Cuentos esenciales (98 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

BOOK: Cuentos esenciales
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Entonces, me volví a casa con la mente trastornada; pues estoy seguro, ahora, seguro como de la alternancia de los días y de las noches, de que existe cerca de mí un ser invisible, que se nutre de leche y de agua, que puede tocar las cosas, cogerlas y cambiarlas de sitio, dotado por consiguiente de una naturaleza material, aunque imperceptible para nuestros sentidos, y que habita, como yo, bajo mi techo…

7 de agosto
. He dormido tranquilo. Ha bebido agua de mi botella, pero no ha turbado mi sueño.

Me pregunto si no estaré loco. Al pasear hace un rato a pleno sol a lo largo del río, me han entrado dudas sobre mi razón, no ya vagas dudas como las tenía hasta ahora, sino dudas concretas, absolutas. He visto locos; he conocido a algunos que seguían siendo inteligentes, lúcidos, incluso clarividentes respecto a todas las cosas de la vida, salvo en un punto. Hablaban de todo con lucidez, con soltura, con profundidad, y de repente su pensamiento, al topar con el escollo de su locura, se rompía contra él hecho pedazos, disgregándose y hundiéndose en ese océano espantoso y furioso, lleno de olas saltarinas, de brumas, de borrascas, llamado «demencia».

Me creería sin duda loco, totalmente loco, si no fuera consciente, si no conociera perfectamente mi estado, si no lo sondeara analizándolo con absoluta lucidez. En suma, no sería, pues, más que un alucinado razonador. Podría haberse producido en mi cerebro un desorden desconocido, uno de esos desórdenes que los fisiólogos tratan actualmente de descubrir y de esclarecer; y este desorden habría provocado en mi mente, en el orden y en la lógica de mis ideas, una grieta profunda. Fenómenos similares ocurren en los sueños, cuando nos movemos entre las más increíbles fantasmagorías sin sorprendernos, porque el aparato de verificación, porque el sentido del control está adormecido, mientras que la imaginación vela y trabaja. ¿No podría ser que una minúscula tecla de mi teclado cerebral se hubiera paralizado? Hay personas que, tras un accidente, pierden la memoria de los nombres propios, de los verbos o de los números, o sólo de las fechas. Hoy se ha demostrado la posición de cada una de las partículas del pensamiento. ¡No sería, por tanto, nada extraño que mi capacidad de comprobar la irrealidad de ciertas alucinaciones en este momento se viera paralizada en mí!

Pensaba en todo esto mientras seguía la orilla del río. El sol cubría de luz el agua, volvía deliciosa la tierra, llenaba mi mirada de amor por la vida, por las golondrinas, cuya agilidad es una alegría para mis ojos, por la hierba de la orilla, cuyo estremecimiento es un motivo de felicidad para mis oídos.

Poco a poco, sin embargo, me empezó a invadir un inexplicable malestar. Me parecía que una fuerza, una fuerza secreta me entorpecía, me paraba, me impedía seguir más lejos, me impulsaba a retroceder. Sentía esa necesidad dolorosa de volver a casa que nos oprime cuando se ha dejado allí a un enfermo querido y se tiene el presentimiento de que se ha agravado su mal.

Así pues, he vuelto a pesar mío, convencido de que me encontraría, en mi casa, una mala noticia, una carta o un telegrama. No había nada de ello; y me he quedado más sorprendido y turbado que si hubiera tenido alguna otra fantástica visión.

8 de agosto
. Ayer pasé una velada horrible. Él ya no se muestra, pero presiento que se halla cerca, me espía, me mira, entra dentro de mí, me domina, más temible, al esconderse así, que si revelara su presencia invisible y permanente por medio de fenómenos sobrenaturales.

A pesar de ello, he dormido.

9 de agosto
. Nada, pero tengo miedo.

10 de agosto
. Nada; ¿qué sucederá mañana?

11 de agosto
. Nada todavía; pero no puedo seguir en mi casa con este pensamiento y este temor que me han entrado en el alma. Partiré.

12 de agosto, diez de la noche
. Durante todo el día he tratado de irme, pero no he podido. Hubiera querido llevar a cabo ese gesto de libertad tan fácil y simple que es salir y subir a mi coche para ir a Ruán. Pero no he podido. ¿Por qué?

13 de agosto
. Cuando se padecen ciertas enfermedades parece que todos los resortes del ser físico se hayan roto, todas las energías anulado, todos los músculos aflojado, los huesos vueltos como carne y la carne licuado como agua. Siento esto en mi ser moral, de un modo extraño y desolador. No tengo ya ninguna fuerza ni valor, ni dominio de mí mismo, ni siquiera la capacidad de activar mi voluntad. No consigo ya querer; pero hay alguien que quiere por mí, y yo obedezco.

14 de agosto
. ¡Estoy perdido! ¡Alguien posee y gobierna mi alma! Alguien manda sobre todas mis acciones, todos mis movimientos, todos mis pensamientos. Yo no soy ya nada en mí mismo, salvo un espectador esclavo y aterrado de cuanto hago. Quiero salir pero no puedo. Él no quiere; y permanezco, espantado y tembloroso, en el sillón donde me obliga a estar sentado. Sólo quisiera levantarme, alzarme, para creer que sigo siendo dueño de mí mismo. Pero no lo consigo. Estoy como anclado en el sillón, y éste está pegado al suelo, de modo que ninguna fuerza podría levantarnos.

Luego, de golpe, se impone en mí la necesidad de ir al fondo del huerto para coger unas pocas fresas y comérmelas. Voy. Cojo las fresas y me las como. ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Existe un Dios? ¡Si existe, que me libere, que me salve, que me socorra! ¡Perdón! ¡Piedad! ¡Clemencia! ¡Sálvame! ¡Qué sufrimiento! ¡Qué tormento! ¡Qué horror!

15 de agosto
. Ahora comprendo cómo estaba poseída, dominada, mi pobre prima, cuando vino a pedirme cinco mil francos prestados. Estaba poseída por una voluntad extraña que había entrado en ella, como otra alma, como otra alma parásita y dominadora. ¿Acaso se acerca el fin del mundo?

Pero ¿quién es el que me gobierna a mí?, ¿quién es ese invisible, ese incognoscible, ese merodeador de una raza sobrenatural?

¡Por tanto los Invisibles existen! ¿Por qué, entonces, desde el principio del mundo no se habían manifestado todavía de forma concreta, como hacen conmigo? Nunca he leído nada parecido a lo sucedido en mi casa. ¡Oh!, si pudiera irme, si pudiera escapar y ya no volver. Estaría salvado. Pero no puedo.

16 de agosto
. Hoy he conseguido escapar durante un par de horas, como un prisionero que encuentra abierta por casualidad la puerta de su celda. De repente me he dado cuenta de que estaba liberado y que él se hallaba lejos. He ordenado que engancharan rápido y me he dirigido a Ruán. ¡Oh! ¡Qué alegría poder decirle a un hombre que obedece: «¡A Ruán!»!

He mandado parar delante de la biblioteca y he pedido prestado el gran tratado del doctor Hermann Herestauss sobre los habitantes desconocidos del mundo antiguo y moderno.

Luego, a la hora de volver a montar en mi cupé, ganas tenía de decir: «¡A la estación!» y he exclamado —no lo he dicho, sino exclamado— con una voz tan fuerte que los viandantes han vuelto la cabeza: «A casa», y he caído, enloquecido de angustia, sobre el cojín de mi coche. Él me había vuelto a encontrar y se había enseñoreado de mí otra vez.

17 de agosto
. ¡Ah! ¡Qué noche! Y, sin embargo, me parece que debería alegrarme. ¡Me quedé leyendo hasta la una de la noche! Hermann Herestauss, doctor en filosofía y teogonía, ha escrito la historia y las manifestaciones de todos los seres invisibles que merodean en torno al hombre o son producto de su imaginación. Describe sus orígenes, su dominio, su poder. Pero ninguno de ellos se parece al que me acosa a mí. Se diría que el hombre, desde que piensa, ha presentido y temido un ser nuevo, más fuerte que él, su sucesor en este mundo, y que al sentirle cerca y no poder prever la naturaleza de este amo, ha creado, en su terror, todo el pueblo fantástico de los seres ocultos, fantasmas fruto del miedo.

Así pues, tras haber leído hasta la una de la noche, fui a sentarme a continuación frente a mi ventana abierta para refrescar mi frente y mi pensamiento con el viento calmo de la oscuridad.

¡Hacía bueno, el aire era tibio! ¡Cómo me habría gustado una noche así en otro tiempo!

No había luna. En lo alto del cielo negro las estrellas despedían unos centelleos estremecedores. ¿Quién habita esos mundos? ¿Qué formas, qué seres vivos, qué animales, qué plantas hay ahí? Quienes piensan, en esos universos lejanos, ¿qué saben más que nosotros? ¿Qué pueden más que nosotros? ¿Qué ven que nosotros no conozcamos en absoluto? Un día u otro, ¿acaso uno de ellos, atravesando el espacio, no aparecerá en la Tierra para conquistarla, como en los tiempos pasados los normandos atravesaban los mares para subyugar a los pueblos más débiles?

¡Somos tan débiles, tan inermes, ignorantes y pequeños, nosotros que vivimos en esta partícula de barro que gira disuelta en una gota de agua!

Me amodorré fantaseando de este modo al fresco viento de la noche.

Pues bien, después de haber dormido alrededor de cuarenta minutos, volví a abrir los ojos sin hacer un movimiento, despertado por no sé qué emoción confusa y extraña. Al principio no vi nada, luego, de repente, me pareció que una página del libro que había quedado abierta sobre mi mesa acababa de volverse sola. Por la ventana no había entrado soplo alguno de aire. Me quedé sorprendido y esperé. Al cabo de unos cuatro minutos, vi, sí, vi con mis propios ojos otra página levantarse y caer sobre la anterior, como si un dedo la hubiera pasado. Mi sillón estaba vacío, parecía vacío; pero comprendí que él estaba allí, sentado en mi lugar, y que leía. ¡De un salto furioso, de un salto de bestia enfurecida, que va a desgarrar a su domador, crucé mi habitación para atraparle, para alcanzarle, para matarle!… Pero mi asiento, antes de que yo lo hubiera alcanzado, fue derribado como si alguien hubiera huido delante de mí…, mi mesa se tambaleó, mi lámpara cayó y se apagó, y mi ventana se cerró como si un ladrón sorprendido se hubiera lanzado a la noche, cerrando tras de sí los postigos.

¡Así pues, había huido; él había tenido miedo, miedo de mí!

¡Entonces…, entonces…, mañana… o más tarde… el día que fuera, podría apresarle con mis manos y aplastarle contra el suelo! ¿No ocurre que los perros, a veces, muerden y estrangulan a sus amos?

18 de agosto
. He meditado durante todo el día. Sí, sí, voy a obedecerle, a seguir sus impulsos, haré todo lo que él quiera, seré humilde, sumiso, cobarde. Él es más fuerte. Pero llegará un momento en que…

19 de agosto
. ¡Lo sé…, lo sé…, lo sé todo! He aquí lo que acabo de leer en la
Revue du Monde Scientifique
: «Nos llega una noticia bastante curiosa de Río de Janeiro. Una locura, una epidemia de locura, comparable a las demencias contagiosas que afectaron a los pueblos de Europa en la Edad Media, hace estragos actualmente en la provincia de São Paulo. Los habitantes, espantados, dejan sus hogares, desertan de sus pueblos, abandonan sus cultivos, se dicen perseguidos, poseídos, gobernados como un ganado humano por unos seres invisibles aunque tangibles, especie de vampiros que se alimentan de su vida, durante su sueño, y que además beben agua y leche sin parecer tocar ningún otro alimento.

»El señor profesor don Pedro Henriquez, acompañado de varios sabios médicos, ha partido para la provincia de São Paulo, a fin de estudiar sobre el terreno los orígenes y las manifestaciones de esta sorprendente locura, y proponer al emperador las medidas que considere más oportunas para hacer recuperar la razón a estas poblaciones en estado de delirio».

¡Ah! ¡Ah!, ¡me acuerdo del buque de tres palos brasileño que pasó por debajo de mis ventanas remontando el Sena el 8 de mayo último! ¡Me pareció tan bonito, tan blanco, tan alegre! ¡El Ser iba en él, venía de allí, donde nació su raza! ¡Me vio! Y vio mi casa, también blanca. Saltó del barco a la orilla. ¡Oh! ¡Dios mío!

Ahora lo sé, comprendo. El reinado del hombre ha tocado a su fin.

Ha llegado Aquel que temían los primeros terrores de los pueblos crédulos,Aquel que los inquietos sacerdotes exorcizaban, que los brujos evocaban en las noches oscuras sin verle aparecer todavía, Aquel a quien los presentimientos de los dueños y señores provisionales del mundo han atribuido las formas monstruosas o graciosas de los gnomos, de los elfos, de los genios, de las hadas, de los duendes. Tras las burdas concepciones del terror primitivo, hombres más sagaces lo han percibido con mayor lucidez. Mesmer lo había intuido, y, desde hace ya diez años, los médicos han descubierto con precisión la naturaleza de su poder antes incluso de que lo ejerciera. Se han divertido con el arma del nuevo Señor, el dominio de una misteriosa voluntad sobre el alma humana convertida en esclava. La han llamado magnetismo, hipnotismo, sugestión…, ¿qué sé yo? ¡Les he visto jugar como niños imprudentes con ese horrendo poder! ¡Ay de nosotros! ¡Ay del hombre! Ha llegado el… el… como se llame…, me parece que me está gritando su nombre y yo no lo comprendo…, el…, sí…, lo grita… Escucho…, no consigo…, repite… el Horla… Entendido… El Horla… es él… ¡El Horla… ha venido!…

¡Ah!, el buitre se ha comido a la paloma, el lobo se ha comido a la oveja; el león ha devorado al búfalo de afilados cuernos; el hombre ha matado al león con la flecha, con la espada, con el rifle. Ahora el Horla hará con el hombre lo que nosotros hemos hecho con el caballo y con el buey: algo suyo, su criado y su alimento, con el solo poder de su voluntad. ¡Ay de nosotros!

Y, sin embargo, a veces el animal se rebela y mata a quien lo ha domado… ¡También yo quiero hacerlo…, podría…, pero debo conocerlo, tocarlo, verlo! Los científicos dicen que el ojo del animal, tan distinto del nuestro, no ve como nosotros… Así mi ojo no consigue distinguir al recién llegado que me oprime.

¿Por qué? ¡Ah!, ahora me acuerdo de las palabras del fraile de Mont Saint-Michel: «¿Acaso conseguimos ver la cienmilésima parte de lo que existe? Piense en el viento, la mayor fuerza de la naturaleza, que derriba a los hombres, abate los edificios, arranca de raíz los árboles, hace alzarse el mar en montañas de agua, destruye los acantilados, hace pedazos los grandes barcos; el viento que mata, que silba, que gime, que ruge. ¿Acaso lo ha visto alguna vez?, ¿puede verlo? Y, sin embargo, existe».

Seguía pensando: mi ojo es tan débil, tan imperfecto, que no consigue distinguir siquiera cuerpos duros cuando son transparente como el cristal. Basta con que un espejo sin azogue se interponga en mi camino para que yo me golpee contra él, como el pájaro que ha entrado en una habitación se rompe la cabeza contra el cristal. ¡Otras mil cosas engañan a la vista y la extravían! ¿Cómo asombrarse, pues, de que no consiga ver un cuerpo nuevo que la luz atraviesa?

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