El mayor, comandante prusiano, conde de Farlsberg, estaba terminando de leer la correspondencia, arrellanado en un gran sillón tapizado, con los pies calzados con botas apoyados en el elegante mármol de la chimenea, donde sus espuelas, en los tres meses que hacía que ocupaba el castillo de Uville, habían abierto dos surcos profundos que cada día se hacían más grandes.
Una tacita de café humeaba en un
guéridon
de marquetería, manchado por los licores, quemado por los cigarros y cortado por el cortaplumas del oficial conquistador, que, a veces, mientras sacaba punta a un lápiz, se detenía y trazaba en el gracioso mueble cifras o dibujos, según la fantasía del momento.
Cuando hubo terminado las cartas y hojeado los periódicos alemanes que el furriel acababa de traerle, se levantó y, tras haber puesto en el fuego tres o cuatro enormes leños verdes, pues esos señores para calentarse estaban talando poco a poco el parque, se acercó a la ventana.
Llovía a cántaros, una de esas lluvias normandas que parecen desencadenadas por una mano furiosa, una lluvia al bies, tupida como una cortina, semejante a una especie de muro de franjas oblicuas, una lluvia que azotaba, salpicaba, lo inundaba todo, una verdadera lluvia de los alrededores de Ruán, orinal de Francia.
El oficial contempló largo rato los prados inundados y, al fondo, el Andelle crecido que se desbordaba; y tamborileaba con los dedos en el cristal un vals del Rin, cuando un ruido le hizo volverse: era su segundo, el barón de Kelweingstein, de grado equivalente al de capitán.
El mayor era un gigante, ancho de hombros, que gastaba una larga barba en abanico que se extendía sobre su pecho; su figura solemne hacía pensar en un pavo real militar, un pavo real que tuviera la cola desplegada debajo de la barbilla. Tenía los ojos azules, fríos y dulces, una mejilla con una cicatriz fruto de un sablazo recibido en la guerra de Austria; y gozaba de fama de ser tan buena persona como buen oficial.
El capitán, un hombrecillo rubicundo con una gran panza ceñida por el cinturón, llevaba casi completamente afeitada la barba llameante, cuyos hilos de fuego hubieran hecho pensar, bajo una cierta luz, que tenía el rostro espolvoreado de fósforo. Debido a dos dientes que había perdido no se sabía muy bien cómo, en una noche de francachela, articulaba las palabras con un tono ronco no siempre comprensible; y era calvo tan sólo en la parte superior del cráneo, tonsurado como un fraile, con un vellón de pelillos rizados, dorados y brillantes, en torno a ese círculo de carne desnuda.
El comandante le dio un apretón de manos y se tragó de un sorbo el café (la sexta taza desde la mañana), mientras escuchaba el parte de su subordinado sobre las incidencias del servicio, luego los dos se acercaron a la ventana declarando que aquello no era muy alegre. El mayor, hombre tranquilo, casado en su patria, se adaptaba a todo; pero el capitán barón, empecinado vividor, frecuentador de prostíbulos, empedernido putañero, estaba furioso de verse constreñido desde hacía tres meses a la castidad, en aquel puesto perdido.
Se oyó llamar suavecito a la puerta, el comandante gritó que entraran y un hombre, uno de esos soldados autómatas, apareció en el umbral, anunciando con su sola presencia que la comida estaba lista.
Había ya en la sala tres oficiales de graduación inferior: un teniente, Otto de Grossling, y dos subtenientes, Fritz Scheunaubourg y el marqués Wilhelm von Eyrik, un rubiecito altanero y brutal con los hombres, duro con los vencidos y violento como un arma de fuego.
Desde que estaba en Francia, sus compañeros le llamaban Mademoiselle Fifi. Se había ganado este apelativo por su porte coqueto, su fino talle que se habría dicho ceñido por un corsé, su rostro pálido en el que apenas si apuntaba un incipiente bigote, así como porque había adquirido la costumbre, para expresar su soberano desprecio por las personas y las cosas, de emplear continuamente la expresión francesa
fi, fi donc
,
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pronunciándola con un ligero silbido.
El comedor del castillo de Uville era una vasta y regia estancia, cuyos espejos de cristal antiguo, rotos en estrella por los disparos, y los grandes tapices flamencos rajados a sablazos y con algunas tiras desgarradas colgando, revelaban cuáles habían sido los pasatiempos de Mademoiselle Fifi en sus horas de holganza.
En las paredes, tres retratos de familia: un guerrero con armadura, un cardenal y un alto magistrado, fumaban en largas pipas de porcelana, y, en su marco desdorado por los años, una noble dama de pecho fajado lucía con arrogancia un enorme bigote dibujado con carbón.
El almuerzo de los oficiales se desarrolló casi en silencio en aquella estancia mutilada, ensombrecida por el chaparrón, entristecida por su aspecto derrotado, cuyo viejo parqué de roble se había vuelto inmundo como el suelo de una hostería.
A la hora del cigarro, una vez terminada la comida, comenzaron a beber y, como cada día, a hablar de su aburrimiento. Las botellas de coñac y de licores pasaban de mano en mano; y todos, recostados sobre el respaldo de sus asientos, bebían a pequeños sorbos repetidos, mantenían en la comisura de la boca el largo tubo curvado que terminaba en un huevo de cerámica, siempre pintado como para encantar a unos hotentotes.
Apenas se vaciaba la copa, la llenaban con gesto de resignada desgana. En cambio, Mademoiselle Fifi rompía cada vez la suya, y al punto un soldado le traía otra.
Una nube de humo acre les envolvía y parecía que les sumiera en una somnolienta y triste ebriedad, en esa mortecina embriaguez de quien no tiene nada que hacer.
Pero el barón se puso en pie de golpe, movido por un arrebato de rebeldía; blasfemó:
—¡Maldita sea!, esto no puede seguir así, hay que inventar algo.
El teniente Otto y el subteniente Fritz, dos alemanes con los típicos rostros germanos inexpresivos y serios, respondieron al unísono:
—¿El qué, mi capitán?
Él pensó durante unos instantes y prosiguió:
—¿El qué? Pues bien, hay que organizar una fiesta, con el permiso del comandante.
El mayor dejó la pipa:
—¿Qué fiesta, capitán?
El barón se acercó:
—Ya me encargo yo de todo, mi comandante. Mandaré a Ruán a
Deber
, que nos traerá a unas señoritas; sabe dónde encontrarlas. Prepararemos aquí una cena; no nos falta de nada, por otra parte, y al menos así pasaremos una agradable velada.
El conde de Farlsberg se encogió de hombros sonriendo:
—Está usted loco, amigo.
Pero todos los oficiales se habían levantado y rodeaban a su superior, suplicándole:
—Déjelo en manos del capitán, mayor, este lugar es tan triste…
El mayor acabó por ceder:
—Está bien —dijo.
E inmediatamente el barón mandó llamar a
Deber
. Era éste un viejo suboficial al que nunca nadie había visto reír, pero que cumplía fanáticamente todas las órdenes de sus superiores, cualesquiera que fuesen.
De pie, impasible, recibió las instrucciones del barón; luego salió; y cinco minutos después un gran vehículo de convoy militar, con entalamadura de lona impermeable tensada en forma de cúpula, partía raudo y veloz bajo la recia lluvia, al galope de cuatro caballos.
Pareció entonces que un estremecimiento de desperezo recorriera las mentes: los lánguidos cuerpos se recompusieron, los rostros se animaron y dio comienzo la conversación.
Por más que el chaparrón continuase con idéntica furia, el mayor afirmó que estaba menos oscuro y el teniente Otto anunció convencido de que el cielo aclararía. Mademoiselle Fifi no podía parar quieto. Se levantaba, luego volvía a sentarse. Su mirada clara y dura buscaba algo que romper. De repente, mirando fijamente a la dama con los bigotes, el rubiecito se sacó el revólver.
—Tú no verás nada —dijo y, sin levantarse del asiento, la apuntó. Dos balas, una tras otra, destrozaron los ojos del retrato. Luego exclamó—: ¡Pongamos un barreno!
La conversación se interrumpió de golpe, como si hubiera dominado a todos un interés poderoso y nuevo.
Lo del barreno era una invención suya, su sistema para destruir, su diversión favorita.
Al dejar el castillo, su legítimo propietario, el conde Fernand d’Amoys d’Uville, no había tenido tiempo de llevarse o de esconder nada, salvo los objetos de plata, ocultos en un hueco de la pared. Ahora bien, como era riquísimo y espléndido, antes de su precipitada huida el gran salón que daba al comedor parecía la galería de un museo.
Colgaban de las paredes preciadas telas, dibujos y acuarelas, mientras que sobre los muebles, en las estanterías y en las elegantes vitrinas, mil chucherías, jarrones, estatuillas, figuritas de Sajonia y de China, marfiles antiguos y vasos de Venecia, poblaban el espacioso salón, multitud bizarra y preciosa.
Ahora no quedaba ya casi nada. No es que los hubieran saqueado, porque el mayor, conde de Farlsberg, no lo habría permitido; pero Mademoiselle Fifi, de tanto en tanto, preparaba el
barreno
; y, cuando eso sucedía, todos los oficiales se divertían realmente durante cinco minutos.
El marquesito fue al salón a buscar lo que necesitaba. Volvió con una preciosa tetera china «familia rosa»
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y la llenó de pólvora de cañón, introdujo por el pico con delicadeza un largo trozo de yesca, la encendió y corrió a llevar el ingenio infernal a la estancia contigua.
Luego regresó rápido, tras cerrar la puerta. Todos los alemanes esperaban, de pie, con los semblantes sonrientes de infantil curiosidad; y, tan pronto como la explosión sacudió el castillo, se precipitaron todos juntos.
Mademoiselle Fifi, que fue el primero en entrar, aplaudía con delirio delante de una Venus de terracota cuya cabeza había volado por los aires; y todos se pusieron a recoger pedacitos de porcelana, asombrándose de los extraños rebordes dentellados de los fragmentos, examinando los nuevos daños, poniendo en duda otros, que atribuían a una explosión anterior; y el mayor miraba con aire paternal el gran salón puesto patas arriba por aquella metralla a lo Nerón y sembrado de restos de objetos artísticos. Fue el primero en salir, declarando con bonachonería:
—Esta vez ha salido de maravilla.
Pero había entrado tal tromba de humo en el comedor, mezclándose con la del tabaco, que era imposible respirar allí. El comandante abrió la ventana, y todos los oficiales, vueltos para tomar el último trago de coñac, se le acercaron.
El aire húmedo penetró en la estancia trayendo una especie de polvillo de agua que empolvaba las barbas y un olor a inundación. Contemplaban los grandes árboles azotados por el aguacero, el amplio valle cubierto de bruma por la descarga de las nubes oscuras y bajas y, en la lejanía, el campanario de la iglesia enhiesto como una lanza gris en medio de la recia lluvia.
Desde su llegada, no había sonado más. Por lo demás, la del campanario era la única resistencia que habían encontrado los invasores en la región. El párroco no se había negado en absoluto a recibir y alimentar a los soldados prusianos; es más, en más de una ocasión había aceptado tomarse una botella de cerveza o de burdeos con el comandante enemigo, el cual a menudo se servía de él como benévolo intermediario; pero no debía pedírsele el menor repique de campana; antes se habría dejado fusilar. Era su manera de protestar contra la invasión, protesta pacífica, protesta silenciosa, la única, según decía él, propia de un sacerdote, hombre piadoso y no sanguíneo; y todos, en diez leguas a la redonda, alababan la firmeza y el heroísmo del reverendo Chantavoine, que tenía la valentía de afirmar el luto público, de proclamarlo, por medio del obstinado mutismo de su iglesia.
Todo el pueblo, entusiasmado por aquella resistencia, estaba dispuesto a dar su apoyo a su pastor hasta las últimas consecuencias, a arrostrarlo todo, considerando aquella tácita protesta como una salvaguarda del honor nacional. Los campesinos creían tener más méritos, ante la patria, que Belfort y que Estrasburgo,
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de haber dado un ejemplo igual, de haber inmortalizado el nombre de su aldea; y aparte de ello, no les negaban nada a los prusianos vencedores.
El comandante y los oficiales se reían de aquel inofensivo valor; y, como toda la población se mostraba servicial y dócil, toleraban de buen grado aquel silencioso patriotismo.
Únicamente el marquesito Wilhem habría querido hacer sonar por la fuerza las campanas. La condescendencia política de su superior con el párroco le sacaba de quicio y no pasaba día sin que le suplicara al comandante que le dejase hacer «ding-dong-ding-dong» una vez, aunque sólo fuera una vez, aunque sólo fuera para reírse un poco. Y se lo pedía con monerías de gata, zalamerías de mujer y dulce voz de amante que ansía locamente algo, pero el comandante no cedía, y Mademoiselle Fifi, para resarcirse de ello, ponía un barreno en el castillo de Uville.
Los cinco hombres permanecieron allí agrupados, delante de la ventana durante un rato, respirando la humedad. Luego el teniente Fritz dijo, con una risa pastosa:
—Las teñoritas no tendrán puen dempo para su baseo.
Dicho esto, se separaron, yéndose cada uno a cumplir su servicio, y el capitán a ocuparse de los muchos preparativos para la cena.
Cuando volvieron a encontrarse, a la caída de la noche, rompieron a reír al verse todos acicalados y relucientes como en los días que había que pasar revista general, engominados, perfumados, como nuevos. El pelo del comandante parecía menos cano que por la mañana, y el capitán se había afeitado, dejándose sólo el bigote, que hacía el efecto de una llama bajo la nariz.
Pese a la lluvia, dejaron la ventana abierta; y de vez en cuando uno de ellos se asomaba a escuchar. A las seis y diez el barón llamó la atención sobre un ruido de ruedas en la lejanía. Acudieron todos; y no tardó en llegar el gran vehículo, con sus cuatro caballos a galope tendido, embarrados hasta la grupa, despidiendo vaho y resoplando.
Y cinco mujeres se apearon en la escalinata, cinco bellas muchachas elegidas con buen ojo por un colega del capitán al que
Deber
había llevado un billete del oficial.
No se habían hecho de rogar, convencidas como estaban de que se les pagaría bien, conociendo como conocían a los prusianos, desde los tres meses que hacía que los trataban, sabiéndose adaptar a los hombres como a las circunstancias. «Gajes del oficio», decían durante el trayecto, para responder sin duda a la secreta comezón de un resto de mala conciencia.