Acababa de llegar a París la noticia del desastre de Sedán. Se había proclamado la República. Francia entera jadeaba al comienzo de esa locura que duró hasta después de la Comuna. Se jugaba a los soldaditos de una punta a otra del país.
Los boneteros eran coroneles que hacían funciones de generales; se lucía pistolas y puñales en torno a las gruesas panzas pacíficas envueltas en unos cinturones rojos; pequeñoburgueses convertidos en guerreros de circunstancias mandaban batallones de voluntarios vociferantes y juraban como carreteros para darse aires.
Poseer armas y manejar fusiles automáticos había sido suficiente para hacer perder la cabeza a gente que hasta ese momento había manejado nada más que balanzas y, sin motivo alguno, la hacía peligrosa para cualquiera. Se ejecutaba a inocentes por el simple hecho de demostrar que se sabía matar; yendo por los campos aún vírgenes de prusianos se fusilaba a los perros sin dueño, a las vacas que rumiaban tranquilas, a los caballos enfermos que pastaban en los prados.
Todos se creían destinados a grandes hechos de armas. Los cafés de los pueblos más pequeños, llenos de comerciantes en uniforme, parecían cuarteles u hospitales militares ambulantes.
El pueblo de Canneville ignoraba aún las enloquecedoras noticias del ejército y de la capital; y, sin embargo, desde hacía cerca de un mes estaba en un estado de gran agitación, con los partidos adversos enfrentados.
El alcalde, el vizconde de Varnetot, un hombrecillo flaco, ya viejo, que se había vuelto legitimista desde hacía poco bajo el Imperio, por ambición, había visto surgir un adversario resuelto en el doctor Massarel, un hombre gordo y sanguíneo, líder del partido republicano en el distrito, venerable de la logia masónica de la cabeza de partido, presidente de la Sociedad Agrícola y del banquete de los bomberos, y organizador de la milicia rural que había de salvar a la región.
En quince días, había encontrado la manera de convencer a sesenta y tres voluntarios, casados y padres de familia, labradores prudentes y comerciantes del lugar, para que defendieran la región, y los adiestraba, cada mañana, en la plaza del pueblo.
Si, por una casualidad, el alcalde iba al Ayuntamiento, el comandante Massarel, cargado de pistolas, pasando con aire orgulloso, sable en mano, por delante de su tropa alineada, hacía gritar a su gente: «¡Viva la patria!». Y este grito, como le habían hecho observar, agitaba al pequeño vizconde, quien veía en él sin duda una amenaza, un desafío y al mismo tiempo un odioso recuerdo de la gran Revolución.
La mañana del 5 de septiembre, el doctor, en uniforme, con la pistola encima del escritorio, estaba pasando consulta a una pareja de viejos campesinos; uno de ellos, el marido, que padecía de varices desde hacía siete años, había esperado a que las tuviese también su mujer para ir a que les visitara el médico. Llegó el cartero con el diario.
El señor Massarel lo abrió, palideció, se puso en pie bruscamente, y, levantando los brazos al cielo en un gesto de exaltación, se puso a vociferar con todo lo que daba su voz delante de los dos labriegos azarados:
—¡Viva la República!, ¡viva la República!, ¡viva la República!
Luego volvió a dejarse caer en su sillón, desfallecido de la emoción.
Y cuando el campesino proseguía diciendo: «La cosa me empezó precisamente con un hormigueo en las piernas», el doctor Massarel exclamó:
—Déjeme en paz; no tengo tiempo para ocuparme de sus tonterías. Ha sido proclamada la República, el emperador ha sido hecho prisionero, Francia está salvada. ¡Viva la República! —Y, corriendo hacia la puerta, bramó—: ¡Céleste, rápido, Céleste!
La espantada criada acudió presurosa; él farfullaba, de tan rápido como hablaba:
—¡Mis botas, mi sable, mi cartuchera y la faca española que está sobre mi mesilla de noche; venga, date prisa!
Como el campesino obstinado, aprovechando un momento de silencio, continuaba:
—Después me salieron unas ampollas que me dolían al caminar.
El médico, exasperado, aulló:
—¿Quiere dejarme en paz, puñeta? ¡Si se hubiera lavado los pies, no le habría pasado nada!
Luego, cogiéndole por la solapa, le espetó en la cara:
—¿Es que no comprendes que nos hemos convertido en una república, redomado idiota?
Pero el sentido del deber profesional le hizo calmarse enseguida, y empujó hacia la puerta a la pareja estupefacta, diciendo:
—Vuelvan mañana, vuelvan mañana, amigos míos. Hoy no tengo tiempo.
Mientras se equipaba de pies a cabeza, dio otra serie de órdenes urgentes a su criada:
—Corre a casa del teniente Picart y a la del subteniente Pommel, y diles que les espero aquí inmediatamente. Manda venir también a Torchebeuf con su tambor, ¡vamos, rápido, rápido!
Y cuando Céleste hubo salido, se recogió, preparándose para vencer las dificultades de la situación.
Llegaron los tres hombres juntos, en ropa de trabajo. El comandante, que se esperaba verles uniformados, tuvo un sobresalto.
—¿Acaso no saben ustedes nada, diantre? El emperador ha sido hecho prisionero, se ha proclamado la República. Hay que actuar. Mi posición es delicada, diré más, peligrosa.
Reflexionó unos segundos ante las caras de pasmo de sus subordinados, luego prosiguió:
—Hay que actuar y sin vacilaciones; los minutos valen por horas en momentos como éstos. Todo depende de la rapidez de las decisiones. Usted, Picart, vaya a ver al cura y ordénele que toque a rebato para reunir a la población, a la que voy a avisar. Usted, Torchebeuf, toque llamada en todo el municipio, hasta en las aldeas de la Gerisaie y de Salmare, para reunir a la milicia armada en la plaza. Y usted, Pommel, póngase rápidamente su uniforme, nada más que la casaca y el quepis. Vamos a ocupar juntos el Ayuntamiento y a intimar al señor de Varnetot a que me haga entrega de sus poderes. ¿Entendido?
—Sí.
—Cumplan con lo ordenado, y rápido. Le acompaño hasta su casa, Pommel, pues actuaremos conjuntamente.
Cinco minutos después, el comandante y su subalterno, armados hasta los dientes, aparecían en la plaza justo en el momento en que el pequeño vizconde de Varnetot, calzado con unas polainas como para una partida de caza, fusil al hombro, desembocaba a paso ligero por otra calle, seguido de sus tres guardas vestidos con guerrera verde, el machete en el muslo y el fusil terciado.
Mientras el doctor se detenía, estupefacto, los cuatro hombres penetraron en el Ayuntamiento cuya puerta se cerró tras ellos.
—Se nos han adelantado —murmuró el médico—, ahora hay que esperar refuerzos. Por el momento, no hay nada que hacer.
Volvió a aparecer el teniente Picart:
—El cura se ha negado a obedecer —dijo—, e incluso se ha encerrado en la iglesia con el sacristán y el suizo.
En la parte opuesta de la plaza, enfrente de la alcaldía blanca y cerrada, la iglesia, silenciosa y oscura, mostraba el gran portón de roble reforzado con herrajes.
Mientras los intrigados habitantes sacaban la nariz por las ventanas o se asomaban a los umbrales de las casas, de repente el tambor redobló, y apareció Torchebeuf, tocando con furia los tres golpes rápidos de llamada. Atravesó la plaza con paso gimnástico, luego desapareció en dirección a los campos.
El comandante desenvainó el sable, avanzó solo, a mitad de camino entre los dos edificios, donde se había parapetado el enemigo, y, agitando su arma por encima de su cabeza, bramó con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Viva la República! ¡Muerte a los traidores!
Luego se replegó hacia donde estaban sus oficiales.
El carnicero, el tahonero y el boticario, inquietos, bajaron los postigos y cerraron sus establecimientos. Sólo permaneció abierta la tienda de comestibles.
Sin embargo, los hombres de la milicia llegaban poco a poco, vestidos de muy diverso modo y tocados todos con un quepis negro galoneado de rojo, pues el quepis constituía todo el uniforme del cuerpo. Iban armados con sus viejos fusiles herrumbrosos, esos viejos fusiles colgados desde hacía treinta años sobre las chimeneas de las cocinas, y se parecían mucho a un destacamento de guardas rurales.
Cuando tuvo unos treinta alrededor, el comandante, con pocas palabras, les puso al corriente de los acontecimientos; luego, volviéndose hacia su Estado Mayor, dijo:
—Ahora debemos actuar.
Los vecinos se agrupaban, observaban, parloteaban.
El médico no tardó en establecer un plan de ataque.
—Teniente Picart, avance hasta debajo de las ventanas del Ayuntamiento e intime al señor de Varnetot, en nombre de la República, a que me entregue la casa consistorial.
Pero el teniente, un maestro albañil, se negó:
—Es usted muy listo. Para que me larguen a mí un disparo de fusil, no, gracias. Como usted sabe, los de ahí dentro son buenos tiradores. Cumpla usted mismo sus órdenes.
El comandante enrojeció:
—Le ordeno que vaya, en nombre de la disciplina.
El teniente se rebeló:
—No soy yo de los que se dejan romper la cara sin una razón.
Los notables, reagrupados allí al lado, rompieron a reír. Uno de ellos gritó:
—Tiene razón, Picart, no es aún el momento.
Entonces el médico murmuró:
—¡Cobardes!
Y, tras haber entregado a un miliciano el sable y el revólver, se adelantó con paso lento, fija la mirada en las ventanas, esperando ver salir un cañón de fusil apuntándole.
Cuando no estaba más que a unos pasos del edificio, se abrieron las puertas de los dos extremos que daban entrada a las dos escuelas, y una oleada de criaturas, niños por aquí, niñas por allá, escaparon por ellas y se pusieron a jugar en la gran plaza desierta, piando, como una bandada de ocas, en torno al doctor, que no podía hacerse oír.
Una vez que hubieron salido los últimos alumnos, las dos puertas se cerraron.
Cuando la mayor parte de los críos se hubo ido, el comandante llamó en voz alta:
—¡Señor de Varnetot!
Se abrió una ventana del primer piso y apareció el señor de Varnetot.
El comandante prosiguió:
—Señor, ya conoce los grandes acontecimientos que acaban de cambiar el cariz del Gobierno. El que usted representaba ya no existe. El que yo represento ha tomado el poder. En tales circunstancias dolorosas, pero decisivas, vengo a pedirle, en nombre de la nueva República, que ponga en mis manos las funciones de las que usted fue investido por el poder anterior.
El señor de Varnetot respondió:
—Señor doctor, soy el alcalde de Canneville, nombrado por las autoridades competentes, y seguiré siendo alcalde de Canneville hasta que no sea revocado y sustituido mediante un decreto de mis superiores. Como alcalde que soy, estoy en mi casa en el Ayuntamiento, y aquí seguiré. Lo único que puede hacer es intentar sacarme de aquí por la fuerza.
Y volvió a cerrar la ventana.
El comandante regresó a donde estaba su tropa. Pero, antes de explicarse, mirando de arriba abajo al teniente Picart, dijo:
—Es usted todo un valiente, un verdadero conejo, la vergüenza del ejército, y le degrado.
El teniente respondió:
—Me importa un bledo.
Y fue a reunirse con el grupo de los vecinos que murmuraba.
Entonces el doctor vaciló. ¿Qué hacer? ¿Lanzar el asalto? Pero ¿obedecerían sus hombres? Y, además, ¿tenía derecho a ello?
Una idea le iluminó. Corrió a telégrafos cuya oficina estaba enfrente de la alcaldía, al otro lado de la plaza. Y mandó tres telegramas:
A los señores miembros del Gobierno republicano, en París;
Al nuevo prefecto republicano de la Seine-Inférieure, en Ruán;
Al nuevo subprefecto republicano de Dieppe.
Exponía la situación, refiriendo el peligro corrido por el municipio que había quedado en manos del ex alcalde monárquico, brindaba sus servicios abnegados, pedía órdenes y firmaba haciendo seguir su nombre de todos sus títulos.
Luego regresó a donde estaba su cuerpo armado y, sacándose diez francos del bolsillo, dijo:
—Aquí tienen, amigos, vayan a comer y a tomarse una copa; dejen aquí solamente un destacamento de diez hombres para que nadie salga del Ayuntamiento.
Pero el ex teniente Picart, que estaba charlando con el relojero, lo oyó; se echó a reír burlonamente y manifestó:
—Naturalmente, si salen, será una ocasión para entrar. ¡De lo contrario, no le veo a usted allí dentro por ahora!
El doctor no respondió y se fue a comer.
Por la tarde hizo apostar centinelas en torno al municipio, como si existiera la amenaza de un ataque por sorpresa.
Pasó varias veces por delante de las puertas del Ayuntamiento y de la iglesia, sin notar nada sospechoso. Ambos edificios parecían desiertos.
El carnicero, el tahonero y el boticario reabrieron sus establecimientos.
En las casas mucho se comentaba el hecho. Si el emperador estaba preso, era porque había sido traicionado. Y no se sabía muy bien de qué tipo era la nueva República.
Cayó la noche.
A eso de las nueve, el doctor se acercó solo, sin hacer ruido, a la entrada de la casa consistorial, convencido de que su adversario había ido a acostarse; y, cuando se disponía a echar abajo la puerta a golpes de piqueta, una voz fuerte, la de un guarda, preguntó de repente:
—¿Quién va?
Y el señor Massarel, piernas para qué os quiero, se batió en retirada.
Amaneció sin que la situación hubiera cambiado en absoluto.
La milicia armada ocupaba la plaza. Todos los vecinos se habían agrupado en torno a esta tropa, esperando una solución. Los de los pueblos vecinos llegaban para ver.
Entonces, el doctor, comprendiendo que estaba en juego su reputación, decidió poner fin a aquello de una manera u otra; e iba a tomar una resolución cualquiera, sin duda enérgica, cuando se abrió la puerta de telégrafos y apareció la joven empleada de la telegrafista con dos papeles en la mano.
Ésta se dirigió primero al comandante y le entregó uno de los telegramas; luego atravesó el centro desierto de la plaza, intimidada por todos aquellos ojos clavados en ella, y con la cabeza gacha y pequeños pasos apresurados fue a llamar suavemente a la casa atrancada a cal y canto, como ignorando que allí dentro se ocultaba una facción armada.
La puerta se entreabrió; una mano de hombre cogió el mensaje y la chiquilla volvió sobre sus pasos con el rostro encendido y a punto de llorar porque toda la gente la miraba.