—¡Ah! —exclamó Karl Massouligny—, ¡esta de los maridos complacientes es un asunto peliagudo! Sí, los he conocido de todo pelaje, pero no sabría emitir un juicio sobre ninguno de ellos. A menudo he tratado de determinar si son ciegos, perspicaces o débiles. Creo que los hay de estas tres categorías.
Pasemos por alto a los ciegos. No puede decirse, en puridad, que sean complacientes, ya que no lo saben, sino más bien bonachones que nunca ven más allá de sus narices. Por otra parte, es curioso e interesante observar con qué facilidad los hombres, todos los hombres, y también las mujeres, todas las mujeres, se dejan engañar. Caemos en la trampa de las menores astucias de quienes tenemos a nuestro alrededor: hijos, amigos, criados, proveedores. La humanidad es crédula; y nosotros, para sospechar, descubrir y desbaratar las artimañas ajenas, no recurrimos ni a la décima parte de la agudeza que empleamos cuando a nuestra vez queremos engañar a alguien.
Los maridos perspicaces son de tres tipos. Los que tienen interés, por razones de dinero, de ambición o por cualquier otro motivo, en que su mujer tenga uno o más amantes. Sólo piden que se respeten, más o menos, las apariencias, y en lo demás están satisfechos.
Los que montan en cólera. Sobre éstos podría escribirse una bonita novela.
Y, por último, los débiles, los que temen un escándalo.
Están también los impotentes, o mejor dicho, los cansados, que evitan el lecho conyugal por temor a una ataxia o a una apoplejía, y se resignan a ver exponerse a este peligro a un amigo.
Por lo que a mí respecta, conocí a un marido de una raza rarísima, que se defendió de la común desgracia de modo ingenioso e insólito.
Había conocido yo en París a una pareja elegante, mundana, muy introducida. La mujer, una inquieta, alta, espigada, muy cortejada, se decía que había tenido sus aventuras. Me gustó por su ingenio y creo que yo también le gusté. Le hice la corte, una corte a la que ella correspondió con claras provocaciones. No tardamos en llegar a las miradas lánguidas, a los apretones de mano y a todas las pequeñas galanterías que preceden al gran ataque.
Sin embargo, yo dudaba. Estoy convencido de que la mayor parte de las relaciones mundanas, incluso las muy breves, no valen el esfuerzo que nos cuestan ni todas las molestias que pueden acarrearnos. Estaba sopesando mentalmente los atractivos y los inconvenientes que cabía esperar y temer, cuando me pareció advertir que el marido sospechaba de mí y me vigilaba.
Una noche, durante un baile, mientras susurraba dulces palabras a la joven en un saloncito contiguo a los grandes salones donde se bailaba, de repente descubrí en un espejo el reflejo de un rostro que nos espiaba. Era él. Nuestras miradas se cruzaron y acto seguido, en el mismo espejo, vi que volvía la cabeza y se iba.
Murmuré:
«Su marido nos espía».
Ella pareció asombrada.
«¿Mi marido?»
«Sí, nos está observando desde hace un tiempo.»
«Pero ¿qué dice? ¿Está seguro?»
«Segurísimo.»
«Es muy extraño. Normalmente es muy gentil con mis amigos.»
«¡Tal vez ha comprendido que la amo!»
«Pero ¿qué dice? No es usted el primero en hacerme la corte. Cualquier mujer que llame un poco la atención siempre tiene detrás a un rebaño de pretendientes.»
«Sí. Pero yo la amo apasionadamente.»
«Admitiendo que ello sea cierto, ¿cuándo adivina un marido estas cosas?»
«Entonces, ¿no es celoso?»
«No…, no…»
Ella reflexionó unos instantes y luego prosiguió:
«No… Nunca he advertido que fuera celoso».
«¿Nunca la ha… vigilado?»
«No, como le decía, es muy gentil con mis amigos.»
A partir de aquel día, hice una corte más habitual. No es que la mujer me gustara más, pero los probables celos del marido eran un excitante muy tentador.
En cuanto a ella, me puse a juzgarla con frialdad y lucidez. Poseía un cierto encanto mundano que le venía de un ingenio vivo, alegre, amable y superficial, pero ninguna seducción real y profunda. Era, como ya le he dicho, una inquieta, pura exterioridad, de una elegancia un tanto chillona. ¿Cómo explicároslo bien? Era…, era un decorado…, no una verdadera construcción.
Ahora bien, he aquí que un día que había cenado en su casa, su marido, en el momento de retirarme, me dijo:
«Amigo mío (me trataba de amigo desde hacía algún tiempo), saldremos pronto para el campo. Pues bien, es, para mi mujer y para mí, un gran placer recibir allí a la gente que apreciamos. ¿Aceptaría venir a pasar un mes con nosotros? Sería muy amable por su parte».
Yo me quedé estupefacto, pero acepté.
Así pues, un mes más tarde, llegué a su casa en sus posesiones de Vertcresson, en la Turena.
Me esperaban en la estación, a cinco kilómetros del castillo. Eran tres, ella, el marido y un señor desconocido, el conde de Morterade, a quien fui presentado. Éste parecía encantado de conocerme; y se me pasaron por la cabeza las ideas más peregrinas mientras avanzábamos a trote largo por un bonito camino encajonado, entre dos setos de vegetación. Me decía: «Veamos, ¿qué quiere decir esto? He aquí un marido que puede temer que su mujer y yo tengamos un romance, y me invita a su casa, me recibe como a un íntimo, con aire de decirme:“¡Vamos, vamos, amigo, tiene usted vía libre!”.
»Luego me presenta a un señor de lo más respetable, ya instalado en su casa, el cual… tal vez trataba de conseguir salir de ésta y parece no menos contento que el marido de mi llegada.
»¿Se trata acaso de un ex que quiere retirarse? Es lo que parece. ¿Y entonces qué? ¿Es posible que los dos hombres estén de acuerdo, tácitamente, unidos por uno de esos pactos infames tan frecuentes entre la gente del gran mundo? Y me proponen, sin decirme nada, formar parte de su sociedad, sucediéndoles. Me tienden las manos, me abren los brazos. Me abren todas las puertas y todos los corazones.
»¿Y ella? Un enigma. No debe ni puede ignorar nada de todo esto. Y sin embargo…, y sin embargo… ¡No entiendo nada!».
La cena fue muy alegre y cordial. Cuando nos levantamos de la mesa, el marido y su amigo se pusieron a jugar a las cartas mientras la señora y yo nos fuimos hasta la escalinata para contemplar el claro de luna. Ella parecía emocionadísima por la naturaleza y yo pensé que el momento de mi felicidad estaba muy cerca. Aquella noche me pareció verdaderamente seductora. El campo la había enternecido, o mejor dicho, puesto lánguida. Su esbelto talle resultaba hermoso en la escalinata de piedra, al lado del gran jarrón con una planta. Tenía ganas de llevarla bajo los árboles y echarme a sus pies murmurándole palabras de amor.
La voz del marido llamó:
«¿Louise?».
«Sí, querido.»
«Te olvidas del té.»
«Ya voy, querido.»
Volvimos adentro y ella sirvió el té. Los dos hombres, una vez terminada la partida de cartas, parecían visiblemente soñolientos. Era hora de subir a nuestras habitaciones. Me costó conciliar el sueño y dormí muy mal.
Al día siguiente, por la tarde, decidimos hacer una excursión, y partimos en coche descubierto para ir a visitar unas ruinas. En el coche, ella y yo nos sentamos en el asiento de atrás y teníamos a los otros dos enfrente, de espaldas al cochero.
Hablábamos animadamente, con simpatía, con confianza. Yo soy huérfano, y me parecía que acababa de encontrar a mi familia, pues me sentía con ellos como en mi casa.
De repente, tras estirar ella un pie entre las piernas de su marido, éste murmuró con aire de reproche:
«Louise, por favor, no use sus viejos zapatos. No hay razón para cuidarse más en París que en el campo».
Yo bajé la mirada. Ella llevaba, en efecto, unos viejos botines echados a perder y advertí que tenía las medias aflojadas.
Ella se había sonrojado y retirado su pie debajo de su falda. El amigo miraba a lo lejos con aire indiferente y ajeno a todo.
El marido me ofreció un cigarro que yo acepté. Durante varios días, me fue imposible quedarme a solas con ella ni dos minutos, tanto nos seguía él a todas partes. Se mostraba muy gentil conmigo, por otra parte.
Ahora bien, una mañana, en que había venido a buscarme para dar un paseo a pie antes de la comida, nos pusimos a hablar del matrimonio. Yo le dije algunas frases sobre la soledad y algunas otras sobre la vida en común, vuelta encantadora por el afecto de una mujer. Él me interrumpió bruscamente:
«Amigo mío, no hable de lo que no conoce. Una mujer que no tenga ya interés en amarle no tardará en dejar de hacerlo. Todas esas coqueterías que las hacen deliciosas cuando ellas no son nuestras para siempre, se acaban cuando se vuelven nuestras. Y además… las mujeres honestas, o sea las nuestras… son…, no son…, no tienen…, en fin, no conocen lo bastante su oficio de mujer. Sí… y sé lo que me digo».
No añadió nada más, y no conseguí comprender con claridad lo que quería decir.
Dos días después de esta conversación me llamó a su habitación, muy temprano, para enseñarme una colección de grabados.
Me senté en un sillón, delante de la gran puerta que separaba su habitación de la de su mujer, y oía andar, moverse detrás de la puerta, y no pensaba en absoluto en los grabados, pese a exclamar: «¡Oh, delicioso! ¡Estupendo! ¡Estupendo!».
De repente me dijo:
«¡Oh!, pero si aquí al lado tengo una maravilla. Voy a buscarla».
Se precipitó hacia la puerta y se abrieron las dos hojas de par en par como por un efecto teatral.
En una gran alcoba desordenada, entre faldas, cuellos de encaje, blusas que cubrían el suelo, una gran criatura enjuta, despeinada, con la parte inferior del cuerpo cubierta por una vieja falda de seda deslucida que ceñía sus flacos costados, se estaba peinando delante del espejo sus cabellos rubios, cortos y ralos.
Sus brazos formaban dos ángulos agudos; y, en el momento en que se dio la vuelta espantada, pude ver, debajo de una camisa de tela vulgar, un cementerio de costillas disimuladas en público por unos falsos pechos de algodón.
El marido profirió un grito muy espontáneo, volvió tras cerrar la puerta y, con aire desconsolado, dijo:
«¡Oh, Dios mío, qué estúpido soy! ¡Oh, realmente un idiota! ¡Es un error que mi mujer no me perdonará jamás!»
Yo tenía ganas de darle las gracias.
Partí tres días más tarde, tras haber estrechado enérgicamente las manos de los dos hombres y besado la de la mujer, que se despidió de mí fríamente.
*
Karl Massouligny se calló.
Le dijeron:
—Pero ¿y el amigo quién era?
—No lo sé… Pero…, pero no parecía muy contento de verme partir tan pronto…
8 de mayo
. ¡Qué espléndido día! Me he pasado toda la mañana tumbado en la hierba, delante de mi casa, bajo el enorme plátano que la cubre, la abriga y le da sombra por completo. Me gusta este lugar, y me gusta vivir en él porque aquí tengo mis raíces, esas raíces profundas y delicadas que vinculan a una persona a la tierra en que han nacido y muerto sus antepasados, que la vinculan a lo que allí se piensa y se come, tanto a las costumbres como a los alimentos, a los giros locales, a las inflexiones de los campesinos, a los olores de la tierra, de las ciudades y del mismo aire.
Me gusta mi casa donde yo crecí. Desde mis ventanas, veo correr el Sena a lo largo de mi jardín, detrás de la carretera, casi por dentro de casa, el Sena grande y anchuroso, que va de Ruán a Le Havre, cubierto de barcos que pasan.
A la izquierda, al fondo, Ruán, la vasta ciudad de tejados azules, bajo la multitud puntiaguda de campanarios góticos. Éstos son innumerables, anchos o estrechos, dominados por la aguja de hierro colado de la catedral, y llenos de campanas que suenan en el aire azul de las hermosas mañanas, haciendo llegar hasta mí su dulce y lejano tañido de hierro, su canto broncíneo que me trae la brisa, unas veces más fuerte y otras más debilitado, según que se desencadene o amaine.
¡Qué bonita mañana hacía!
Hacia las once, desfiló por delante de mi verja un largo tren de navíos, arrastrados por un remolcador, del tamaño de un
bateau-mouche
, que gruñía por el esfuerzo mientras vomitaba un denso humo.
Detrás de dos goletas inglesas, cuyo pabellón rojo ondeaba en el cielo, venía un magnífico buque de tres palos brasileño, todo blanco, admirablemente limpio y reluciente. Le hice un saludo, no sé por qué, de tanto como me gustó verlo.
12 de mayo
. Desde hace unos días tengo unas décimas de fiebre; no me siento bien, o mejor dicho, me siento triste.
Pero ¿de dónde vienen estas influencias misteriosas que mudan nuestra felicidad en desaliento y nuestra confianza en desesperación? Se diría que el aire invisible está lleno de Potencias incognoscibles cuya misteriosa proximidad acusamos. Me despierto lleno de alegría, con ganas de cantar. ¿Por qué? Sigo el curso del agua; y de repente, tras un corto paseo, vuelvo afligido como si en casa me esperase una desgracia. ¿Por qué? ¿Acaso un escalofrío, al rozarme la piel, me ha alterado los nervios y entristecido el alma? ¿Acaso es la forma de las nubes, o el color de la luz, el color de las cosas, tan variable, que, al pasar a través de mis ojos, me ha turbado la mente? ¡Quién sabe! ¿Acaso todo cuanto nos rodea, todo cuanto vemos sin mirar, todo cuanto rozamos sin conocerlo, todo cuanto tocamos sin palparlo, todo cuanto encontramos sin distinguirlo, produce en nosotros, en nuestros órganos y en nuestras ideas, incluso en nuestro corazón, efectos inmediatos, sorprendentes e inexplicables?
¡Qué profundo el misterio de lo Invisible! No conseguimos verlo con nuestros pobres sentidos, con nuestros ojos que son incapaces de percibir lo demasiado pequeño, lo demasiado grande, lo demasiado próximo o lo demasiado lejano, los habitantes de una estrella, ni tampoco los de una gota de agua…, con nuestros oídos engañosos, pues nos transmiten las vibraciones del aire en notas sonoras. ¡Son como hadas que obran el milagro de trocar en ruido ese movimiento y mediante esta metamorfosis dan nacimiento a la música, que torna cantarina la muda agitación de la naturaleza…, con nuestro olfato, más débil que el del perro… con nuestro gusto, que apenas si puede discernir la edad de un vino!
¡Ah, si tuviéramos otros órganos que obrasen en nuestro favor otros milagros, cuántas cosas podríamos aún descubrir a nuestro alrededor!
16 de mayo
. ¡Estoy sin duda enfermo! ¡Me sentía tan bien el mes pasado! ¡Tengo fiebre, una fiebre terrible, o mejor dicho, un enervamiento febril que aflige tanto mi alma como mi cuerpo! Tengo de forma permanente esa sensación espantosa de un peligro amenazador, esa percepción de una desgracia o de la muerte próximas, ese presentimiento que es sin duda efecto de un mal todavía desconocido, que germina en la sangre y en la carne.
18 de mayo
. Acabo de ir a consultar a mi médico, pues no conseguía ya dormir. Me ha encontrado el pulso acelerado, las pupilas dilatadas, los nervios alterados, pero ningún síntoma preocupante. Tendré que tomar duchas y beber bromuro de potasio.
25 de mayo
. ¡Ningún cambio! Mi estado es en verdad extraño. A medida que se acerca la noche, me invade una inquietud incomprensible, como si la noche escondiera para mí una amenaza terrible. Ceno deprisa, luego trato de leer; pero no comprendo las palabras; a duras penas si distingo las letras. Comienzo a pasear adelante y atrás por el salón, oprimido por un vago e invencible temor: el temor al sueño y a la cama.
Hacia las diez subo a mi cuarto. Apenas entrar, doy una doble vuelta de llave, y echo el pestillo; tengo miedo…, ¿de qué?… No temía nada hasta ahora…, abro mis armarios, miro debajo de la cama; escucho…, escucho…, ¿el qué?… ¿No es extraño que un simple malestar, quizá un trastorno circulatorio, la irritación de una fibra nerviosa, una ligera congestión, una mínima perturbación en el funcionamiento tan imperfecto y delicado de nuestro mecanismo vital, puedan transformar en melancólico al hombre más alegre, en cobarde al más valiente? Luego me meto en la cama y espero el sueño, como si esperase al verdugo. Lo espero y tiemblo por su llegada, me palpita el corazón y me tiemblan las piernas; y todo mi cuerpo se sobresalta entre el calor de las sábanas, hasta que de repente me caigo de sueño, como si cayera para ahogarme dentro de un pozo de agua estancada. No lo siento llegar, como antes, a ese pérfido sueño, oculto cerca de mí, que me espía, que va a cogerme de la cabeza, a cerrarme los ojos, a aniquilarme.
Duermo —bastante— dos o tres horas —luego sueño— no —una pesadilla me atenaza. Percibo perfectamente que estoy acostado y que duermo…, lo siento y lo sé…, y siento también que alguien se acerca a mí, me mira, me palpa, sube a mi cama, se arrodilla sobre mi pecho, me coge del cuello con sus manos y aprieta…, aprieta…, con todas sus fuerzas para estrangularme.
¡Me debato, presa de esa impotencia atroz que nos paraliza en los sueños; quiero gritar, pero no puedo; trato de moverme, pero no puedo; trato, con esfuerzos tremendos, jadeando, de darme la vuelta, de rechazar a ese ser que me aplasta y me ahoga, pero no puedo!
De golpe me despierto, aterrado, sudoroso. Enciendo una vela. No hay nadie.
Tras esta crisis, que se repite todas las noches, duermo por fin tranquilo hasta el amanecer.
2 de junio
. He empeorado. ¿Qué tengo, pues? El bromuro no me hace nada, ni tampoco las duchas. Hace un rato, para cansarme un poco, aunque estoy ya agotado, me he ido a dar una vuelta por el bosque de Roumare. Al principio me ha parecido que el aire fresco, suave y ligero, oloroso a hierbas y a hojas, me devolvía una sangre nueva a las venas, nueva energía al corazón. He tomado por una gran pista de caza, luego he torcido hacia La Bouille, por un sendero entre dos ejércitos de árboles altísimos que formaban una techumbre verde, tupida, casi negra, entre el cielo y yo.
De repente me he sentido estremecer, no por el frío, sino por una extraña angustia.
He apretado el paso, turbado por hallarme solo en el bosque, atemorizado, sin motivo y neciamente, por esa profunda soledad. De pronto me ha parecido que alguien me seguía, que alguien me pisaba los talones, cerca, tan cerca de mí que hubiera podido tocarme.
Me he dado la vuelta bruscamente. No había nadie. Detrás de mí, no he visto más que la recta y ancha alameda, desierta, alta, temiblemente desierta; y del otro lado también se extendía hasta donde se perdía la vista, toda igual, aterradora.
He cerrado los ojos. ¿Por qué? Y he empezado a girar sobre un talón, muy rápido, como una peonza. A punto he estado de caer; he abierto de nuevo los ojos; los árboles bailaban, la tierra flotaba; he tenido que sentarme. Y luego, ¡ay!, ¡ya no sabía por dónde había venido! ¡Extraña idea! ¡Extraña! ¡Extraña idea! No había manera de saberlo. He tomado hacia el lado de la derecha, y he vuelto a la alameda que me había llevado al interior del bosque.
3 junio
. La noche ha sido horrible. Voy a ausentarme por unas semanas. Un corto viaje, sin duda, hará que me restablezca.
2 de julio
. De vuelta en casa. Estoy curado. He hecho, por otra parte, una excursión encantadora. He visitado el monte Saint-Michel, que no conocía.
¡Qué vista, cuando llega uno, como yo, a Avranches, hacia el final del día! La ciudad está sobre una colina; y me llevaron al parque público, al fondo del casco antiguo. Solté un grito de asombro. Delante de mí se extendía hasta donde se pierde la vista una inmensa bahía, entre dos amplias costas que se perdían a lo lejos entre las brumas; y en medio de esa inmensa bahía amarilla, bajo un cielo de oro y de luz, se alzaba, entre la arena, un extraño monte oscuro y puntiagudo. El sol acababa de ponerse, y en el horizonte llameante aún se dibujaba el perfil de esa roca fantástica rematada en su cima por un monumento fantástico.
Tan pronto como amaneció me fui hacia él. La mar estaba baja, como la noche antes, y veía alzarse delante de mí, a medida que me acercaba a ella, la sorprendente abadía. Tras varias horas de marcha, llegué al enorme bloque de piedras en que se asienta la pequeña ciudad dominada por su gran iglesia. Después de haber trepado la calle estrecha y muy empinada, entré en la más admirable morada gótica construida por Dios en la tierra, vasta como una ciudad, llena de salas bajas que parecen aplastadas por unas bóvedas y unas altas galerías que sostienen frágiles columnas. Entré en esa gigantesca joya de granito, ligera como un encaje, cubierta de torres, de esbeltos campaniles, por donde ascienden escaleras tortuosas, y que proyectan en el cielo azul del día, y en el cielo negro de la noche, sus extrañas cabezas erizadas de quimeras, de diablos, de animales fantásticos, de flores monstruosas, unidas entre sí por unos finos arcos labrados.
Cuando estuve en lo alto, le dije al fraile que me acompañaba: «Padre, ¡qué bien debe de encontrarse aquí!».
Él me respondió: «Hace mucho viento, señor»; y nos pusimos a charlar mientras mirábamos cómo subía la marea, que se deslizaba por la arena y la cubría de una coraza de acero.
Y el fraile me contó historias, todas las viejas historias del lugar, leyendas, siempre leyendas.
Una de ellas me causó gran impresión. Afirma la gente del pueblo, los montañeses, que de noche se oye hablar en el arenal y balar a dos cabras, una con un timbre sonoro, la otra con uno débil. Dicen los incrédulos que se trata de gritos de las aves marinas, semejantes unas veces a balidos, otras a quejidos humanos; pero los pescadores que regresan a hora tardía juran haber encontrado, vagando por las dunas, entre una y otra marea, en torno a la pequeña ciudad construida fuera del mundo, a un viejo pastor con la cabeza siempre cubierta por su capote, que lleva tras de sí un cabrito con rostro de hombre y una cabra con rostro de mujer, ambos de largos cabellos blancos, que hablan sin descanso, discutiendo en una lengua desconocida, y que de repente dejan de gritar para ponerse a balar con todas sus fuerzas.
Le pregunté al fraile: «¿Y usted se lo cree?».
Él murmuró: «No lo sé».
Yo proseguí: «Si de verdad existieran otros seres en la tierra, ¿cómo es posible que no los conozcamos desde hace mucho tiempo? ¿Es posible que no los hayamos visto ni usted ni yo?».
Respondió: «¿Acaso conseguimos ver la cienmilésima parte de lo que existe? Piense en el viento, la mayor fuerza de la naturaleza, que derriba a los hombres, abate los edificios, arranca de raíz los árboles, hace alzarse el mar en montañas de agua, destruye los acantilados, hace pedazos los barcos; el viento que mata, que silba, que gime, que ruge. ¿Acaso lo ha visto alguna vez?, ¿puede verlo? Y, sin embargo, existe».
Me callé ante aquel simple argumento. Aquel hombre era un sabio, o tal vez un necio. No habría sabido decirlo a ciencia cierta; pero me callé. Lo que él decía yo lo había pensado con frecuencia.
3 de julio
. He dormido mal, debido sin duda a una especie de calentura, pues mi cochero sufre del mismo mal que yo. Al volver ayer a casa, observé su singular palidez. Le pregunté:
«¿Qué le pasa, Jean?»
«No puedo descansar, señor, mis noches vuelven mis días horribles. Desde que el señor se fue, ha sido como un maleficio».
Los otros criados están bien sin embargo, pero yo tengo un gran miedo de que vuelva a cogerme.
4 de julio
. Decididamente, me ha cogido otra vez. Retornan las viejas pesadillas. Esta noche he sentido que alguien estaba echado sobre mí, y que, con su boca sobre la mía, me succionaba la vida entre los labios. Sí, me la succionaba en la garganta, como habría hecho una sanguijuela. Luego se ha levantado, ya saciado, y yo me he despertado tan postrado, hecho polvo, aniquilado, que ya no era capaz de moverme. Si esto dura unos pocos días más, me tendré que ir de nuevo.
5 de julio
. ¿He perdido la razón? ¡Lo que ha pasado, lo que he visto la noche pasada es tan extraño, que desbarro cuando pienso en ello!
Como hago ahora cada noche, había cerrado mi puerta con llave; luego, como tenía sed, me tomé medio vaso de agua y observé por casualidad que mi botella estaba llena hasta el tapón de cristal.
A continuación me acosté y caí en unos de mis sueños espantosos, del que me sacó al cabo de unas dos horas una sacudida más tremenda aún.
Imaginaos a un hombre dormido que se ve asaltado en sueños y se despierta con un cuchillo clavado en los pulmones y que agoniza cubierto de sangre y no puede ya respirar, y va a morir, sin comprender nada. Ha sido algo así.
Tras haber recobrado la razón, sentí sed de nuevo; encendí una vela y me fui hacia la mesa donde tenía la botella. La levanté inclinándola sobre mi vaso; no salió nada. ¡Estaba vacía! ¡Totalmente vacía! ¡Al principio, no entendí nada; luego, de repente, sentí una emoción tan terrible que tuve que sentarme, o más bien, me derrumbé sobre una silla! ¡Luego me enderecé de un salto para mirar a mi alrededor! ¡A continuación me volví a sentar, loco de asombro y de miedo delante del cristal transparente! Lo contemplé con la mirada fija, tratando de adivinar. ¡Me temblaban las manos! ¡Se habían bebido el agua! ¿Quién? ¿Yo? ¡Yo, sin duda! ¡No podía ser otro que yo! Entonces, era un sonámbulo, vivía, sin saberlo, esa doble vida misteriosa que hace dudar de si no hay dos seres en nosotros, o si un ser extraño, incognoscible e invisible, anima, a veces, cuando nuestro espíritu está amodorrado, nuestro cuerpo prisionero que obedece a este otro igual que a nosotros, e incluso más.