Formaban corro en torno al señor Bermutier, juez de instrucción, que daba su opinión sobre el misterioso caso de Saint-Cloud. Desde hacía un mes, ese crimen inexplicable traía loco a todo París. Nadie entendía nada.
El señor Bermutier, de pie, de espaldas a la chimenea, hablaba, reunía pruebas, discutía las distintas opiniones, pero no llegaba a ninguna conclusión.
Varias mujeres se habían levantado para acercarse y permanecían de pie, con la mirada clavada en la boca afeitada del magistrado,
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de la que salían serias palabras. Se estremecían, vibraban, crispadas por su medrosa curiosidad, por esa ávida e insaciable necesidad de espanto que asalta su alma, las tortura como el hambre.
Una de ellas, más pálida que las demás, dijo durante una pausa:
—Es horrible. Parece algo
sobrenatural
. No se conseguirá saber nunca nada.
El magistrado se volvió hacia ella:
—Sí, señora, es probable que no se llegue a saber nunca nada. En cuanto a la palabra «sobrenatural» que acaba usted de emplear, no tiene nada que ver con este caso. Estamos ante un crimen muy hábilmente concebido, muy hábilmente ejecutado, aunque tan envuelto de misterio que éste es inseparable de las circunstancias impenetrables que lo rodean. Pero ya tuve, en otra ocasión, que seguir un caso en el que verdaderamente parecía mezclarse algo de fantástico. Hubo que abandonarlo, por otra parte, por falta de medios para esclarecerlo.
Varias mujeres dijeron al mismo tiempo y tan deprisa que sus voces se convirtieron en una sola:
—¡Oh, cuéntenoslo!
El señor Bermutier sonrió con aire grave, como debe sonreír un juez de instrucción. Prosiguió:
—Al menos no vayan a creer que yo pude, ni por un momento, suponer la existencia en esta aventura de algo de sobrehumano. Yo no creo más que en las causas naturales. Pero si, en vez de emplear la palabra «sobrenatural» para expresar lo que no comprendemos, nos sirviéramos simplemente de la palabra «inexplicable», resultaría mucho más pertinente. De todas formas, en el caso que voy a contarles, fueron sobre todo las circunstancias ambientales, las circunstancias preparatorias las que me impresionaron vivamente. En fin, he aquí los hechos.
*
Era yo por aquel entonces juez de instrucción en Ajaccio, una pequeña ciudad blanca, asentada en torno a un golfo admirable rodeado de altas montañas por todas partes.
Lo que allí tenía que perseguir eran sobre todo casos de
vendetta
. Los había magníficos, dramáticos hasta extremos inconcebibles, feroces, heroicos. Pueden encontrarse los más hermosos casos de
vendetta
que imaginarse pueda: odios seculares, aplacados momentáneamente, pero nunca olvidados, astucias abominables, asesinatos que se convierten en masacres y casi en acciones gloriosas. Desde hacía dos años no oía hablar más que del precio de la sangre, de ese terrible prejuicio corso que obliga a vengar toda ofensa en la persona que la ha cometido, en sus descendientes y parientes. Había visto degollar a viejos, niños, primos; tenía la cabeza llena de estas historias.
Un día me enteré de que un inglés acababa de alquilar por varios años un chalecito al final del golfo. Se había traído consigo un criado francés, contratado a su paso por Marsella.
Pronto todo el mundo se interesó por este personaje singular, que vivía solo en su casa y que no salía más que para ir de caza o de pesca. No hablaba con nadie, no iba nunca a la ciudad y, todas las mañanas, dedicaba una o dos horas a practicar tiro con pistola y con carabina.
Surgieron una serie de leyendas en torno a él. Había quien aseguraba que era un alto personaje huido de su patria por motivos políticos; luego hubo quien afirmó que se escondía después de haber cometido un crimen espantoso. Se referían incluso circunstancias particularmente horribles.
En mi calidad de juez instructor quise recabar alguna información sobre ese hombre; pero me fue imposible saber nada. Se hacía llamar John Rowell.
Me limité, pues, a vigilarle de cerca; pero nada, en realidad, me indicaba que fuera digno de sospecha.
Pero, como seguían circulando rumores sobre él, rumores que no hacían sino aumentar y extenderse, decidí que trataría de conocer personalmente a ese extranjero, y comencé a ir habitualmente de caza por los alrededores de su casa.
Esperé largo tiempo una oportunidad. Hasta que finalmente llegó en forma de una perdiz que maté precisamente en las mismas barbas del inglés. Mi perro me la trajo y yo, perdiz en mano, fui a disculparme por mi inconveniencia y a rogarle a sir John Rowell que aceptara el ave muerta.
Era un hombrón pelirrojo, de barba también rojiza, muy alto y grueso, una especie de Hércules plácido y cortés. No tenía nada de la rigidez llamada británica y me agradeció vivamente mi delicadeza en un francés con un marcado acento del otro lado del canal de la Mancha. Al cabo de un mes, habíamos hablado cinco o seis veces.
Finalmente, una tarde en que yo pasaba por delante de su puerta vi que estaba fumando en pipa, a horcajadas de una silla, en su jardín. Le saludé, y él me invitó a entrar para tomarnos una cerveza. No se lo hice repetir.
Me recibió con toda la meticulosa cortesía inglesa, habló con elogio de Francia, de Córcega, declaró que le gustaba mucho
esta
país, y
este
costa.
Entonces yo le hice, con grandes precauciones y so pretexto de sentir un vivo interés, algunas preguntas sobre su vida, sobre sus proyectos. Él me respondió sin tapujos, contándome que había viajado mucho por África, las Indias y América. Añadió entre risas:
«¡Yo vivir muchas aventuras!,
oh, yes
!».
Luego me puse a hablar de nuevo de la caza, y me dio los detalles más curiosos sobre la caza del hipopótamo, del tigre, del elefante e incluso de la caza del gorila.
Dije yo:
«Todos esos animales son temibles».
Él sonrió:
—¡Oh!, no, el peor ser el hombre.
Se echó a reír abiertamente, con esa risotada muy suya de gordo inglés satisfecho:
«Yo haber mucho cazado también al hombre».
Luego habló de armas, y me invitó a entrar en su casa para enseñarme varios tipos de rifles.
El salón estaba tapizado en negro, de seda negra recamada de oro. Unas grandes flores amarillas se sucedían en el tejido oscuro, brillantes como fuego.
Me dijo:
«Ser tela japonesa».
Pero, en medio del entrepaño más amplio, un extraño objeto atrajo mi atención. En un marco de terciopelo rojo destacaba una cosa negra. Me acerqué: era una mano, una mano de hombre. No la mano de un esqueleto, blanca y limpia, sino una mano negra disecada, con las uñas amarillentas, los músculos al descubierto y rastros de sangre antigua, de una sangre parecida a la roña, sobre los huesos seccionados por un corte limpio, como con un golpe de hacha, hacia la mitad del antebrazo.
En torno a la muñeca, una enorme cadena de hierro, remachada, soldada a aquel miembro sucio, la sujetaba a la pared mediante una anilla lo bastante resistente como para mantener atado a un elefante.
Pregunté:
«¿Qué es eso?».
El inglés respondió tan tranquilo:
«Ser mi enemigo mejor. Venir de América. Haber sido cortada con el sable y arrancada la piel con una piedra cortante, y secada al sol durante ocho días. Ooh, muy buena para mí, ésta».
Toqué aquel resto humano, que debía de haber pertenecido a un coloso. Los dedos, desmesuradamente largos, estaban unidos mediante unos tendones enormes que conservaban en algunos puntos tiras de piel. Esta mano era espantosa, tan desollada, y hacía pensar espontáneamente en una venganza de salvajes.
Dije:
«Este hombre debía de ser muy fuerte».
El inglés manifestó con tono suave:
«
Ooh, yes
; pero yo ser más fuerte que él. Tener esta cadena para sujetarle».
Creí que bromeaba. Dije:
«Esta cadena es ya inútil; la mano no puede huir».
Sir John Rowell me respondió, serio:
—Querer siempre escapar. Cadena necesaria.
Con una rápida ojeada escruté su rostro, diciéndome: «¿Es un loco o le gustan las bromas de mal gusto?».
Pero su rostro permanecía impenetrable, tranquilo y benévolo. Cambié de tema de conversación y me puse a mirar con admiración los rifles.
Sin embargo, observé que había tres revólveres cargados encima de los muebles, como si aquel hombre hubiera vivido con el temor constante de un ataque.
Volví varias veces a su casa. Luego dejé de ir. La gente se había acostumbrado a su presencia; resultaba indiferente para todos.
Pasó un año entero. Ahora bien, una mañana, hacia fines de noviembre, mi criado me despertó anunciándome que sir John Rowell había sido asesinado por la noche.
Una media hora más tarde, entré en casa del inglés con el comisario jefe y el capitán de la gendarmería. El criado, desconcertado y desesperado, lloraba delante de la puerta. Al principio sospeché de ese hombre, pero era inocente.
No se pudo encontrar nunca al culpable.
Al entrar en el salón de sir John, vi al primer vistazo el cadáver tumbado de espaldas, en medio de la estancia.
Su chaleco estaba desgarrado, una manga arrancada colgaba, todo anunciaba que se había producido una lucha terrible.
¡El inglés había muerto estrangulado! Su rostro negro y abotargado, aterrador, parecía expresar un horrible espanto; mantenía algo entre sus dientes apretados; y el cuello, con cinco agujeros que se hubieran dicho hechos con unas puntas de hierro, estaba cubierto de sangre.
Un médico vino al cabo de un rato. Examinó largamente las huellas de los dedos en la carne y pronunció estas extrañas palabras:
«Se diría que ha sido estrangulado por un esqueleto».
Un escalofrió me recorrió el espinazo, y dirigí la mirada hacia la pared, hacia el lugar donde había visto en otro tiempo la horrible mano de figura anatómica desollada. Ya no estaba. La cadena, rota, pendía.
Entonces me agaché sobre el muerto, y encontré en su boca crispada uno de los dedos de esa mano desaparecida, cortado o más bien serrado por los dientes exactamente en la segunda falange.
Luego se procedió a las comprobaciones. No se descubrió nada. Ninguna puerta había sido forzada, ninguna ventana, ningún mueble. Los dos perros guardianes no se habían despertado.
He aquí, en pocas palabras, la deposición del criado:
«Desde hacía un mes, su amo parecía agitado. Había recibido muchas cartas, que quemaba una vez leídas».
»A menudo, cogía una fusta, en un arranque de ira que se hubiera dicho locura, y golpeaba furiosamente con ella la mano disecada que estaba clavada en la pared y desaparecida, no se sabe cómo, en el mismo momento del crimen.
»Se iba a la cama muy tarde y se encerraba a cal y canto. Tenía siempre armas al alcance de la mano. A menudo, de noche, hablaba en voz alta, como si discutiera con alguien.
Aquella noche, por una casualidad, no había hecho ningún ruido, y el sirviente se había dado cuenta al entrar para abrir las ventanas de que sir John había sido asesinado. No sospechaba de nadie.
Referí cuanto sabía del muerto a los magistrados y a los agentes de la fuerza pública y se realizó una investigación minuciosa en toda la isla. No se descubrió nada.
Ahora bien, una noche, tres meses después del crimen, tuve una terrible pesadilla. Me pareció ver la mano, esa horrenda mano, correr como un escorpión o como una araña por las cortinas y las paredes de mi habitación. Tres veces me desperté, tres veces volví a dormirme, tres veces volví a ver esos restos asquerosos corretear alrededor de mi habitación moviendo los dedos como si fueran patas.
Al día siguiente me la trajeron, la habían encontrado en el cementerio, sobre la tumba de sir John Rowell, enterrado allí al haber sido imposible dar con el paradero de su familia. Faltaba el dedo índice.
Éste es mi relato, señoras. No sé nada más.
*
Las señoras, espantadas, estaban pálidas y temblorosas. Una de ellas exclamó:
—¡Pero esto no es un desenlace! No existe explicación. No conseguiremos dormir si no nos dice cómo se desarrollaron los hechos, según usted.
El magistrado sonrió con aire grave:
—¡Oh!, señoras, mucho me temo que voy a frustrar sus terribles elucubraciones. Creo simplemente que el legítimo propietario de la mano no había muerto y vino a buscarla, con la que le quedaba. Pero no conseguí saber cómo lo hizo. Fue una especie de
vendetta
.
Una de las mujeres murmuró:
—No, no debió de ser eso.
Y el juez de instrucción, sin dejar de sonreír, dijo a modo de conclusión:
—Ya les dije que mi explicación no las satisfaría.
La hacienda de Lucas era conocida en los alrededores como «la Alquería». No se habría sabido decir el porqué. Los campesinos, sin duda, asociaban a la palabra «alquería» una idea de riqueza y de grandeza, pues esa granja era sin duda la más grande, la más opulenta y la mejor organizada de la comarca.
El patio, inmenso, rodeado de cinco filas de árboles magníficos para mantener al abrigo del fuerte viento de la llanura los manzanos achaparrados y delicados, encerraba largos edificios entejados para conservar el forraje y el grano, bonitos establos construidos con sílex, caballerizas para treinta caballos, y una vivienda de ladrillo rojo, que parecía un pequeño castillo.
Los estercoleros estaban cuidados; los perros guardianes vivían en perreras, una multitud de aves de corral andaban por la alta hierba.
Cada mediodía, quince personas, entre amos, criados y sirvientes, tomaban asiento en torno a la larga mesa de cocina donde humeaban las sopas en un gran recipiente de loza con unas flores azules.
Los animales, caballos, vacas, puercos y corderos, estaban gordos, cuidados y limpios; y el señor Lucas, un hombrón con una incipiente tripa, hacía su ronda tres veces al día, velando sobre todo y pensando en todo.
Se conservaba, por caridad, en la caballeriza, un caballo blanco muy viejo que la dueña quería alimentar hasta que muriera de muerte natural, porque lo había criado, conservado siempre y le traía muchos recuerdos.
Un gañán de quince años, llamado Isidore Duval, y conocido más simplemente como Zidore, se cuidaba de aquel inválido, le daba, durante el invierno, su ración de avena y su forraje, y tenía que ir, en verano, cuatro veces al día, a llevarlo a la pendiente donde se le ataba, para que tuviera abundancia de hierba fresca.
El animal, casi tullido, levantaba a duras penas sus pesadas patas, de rodillas gruesas e hinchadas por encima de los cascos. Su pelambre, que ya nunca se almohazaba, semejaba un pelo canoso, y unas pestañas muy largas daban a sus ojos un aire tristón.
Cuando Zidore le llevaba a la hierba, tenía que tirar del ronzal, tan lentamente caminaba el animal; y el chaval, encorvado, jadeando, maldecía contra él, exasperándose por tener que cuidar a esa vieja yegua.
La gente de la alquería se divertía viendo la ira del mozo contra Coco y le hablaban continuamente del caballo a Zidore para exasperar al muchacho. Sus compañeros le hacían bromas sobre él. En el pueblo le llamaban Coco-Zidore.
El chaval rabiaba, sintiendo nacer en él el deseo de vengarse del caballo. Era un chico delgado y de piernas largas, muy sucio, pelirrojo, con unos pelos espesos, duros y erizados. Tenía cara de estúpido, hablaba balbuceando, con un esfuerzo infinito, como si las ideas no consiguieran tomar forma en su alma obtusa de bruto.
Desde hacía ya mucho tiempo, estaba asombrado de que conservaran aún a Coco, y se indignaba de ver cómo tiraban el dinero por ese inútil animal. Le parecía injusto, si ya no trabajaba, que le dieran de comer, le repugnaba ver malgastar la avena, una avena que costaba tan cara, para ese rocín paralítico. Ocurría a menudo que, pese a las órdenes del señor Lucas, ahorraba en el sustento del caballo, dándole sólo media ración de avena, escatimando también en la pajaza y en el heno. Y en su confuso cerebro de muchacho crecía el odio, un odio de campesino rapaz, de campesino solapado, feroz, brutal y cobarde.
A la vuelta del verano, tuvo que empezar de nuevo a sacar al animal hasta la pendiente. Era lejos. El mozo, cada mañana más furioso, salía con su paso pesado a través de los trigales. Los hombres que estaban trabajando en las tierras le gritaban en son de broma:
—Eh, Zidore, mis saludos respetuosos a Coco.
Él no contestaba; pero, al pasar junto a un seto, rompía una pequeña rama y, tras haber desplazado la estaca en la que ataba al viejo caballo, dejaba que se pusiera a pacer de nuevo y luego, acercándose a traición, le daba unos buenos golpes en los corvejones. El animal trataba de huir, de cocear, de escapar a los golpes, y daba vueltas en redondo tensando la cuerda, como si hubiera estado en una pista. Y el mozo lo fustigaba con rabia, corriendo tras él con saña, con los dientes apretados de la ira.
Luego se marchaba lentamente, sin volver la vista atrás; y el caballo le miraba alejarse, con su mirada de viejo, las costillas salientes, resoplando a causa del trote. Y no volvía a agachar hacia la hierba su cabeza huesuda y blanca hasta haber visto desaparecer en la distancia el blusón azul del joven campesino.
Como las noches eran calurosas, se dejaba pasar ahora a Coco la noche al raso, allí, al borde de la barranca, tras el bosque. Sólo Zidore iba a verlo.
El chico se divertía también tirándole piedras. Se sentaba a diez pasos de él, en un ribazo, y se quedaba una media hora lanzando de vez en cuando una piedra cortante al rocín, que permanecía de pie, atado delante de su enemigo, sin quitarle los ojos de encima y sin osar ponerse de nuevo a pacer hasta que no se hubiera ido.
Pero en la cabeza del gañán había siempre este pensamiento, fijo como un clavo: «¿Por qué dar de comer a un caballo que no hacía ya nada?». Le parecía que aquel miserable jamelgo quitaba el alimento a los demás, les robaba a los hombres lo que era suyo, el bien de Dios, le robaba incluso a él, Zidore, que trabajaba.
Entonces, poco a poco, cada día, el mozo comenzó a disminuir la franja de pasto que concedía al animal desplazando la estaca a la que estaba atada la cuerda.
El animal ayunaba, adelgazaba, se desmejoraba. Demasiado débil para romper la atadura, estiraba la cabeza hacia la espesa y reluciente hierba, tan próxima, y cuyo olor le llegaba sin que pudiera tocarla.
Pero, una mañana, Zidore tuvo una idea: no desplazar más a Coco. Estaba harto de hacer tanto camino por ese costal de huesos.
Sin embargo, fue con él, para saborear su venganza. El inquieto animal le miraba. Aquel día no lo fustigó. Daba vueltas en torno a él, con las manos en los bolsillos. Incluso hizo ademán de cambiarle de sitio, pero volvió a hincar la estaca precisamente en el mismo agujero, y se marchó, encantado de su ocurrencia.
El caballo, al verle partir, relinchó para llamarle; pero el mozo se echó a correr, dejándole solo, totalmente solo, en su valle, bien atado, y sin una brizna de hierba al alcance de su quijada.
Hambriento, trató de alcanzar la hierba grasa que conseguía tocar con la punta de sus ollares. Se arrodilló, estirando el cuello y alargando sus grandes labios babosos. Pero fue en vano. Durante todo el día, el viejo animal se agotó en esfuerzos inútiles y terribles. Lo devoraba el hambre, vuelta más espantosa aún al ver todo aquel verde que se extendía hasta donde se perdía la vista.
Durante todo el día el gañán no volvió. Anduvo por los bosques buscando nidos.
Volvió a aparecer al día siguiente. Coco, extenuado, se había echado. Se levantó al ver al chico, esperando que le cambiara por fin de sitio.
Pero el joven campesino ni siquiera tocó la estaca clavada en la hierba. Se acercó, miró al animal, le lanzó al morro un terrón que se desmenuzó contra el blanco pelaje, y se volvió a ir silbando.
El caballo permaneció derecho mientras pudo ver al mozo; luego, intuyendo lo inútiles que serían sus esfuerzos por alcanzar la hierba, se echó de nuevo sobre un costado y cerró los ojos.
Al día siguiente, Zidore no fue.
Cuando a los dos días se acercó a Coco, que seguía echado, advirtió que había muerto.
Entonces se quedó de pie mirándolo, contento de lo que había hecho, así como asombrado de que todo hubiera acabado tan rápido. Lo tocó con el pie, le levantó una pata, la dejó caer, se sentó encima de él y permaneció así, mirando la hierba, sin pensar en nada.
Volvió a la alquería, pero no dijo nada porque quería seguir vagando durante las horas en que, de ordinario, iba a cambiar al caballo de sitio.
Fue a verlo al día siguiente. Unos cuervos alzaron el vuelo a su llegada. Un sinfín de moscas se paseaba por encima del cadáver y zumbaban alrededor.
A su vuelta comunicó la muerte. El animal estaba tan viejo que nadie se asombró. El señor dijo a dos de sus mozos:
—Coged las palas e id a hacer un hoyo en el sitio donde se encuentra.
Los hombres enterraron al caballo donde éste había muerto de hambre.
Y la hierba brotó frondosa, verde y tupida, nutrida por aquel pobre cuerpo.