en pie, pero sus habitantes no se entusiasmaron al vernos. La familia de seis miembros vivía en un piso de tres habitaciones en una planta baja y ya había tenido que acoger a una amiga que también se había quedado sin vivienda.
Además, el marido de mi tía acababa de salir del hospital y, tal como Edith había confiado a mi madre, estaba mal de la cabeza. Se pasaba el día sentado, mirando por la ventana, y de vez en cuando rompía a llorar. Quedaba claro que allí solo faltábamos mamá y yo para acabar de rematar aquel caos.
Luego fue cuando mi madre empezó a hablar de separarnos una vez más y entonces, al parecer, la cosa iba muy en serio. Oí cómo se lo contaba a tía Edith.
—Estoy pensando en mandar a Fiona al campo. Cada vez evacuan a más niños de Londres. Este no es un lugar seguro para ella.
—Es una buena idea —le dijo Edith.
Mi tía estaba contenta porque eso significaba que habría una persona menos en aquel piso tan atestado. Sin embargo, por buena que fuera la idea, ella no estaba dispuesta a evacuar a sus hijos, con el pretexto de que no podría soportar separarse de ellos.
Por desgracia, mi madre no era tan sentimental. A pesar de mis lloros, mis chillidos y de mi reacción absolutamente desesperada, no hubo manera de conmoverla y acabó haciendo todos los trámites necesarios.
Poco después mi nombre apareció ya en la lista de un transporte infantil que partiría hacia Yorkshire a principios de noviembre.
El tren salía a las nueve de la mañana de Paddington Station. Era el 4 de noviembre, un día de espesa niebla, aunque el sol brillaba tras aquel manto gris por el que intentaba abrirse paso.
—Ya verás como hoy acabará siendo un bonito día de otoño —dijo mamá para animarme.
Yo no podía tener la voz más tomada y me daba completamente igual si el sol brillaba o no. Caminaba a paso ligero junto a mi madre, con la máscara de gas colgada del cuello como era de rigor y una pequeña maleta de cartón en una mano que me había prestado la tía Edith. El gobierno había elaborado unas listas que determinaban incluso el número de pañuelos necesarios que cada niño debía llevar, pero puesto que nuestra casa había sido bombardeada y además teníamos poco dinero, mamá no pudo más que cumplir parcialmente con aquellas indicaciones. Tía Edith me había metido en la maleta un vestido raído que sus hijas ya no se ponían y que me quedaba demasiado corto, un jersey que casi no me entraba y un par de zapatos abotinados que en realidad eran de chico. Mamá me había hecho un camisón y me había tejido unos calcetines. Para el viaje me puse el vestido de cuadros que llevaba la noche del bombardeo, mi vieja chaqueta de punto y mis sandalias rojas. Era lo único que me quedaba. Aunque ya hacía demasiado frío y mamá me había advertido que acabaría pillando un resfriado, yo me obstiné en marcharme vestida de ese modo. Había perdido cuanto tenía y mi propia madre me mandaba lejos de casa, necesitaba al menos mi vestido y mis zapatos para tener algo a lo que aferrarme. ¿Que me resfriaba? Me daba igual, como si pescaba una pulmonía y la palmaba. Mamá se merecía quedarse sola, ver cómo moría el resto de su familia.
Tuvimos que pasar por la calle en la que habíamos vivido hasta la noche de octubre en la que había tenido lugar el bombardeo. Me pareció que no había en todo Londres una sola calle que hubiera quedado más echa polvo que la nuestra. Hacia el final había habido una casa que fue la última en resistir, pero desde lejos ya vimos que finalmente había caído también víctima de los ataques aéreos.
—Parece como si se hubieran propuesto que no quede piedra sobre piedra en Londres —dijo mamá, desconcertada. Hablaba de los alemanes, por supuesto.
Al acercarnos un poco más nos dimos cuenta de que el aire estaba impregnado de un intenso olor a quemado en ese último bastión de nuestra calle. Entonces reparamos en que salía humo de entre los escombros. Aquella casa debía de haber perdido su batalla particular contra las bombas durante una de las últimas noches. Conocíamos un poco a las familias que habían vivido allí, de ese modo superficial en el que se conoce a los vecinos que viven en la misma calle, unos metros más allá. Nos conocíamos de vista, nos saludábamos, sabíamos algo acerca de lo que hacían, de cómo se ganaban la vida, pero desconocíamos los detalles concretos. En el primer piso había vivido la familia Somerville: padre, madre y seis hijos. Yo había jugado algunas veces con una de las hijas, la segunda de más edad, aunque solo cuando me aburría mucho y no encontraba a nadie más. A los Somerville se los consideraba unos asociales, y aunque nadie solía hablar de esas cosas en presencia de niños, yo había pillado al vuelo que el padre bebía, bastante más que el mío, incluso. Bebía de la mañana a la noche, al parecer era imposible encontrarlo sobrio en ningún momento del día, y además maltrataba a su mujer. Esta, que según decían también terminó dándose a la bebida, acabó con la nariz grotescamente torcida después de que su marido se la rompiera durante una riña y el hueso se le hubiera soldado mal. También maltrataba a sus hijos. Algunos de ellos habían quedado tarados por culpa de los golpes que su padre les había dado en la cabeza, aunque otros ya habían nacido así a causa de las ingentes cantidades de alcohol que su madre había llegado a consumir durante los embarazos. Como siempre ocurre en estos casos, la gente temía relacionarse con los Somerville y esa era la razón por la que también yo había intentado tener el mínimo contacto posible con los hijos de esa familia.
Nos detuvimos un momento frente a aquellos escombros humeantes mientras nos preguntábamos, acongojadas, qué habría sido de toda la gente que solía vivir allí. En ese momento, de la casa contigua, cuya planta baja había quedado parcialmente intacta, salió la joven señora Taylor. Procedía de un pueblo de Devon y había llegado a Londres para probar fortuna. Trabajaba en una lavandería. Llevaba a un chiquillo de la mano, Brian Somerville, uno de los hijos de la familia Somerville. Con siete u ocho años, ya se veía claramente que tenía pocas luces.
La señora Taylor estaba blanca como una sábana.
—Las últimas tres noches esto ha sido un infierno —se lamentó.
Me di cuenta de que le temblaban los labios al hablar.
—Ha sido… Pensaba que… —Con la mano que le quedaba libre se cubrió la frente que, a pesar del frío que reinaba esa mañana, tenía empapada en sudor. Mamá diría más tarde que estaba bajo los efectos de un shock—. Intentaré ir a ver a una amiga —explicó—, vive en las afueras, espero que las bombas no hayan hecho tantos estragos por allí. De todos modos, en esta casa en ruinas hace demasiado frío. Y además ya no lo soporto. ¡No lo soporto más! —Se echó a llorar.
Mi madre le señaló al pequeño Brian, que nos miraba fijamente con sus grandes y asustados ojos.
—Y él ¿qué? ¿Dónde están sus padres?
La señora Taylor tragó saliva.
—Muertos. Todos muertos. Sus hermanos también, todos.
—¿Todos? —gritó mamá, conmocionada.
—Ya los han enterrado —susurró la señora Taylor. Probablemente temía el efecto que pudieran tener aquellas palabras en el niño que llevaba de la mano—. Ayer, durante todo el día. Todos los que vivían en la casa… o al menos lo que… lo que ha quedado de ellos. Hace dos noches las bombas acertaron de lleno en el edificio. Dijeron que sería imposible encontrar supervivientes.
Mamá se llevó la mano a la boca.
—Y anoche, de repente, apareció él. —La señora Taylor señaló a Brian con un movimiento de cabeza—. Es Brian. No sé muy bien de dónde ha salido. No ha dicho ni una palabra. O bien también quedó sepultado pero ha conseguido sobrevivir y liberarse, o bien no estaba en casa durante el bombardeo. Ya saben que…
Lo sabíamos. A veces, cuando el señor Somerville estaba muy borracho, no dejaba entrar a sus hijos en casa. A menudo acudían a cobijarse en el hogar de un vecino, mientras que durante las noches de verano incluso dormían en la calle. De hecho, tiempo atrás, cuando era más pequeña y más tonta, yo misma los había envidiado por la libertad con la que veía que vivían.
—¿Adónde se supone que tengo que ir ahora con este chico? —gritó la señora Taylor.
—¿No puede llevárselo a casa de su amiga? —preguntó mi madre.
—De ninguna manera. Trabaja durante todo el día. Ninguno de nosotros podrá ocuparse de él.
—¿Tiene algún pariente?
La señora Taylor negó con la cabeza.
—Solo hablaba con la señora Somerville de vez en cuando. Le habría gustado poder abandonar a su marido, pero decía que no tenía a nadie más, que no había nadie a quien pudiera acudir. Temo que Brian… tenga que quedarse solo en el mundo.
—Entonces debe llevarlo a la Cruz Roja —le aconsejó mamá mientras contemplaba la pálida tez del chiquillo con gesto compasivo—. ¡Pobre chico!
—¡Dios mío, Díos mío! —se lamentaba la señora Taylor. Parecía absolutamente superada por la situación.
Y fue entonces cuando mi madre hizo algo que acabó teniendo unas consecuencias fatales. Algo que, de hecho, no encajaba con ella, puesto que no era una persona lo que se dice muy dispuesta a ayudar al prójimo y siempre decía que ya tenía suficiente con lo suyo como para preocuparse por los problemas de los demás.
—¡Tráigalo, yo me encargaré de él! —dijo—. Ahora mismo me disponía a llevar a Fiona a la estación, se marcha evacuada al campo. Seguro que en la estación encontraré a alguien que pueda ayudarme, alguna enfermera de la Cruz Roja a la que pueda dejarle a Brian.
La señora Taylor estuvo a punto de lanzarse sobre mi madre para abrazarla. Y antes de que pudiera darse cuenta, mamá tenía a dos niños a su lado: a su propia hija, de once años, ataviada con un vestido de verano y una maleta de cartón en una mano, y a un niño de unos ocho años que llevaba unos pantalones andrajosos y un jersey de lana que parecía más bien un saco y que, a juzgar por su estado, ya había servido a varias generaciones de niños. El chiquillo se movía como sumido en un trance. No parecía percibir nada de lo que sucedía a su alrededor.
En esa formación, nos dirigimos finalmente hacia la estación y llegamos justo antes de que el tren partiera. O bien mamá se había equivocado con el horario de la salida, o bien nos habíamos entretenido demasiado, aunque posiblemente lo que había sucedido era que nos hubiera retrasado el paso interminablemente lento al que avanzaba Brian. En cualquier caso, cuando llegamos la mayoría de los niños estaban ya en el tren, colgando a puñados de las ventanillas, saludando a sus padres, que los observaban desde el andén. Muchos de ellos lloraban. Algunas madres parecían a punto de subir también ellas mientras sus hijos gritaban que querían bajar y quedarse en casa. Todos llevaban unos cartelitos colgados con sus respectivos nombres. Las enfermeras de la Cruz Roja y otros ayudantes iban arriba y abajo, tablilla en mano, controlando las listas e intentando poner orden de algún modo en aquel caos generalizado.
Mamá abordó a una de las ayudantes, una enfermera de la Cruz Roja, sin vacilar ni un instante.
—Perdone, mi hija también está inscrita en este viaje.
La enfermera era alta y corpulenta. Parecía tan antipática que el miedo se apoderó de mí al instante.
—¡Veo que han llegado temprano! —nos espetó con sarcasmo—. ¿Nombre?
—Swales. Fiona Swales.
La enfermera me buscó en la lista e hizo una marca sobre el papel, presumiblemente detrás de mi nombre. Nos tendió una hoja que sacó de la tablilla que llevaba en la mano.
—Escriba ahí el nombre de su hija. Y la fecha de nacimiento. Y la dirección en la que vive aquí, en Londres.
Mamá rebuscó en su bolso, sacó un lápiz y se puso en cuclillas para escribir en el papel apoyada sobre su rodilla. La enfermera se quedó mirando a Brian.
—¿Y qué pasa con él? ¿También viene?
Asustado, Brian se aferró a mi mano. Me dio lástima, por lo que no lo aparté de mí, aunque me habría gustado hacerlo.
—No —dijo mi madre—, es huérfano. ¿Adónde puedo llevarlo?
—¿Y cómo quiere que yo lo sepa?
Mamá se puso nuevamente de pie y me pegó el papel en la solapa de la chaqueta.
—¡Usted es de la Cruz Roja!
—¡Pero no me encargo de atender a los huérfanos! ¿Es que no ve todo lo que tengo que hacer? —Dicho esto, se marchó apresuradamente para abroncar a una niña que intentaba volver a bajar del tren mientras lloraba y llamaba a su madre a gritos.
—Tienes que subir al tren, Fiona —me apremió mamá, nerviosa.
Brian se aferró todavía más fuerte a mí, con las dos manos.
—No me suelta, mamá —le dije, sorprendida por la fuerza con la que me tenían agarrada las manitas de Brian.
Mi madre intentó apartar a Brian de mí. El revisor tocó el silbato y, antes de que pudiera darme cuenta, quedamos apiñados entre un torrente de gente que ocupó el andén de repente para subir al tren. Eran niños a los que hasta entonces no habían conseguido apartar de sus padres. Estos seguían agarrándolos de las manos o les acariciaban las mejillas. A mi alrededor, las despedidas eran verdaderamente desgarradoras. Sin embargo, yo me había propuesto no actuar de ese modo. Estaba enfadada con mamá por enviarme lejos de ella, estaba segura de que no podría perdonárselo jamás. Fui a parar justo frente a la escalera que subía al tren. Brian seguía aferrado a mi mano a pesar de que, entretanto, yo ya había intentado en vano zafarme de él de forma enérgica e incluso violenta. Detrás de mí había un verdadero muro de gente.
Me di la vuelta y grité.
—¡Mamá!
La había perdido de vista entre el gentío. Desde algún lugar me llegó su voz, pero no pude llegar a verla.
—¡Sube, Fiona! ¡Sube!