Las dos jóvenes parecen sepultadas bajo un manto de flores. Están solas en el inmenso landó cargado de ramos como un gigantesco canastillo. En el asiento delantero, dos banastillas de raso blanco están llenas de violetas de Niza, y sobre la piel de oso que cubre sus rodillas un montón de rosas, de mimosas, de alhelíes, de margaritas, de nardos y de flores de azahar, atadas con cintas de seda, parece aplastar los dos cuerpos delicados, sin dejar asomar de ese lecho espléndido y aromático más que los hombros, los brazos y un poco de los corpiños, uno de los cuales es azul y el otro lila.
El látigo del cochero está guarnecido de anémonas; los tiros de los caballos, acolchados con rabanillos; los rayos de las ruedas, revestidos de resedas; y, en el lugar de los faroles, dos ramos redondos, enormes, parecen los extraños ojos de ese animal rodante y florido.
El landó recorre a buen trote su ruta, la rue d’Antibes, precedido, seguido, acompañado por una multitud de otros vehículos enguirnaldados, llenos de mujeres desaparecidas bajo una oleada de violetas. Pues es la fiesta de las flores de Cannes.
Se llega al bulevar de la Foncière, donde tiene lugar la batalla. A todo lo largo de la inmensa avenida, una doble fila de carruajes adornados con guirnaldas va y viene como una cinta sin fin. De un lado a otro se lanzan flores. Éstas surcan el aire como proyectiles, van a dar en los rostros lozanos, voltean y caen en el polvo donde una legión de chiquillos las recoge.
Una multitud compacta, alineada en las aceras y contenida por la guardia a caballo que pasa brutalmente y empuja hacia atrás a los curiosos a pie como para no permitir a los villanos mezclarse con los ricos, mira, ruidosa y tranquila.
En los carruajes la gente se llama, se reconoce, se ametralla con rosas. Un carro lleno de bellas mujeres, vestidas de rojo como diablos, atrae y encanta las miradas. Un señor, que se asemeja a los retratos de Enrique IV, lanza con jovial energía un enorme ramo atado con un elástico. Ante la amenaza del impacto, las mujeres se cubren los ojos, los hombres bajan la cabeza, pero el gracioso proyectil, rápido y dócil, describe una parábola y retorna a su dueño, que lo vuelve a arrojar de inmediato hacia un nuevo blanco.
Las dos jóvenes vacían su arsenal a manos llenas y reciben una lluvia de ramos; luego, tras una hora de batalla, algo cansadas finalmente, ordenan al cochero seguir la carretera del golfo Juan, que bordea el mar.
El sol desaparece detrás del Esterel, dibujando, contra un sol poniente de fuego, la negra silueta crestada de la larga montaña. El mar calmo se extiende, azul y luminoso, hasta el horizonte donde se confunde con el cielo, y la escuadra naval, anclada en medio del golfo, semeja un rebaño de monstruosos animales inmóviles en el agua, bestias apocalípticas, acorazadas y gibosas, empenachadas de mástiles raquíticos cual plumas, con unos ojos que se encienden cuando cae la noche.
Las jóvenes, arrebujadas en la pesada piel, observan con languidez. Finalmente, una de ellas dice:
—Hay veladas deliciosas, que hacen que todo parezca hermoso. ¿No es cierto, Margot?
La otra dice:
—Sí, es hermoso, pero siempre se echa algo de menos.
—¿El qué? Yo me siento completamente feliz; no necesito nada.
—Sí. Lo que pasa es que no piensas en ello. Sea cual sea el bienestar que entorpece nuestro cuerpo, siempre deseamos algo más… para nuestro corazón.
La otra añade sonriendo:
—¿Un poco de amor?
—Sí.
Se callaron, con la mirada perdida a lo lejos; luego la que se llamaba Margot murmuró:
—La vida no me parece soportable sin el amor. Yo necesito ser amada, aunque sea por un perro. Somos todas así, querida Simone, por más que digas.
—No, no, querida. Prefiero no ser amada en absoluto que serlo por una persona cualquiera. ¿Crees que me gustaría que se enamorase de mí, por ejemplo…?
Pensaba en quién habría podido quererla, mientras paseaba la mirada por el vasto panorama. Sus ojos, tras haber recorrido el horizonte, se detuvieron en los dos botones de metal que relucían en la librea del cochero, y concluyó riendo:
—¿… mi cochero?
La señora Margot esbozó una sonrisa y dijo bajito:
—Te aseguro que es muy divertido verte amada por un criado. Es algo que me ha ocurrido un par o tres de veces. Te miran con una cara de bobos que es para morirse de risa. Naturalmente, cuanto más se enamoran más severa debes mostrarte, hasta que un buen día les pones de patitas en la calle con cualquier pretexto, porque te cubrirías de ridículo si alguien reparara en ello.
La señora Simone escuchaba, con la mirada perdida en el vacío, luego dijo:
—No, no, el corazón de mi mayordomo no me bastaría. Pero dime cómo hacías tú para darte cuenta de que estaban enamorados de ti.
—Pues lo mismo que los demás hombres, porque se vuelven estúpidos.
—A mí los otros no me parecen tan estúpidos cuando se enamoran de mí.
—Más que estúpidos, diría idiotas, incapaces de charlar, de responder, de entender nada.
—Pero ¿cómo te sentías viéndote amada por un criado? ¿Cómo estabas…, emocionada…, halagada?
—¿Emocionada? No. Halagada, sí, un poco. A una siempre le halaga el amor de un hombre, cualquiera que éste sea.
—Pero ¡qué dices, Margot!
—De veras, querida. Quiero contarte una extraña aventura que me sucedió a mí, y te darás cuenta de lo extraño y confuso que es lo que nos pasa en tales casos.
*
Hará este otoño cuatro años, me encontraba sin doncella. Había probado a cinco o seis seguidas, todas ellas unas ineptas, y ya casi desesperaba de encontrar una cuando leí, en la sección de anuncios de un periódico, que una muchacha que sabía coser, bordar, peinar, buscaba una colocación contando con las mejores referencias. Hablaba además inglés.
Escribí a la dirección indicada y al día siguiente se presentó la muchacha: era bastante alta, delgada, pálida, de aspecto muy tímido. Tenía dos bonitos ojos negros, una tez encantadora; me gustó enseguida. Le pedí sus certificados; me dio uno en inglés, pues acababa de dejar, decía, la casa de lady Rymwell, donde había permanecido diez años.
El certificado atestiguaba que la muchacha se había ido por su propia voluntad para volver a Francia y que no había habido nada que reprocharle, durante su largo servicio, más que un poco de
coquetería francesa
.
La fórmula pudibunda de la frase me hizo hasta sonreír y contraté inmediatamente a la doncella.
Entró a servir ese mismo día; se llamaba Rose.
Al cabo de un mes la adoraba.
Era un verdadero descubrimiento, una joya, un fenómeno.
Sabía peinar con gusto infinito; disponía los encajes de un sombrero mejor que la mejor de las modistas, e incluso sabía hacer vestidos.
Yo estaba asombrada de sus facultades. Nunca me había visto servida así.
Ella me vestía rápido con una ligereza de manos asombrosa. Nunca sentía sus dedos sobre mi piel, pues nada me resulta tan desagradable como el contacto de una mano de criada. Me acostumbré en poco tiempo a una excesiva indolencia, tan agradable me resultaba dejarme vestir, de pies a cabeza y de la camisa a los guantes, por esa alta muchacha tímida, siempre algo ruborosa, y que no hablaba nunca. Al salir del baño, me hacía fricciones y me masajeaba mientras yo me adormilaba un poco en mi diván; la consideraba, palabra de honor, más como una amiga de condición inferior que como a una simple criada.
Ahora bien, una mañana, mi portero pidió con misterio hablar conmigo. Me quedé sorprendida y le hice entrar. Era persona de toda confianza, un viejo soldado, ex ordenanza de mi marido.
Parecía incómodo por lo que tenía que comunicarme. Por último, dijo balbuceando:
—Señora, está abajo el comisario de policía del barrio.
Pregunté bruscamente:
«¿Qué quiere?».
«Quiere realizar un registro en la casa.»
La policía será útil, pero yo la detesto. Me parece a mí que no es un oficio noble. Y respondí, tan irritada como herida:
«¿Para qué esta indagación? ¿Con qué propósito? No entrará».
El portero prosiguió:
«Afirma que se oculta aquí un malhechor».
En ese momento me espanté y ordené hacer subir al comisario de policía para que me lo explicase. Era una persona bastante bien educada, condecorado con la Legión de Honor. Se disculpó, me pidió perdón, ¡y luego me dijo que entre mi personal de servicio había un forzado!
Me indigné y repliqué que respondía por cada criado de mi casa. Se los enumeré.
«El portero, Pierre Courtin, ex militar.»
«No es él.»
«El cochero François Pingau, un campesino de Champaña, hijo de un colono de mi padre.»
«Tampoco es él.»
«Un mozo de cuadra, tomado en Champaña igualmente, e hijo también de campesinos que yo conocía, más el lacayo que acaba de ver.»
«No es él.»
«Pues entonces, señor, usted mismo puede ver que está en un error.»
«Disculpe, señora, estoy seguro de no equivocarme. Como se trata de un criminal temible, ¿tendría la amabilidad de hacer comparecer aquí, delante de usted y de mí, a todo el mundo?»
Al principio me resistí, luego cedí, e hice subir a todo mi personal de servicio, hombres y mujeres.
El comisario de policía los examinó de una sola ojeada y luego declaró:
«No están todos».
«Perdón, señor, no quedan más que mi doncella, una joven soltera a la que no puede confundir usted con un forzado.»
Él preguntó:
«¿Puedo verla también?».
«Por supuesto.»
Llamé a Rose, que apareció al instante. Apenas hubo entrado cuando el comisario hizo una señal, y dos hombres, que no había visto por estar escondidos detrás de la puerta, se abalanzaron sobre ella, le asieron las manos y se las ataron con unas cuerdas.
Yo lancé un grito de furia, y quise salir en su defensa. El comisario me detuvo:
»Esta muchacha, señora, es un hombre que se llama Jean-Nicolas Lecapet, condenado a muerte en mil ochocientos setenta y nueve por asesinato precedido de violación. Su pena le fue conmutada por la de cadena perpetua. Se fugó hace cuatro meses. Llevamos buscándole desde entonces.»
Yo estaba como loca, aterrada. No me lo podía creer. El comisario prosiguió entre risas:
«Puedo proporcionarle una prueba. Tiene el brazo derecho tatuado».
Le arremangaron la manga. Era cierto. El policía agregó con un cierto mal gusto:
«Para el resto de comprobaciones, fíese de nosotros».
¡Y se llevaron a mi doncella!
*
—Créeme si te digo que en mí no predominaba la rabia por el hecho de que me hubieran tomado el pelo de ese modo, engañado y ridiculizado; no era tanto la vergüenza de haber sido vestida, desnudada, tocada y palpada por ese hombre…, sino una… humillación profunda…, una humillación de mujer. ¿Comprendes?
—No muy bien.
—Vamos a ver… Piensa… Había sido condenado… por violación, ese muchacho… Yo pensaba… en la que había violado… y eso…, eso me humillaba… Eso es… ¿Comprendes, ahora?
Y la señora Simone no respondió. Miraba delante de sí, con una mirada fija y singular, los dos botones relucientes de la librea, con esa sonrisa de esfinge que tienen a veces las mujeres.
Las siete. Un pitido, partimos. El tren pasa por las plataformas giratorias con un ruido idéntico al de las tormentas en el teatro; luego se pierde en la noche, resoplando, expulsando su vapor, proyectando unos reflejos rojos en las paredes, en los setos, en los bosques, en los campos.
Somos seis, tres en cada asiento, bajo la luz del quinqué. Enfrente de mí, una señora gorda con un señor gordo, un viejo matrimonio. En el rincón de la izquierda hay un jorobado. A mi lado, un joven matrimonio, o, al menos, una joven pareja. ¿Están casados? La joven es bonita, parece modesta, pero va demasiado perfumada. ¿Qué es ese perfume? Lo conozco, pero no caigo cuál es. Ah, ya. ¡Piel de España!
1
Pero eso no significa nada. Esperemos.
La señora gorda escruta al joven con una hostilidad que me da que pensar. El señor gordo cierra los ojos. ¡Ya! El jorobado se ha ovillado. Ya no veo dónde tiene las piernas. Sólo se ve su mirada brillante bajo un gorro griego con una borla roja. Luego se mete debajo de su manta de viaje. Se diría un pequeño fardo tirado sobre el asiento.
Sólo la vieja señora sigue despierta, suspicaz e inquieta, como un guardián encargado de velar por el orden y la moralidad del compartimiento.
Los dos jóvenes están inmóviles, con las piernas envueltas en el mismo mantón, los ojos cerrados, sin hablar. ¿Estarán casados?
También yo finjo dormir y espío.
Las nueve. La señora gorda va a sucumbir, cierra los ojos una y otra vez, reclina la cabeza sobre el pecho y la alza de nuevo de golpe. Ya está. Duerme.
¡Oh sueño, ridículo misterio que confieres al rostro los más grotescos aspectos, tú eres el revelador de la fealdad humana! ¡Haces aparecer todos los defectos, las deformidades y las taras! ¡Haces que cada rostro tocado por ti se convierta al punto en una caricatura!
Me levanto y cubro el quinqué con un ligero velo azul. Luego, me amodorro a mi vez.
De vez en cuando, la parada del tren me despierta. Un empleado vocifera el nombre de una ciudad, luego partimos de nuevo.
He aquí la aurora. Seguimos el Ródano, que desciende hacia el Mediterráneo. Todos duermen. Los jóvenes están abrazados. Un pie de la joven se ha salido del mantón. ¡Lleva medias blancas! Es lo normal: ¡están casados! No huele nada bien en el compartimiento. Abro una ventanilla para que se ventile. El frío despierta a todo el mundo, excepto al jorobado que ronca como un torno bajo la manta.
La fealdad de las caras se acentúa aún más con la luz del nuevo día.
La señora gorda, roja, despeinada, horrenda, echa una mirada malvada en torno a sus vecinos. La joven mira sonriendo a su compañero. ¡Si no estuviera casada, habría mirado primero a su espejo!
He aquí Marsella. Veinte minutos de parada. Desayuno. Volvemos a partir. Ya no tenemos al jorobado, pero sí a dos viejos señores más.
¡Entonces los dos matrimonios, el viejo y el joven, sacan sus provisiones!
¡Pollo por aquí, ternera fría por allá, sal y pimienta envueltas en un papel, pepinillos en un pañuelo, todo lo que puede quitaros las ganas de comer para el resto de vuestra vida! No conozco nada más vulgar, más grosero, más inconveniente y maleducado que comer en un compartimiento donde hay otros viajeros.
Si hiela, abrid las ventanillas; si hace calor, cerradlas y poneos a fumar en pipa aunque el tabaco os horripile; poneos a cantar, a ladrar, entregaos a las más molestas excentricidades, quitaos los zapatos y los calcetines y cortaos las uñas de los pies; en fin, tratad de pagar con la misma moneda a vuestros maleducados vecinos su falta de saber estar.
Un hombre previsor se trae consigo un frasco de gasolina o de petróleo para derramarlo sobre los cojines cuando en torno a uno se ponen a comer. Cualquier cosa es lícita, todo es demasiado poco para esos patanes que apestan con el olor de sus condumios.
Seguimos el mar azul. El sol cae como una lluvia sobre la costa poblada de ciudades llenas de encanto.
He aquí Saint-Raphaël. Allí abajo está Saint-Tropez, pequeña capital de esta región desierta, desconocida y encantadora llamada las Montagnes des Maures. Un gran río que no atraviesa puente alguno, el Argens, separa del continente a esta península salvaje, donde es posible caminar durante un día entero sin encontrar un alma, donde los pueblecitos, encaramados en los montes, han permanecido tal como eran antaño, con sus casas orientales, sus arcadas, sus puertas cimbradas, talladas y bajas.
Ni vía férrea ni transportes públicos se adentran por estos bellísimos y boscosos valles; sólo un antiguo patache trae el correo de Hyères a Saint-Tropez. El tren prosigue su marcha. Llegamos a Cannes, tan hermosa a orillas de sus dos golfos, enfrente de las islas de Lérins, que serían, si fuera posible unirlas con tierra, dos paraísos para los enfermos.
He aquí el golfo Juan; la escuadra naval parece dormida en el agua.
Estamos en Niza. Parece que en esta ciudad hay una exposición. Vamos a verla.
Se sigue un bulevar que más parece un pantano y se llega, en lo alto, a un edificio de un gusto dudoso y que se asemeja, en pequeño, al gran palacio del Trocadero.
Dentro hay algunas personas en medio de un caos de cajas.
La exposición, abierta desde hace ya tiempo, estará lista sin duda para el año que viene.
El interior sería bonito si estuviera terminado. Pero… ¡aún falta!
Dos secciones me atraen en especial: «Los comestibles y las Bellas Artes». ¡Ay! Fruta confitada de Grasse, peladillas, mil golosinas… Pero… está prohibido venderlas… Sólo se puede mirar… ¡Y ello para no perjudicar al comercio de la ciudad! Exponer golosinas tan sólo para el recreo de la vista y con la prohibición de probarlas me parece ciertamente una de las más bellas invenciones del espíritu humano.
Las Bellas Artes están… en preparación. No obstante, hay abiertas algunas salas donde es posible ver hermosísimos paisajes de Harpignies, de Guillemet, de Le Poittevin, un magnífico retrato de la señorita Alice Regnault, de Courtois, un delicioso Béraud, etcétera. El resto…, para cuando sea desembalado.
Como, cuando se hace una visita, hay que verlo todo, quiero regalarme con una ascensión libre y me voy a donde está el globo del señor Godard y Cía.
Sopla el mistral. El aerostato se balancea de un modo inquietante. Luego se oye una detonación. Son las cuerdas de la red que se rompen. Se prohíbe al público la entrada al recinto. También a mí me hacen salir.
Subo a mi vehículo y observo.
Otras cuerdas se van rompiendo, a cada segundo, con un ruido extraño, y la piel oscura del globo trata de escapar de las mallas que la retienen. Luego, de súbito, ante una racha más violenta, un enorme desgarro raja de abajo arriba la gran bola volante, que se desploma como una tela fláccida, reventada, muerta.
Al día siguiente, una vez despierto, me hago traer los periódicos de la ciudad y leo con estupor: «La tempestad que azota estos días nuestro litoral ha obligado a la agencia de globos cautivos y libres de Niza a desinflar su gran aerostato, para evitar así accidentes.
»El sistema de desinflado instantáneo utilizado por el señor Godard es una de las invenciones que más le honran».
¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!
¡Pobre público!
Toda la costa del Mediterráneo es la California de los farmacéuticos. Hay que ser diez veces millonario para tener el valor de comprar siquiera sea una cajita de bálsamo para el pecho de esos orgullosos comerciantes que venden la pomada de azufaifa al precio de los diamantes.
Se puede ir a Mónaco por la Corniche, siguiendo el mar. No hay nada más hermoso que esta carretera abierta en la roca, que bordea unos golfos, pasa por debajo de unas bóvedas, corre y circula por la ladera de la montaña en medio de un paisaje admirable.
He aquí Mónaco sobre su roca y, detrás, Montecarlo… ¡Pssst…! Se comprende que esta pequeña y bonita ciudad vuelva locos a los aficionados al juego. ¡Pero qué mortecina y triste es para los que no juegan! No hay allí ningún otro placer ni distracción.
Más lejos está Menton, el punto más caluroso de la costa y el más frecuentado por los enfermos. Allí maduran las naranjas y se curan los pechos.
Tomo el tren nocturno para regresar a Cannes. En mi vagón, dos señoras y un marsellés que cuenta obstinadamente dramas ferroviarios, asesinatos y robos.
—… Conocí a un corso, señora, que iba a París con su hijo. Hablo de hace ya muchos años, en los primeros tiempos de la línea P.L.M.
2
Subo con ellos, porque éramos amigos, y nos ponemos a charlar. El hijo, que tenía veinte años, no se cansaba de ver correr el tren y se pasaba todo el tiempo asomado a la ventanilla para mirar. Su padre le repetía: «Eh, ten cuidado, Mathéo, de no inclinarte demasiado, que puedes hacerte daño». Pero el chico ni siquiera respondía.
»Yo le decía al padre:“Vamos, déjele estar, si ello le divierte”.
»Pero el padre continuaba diciendo:“Vamos, Mathéo, no te inclines así”.
»Entonces, como el hijo hacía caso omiso, le cogió de la ropa para hacerle entrar en el vagón, y tiró de ella.
»Pero he aquí que el cuerpo cayó sobre nuestras rodillas. Ya no tenía la cabeza, señora…, se la había cortado en un túnel. Y el cuello ya no sangraba; había perdido la sangre a lo largo del trayecto…
Una de las señoras dejó escapar un suspiro, cerró los ojos, y se dejó caer encima de su vecina. Había perdido el conocimiento…