París estaba cercado, hambriento y en las últimas. Los gorriones empezaban a escasear en los tejados, y el alcantarillado se despoblaba. Se comía cualquier cosa.
Mientras paseaba tristemente, en una clara mañana de enero, por el bulevar de circunvalación, con las manos en los bolsillos del pantalón de su uniforme y la panza vacía, el señor Morissot, relojero de profesión y guardia nacional por azares de la vida, se detuvo de golpe delante de un colega en el que reconoció a un amigo. Era el señor Sauvage, un conocido de la orilla del río.
Todos los domingos, antes de la guerra, Morissot salía al despuntar el día, con una caña de bambú en una mano y un bote de lata a la espalda. Tomaba el tren para Argenteuil, se apeaba en Colombes, para llegar luego a pie hasta la isla Marante. Una vez en este lugar de sus sueños, se ponía a pescar; pescaba hasta la noche.
Cada domingo encontraba allí a un hombrecillo rechoncho y jovial, el señor Sauvage, mercero de la rue Notre-Dame-de-Lorette, otro pescador fanático. A menudo pasaban media jornada el uno al lado del otro, caña en mano y los pies colgantes por encima de la corriente; y habían acabado haciéndose amigos.
Algunos días no hablaban. Otras veces charlaban; pero se entendían a las mil maravillas sin decirse nada, pues los dos tenían los mismos gustos e idéntica sensibilidad.
En las mañanas de primavera, a eso de las diez, cuando un rejuvenecido sol hacía flotar sobre el río tranquilo ese ligero vaho que corre junto con las aguas, y derramaba sobre las espaldas de los dos pescadores empedernidos el benéfico calor de la nueva estación, Morissot le decía a veces a su vecino: «¡Qué bien se está!», y el señor Sauvage respondía: «No conozco nada mejor». Lo cual les bastaba para comprenderse y apreciarse.
En otoño, al final del día, cuando el cielo teñido de color sangre por el sol poniente proyectaba en el agua figuras de nubes escarlatas, empurpuraba el río entero, encendía el horizonte, enrojecía de color de fuego a los dos amigos, doraba los árboles ya pardorrojizos y temblorosos de un escalofrío invernal, el señor Sauvage miraba risueño a Morissot y decía: «¡Qué espectáculo!». Y Morissot, maravillado, respondía, sin apartar la vista de su flotador: «Cuánto mejor es esto que el bulevar, ¿eh?».
Apenas reconocerse, se estrecharon enérgicamente la mano, emocionados de volver a verse en una situación tan distinta. Suspirando, el señor Sauvage murmuró:
—Cuántas cosas han pasado…
Morissot, muy triste, gimió:
—¡Y qué tiempecito! Hoy es el primer día bueno del año.
En efecto, el cielo estaba totalmente azul y muy luminoso.
Echaron a andar lado a lado, tristes y pensativos. Morissot continuó:
—Y qué me dice de la pesca… ¡Qué buenos recuerdos!
El señor Sauvage preguntó:
—¿Cuándo volveremos a ir?
Entraron en un cafetín y se tomaron los dos un ajenjo; luego reanudaron su paseo por las aceras.
Morissot se detuvo de golpe:
—¿Otra copita?
El señor Sauvage aceptó:
—A mandar.
Y entraron en otra taberna.
A la salida estaban muy aturdidos, mareados como cualquier persona en ayunas con el estómago lleno de alcohol. Hacía buen tiempo. Una brisa acariciadora les cosquilleaba el rostro.
El señor Sauvage, a quien el aire tibio acababa de achispar, se detuvo:
—¿Y si fuéramos?
—¿Adónde?
—A pescar, claro está.
—Pero ¿dónde?
—Pues a nuestra isla. Las avanzadillas francesas están del lado de Colombes. Conozco al coronel Dumoulin; nos dejará pasar.
Morissot se estremeció de deseo:
—No se hable más. De acuerdo.
Y se separaron para ir a buscar sus aparejos.
Una hora más tarde, caminaban lado a lado por el camino real. Luego llegaron a la quinta que ocupaba el coronel. Éste sonrió al oír su petición y consintió a su capricho. Reanudaron su camino, provistos de un salvoconducto.
No tardaron en franquear las avanzadillas, pasaron por un Colombes abandonado y se encontraron al borde de los pequeños viñedos que descienden hacia el Sena. Eran cerca de las once.
Enfrente, el pueblo de Argenteuil parecía muerto. Las alturas de Orgemont y de Sannois dominaban toda la región. La planicie que se extiende hasta Nanterre estaba vacía, totalmente vacía, con sus cerezos desnudos y sus tierras grises.
El señor Sauvage, señalando con el dedo las cimas, murmuró:
—¡Los prusianos están allí arriba!
Y una inquietud paralizó a los dos amigos delante de aquellas tierras desiertas.
¡Los prusianos! Nunca habían visto a ninguno, pero desde hacía meses notaban su presencia, en torno a París, destruyendo, invisibles y omnipotentes, Francia, saqueando, masacrando, matando de hambre a la población. Una especie de terror supersticioso venía a añadirse al odio hacia ese pueblo desconocido y victorioso.
Morissot farfulló:
—¿Y si nos los encontráramos?
El señor Sauvage respondió, con esa jactancia parisina siempre viva a pesar de todo:
—Pues les invitaríamos a pescado frito.
Pero dudaban entre aventurarse o no en la campiña, intimidados por el silencio que les rodeaba a todo su alrededor.
Finalmente, el señor Sauvage se decidió:
—¡Vamos, en marcha!, pero con precaución.
Y bajaron a un viñedo, doblados en dos, reptando, aprovechando los matorrales para cubrirse, con la mirada inquieta y el oído alerta.
Quedaba una franja de tierra desnuda que atravesar para llegar a la orilla del río. Echaron a correr; y, una vez que hubieron alcanzado la ribera, se agazaparon en el seco carrizo.
Morissot pegó su mejilla a tierra para escuchar si andaba alguien por los alrededores. No oyó nada. Estaban totalmente solos, los dos.
Se tranquilizaron y se pusieron a pescar.
Enfrente de ellos, la isla Marante, abandonada, les ocultaba de la otra orilla. La casita del restaurante estaba cerrada, parecía abandonada desde hacía años.
El señor Sauvage pescó el primer gobio, Morissot el segundo, y a cada rato levantaban sus cañas con un pescadito plateado agitándose en el extremo del sedal: una verdadera pesca milagrosa.
Metían delicadamente los peces en una bolsa de tupida malla, sumergida en el agua a sus pies. Y sentían que les invadía una deliciosa alegría, la alegría de quien recupera uno de sus placeres favoritos del que se ha visto privado por mucho tiempo.
El agradable sol derramaba su calor sobre sus hombros; no oían ni pensaban ya en nada, ignoraban al resto del mundo, pescaban.
Pero de pronto un ruido sordo que parecía llegar de debajo de tierra hizo temblar el suelo. El cañón comenzaba a rugir de nuevo.
Morissot volvió la cabeza y vio por encima de la orilla, al fondo a la izquierda, la gran silueta del Mont-Valérien, coronado de un penacho de humo, una nubecilla de pólvora que acababa de escupir.
Inmediatamente después otra bocanada de humo salió de la cima de la fortaleza; y al cabo de unos instantes se oyó retumbar otra detonación.
Siguieron otras y, a intervalos, la montaña echaba su aliento de muerte, expulsaba sus vapores lechosos que se alzaban lentamente en el cielo sereno, formando una nube por encima de ella.
El señor Sauvage se encogió de hombros:
—Ya empiezan de nuevo —dijo.
A Morissot, que miraba con ansiedad cómo se hundía una vez tras otra la caña de pluma de su boya, le dominó la cólera repentina del hombre pacífico, contra esos violentos que se batían de aquel modo, y gruñó:
—Hay que ser estúpidos para matarse así.
El señor Sauvage apostilló:
—No son sino unos idiotas.
Y Morissot, que acababa de pescar una breca, declaró:
—Y pensar que siempre será así mientras haya gobiernos.
El señor Sauvage le interrumpió:
—La República no habría declarado la guerra…
Morissot le cortó:
—Con los reyes, la guerra se hace en el exterior; con la República, tenemos la guerra en el interior.
Y se pusieron tranquilamente a discutir, desentrañando las grandes cuestiones políticas con su sano criterio de hombres bonachones y limitados, coincidiendo en un punto: que nunca serían libres. Y el Mont-Valérien tronaba sin descanso, demoliendo a cañonazos casas francesas, segando vidas, aplastando a personas, acabando con muchos sueños, muchas alegrías esperadas, muchas felicidades anheladas, causando en corazones de mujeres, en corazones de muchachas, en corazones de madres, allí y en otros países, un sinfín de sufrimientos.
—Así es la vida —afirmó el señor Sauvage.
—Dirá más bien que así es la muerte —añadió entre risas el señor Morissot.
Se estremecieron, aterrados, al oír unos pasos detrás de ellos; y, al volverse, descubrieron, de pie a sus espaldas, a cuatro hombres, cuatro altos hombres armados y barbudos, vestidos como criados en librea, con la cabeza tocada con gorras de plato, que les apuntaban con sus fusiles.
Las dos cañas se les escaparon de las manos y se fueron río abajo.
En unos segundos, fueron apresados, maniatados, llevados, arrojados dentro de una barca y transportados hasta la isla.
Y, detrás de la casa que habían creído abandonada, vieron a una veintena de soldados alemanes.
Una especie de gigante velludo, que fumaba en una gran pipa de porcelana, a horcajadas de una silla, les preguntó en un excelente francés:
—Bien, señores, ¿han tenido buena pesca?
Entonces un soldado depositó a los pies del oficial la bolsa llena de peces, que había tenido la precaución de llevarse. El prusiano sonrió:
—¡Ja, ja! Ya veo que no ha estado nada mal. Pero no es esto lo que importa. Escúchenme y no se inquieten.
»Para mí, son ustedes dos espías enviados para acecharme. Les cojo y les fusilo. Aparentaban estar pescando, para así disimular mejor sus planes. Han caído en mis manos, lo siento por ustedes; es la guerra.
»Pero como han atravesado las avanzadillas, tendrán seguramente una contraseña para pasar a su vuelta. Dénmela y les perdonaré la vida.
Los dos amigos, lívidos, uno al lado del otro, con las manos agitadas por un ligero temblor nervioso, callaban.
El oficial prosiguió:
—Nadie lo sabrá nunca, regresarán tan tranquilos. El secreto desaparecerá con ustedes. Si se niegan, sepan que morirán, e inmediatamente. Así que elijan.
Ellos permanecían inmóviles sin abrir la boca.
El prusiano, sin perder en ningún momento la calma, prosiguió extendiendo la mano hacia el río:
—Piensen que en cinco minutos estarán en el fondo de esas aguas. ¡En cinco minutos! Supongo que ustedes tienen parientes.
El Mont-Valérien seguía rugiendo.
Los dos pescadores permanecían de pie y en silencio. El alemán dio unas órdenes en su lengua. Luego cambió su silla de sitio para no encontrarse demasiado cerca de los prisioneros; y doce hombres fueron a situarse a veinte pasos, con el fusil en posición de descanso.
El oficial prosiguió:
—Les doy un minuto, ni dos segundos más.
Luego se levantó bruscamente, se acercó a los dos franceses, cogió a Morissot del brazo, se lo llevó más lejos y le dijo en voz baja:
—Rápido, ¿cuál es la contraseña? Su amigo no sabrá nada, fingiré apiadarme.
Morissot no respondió nada.
El prusiano se llevó entonces al señor Sauvage y le hizo la misma pregunta.
El señor Sauvage no respondió nada.
Volvieron a encontrarse el uno al lado del otro.
Y el oficial asumió el mando. Los soldados alzaron sus armas.
Entonces la mirada de Morissot cayó por casualidad sobre la bolsa llena de gobios, que había quedado en la hierba, a unos pocos pasos de él.
Un rayo de sol hacía brillar el montón de peces que todavía se agitaban. Y se sintió desfallecer. A pesar de sus esfuerzos, sus ojos se anegaron en lágrimas.
Balbució:
—Adiós, señor Sauvage.
El señor Sauvage respondió:
—Adiós, señor Morissot.
Se dieron un apretón de manos, sacudidos de pies a cabeza por unos incontenibles temblores.
El oficial gritó:
—¡Fuego!
Los doce disparos se confundieron en uno.
El señor Sauvage cayó de bruces. Morissot, más alto, osciló, giró sobre sí mismo y se desplomó de través sobre su compañero, con la cara mirando al cielo, mientras unos borbotones de sangre brotaban de su guerrera agujereada en el pecho.
El alemán dio otras órdenes.
Sus hombres se dispersaron, volvieron con cuerdas y piedras que colgaron de los pies de los dos muertos; luego los trasladaron hasta la orilla.
El Mont-Valérien, coronado ahora de una montaña de humo, no dejaba de retumbar.
Dos soldados cogieron a Morissot por la cabeza y las piernas; otro tanto hicieron otros dos con el señor Sauvage. Los cuerpos, balanceados con fuerza durante unos instantes y luego lanzados lejos, describieron una parábola y fueron a caer directamente en el río, hundiéndose por el peso de las piedras atadas a sus pies.
El agua salpicó, burbujeó, se estremeció y luego se calmó, mientras unas pequeñas ondas llegaban hasta las orillas.
Flotaba en ella un poco de sangre.
El oficial, sin perder en ningún momento la calma, dijo con voz queda:
—Los peces acabarán el trabajo.
Y volvió hacia la casa.
Y de pronto vio en medio de la hierba la bolsa con los gobios. La recogió, la observó, sonrió y llamó:
—¡Wilhem!
Acudió un soldado con un delantal blanco. El prusiano, echándole la pesca de los dos fusilados, ordenó:
—Haz que frían inmediatamente estos pescaditos mientras están vivos. Serán deliciosos.
Y se puso a fumar de nuevo con su pipa.
A Henry Céard
Últimamente se pudo leer estas líneas en los periódicos:
«Boulogne-sur-Mer, 22 de enero. Nos escriben:
»Una espantosa desgracia ha causado consternación entre nuestras gentes de la mar, puestas ya tan a prueba desde hace dos años. El barco de pesca pilotado por el patrón Javel fue lanzado, a su entrada en el puerto, hacia el oeste y acabó estrellándose contra las rocas del rompeolas del muelle.
»Pese a los esfuerzos del barco de salvamento y de las cuerdas lanzadas mediante el oportuno fusil lanzacabos, perecieron cuatro hombres y el grumete.
»El mal tiempo continúa. Se temen nuevos siniestros».
¿Quién es ese patrón Javel? ¿El hermano del manco?
Si el pobre hombre arrastrado por el oleaje, y quizá muerto bajo los restos de su barco hecho añicos, es el mismo que creo yo, éste había sido testigo, dieciocho años antes, de otro drama, simple y terrible como siempre son esos formidables dramas de la mar.
En aquella época Javel era propietario de un bou.
El bou es la embarcación de pesca por excelencia. De una solidez a prueba de cualquier tipo de tiempo, de panza redonda, zarandeada sin cesar por las olas como un corcho, siempre azotada por los fuertes vientos salinos del canal de la Mancha, faena en el mar, infatigable, con la vela henchida, arrastrando en uno de sus costados una gran red que barre el fondo del océano, desprendiendo y recogiendo todas las bestias dormidas en las rocas, los peces planos pegados a la arena, los pesados cangrejos de pinzas ganchudas, los bogavantes de bigotes puntiagudos.
Cuando la brisa es fresca y las olas cortas, el barco se pone a pescar. Se asegura su red a lo largo de un gran tronco de madera reforzado de hierro que deja descender por medio de dos cables que se deslizan sobre dos rodillos situados a ambos extremos de la embarcación. Y el barco, yendo a la deriva de la corriente, a sotavento, arrastra consigo este aparejo que causa estragos y devasta el fondo marino.
Javel llevaba a bordo a su hermano pequeño, a cuatro hombres y a un grumete. Había salido de Boulogne con un buen tiempo despejado para echar la red de enmalle.
Ahora bien, no tardó en levantarse viento, y sobrevino una borrasca que obligó al bou a emprender la huida. Ganó las costas de Inglaterra; pero el mar embravecido azotaba los acantilados, se abalanzaba sobre tierra, hacía impracticable la entrada de los puertos. El pequeño barco puso de nuevo rumbo a alta mar y regresó a las costas de Francia. La tempestad seguía haciendo infranqueables los espigones, envolviendo de espuma, ruido y peligro todos los accesos de los abrigos.
El bou volvió a hacerse a la mar, avanzando a lomos de las olas, bamboleado, sacudido, chorreante, abofeteado por golpes de mar, pero no obstante muy gallardo, acostumbrado como estaba a esos temporales que lo tenían cinco o seis días errando entre los dos países sin poder atracar ni en uno ni en otro.
Pero la galerna se calmó al fin cuando estaba en alta mar, y, aunque el oleaje fuera aún bravo, el patrón mandó que se largara la red.
Pasaron, pues, por encima de la borda el gran aparejo, y dos hombres a proa y otros dos a popa empezaron a soltar los cables de los rodillos que la sostenían. La red tocó fondo de improviso; pero, al inclinar una alta ola el barco, el menor de los Javel, que se encontraba en proa y dirigía la maniobra de largar la red, se tambaleó, y uno de sus brazos quedó atrapado entre la cuerda momentáneamente destensada por el embate y la madera por la que ésta se deslizaba. Hizo un esfuerzo desesperado, tratando con la otra mano de levantar la amarra, pero la red le arrastraba ya y el cable rígido no cedió.
Retorciéndose de dolor, el hombre llamó. Acudieron todos. Su hermano dejó el timón. Se abalanzaron sobre la cuerda, tratando de soltar el miembro que trituraba. Fue inútil.
—Hay que cortar —dijo un marinero, y se sacó de un bolsillo un largo cuchillo, que podía, de dos golpes, salvar el brazo del menor de los Javel.
Pero cortar suponía perder la red de enmalle, y aquella red valía su dinero, mucho dinero, mil quinientos francos; y pertenecía al mayor de los Javel, que sentía apego por sus bienes.
Gritó con el corazón atormentado:
—No, no cortes, espera, voy a poner proa a barlovento.
Y corrió hacia el gobernalle, haciendo girar todo el timón.
El barco apenas si obedeció, paralizado por esa red que inmovilizaba su impulso y arrastrado a otra parte por la fuerza de la deriva y del viento.
El menor de los Javel se había dejado caer de rodillas con los dientes apretados y unos ojos de mirada despavorida. No decía nada. Volvió su hermano, temiendo el cuchillo del marinero:
—Espera, espera, no cortes, hay que echar el ancla.
Se echó el ancla, se soltó toda la cadena, luego se puso a virar el cabestrante para aflojar las amarras de la red. Se aflojaron al fin, y liberaron el brazo inerte, bajo la manga de lana ensangrentada.
El menor de los Javel parecía idiotizado. Le quitaron la marinera y vieron una cosa horrible, una papilla de carne de la que brotaba la sangre a chorros que se hubieran dicho bombeados. Entonces el hombre miró su brazo y murmuró:
—Perdido.
Luego, como la hemorragia formaba un charco en la cubierta, uno de los marineros gritó:
—Se está desangrando, hay que hacerle un torniquete.
Cogieron entonces un cordel, un grueso cordel pardo y embreado, y, atando el miembro por encima de la herida, apretaron con todas sus fuerzas. Los chorros de sangre se fueron deteniendo poco a poco hasta cesar del todo.
El menor de los Javel se levantó, con el brazo colgándole pegado al costado. Lo cogió con la otra mano, lo levantó, lo reviró, lo sacudió. Estaba todo destrozado, con los huesos rotos; sólo los músculos retenían aquel fragmento de su cuerpo. Él lo examinaba con mirada triste, mientras reflexionaba. Luego se sentó sobre una vela plegada, y sus compañeros le aconsejaron que se humedeciera constantemente la herida para impedir el mal negro.
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Le pusieron al lado un cubo y, minuto a minuto, sacaba con un vaso agua de él y humedecía la horrible herida derramando sobre ella un hilillo de agua clara.
—Estarías mejor abajo —le dijo su hermano.
Bajó, pero al cabo de una hora volvió a subir, porque no se sentía bien solo. Y prefería, además, el aire libre. Se sentó sobre la vela y empezó de nuevo a humedecer su brazo.
Había una buena pesca. Los grandes peces de blanco vientre yacían a su lado, sacudidos por los espasmos de la muerte; los miraba sin dejar de humedecer su carne triturada.
Cuando estaban a punto de llegar a Boulogne, se desencadenó otro temporal; y el pequeño barco reinició su loca carrera, cabeceando y empinándose, sacudiendo al triste herido.
Llegó la noche. El tiempo siguió revuelto hasta la aurora. A la salida del sol se divisaba de nuevo Inglaterra, pero, como la mar estaba menos encrespada, volvieron orzando a poner rumbo para Francia.
Hacia el atardecer, el menor de los Javel llamó a sus compañeros y les mostró unas manchas negras de putrefacción en la parte del miembro malherido.
Los marineros miraban y expresaban su parecer:
—Podría ser el mal negro —conjeturaba uno.
—Habría que echarle agua salada —sugería otro.
Trajeron el agua salada y la derramaron sobre la herida. El herido se puso lívido, sus dientes rechinaron, se retorció un poco; pero no gritó.
Luego, cuando se hubo calmado la sensación de quemazón, le dijo a su hermano:
—Dame tu cuchillo.
El hermano se lo alargó.
—Mantenme el brazo levantado, bien recto, estira.
Se hizo lo que pedía.
Entonces se puso a cortar él mismo. Cortaba despacito, con cabeza, sajando los últimos tendones con aquella hoja afilada como el filo de una navaja de afeitar; y pronto no le quedó más que un muñón. Dejó escapar un profundo suspiro y declaró:
—Era necesario. Estaba perdido.
Parecía aliviado y respiraba con fuerza. Volvió a empezar a derramar agua sobre el tronco de miembro que le quedaba.
Hizo otra mala noche y no se pudo atracar.
Cuando se hizo de día, el menor de los Javel cogió su brazo arrancado y lo examinó largamente. La putrefacción era evidente. También sus compañeros se acercaron a examinarlo, y se lo pasaban de mano en mano, palpándolo, dándole la vuelta, oliéndolo.
Su hermano dijo:
—Ahora hay que echarlo al mar.
El menor de los Javel se enfadó:
—¡Ah, no, no! No quiero. Es mío, ¿o no?, puesto que es mi brazo.
Lo cogió de nuevo y se lo colocó entre las piernas.
—Así no va a dejar de pudrirse —manifestó el mayor.
Entonces al herido se le ocurrió una idea. Para conservar el pescado cuando se pasaba largo tiempo en el mar, se apilaba en barriles llenos de sal.
Preguntó:
—Podríamos ponerlo en salmuera.
—Es verdad —declararon los otros.
Entonces vaciaron uno de los barriles, lleno ya de pescado de los últimos días; y, en el fondo, colocaron el brazo. Encima echaron sal, luego se volvió a colocar, uno a uno, los pescados.
Uno de los marineros hizo la siguiente broma:
—Con tal de que no se venda en la lonja.
Y todo el mundo rió, excepto los dos Javel.
El viento seguía soplando. Se orzó de nuevo a la vista de Boulogne hasta las diez de la mañana del día siguiente. El herido seguía sin cesar echando agua en su herida.
De vez en cuando se levantaba y caminaba de un extremo al otro del barco.
Su hermano, que estaba al timón, le seguía con la mirada mientras meneaba la cabeza.
Finalmente, entraron en el puerto.
El médico examinó la herida y declaró que estaba en buenas condiciones. Se la vendó completamente y le ordenó reposo. Pero Javel no quiso acostarse sin haber recuperado su brazo y regresó deprisa al puerto para localizar el barril que había marcado con una cruz.
Lo vaciaron delante de él y se apoderó de su miembro, bien conservado en salmuera, arrugado, enfriado. Lo envolvió en una servilleta que había traído expresamente y regresó a su casa.
Su mujer y sus hijos examinaron largamente aquel resto del padre, palpando los dedos, quitando los restos de sal que habían quedado debajo de las uñas; luego hicieron venir al ebanista que tomó la medida para un pequeño ataúd.
Al día siguiente la tripulación al completo del bou siguió el entierro del brazo cortado. Los dos hermanos, uno al lado del otro, presidían el duelo. El sacristán de la parroquia llevaba el cadáver bajo su axila.
El menor de los Javel dejó de navegar. Consiguió un modesto empleo en el puerto, y, cuando se refería más tarde a su accidente, confiaba muy bajito a su interlocutor:
—Si mi hermano hubiera querido cortar la red, yo tendría hoy todavía mi brazo, seguro. Pero él miraba por lo suyo.