Se habían tratado íntimamente durante todo el invierno en París. Tras haberse perdido de vista, como ocurre siempre, al dejar el colegio, los dos amigos volvieron a encontrarse, una noche, en sociedad, ya viejos y canosos, el uno soltero, el otro casado.
El señor de Méroul pasaba seis meses en París y seis meses en su castillejo de Tourbeville. Tras haberse casado con la hija de un castellano de los alrededores, había vivido apacible y agradablemente en la indolencia del hombre que no tiene nada que hacer. De temperamento tranquilo y cabeza asentada, sin audacias intelectuales ni rebeliones de independencia, pasaba su tiempo sintiendo una dulce nostalgia del pasado, deplorando las costumbres e instituciones del presente, y repitiéndole en todo momento a su mujer, que alzaba los ojos al cielo, y a veces también las manos en señal de asentimiento enérgico: «¡Pero bajo qué Gobierno vivimos, Dios mío!».
La señora de Méroul se asemejaba intelectualmente a su marido, como si hubieran sido hermano y hermana. ¡Sabía, por tradición, que hay que respetar en primer lugar al Papa y al Rey!
Y ella les quería y respetaba en el fondo de su corazón, sin conocerles, con exaltación poética, abnegación hereditaria y un cariño de mujer bien nacida. Era buena como un pedazo de pan. No había tenido hijos y siempre lo lamentaba.
Cuando el señor de Méroul encontró en un baile a su viejo compañero Joseph Mouradour, sintió por ello una honda y candorosa alegría, porque de jóvenes se habían querido mucho.
Tras las exclamaciones de asombro sobre los cambios producidos por la edad en sus cuerpos y caras, se habían informado acerca de sus respectivas vidas.
Joseph Mouradour, un meridional, había llegado a consejero general
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en su región. De modales francos, hablaba con vivacidad y desenvoltura, diciendo lo que pensaba sin pelos en la lengua. Era republicano; de esa raza de republicanos campechanos para quienes las maneras atrevidas son ley, para quienes la independencia de palabra llevada hasta la brutalidad se convierte en una pose.
Fue a casa de su amigo, siendo bien acogido en ella de inmediato por su sencilla cordialidad, pese a sus ideas avanzadas. La señora de Méroul exclamaba: «¡Qué lástima! ¡Un hombre tan encantador!».
El señor de Méroul le decía a su amigo, con tono convencido y confidencial: «No te das cuenta del daño que hacéis a nuestro país». Sin embargo, le quería; porque nada es más sólido que las amistades de la infancia reanudadas en edad madura. Joseph Mouradour les tomaba el pelo a la mujer y al marido, llamándoles «mis queridos galápagos», y a veces se entregaba a rimbombantes declamaciones contra las gentes atrasadas, contra los prejuicios y las tradiciones.
Cuando descargaba así el torrente de su elocuencia democrática, los dos esposos, incómodos, no decían nada por educación y cortesía; luego el marido trataba de cambiar de tema de conversación para evitar fricciones. Se veían con Joseph Mouradour sólo en la intimidad.
Llegó el verano. Los Méroul no tenían mayor alegría que recibir a sus amigos en sus posesiones de Tourbeville. Era una alegría íntima y sana, una alegría de buena gente y de terratenientes. Salían al encuentro de sus invitados hasta la cercana estación y les llevaban en su coche, esperando sus cumplidos sobre el lugar, la vegetación, el estado de los caminos del departamento, la limpieza de las casas de los labriegos, la gordura del ganado que se veía en los campos, en fin, sobre todo cuanto se veía alrededor.
Hacían notar que su caballo trotaba de forma sorprendente para ser un animal empleado parte del año en las labores agrícolas; y esperaban con ansiedad la opinión del recién llegado sobre su posesión, sensibles a la mínima palabra, agradecidos por la mínima cortesía.
Joseph Mouradour fue invitado y anunció su llegada.
Marido y mujer fueron a recogerle a la estación, encantados de tener que hacer los honores de la casa.
Apenas verles, Joseph Mouradour saltó de su vagón con una animación que no hizo sino aumentar su satisfacción. Les estrechaba las manos, les felicitaba, embriagándoles de cumplidos.
Durante todo el trayecto estuvo encantador, asombrándose de la altura de los árboles, de la abundante cosecha, de la rapidez del caballo.
Ya en la escalinata del castillo, el señor de Méroul le dijo, con una cierta solemnidad amistosa:
—Ahora estás en tu casa.
Joseph Mouradour respondió:
—Gracias, amigo, no esperaba menos de ti. Por otra parte, yo no me ando con cumplidos con mis amigos. No concibo la hospitalidad de otra forma.
Acto seguido subió a su habitación para vestirse, como él decía, a la campesina, y bajó ataviado todo de azul, tocado con un sombrero de paja, calzado con unos zapatos de cuero amarillo, en suma, vestido de parisino de trapillo que se va de francachela. También parecía haberse vuelto más llano, más jovial, más familiar, como si, con el traje campero, se hubiera revestido de unos modales despreocupados y desenvueltos, que consideraba adecuados a la circunstancia. Su nuevo atuendo escandalizó un tanto al señor y a la señora de Méroul, los cuales seguían siendo incluso en sus tierras serios y dignos, como si la partícula que precedía a su apellido les obligase a un cierto ceremonial hasta en la intimidad.
Tras haber comido, fueron a visitar las alquerías: y el parisino dejó anonadados a los respetuosos labriegos por su campechanía.
Por la noche, estaba invitado a cenar el párroco, un viejo cura cebón, huésped habitual de los domingos, que había sido llamado excepcionalmente aquella noche para honrar al recién llegado.
Al verle, Joseph arrugó la nariz, luego le estudió con asombro, como a un ser raro de una raza especial que nunca hubiera visto de tan cerca. Durante la comida contó unas anécdotas subidas de tono, permitidas en el seno de la intimidad, pero que los Méroul juzgaron fuera de lugar en presencia de un eclesiástico. No le decía a éste «señor cura», sino simplemente «señor»; y le puso en un aprieto con determinadas consideraciones filosóficas sobre las diversas supersticiones existentes sobre la faz de la tierra. Decía: «Su Dios, señor, es de los que hay que respetar, pero también discutir. El mío se llama Razón; y en todas las épocas ha sido enemigo del suyo…».
Desesperados, los Méroul, hacían esfuerzos por cambiar de tema. El párroco se marchó muy pronto.
Entonces el marido dijo con tono amable:
—¿No te parece que te has excedido un poco delante de ese sacerdote?
De inmediato Joseph exclamó:
—¡Ésta sí que es buena! ¡Cómo si tuviera yo que andarme con remilgos con un tragasantos! ¿Sabes?, por otra parte, me harás el favor de no imponerme más a ese buen hombre durante las comidas. Disfrutadlo vosotros tanto como queráis, el domingo y los días laborables, pero, ¡voto a Dios!, no se lo endilguéis a los amigos.
—Pero, amigo, su carácter sagrado…
Joseph Mouradour le interrumpió:
—¡Sí, ya sé, hay que tratarles como a doncellas virtuosas! ¡Este cuento me lo sé de memoria, amigo! Pero cuando estas personas respeten mis ideas yo respetaré las suyas.
Eso fue todo, por ese día.
Cuando la señora de Méroul entró en su salón, al día siguiente por la mañana, vio en medio de su mesa tres periódicos que la hicieron echarse para atrás:
Le Voltaire
,
La République française
y
La Justice
.
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Al punto apareció en la puerta Joseph Mouradour, que seguía vistiendo de azul, leyendo con atención
L’Intransigeant
.
3
Exclamó:
—Hoy hay un excelente artículo de Rochefort. Este Rochefort es realmente extraordinario.
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Lo leyó en voz alta, impostando la voz en determinados puntos, tan entusiasmado que no se dio cuenta de la llegada de su amigo.
El señor de Méroul llevaba en la mano el
Gaulois
para él y el
Clairon
para su mujer.
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La ardiente prosa del ilustre escritor que derribó el Imperio, declamada con violencia, cantada con el acento meridional, resonaba en el pacífico salón, hacía tremolar las viejas cortinas de rectos pliegues, parecía salpicar las paredes, los grandes sillones tapizados, los muebles clásicos que llevaban un siglo en los mismos sitios, de una granizada de palabras saltarinas, descaradas, irónicas y devastadoras.
El hombre y la mujer, de pie uno y sentada la otra, escuchaban con estupor, tan escandalizados que no hacían gesto alguno.
Mouradour lanzó la última andanada como se lanza una traca final y concluyó con aire triunfal:
—¿Qué os parece? Es de aúpa, ¿eh?
Pero de repente vio los dos periódicos que traía su amigo, y también él se quedó pasmado. Luego anduvo hacia él, a grandes pasos, preguntando con tono furioso:
—¿Qué piensas hacer con estos papeles?
El señor de Méroul respondió dudando:
—¡Pero si… son… mis diarios!
—Tus diarios… ¡Pero vamos, te burlas de mí! Me vas a hacer el favor de leer los míos, que te aclararán un poco las ideas, y en cuanto a éstos, mira lo que hago con ellos…
Y, antes de que su desconcertado anfitrión pudiera impedírselo, cogió los dos periódicos y los tiró por la ventana. Luego, muy serio, depositó en las manos de la señora de Méroul
La Justice
, entregó
Le Voltaire
al marido y él se repantingó en un sillón para acabar de leer
L’Intransigeant
.
Marido y mujer, por delicadeza, fingieron leer un poco y le devolvieron los periódicos republicanos sujetándolos con la punta de los dedos, como si estuvieran envenenados.
Mouradour se echó a reír de nuevo y declaró:
—Ocho días de este alimento y os convertiré a mis ideas.
Al cabo de ocho días, en efecto, gobernaba la casa. Había prohibido la entrada al párroco, a quien la señora de Méroul tenía que ir a ver a escondidas; había prohibido que el
Gaulois
y el
Clairon
entrasen en el castillo, por lo que un criado iba a buscarlos en secreto a correos y eran escondidos, cuando volvía, debajo de los cojines del canapé; lo regulaba todo a su antojo, siempre agradable, siempre cordial, tirano jovial y omnipotente.
Tenían que llegar otros amigos, personas pías y legitimistas. Los castellanos consideraron imposible un encuentro y, no sabiendo qué hacer, una noche anunciaron a Joseph Mouradour que un pequeño asunto les obligaba a ausentarse durante unos días, y le rogaron que se quedara solo. Él no se inmutó y respondió:
—Muy bien, no me importa, os esperaré cuanto queráis. Ya os lo he dicho, entre amigos nada de cumplidos. No os falta razón de preocuparos por vuestros asuntos, ¡qué demonios! No me ofendo por ello, claro está, es más, me hace sentir más cómodo con vosotros. Id, amigos; os esperaré.
Al día siguiente el señor y la señora de Méroul partieron.
Todavía les está esperando.
Me acordé de esta horrible historia y de esa horrible mujer al ver pasar el otro día, por una de las playas favoritas de la gente rica, a una parisina conocida, joven, elegante, encantadora, adorada y respetada por todos.
Mi historia data de antiguo, pero estas cosas no se olvidan jamás.
Había sido invitado por un amigo a pasar un tiempo en su casa de una pequeña ciudad de provincias. Para hacerme los honores del terruño, me paseó por todas partes, llevándome a ver los alabados paisajes, los castillos, las industrias, las ruinas; me enseñó los monumentos, las iglesias, las viejas puertas talladas, unos árboles de una enorme altura o de extrañas formas, el roble de san Andrés y el tejo de Roqueboise.
Una vez que hube visto con exclamaciones de entusiasmo condescendiente todas las curiosidades de la comarca, mi amigo me declaró con aire desconsolado que ya no había nada más que visitar. Respiré de alivio. Iba, pues, a poder descansar un poco, a la sombra de los árboles. Pero de repente dijo lanzando un grito:
—¡Ah, sí! Tenemos a la madre
de los monstruos
, tienes que conocerla.
Pregunté:
—¿Qué es eso de la madre de los monstruos?
Prosiguió:
—Es una mujer abominable, un verdadero demonio, un ser que da a luz todos los años, por propia voluntad, a niños deformes, horrendos, espantosos, monstruos, en una palabra, y que luego vende a los exhibidores de fenómenos.
»Esos horribles empresarios van a informarse de vez en cuando de si ella ha engendrado algún nuevo aborto, y cuando el engendro les gusta, se lo llevan, pagándole una renta a la madre.
»Tiene once retoños de esta naturaleza. Es rica.
»Seguro que crees que bromeo, que me lo invento, que exagero. Pues no, amigo. No te cuento nada más que la verdad, la pura verdad.
»Vamos a ver a esta mujer. Y a continuación te contaré cómo se convirtió en una fábrica de monstruos.
Me llevó a las afueras.
Ella vivía en una bonita casita a la vera del camino real. Era graciosa y estaba bien conservada. El jardín lleno de flores olía bien. Se hubiera dicho la vivienda de un notario retirado de los negocios.
Una criada nos hizo entrar en una especie de salita de estar de pueblo, y apareció la miserable.
Tendría unos cuarenta años. Era una persona alta de rasgos duros, pero bien formada, vigorosa y sana, el verdadero tipo de campesina robusta, medio bestia, medio mujer.
Conocía la reprobación que pesaba sobre ella y parecía recibir a la gente con una hostil humildad.
Preguntó:
—¿Qué desean los señores?
Mi amigo contestó:
—Me han dicho que su último hijo es como el resto del mundo y no se parece en nada a sus hermanos. He querido asegurarme de ello. ¿Es cierto?
Nos lanzó una mirada socarrona y furiosa, y repuso:
—¡Oh, no! ¡Oh, no!, señor mío. Es más feo casi que los otros. No tengo suerte, la verdad, no tengo suerte. Son todos así, caballero, todos así, es una desesperación, ¿es posible que el Señor se ensañe tanto con una pobre mujer sola en el mundo, es posible?
Hablaba deprisa, con los ojos gachos, aire hipocritón, semejante a una bestia feroz amedrentada. Dulcificaba el tono áspero de su voz, y uno se asombraba de que esas palabras lacrimógenas y dichas en falsete salieran de ese corpachón huesudo, demasiado fornido, de rudas angulosidades, que parecía hecho para los gestos vehementes y para aullar como los lobos.
Mi amigo prosiguió:
—Nos gustaría ver a su pequeño.
Me pareció que ella enrojecía. ¿O acaso me equivocaba? Al cabo de unos instantes de silencio, dijo levantando el tono de voz:
—¿Para qué?
Y había levantado la cabeza, dirigiéndonos unas miradas hoscas y encendidas.
Mi compañero continuó:
—¿Por qué no quiere que lo veamos? Hay mucha gente a quien usted se lo enseña. ¡Ya sabe a quién me refiero!
Tuvo un sobresalto y, desatando su lengua y dando rienda suelta a la ira, se puso a gritar:
—¡Ah!, ¿así que han venido para esto? Para ofenderme, ¿verdad? ¿Porque mis hijos son como bestias, dice? Pues no los verán, no y no, no los verán; lárguense, lárguense. ¿Por qué tienen que atormentarme todos así?
Venía hacia nosotros, con las manos en jarras. Al sonido brutal de su voz, llegó del cuarto contiguo una especie de gemido, o más bien de maullido, un lastimoso grito de idiota. Me estremecí hasta los tuétanos. Retrocedimos ante ella.
Mi amigo dijo con tono severo:
—Ándese con cuidado, Diablesa —la llamaban así en el pueblo—, ándese con cuidado, pues el día menos pensado esto le acarreará una desgracia.
Ella se puso a temblar de furia, agitando sus puños, trastornada, vociferando:
—¡Fuera de aquí! ¿Qué me va a acarrear una desgracia? ¡Fuera de aquí! ¡Descreídos!
Estaba a punto de saltarnos encima. Salimos pitando, con el corazón en un puño.
Cuando estuvimos delante de la puerta, mi amigo me preguntó:
—¿Qué?, ¿la has visto? ¿Qué me dices?
Yo respondí:
—Cuéntame la historia de esta bestia.
Y he aquí lo que me contó volviendo a paso lento por la blanca carretera general, bordeada de mieses ya maduras, que un viento ligero, al pasar racheado, hacía ondear como un mar en calma.
*
Había trabajado en otro tiempo de moza en una alquería, y era una muchacha hacendosa, ordenada y ahorradora. No se le conocían enamorados, ni se le sospechaban debilidades.
Tuvo un desliz, como todas, una noche en plena recolección, en medio de las gavillas recién segadas, bajo un cielo tormentoso, cuando el aire pesado y detenido parece lleno de un calor de horno, y empapa de sudor los cuerpos morenos de mozos y mozas.
No tardó en darse cuenta de que estaba embarazada y la torturaban la vergüenza y el miedo. Como quería ocultar a toda costa su desgracia, se apretaba violentamente el vientre con un sistema de su invención, un corsé de fuerza, hecho a base de tablillas y de cuerdas. Cuanto más se hinchaba su seno bajo el empuje del niño que crecía, más apretaba ella el instrumento de tortura, sufriendo un verdadero martirio, pero valerosa como era ante el dolor, siempre sonriente y ágil, sin dejar ver ni sospechar nada.
Malformó en sus entrañas a la pequeña criatura apretada por el espantoso ingenio; la comprimió, la deformó, hizo de ella un monstruo. Su cráneo presionado se alargó, acabando en punta con dos grandes ojos que parecían salirse de la frente. Los miembros oprimidos contra el cuerpo crecieron torcidos como cepas de vid, se alargaron en exceso, terminando en unos dedos como patas de araña.
El torso quedó raquítico y redondo como una nuez.
Dio a luz en pleno campo una mañana de primavera.
Cuando las escardadoras, que habían ido en su ayuda, vieron la bestia que salía de su cuerpo emprendieron la huida dando grandes gritos. Y corrió la noticia por la comarca de que había traído al mundo a un demonio. Desde entonces se la conoce como «la Diablesa».
La despidieron de su empleo. Vivió de la caridad y acaso de amores furtivos, pues era una buena moza, y no todos los hombres le temen al infierno.
Crió a su monstruo, al que odiaba, por otra parte, con un odio salvaje y que acaso habría estrangulado si el cura, previendo el crimen, no la hubiese asustado amenazándola con la justicia.
Ahora bien, un buen día, unos exhibidores de fenómenos que pasaban por el lugar oyeron hablar del espantoso aborto y pidieron verlo para llevárselo si era de su agrado. Les gustó, y le entregaron a la madre quinientos francos contantes y sonantes. Al principio, ella, avergonzada, se negaba a dejar ver a esa especie de animal; pero cuando descubrió que valía dinero, que despertaba la codicia de aquella gente, comenzó a mercadear, a discutir sueldo a sueldo, excitándoles con las deformidades de su hijo, elevando su precio con una tenacidad de campesino.
Para no ser estafada, firmó un papel con ellos. Y se comprometieron a pagarle además cuatrocientos francos anuales, como si hubieran tomado a esa bestia a su servicio.
Esta ganancia inesperada enloqueció a la madre, a quien le entraron bien pronto unas grandes ganas de traer otro fenómeno al mundo, para hacerse una renta, igual que una burguesa.
Y como era fecunda, se salió con la suya y, según parece, aprendió a variar la forma de los monstruos, según las presiones a las que los sometía durante el embarazo.
Los hizo largos y cortos, algunos parecidos a cangrejos, otros a lagartijas. Algunos murieron, cosa que lamentó mucho.
Aunque la justicia trató de intervenir, no se consiguió probar nada, por lo que la dejaron fabricar tranquilamente sus fenómenos.
Hoy tiene once vivitos y coleando, que le reportan, un año con otro, de cinco a seis mil francos. Sólo uno no le ha sido posible colocar, el que no ha querido que viéramos. Pero no lo tendrá por mucho tiempo con ella, pues es conocida hoy por todos los charlatanes del mundo, que vienen de vez en cuando vienen para ver si tiene alguna novedad.
Ha llegado incluso a hacer pujas entre ellos, cuando el engendro lo merecía.
*
Mi amigo se calló. Un profundo asco me revolvía las tripas, y una ira exacerbada, una pena por no haber estrangulado a esa mala bestia cuando la tuve al alcance de mi mano.
Pregunté:
—¿Quién es el padre?
Respondió:
—No se sabe. Él o ellos sienten un cierto pudor. Él o ellos se esconden. Acaso comparten los beneficios.
Ya no pensaba en esa lejana aventura, cuando el otro día vi, en una playa de moda, a una mujer elegante, encantadora, coqueta, amada, rodeada de hombres que la respetan.
Iba yo por la playa de arenal, del brazo de un amigo, el médico de la ciudad costera. Diez minutos más tarde, vi a una criada que vigilaba a tres niños que se revolcaban en la arena.
Un par de pequeñas muletas descansaban en el suelo, lo que me conmovió. Entonces vi que esas tres criaturas eran deformes, jorobadas y contrahechas, horrendas.
El doctor me dijo:
—Son el fruto de la encantadora mujer que acabas de conocer.
Una profunda compasión por ella y por ellos embargó mi alma. Exclamé:
—¡Oh, pobre madre! ¿Cómo puede aún reír?
Mi amigo prosiguió:
—No la compadezca tanto, amigo. Quienes son de compadecer son los pobres pequeños. Son el resultado de unos cuerpos que conservaron la figura hasta el último día. Esos monstruos fueron fabricados con corsé. Ella sabe perfectamente que pone en riesgo su vida con ese proceder. ¡Pero qué le importa a ella, con tal de estar bella y de ser amada!
Y me acordé de la otra, la campesina, la Diablesa, que vendía a sus fenómenos.