Cuentos esenciales (46 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

BOOK: Cuentos esenciales
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EL HUÉRFANO
*

La señorita Source había adoptado a aquel chico en otro tiempo en circunstancias muy tristes. Contaba por aquel entonces treinta y seis años y su deformidad (de niña se había resbalado de las rodillas de su niñera cayendo en el fuego de la chimenea y su rostro, que había sufrido horribles quemaduras, era espantoso) la había hecho decidirse a no contraer matrimonio, porque no quería que se casasen con ella por su dinero.

Una vecina, que había enviudado durante el embarazo, murió de parto, sin dejar un céntimo. La señorita Source recogió al recién nacido, le puso una nodriza, le crió, le mandó interno y le recuperó a la edad de catorce años, para tener en su casa vacía a alguien que la quisiera, se ocupara de ella y le hiciera agradable la vejez.

Vivía en una pequeña finca campestre a cuatro leguas de Rennes, y ahora no tenía sirvienta. Al haber aumentado los gastos más del doble desde la llegada de aquel huérfano, sus tres mil francos de renta no alcanzaban ya para alimentar a tres bocas.

Ella misma hacía las faenas domésticas y cocinaba, y mandaba al pequeño a hacer los encargos, el cual se ocupaba también de cuidar el jardín. Era dulce, tímido, silencioso y amoroso. Y ella sentía una alegría profunda, una alegría nueva en que él la besara, sin que pareciera sorprendido o espantado de su fealdad. La llamaba tía y la trataba como a una madre.

Por la noche se sentaban los dos al amor del fuego, y ella le preparaba alguna gollería. Ponía a calentar vino y tostaba una rebanada de pan, y era una deliciosa sobrecena antes de irse a la cama. A menudo le sentaba sobre sus rodillas y le cubría de caricias mientras le susurraba al oído palabras de una ternura apasionada. Le llamaba: «Mi florecilla, mi querubín, mi ángel adorado, mi divina joyita». Y él se dejaba hacer complacientemente, escondiendo la cabeza en el hombro de la solterona.

Por más que se acercara a los quince años, había quedado enclenque y menudo, con un aire algo enfermizo.

A veces, la señorita Source le llevaba a la ciudad a ver a dos parientas que tenía, primas lejanas suyas, casadas en un barrio suburbano, su única familia. Las dos mujeres le seguían guardando rencor por la adopción del niño, a causa de la herencia; pero, pese a todo, la recibían con solicitud, esperando todavía su parte, un tercio sin duda, si el reparto se hacía de un modo equitativo.

Ella era feliz, muy feliz, ocupándose siempre de su niño. Le compró libros para cultivar su espíritu y él empezó a leer con pasión.

Por la noche no se sentaba ya sobre sus rodillas para mimarla como en otros tiempos, sino que tomaba asiento enseguida en su sillita al amor del fuego y abría un libro. La lámpara puesta en el borde de la repisa, por encima de su cabeza, iluminaba su pelo rizado y parte de la piel de su frente; no se movía ya ni levantaba la vista, ni hacía gesto alguno. Leía, enfrascado, absorbido por completo en la historia del libro.

Sentada enfrente de él, ella le contemplaba con mirada ardiente y fija, asombrada de su atención, celosa, a menudo a punto de romper a llorar.

Le decía de vez en cuando: «¡Vas a cansarte, tesoro!» esperando que levantase la cabeza y fuera a abrazarla; pero él ni siquiera respondía, pues no había oído ni entendido; nada, fuera de lo que leía en aquellas páginas, le importaba.

En dos años devoró un número incalculable de libros. Su carácter cambió.

Varias veces le pidió dinero a la señorita Source y ella se lo dio. Pero quería cada vez más y al final ella se negó, porque era ordenada y enérgica y sabía ser razonable cuando era menester.

A fuerza de súplicas, una noche logró sacarle, una vez más, una gran suma; pero cuando le imploró de nuevo unos días más tarde, ella se mostró inflexible y ya no cedió.

Él pareció resignarse.

Se volvió tranquilo como en otro tiempo; le gustaba estarse sentado durante horas y horas sin moverse, con los ojos gachos, sumido en sus ensoñaciones. Ya no hablaba siquiera con la señorita Source, apenas si respondía a lo que ella le decía, con frases lacónicas y precisas.

No obstante, era amable con ella, y estaba lleno de atenciones, pero ya no la besaba nunca.

Ahora, por la noche, cuando permanecían sentados cara a cara, a ambos lados de la chimenea, inmóviles y silenciosos, a veces él le daba miedo. Hubiera querido sacarle de su ensimismamiento, decir algo, cualquier cosa, con tal de salir de ese silencio espantoso como las tinieblas de un bosque. Pero él parecía no oírla ya siquiera, y ella temblaba de un terror de pobre mujer débil, cuando le dirigía la palabra durante cinco o seis veces seguidas sin sacarle una palabra.

¿Qué tenía? ¿Qué pasaba por aquella cabeza cerrada? Cuando había permanecido así dos o tres horas enfrente de él, se sentía enloquecer dispuesta a huir, a escapar al campo, para evitar ese mudo y eterno estar cara a cara, y también un vago peligro que no sospechaba, pero que presentía.

¿Qué tenía? Bastaba con que ella manifestara un deseo para que él obedeciese sin rechistar. Si necesitaba algo de la ciudad, él iba enseguida. ¡No tenía ciertamente motivos de queja de él! Y sin embargo…

Pasó otro año y le pareció que en la misteriosa mente del joven se había producido un nuevo cambio. Ella lo advirtió, lo sintió, lo intuyó. ¿De qué modo? Quién sabe. Estaba segura de no equivocarse; pero no habría sabido decir de qué modo los desconocidos pensamientos de ese extraño joven habían cambiado.

Le pareció que hasta ese momento había sido como un hombre dubitativo, que de golpe hubiera tomado una decisión. Se le ocurrió este pensamiento una noche al toparse con la mirada de él, una mirada fija y extraña que ella no conocía.

A partir de entonces comenzó a observarla de continuo, a tal punto que ella tenía ganas de esconderse para evitar esos ojos fríos, clavados en ella.

La miraba con fijeza durante veladas enteras, desviando sólo la mirada cuando ella, agotada, le decía:

—No me mires así, hijo mío…

Entonces él agachaba la cabeza.

Pero no bien le daba la espalda, sentía de nuevo su mirada encima de ella. Fuera donde fuese, la seguía con esa mirada obstinada.

A veces, cuando paseaba por el jardincito, le descubría de repente agazapado detrás de un arbusto, como emboscado; o bien, cuando se sentaba delante de la casa para zurcir unas medias, y él estaba entrecavando un cuadro de hortalizas, la espiaba, sin dejar de trabajar, solapada y permanentemente.

Por más que le preguntaba:

—¿Qué te pasa, pequeño mío? Desde hace tres años has cambiado mucho. Ya no te reconozco. Dime qué te pasa, en qué piensas, te lo suplico.

Él decía invariablemente con un tono tranquilo y cansino:

—¡Pero si no me pasa nada, tía!

Y cuando ella insistía, suplicándole:

—Vamos, hijo mío, respóndeme, por favor, cuando te hablo. Si supieras lo triste que me pones, no dejarías nunca de responderme y no me mirarías así. ¿Hay algo que te aflige? Dímelo, te consolaré…

Él se iba con un aire cansado mientras murmuraba:

—Te aseguro que no me pasa nada.

No había crecido mucho, seguía teniendo un aspecto infantil, por más que sus rasgos faciales fueran los de un adulto. Eran duros, pero como inacabados. Se hubiera dicho incompleto, mal logrado, nada más que esbozado, e inquietante como un misterio. Era cerrado, impenetrable, parecía que en él se llevara a cabo sin descanso un trabajo mental, activo y peligroso.

La señorita Source sentía todo esto y no dormía ya del miedo. Se encerraba en su cuarto y atrancaba la puerta, torturada por el espanto.

¿De qué tenía miedo?

No lo sabía.

¡Miedo de todo, de la oscuridad, de las paredes, de las formas que proyectaba la luna a través de los visillos blancos de las ventanas y sobre todo miedo de él!

¿Por qué?

¿Qué podía temer? ¡Si al menos lo hubiera sabido!…

¡Ya no podía seguir viviendo así! Estaba segura de que la amenazaba una desgracia, una desgracia tremenda.

Una mañana partió a escondidas para ir a la ciudad, a casa de sus parientas. Con voz rota les contó todo. Las dos mujeres pensaron que estaba a punto de volverse loca y trataron de tranquilizarla.

Decía:

—¡Si supierais cómo me mira, de la mañana a la noche! No me quita ojo de encima un solo momento. ¡A veces me dan ganas de pedir auxilio, de llamar a los vecinos, del miedo que tengo! Pero ¿qué podría decirles? A fin de cuentas, no hace más que mirarme.

Las dos primas preguntaron:

—¿Ha sido tal vez en alguna ocasión malo contigo o te contesta de malos modos?

Ella respondió:

—No, nunca: hace todo cuanto quiero. Es trabajador y ordenado. Pero yo me muero de miedo. Está tramando algo, estoy segura, segurísima de ello. No quiero seguir más con él, sola en pleno campo.

Las parientas, asustadas, trataron de hacerle entender que la gente se extrañaría, que no lo entendería; y le aconsejaron que no hablara de sus temores y de sus planes, pero no la disuadieron de la idea de trasladarse a la ciudad, esperando en compensación toda la herencia.

Le prometieron ayudarla incluso a vender su casa y encontrarle otra cerca de la suya.

La señorita Source regresó a su casa. Pero tenía tan trastornada la cabeza que se sobresaltaba al mínimo ruido y le temblaban las manos por cualquier nimiedad.

Volvió otras dos veces para ponerse de acuerdo con sus parientas, totalmente decidida a no seguir por más tiempo en aquella casa apartada. Por fin encontró, en aquel barrio, un chalecito que le interesó y lo compró a escondidas.

El contrato se firmó un martes por la mañana, y la señorita Source pasó el resto del día preparando el traslado.

A las ocho de la tarde, la diligencia la traía a un kilómetro de su casa; y se detuvo en el lugar donde el conductor tenía costumbre de dejarla. El hombre le gritó al tiempo que fustigaba a sus caballos:

—¡Buenas noches, señorita Source, buenas noches!

Ella respondió mientras se alejaba:

—Buenas noches, tío Joseph.

Al día siguiente, a las siete y media de la mañana, el cartero que trae las cartas al pueblo observó en un cruce, no lejos del camino real, una gran mancha de sangre todavía fresca. Se dijo entre sí: «Vaya…, algún borracho que habrá echado sangre por la nariz…». Pero, diez pasos más adelante, vio un pañuelo de bolsillo también manchado de sangre. Lo recogió: era de tela fina. Sorprendido, el cartero se acercó a la cuneta, donde le pareció descubrir una cosa extraña.

La señorita Source yacía en la hierba del fondo, degollada de una cuchillada.

Al cabo de una hora los gendarmes, el juez instructor y varias autoridades se hallaban en torno al cadáver haciendo conjeturas.

Las dos parientas, llamadas para testificar, contaron los miedos de la señorita y sus últimas intenciones.

El huérfano fue arrestado. Tras la muerte de la que lo había adoptado, lloraba de la mañana a la noche, hundido, al menos en apariencia, en el mayor de los dolores.

Demostró que había pasado la velada, hasta las once, en un café. Diez personas le habían visto, pues se habían quedado hasta que él se fue.

El cochero de la diligencia declaró haber dejado en el camino a la muerta entre las nueve y media y las diez. El delito había sido cometido en el tramo del camino real hasta la casa, no más tarde de las diez.

El acusado fue puesto en libertad.

Un testamento, ya de antigua fecha, depositado en una notaría de Rennes, le nombraba heredero universal; y heredó.

Durante bastante tiempo los vecinos del pueblo le tuvieron en cuarentena, pues seguían sospechando de él. Su casa, la de la difunta, era tenida por maldita. Por la calle le evitaban.

Pero él se mostró tan afable, tan abierto, tan cordial, que poco a poco la terrible duda fue olvidada. Era generoso, atento, charlaba con los más humildes, de todo, tanto como quisieran.

El notario, el señor Rameau, fue uno de los primeros en cambiar de opinión sobre él, seducido por su risueña locuacidad. Una noche declaró, en una cena en casa del recaudador:

—Un hombre tan locuaz y siempre de buen humor no puede tener un delito semejante sobre su conciencia.

Impresionados por este argumento, los presentes se pusieron a reflexionar y también ellos recordaron las largas conversaciones de ese hombre que les paraba en las esquinas, casi a la fuerza, para exponerles sus ideas, que les obligaba a entrar en su casa cuando pasaban por delante de su jardín, que era más ocurrente incluso que el teniente de la gendarmería, y de una alegría tan expansiva que, a pesar de la repugnancia que inspiraba, no podían evitar reír siempre en compañía suya.

Todas las puertas se abrieron para él.

Actualmente es el alcalde del municipio.

DENIS
*

A Léon Chapron

I

El señor Marambot abrió la carta que le había entregado su criado Denis y sonrió.

Denis, que llevaba veinte años de servicio en la casa, un hombrecillo rechoncho y jovial, a quien todo el mundo en la comarca tenía por un modelo, preguntó:

—¿Está contento el señor? ¿Ha recibido el señor buenas noticias?

El señor Marambot no era rico. Antiguo boticario del lugar, soltero, vivía de una pequeña renta amasada con esfuerzo vendiendo medicamentos a los campesinos. Respondió:

—Sí, amigo mío. El viejo Malois se echa atrás ante el proceso con el que le amenazo; mañana recibiré mi dinero. Cinco mil francos no están nada mal para la caja de caudales de un soltero.

Y el señor Marambot se frotaba las manos. Era un hombre de un carácter resignado, más triste que alegre, incapaz de un esfuerzo prolongado, dejado en sus asuntos.

Habría podido disfrutar, sin duda, de una vida más holgada de haber sabido sacar partido de la muerte de sus colegas establecidos en las poblaciones más importantes, para ir a ocupar su lugar y hacerse con su clientela. Pero el fastidio del traslado, y el pensar en todas las gestiones que tendría que hacer, le habían retenido sin cesar; y se limitaba a decir después de dos días de pensárselo:

—¡Basta! Otra vez será. Nada pierdo con esperar. Puede que salga algo mejor.

Denis, por el contrario, incitaba a su amo a ser más emprendedor. De un carácter activo, repetía sin cesar:

—¡Oh!, de haber contado yo con un capital inicial, habría hecho mi fortuna. Con sólo mil francos, la cosa estaría hecha.

El señor Marambot sonreía sin responder y salía a su jardincito, por donde se paseaba, con las manos tras la espalda, ensoñado.

Durante todo el día Denis no hizo sino cantar, como un hombre lleno de alegría, estribillos y tonadillas de la región. Se mostró incluso de una actividad inusitada, pues limpió los cristales de las ventanas de la casa, secándolos con entusiasmo, mientras entonaba a voz en grito sus coplillas.

El señor Marambot, asombrado por su celo, le dijo en varias ocasiones, sonriendo:

—Trabajando así, amigo mío, mañana no tendrás nada que hacer.

Al día siguiente, a eso de las nueve de la mañana, el cartero le entregó a Denis cuatro cartas para su amo, una de ellas muy pesada. El señor Marambot se encerró enseguida en su habitación hasta media tarde. Entonces le entregó a su criado cuatro sobres para el correo. Uno de ellos, dirigido al señor Malois, era sin duda un acuse de recibo del dinero.

Denis no hizo preguntas a su amo; pareció tan triste y sombrío aquel día como alegre había estado la víspera.

Llegó la noche. El señor Marambot se acostó a la hora de costumbre y se durmió.

Le despertó un extraño ruido. Se incorporó enseguida en la cama y permaneció a la escucha. Pero bruscamente se abrió la puerta y apareció Denis en el umbral, con una vela en una mano y un cuchillo de cocina en la otra, unos grandes ojos de mirada fija, los labios y las mejillas contraídos como los de alguien agitado por una horrible emoción, y tan pálido que se hubiera dicho un aparecido.

El señor Marambot, desconcertado, creyó que se había vuelto sonámbulo, y se disponía a levantarse para correr a su encuentro cuando el criado apagó la vela de un soplo al tiempo que se abalanzaba sobre la cama. El amo extendió las manos para parar el golpe que le tumbó de espaldas, y trató de aferrar las manos del criado, que creía se había vuelto loco, para detener las cuchilladas frenéticas que le asestaba.

Fue alcanzado la primera vez en un hombro, la segunda en la frente y la tercera en el pecho. Se debatía desesperadamente, agitando sus manos en la oscuridad, lanzando también patadas y gritando:

—¡Denis! ¡Denis! ¡Estás loco, pero vamos, Denis!

Pero el otro, jadeando, se ensañaba, seguía golpeando, repelido unas veces por una patada, otras por un puñetazo, pero volviendo furiosamente a la carga. Marambot fue herido otras dos veces en la pierna y en el vientre. Pero de repente se le ocurrió una idea y se puso a gritar:

—Pero para ya, para ya, Denis, que no he recibido el dinero.

El hombre se detuvo al punto; y su amo oía, en la oscuridad, su respiración silbante.

El señor Marambot prosiguió al instante:

—No he recibido nada. El señor Malois se ha desdicho, y se celebrará el juicio; por eso has llevado las cartas a correos. Lee si no las que están en mi secreter.

Y, en un postrer esfuerzo, cogió las cerillas de encima de su mesilla de noche y encendió la vela.

Estaba todo cubierto de sangre; hasta las paredes habían salpicado los fuertes chorros. Sábanas, cortinas, todo estaba rojo. Denis, ensangrentado de pies a cabeza, estaba plantado en medio de la habitación.

Al ver aquello, el señor Marambot se creyó muerto y sufrió un desvanecimiento.

Volvió en sí al despuntar el día. Tardó un rato en recuperar el sentido, en comprender, en recordar. Pero de repente le volvió el recuerdo de la agresión y de sus heridas, y sintió tanto miedo que cerró los ojos para no ver nada. Al cabo de unos minutos se calmó su espanto, y empezó a reflexionar. Al no haber muerto por el ataque, quería decir que podía recuperarse. Se sentía débil, muy débil, pero sin un vivo sufrimiento, si bien sentía en distintos puntos del cuerpo una sensible molestia, como pinchazos. También se sentía helado y totalmente húmedo, oprimido, como envuelto en un vendaje. Pensó que esa humedad se debía a la sangre derramada; y le sacudían unos escalofríos de angustia sólo de pensar en ese líquido rojo salido de sus venas y del que estaba cubierta la cama. Le trastornó la idea de volver a presenciar ese espectáculo espantoso, por lo que mantenía los ojos cerrados con fuerza como si fueran a abrirse a pesar suyo.

¿Qué había sido de Denis? Probablemente había escapado.

Pero ¿qué iba a hacer, ahora, él, Marambot? ¿Levantarse? ¿Pedir socorro? Ahora bien, bastaría con que hiciera un solo movimiento para que sus heridas se abriesen sin duda de nuevo; y caería muerto, desangrado.

Oyó de pronto abrirse la puerta de la habitación. Casi se le paró el corazón: era sin duda Denis que venía a rematar la faena. Contuvo la respiración para que el asesino no se diera cuenta de que seguía con vida, es más, para que creyera lo contrario.

Notó que retiraban la sábana y que alguien le tocaba la tripa. Un dolor agudo, cerca de la cadera, le hizo estremecerse. Ahora le estaban lavando delicadamente con agua fría. ¡Esto significaba que la fechoría había sido descubierta, que le estaban curando, que estaba salvado! Le embargó una alegría incontenible; pero por prudencia no quiso hacer ver que había vuelto en sí, y entreabrió sólo un ojo, con la máxima cautela.

Reconoció a Denis de pie junto a él. ¡Denis en persona! ¡Misericordia! Volvió a cerrar enseguida el ojo.

¡Denis! ¿Qué hacía? ¿Qué quería? ¿Qué monstruosos planes urdía?

¿Que qué hacía? ¡Pues le lavaba para hacer desaparecer las huellas! ¿Le enterraría a continuación en el jardín, diez metros bajo tierra, para que no le descubrieran? ¿O tal vez en la bodega, bajo las botellas del vino de reserva?

Y el señor Marambot se puso a estremecerse con tan fuertes temblores que todos sus miembros palpitaban.

Se decía: «¡Estoy perdido, perdido!». Y apretaba desesperadamente los párpados para no ver llegar la última cuchillada. Y no la recibió. Denis, ahora, le levantaba y le envolvía en un lienzo. Luego se puso a vendar con sumo cuidado la herida de la pierna, tal como había aprendido a hacer cuando su amo tenía la botica.

No había posibilidad de equívoco para alguien del oficio como él: su criado, tras haber intentado darle muerte, trataba ahora de salvarle.

Entonces el señor Marambot, con voz débil, le dio este consejo práctico:

—¡El lavado y la cura hazlos disolviendo catramina
1
en agua!

Denis respondió:

—Es lo que estoy haciendo, señor.

El señor Marambot abrió los dos ojos.

No había ni rastro de sangre ni en la cama ni en la habitación, ni en el asesino. El herido estaba tumbado en unas sábanas de un blanco impoluto.

Los dos hombres se miraron.

Finalmente, el señor Marambot dijo con dulzura:

—Has cometido un delito muy grave.

Denis repuso:

—Lo estoy reparando, señor. Si usted no me denuncia, le serviré fielmente como en el pasado.

No era aquél momento de descontentar a su criado. El señor Marambot articuló cerrando los ojos:

—Te juro que no te denunciaré.

II

Denis salvó a su amo. Pasó noches y días sin pegar ojo, sin abandonar la habitación del enfermo, preparándole medicamentos, tisanas, pociones, tomándole el pulso y contando ansiosamente los latidos, cuidándole con habilidad de enfermero y dedicación de hijo.

Le preguntaba a cada momento:

—¿Cómo se siente, señor?

El señor Marambot respondía con débil voz:

—Algo mejor, amigo mío, gracias.

Y cuando el herido se despertaba, por la noche, veía a menudo a su cuidador llorando en el sillón y secándose los ojos en silencio.

Nunca el antiguo boticario había estado tan cuidado, tan mimado, tan bien atendido. De entrada, se había dicho para sus adentros: «En cuanto esté curado, me sacaré a este granuja de encima».

Ahora estaba convaleciente y posponía de un día para otro el momento de separarse de su asesino. Pensaba que nadie tendría con él tantos miramientos y tantas atenciones, que tenía cogido a ese criado por el miedo; y le avisó de que había depositado en una notaría un testamento denunciándole a la justicia en caso de que ocurriera un nuevo accidente.

Esta precaución le parecía garantía suficiente para el futuro contra cualquier nuevo ataque; y entonces se preguntaba si no sería incluso más prudente conservar a su lado a aquel hombre para vigilarlo atentamente.

Como en otro tiempo, cuando dudaba de si adquirir o no alguna farmacia más importante, era incapaz de decidirse a tomar una resolución.

«Siempre se está a tiempo», se decía.

Denis continuaba mostrándose un incomparable servidor. El señor Marambot se había curado. Y lo mantuvo a su servicio.

Ahora bien, una mañana, cuando acababa de comer, oyó de pronto un gran ruido en la cocina. Acudió a toda prisa. Denis se debatía, apresado por dos gendarmes. El sargento estaba tomando con aire serio unas notas en un cuaderno.

Apenas vio a su amo, el criado se puso a sollozar, gritando:

—Me ha denunciado, señor; eso no está bien, después de lo que prometió. ¡No tiene usted palabra, señor Marambot; no está bien, no está bien!…

El señor Marambot, estupefacto y desolado de ver que se sospechaba de él, alzó la mano:

—Juro por Dios, amigo mío, que no te he denunciado. Desconozco totalmente cómo han podido conocer los señores gendarmes la tentativa de asesinato contra mí.

El sargento tuvo un sobresalto:

—¿Dice usted que quiso matarle, señor Marambot?

El boticario, confuso, respondió:

—Pues sí… Pero yo no le denuncié… Yo no he dicho nada… Juro que no he dicho nada… Me ha servido muy bien desde entonces…

El sargento manifestó con aire grave:

—Tomo nota de su declaración. La justicia valorará este nuevo delito que ignoraba, señor Marambot. He sido encargado de arrestar a su criado por el hurto de dos patos que se ha cometido en casa del señor Duhamel, y hay testigos del delito. Le pido disculpas, señor Marambot. Daré parte de su declaración…

Y, volviéndose hacia sus hombres, ordenó:

—¡Vamos, en marcha!

Los dos gendarmes se llevaron a Denis.

III

El abogado acababa de alegar demencia, relacionando entre sí ambos delitos con miras a reforzar su argumentación. Había probado inequívocamente que el hurto de los patos tenía su razón de ser en el mismo estado mental que las ocho cuchilladas asestadas a Marambot. Había analizado con sutileza todas las fases de dicho trastorno mental transitorio, curable sin duda con unos meses de cuidados en un buen sanatorio. Había descrito en términos entusiastas la continua y abnegada dedicación de aquel honesto sirviente, los cuidados incomparables que había prodigado a su amo herido por él en un momento de extravío.

Profundamente impresionado por ese recuerdo, el señor Marambot tenía los ojos bañados en lágrimas.

El abogado reparó en ello, abrió los brazos haciendo un aspaviento, desplegando sus largas mangas negras como alas de murciélago. Y, con tono vibrante, exclamó:

—Vean, vean, vean, señores del jurado, vean esas lágrimas. ¿Qué más podría decir ahora a favor de mi cliente? ¿Qué discurso, qué argumento, qué razonamiento puede valer tanto como las lágrimas de su amo? Su voz es más fuerte que la mía, más fuerte que la misma ley, y dice: «¡Perdonen un momento de locura! ¡Ellas imploran, absuelven, bendicen!».

Calló y se sentó.

Entonces el presidente, volviéndose hacia Marambot, cuya declaración había sido muy favorable para el criado, le preguntó:

—Pero, en fin, señor, admitiendo incluso que usted haya considerado a ese hombre como un demente, ello no explica por qué le siguió manteniendo en su casa. No dejaba de ser por ello menos peligroso.

Marambot respondió secándose los ojos:

—¡Qué quiere, señor presidente!, es tan difícil encontrar un criado con los tiempos que corren…, no podía encontrar uno mejor.

Denis fue absuelto e ingresó, a expensas de su amo, en un manicomio.

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