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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento

Cuentos del planeta tierra (16 page)

BOOK: Cuentos del planeta tierra
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Cualquiera que hubiese mirado a Jules Elwin, mientras avanzaba resueltamente hacia la altura de nueve mil metros, con veinticinco kilos de equipo sobre la espalda, jamás habría sospechado que sus piernas eran casi inútiles. Había nacido víctima del desastre de la talidomida de 1961, que había dejado a más de diez mil niños parcialmente deformes, desparramados por toda la faz de la Tierra. Elwin fue uno de los afortunados. Sus brazos eran completamente normales y se habían fortalecido por el ejercicio, hasta que llegaron a ser mucho más vigorosos que los de la mayoría de los hombres. Las piernas en cambio eran poco más que hueso y piel. Con ayuda de aparatos ortopédicos, podía sostenerse en pie e incluso dar unos pocos pasos inseguros, pero nunca andar de veras.

Y sin embargo, ahora sólo estaba a sesenta metros de la cima del Everest..

Un cartel de viajes había sido el origen de todo aquello hacía más de tres años. George Harper, joven programador de la Sección de Física Aplicada, conocía al doctor Elwin sólo de vista y por su fama. Incluso para los que trabajaban directamente bajo sus órdenes, el brillante director de Investigación de Astrotech era una personalidad algo distante, apartada del común de los hombres tanto por su cuerpo como por su mente. No era apreciado ni aborrecido y, aunque se le admiraba y compadecía, no se le tenía envidia, desde luego.

Harper, que sólo hacía unos pocos meses que había salido de la universidad, dudaba de que el doctor conociese siquiera su existencia, salvo como un nombre en un organigrama. Había otros diez programadores en la sección, todos más antiguos que él, y la mayoría de ellos no habían cruzado nunca más de una docena de palabras con el director de Investigación. Cuando a Harper se le pidió que llevara una de las fichas secretas al despacho del doctor Elwin, se imaginó que entraría y saldría de allí sin más que unas pocas palabras de cortesía.

Y a punto estuvo de ocurrir esto. Pero en el preciso momento en que iba a salir, se detuvo en seco ante el magnífico panorama de los picos del Himalaya que cubría la mitad de una pared.

Había sido colocado donde pudiese verlo el doctor Elwin siempre que levantase la mirada de su mesa, y representaba un paisaje que Harper conocía bien, pues lo había fotografiado, como un turista pasmado y algo fatigado, desde la pisoteada nieve de la cumbre del Everest.

Allí estaba la blanca cadena de Kangchenjunga, elevándose entre las nubes, a unos ciento cincuenta kilómetros de distancia. Aproximadamente en línea con ella, pero mucho más cerca, se hallaban los picos gemelos de Makalu, y más cerca aún, dominando el primer plano, la inmensa mole del Lhotse, el vecino y rival del Everest. Hacia el oeste, vertiéndose en valles tan enormes que su dimensión no podía apreciarse a simple vista, estaban los revueltos ríos de hielo de los glaciares de Khumbu y de Rongbuk. Desde aquella altura, sus arrugas heladas no parecían más grandes que los surcos de un campo arado; pero aquellas ranuras y cicatrices en un hielo duro como el hierro tenían cientos de metros de profundidad.

Harper aún estaba contemplando aquella vista espectacular y evocando viejos recuerdos, cuando de pronto oyó la voz del doctor Elwin detrás de él.

—Parece usted interesado. ¿Ha estado alguna vez allí?

—Sí, doctor. Mis padres me llevaron allí una semana después de graduarme en el instituto. Estuvimos una semana en el hotel y pensamos que tendríamos que marcharnos antes de que aclarase el tiempo. Pero el último día, dejó de soplar el viento, y una veintena de personas subimos a la cumbre. Estuvimos una hora allí, haciéndonos fotos.

El doctor Elwin pareció reflexionar sobre esta información durante bastante rato. Después dijo, en un tono que había perdido su anterior distanciamiento y que parecía animado.

—Siéntese, señor... Harper. Me gustaría que me contase más cosas.

Al volver hacia el sillón de delante de la ordenada mesa del director, George Harper se sintió un poco desconcertado. Lo que había hecho no era nada extraordinario; todos los años, miles de personas iban al hotel Everest y aproximadamente una cuarta parte de ellas subían a la cima de la montaña. Un año antes se había hablado mucho del turista diez mil que se había plantado en el techo del mundo. Algunos cínicos habían comentado la extraordinaria coincidencia de que el número 10.000 fuera una estrella de vídeo bastante conocida.

Todo lo que Harper podía explicar al doctor Elwin, éste podía averiguarlo con igual facilidad en una docena de fuentes; por ejemplo, en los folletos para turistas. Sin embargo, ningún joven y ambicioso científico habría perdido la oportunidad de impresionar a un hombre que tanto podía hacer para ayudarle en su carrera. Harper no era una persona fríamente calculadora ni aficionada a la política de oficina, pero sabía distinguir las buenas ocasiones.

—Bueno, doctor —comenzó, hablando despacio al principio, mientras trataba de ordenar sus ideas y recuerdos—, los aviones de reacción te dejan en una pequeña población llamada Namchi, a unos treinta kilómetros de la montaña. Entonces el autobús te lleva por una carretera espectacular hasta el hotel, que domina el glaciar de Khumbu. Está a una altura de cinco mil metros, y hay habitaciones con aire presurizado para quienes tengan dificultades respiratorias. Desde luego hay un servicio médico, y la dirección no admite a huéspedes que no estén en buenas condiciones físicas. Tienes que permanecer al menos dos días en el hotel, bajo una dieta especial, antes de que te permitan subir a mayor altura.

»Desde el hotel no se puede ver la cumbre, porque se está demasiado cerca de la montaña y ésta parece cernerse sobre uno. Pero la vista es fantástica. Se puede contemplar el Lhotse y media docena de picos. Y también puede dar miedo, especialmente de noche. El viento suele aullar en lo alto y el hielo movedizo produce ruidos extraños. Es fácil imaginar que hay monstruos rondando en las montañas...

»No hay mucho que hacer en el hotel, salvo descansar, observar el panorama y esperar a que los médicos den su autorización para salir. Antiguamente, se solía tardar semanas en aclimatarse al aire enrarecido; ahora pueden hacer que el recuento sanguíneo suba hasta el nivel adecuado en cuarenta y ocho horas. Aun así, aproximadamente la mitad de los visitantes, y sobre todo los más viejos, deciden que ya han llegado a una altura suficiente.

»Lo que pasa después depende de lo experto que sea uno y de lo que esté dispuesto a pagar. Unos pocos escaladores adiestrados contratan guías y suben a la cima empleando equipo corriente de montañismo. En la actualidad no es muy difícil, y hay refugios en varios puntos estratégicos. La mayoría de estos grupos lo consiguen. Pero el tiempo es siempre un riesgo, y todos los años muere alguien.

»El turista corriente hace la excursión de una manera más sencilla. No se permite aterrizar aviones en el mismo Everest salvo en casos de emergencia, pero hay un pabellón cerca de la cresta de Nuptse y un servicio de helicóptero desde el hotel. Del pabellón a la cima hay sólo cinco kilómetros vía South Col, una escalada fácil para cualquiera que esté en forma y tenga un poco de experiencia en montañismo. Algunos lo hacen sin oxígeno, pero esto no es recomendable. Yo llevé puesta la máscara hasta que llegué a la cima; entonces me la quité y vi que podía respirar sin grandes dificultades.

—¿Utilizó filtros o bombonas de gas?

—Filtros moleculares; ahora son muy seguros y aumentan la concentración de oxígeno en más de un cien por cien. Han facilitado enormemente la escalada a grandes alturas. El gas comprimido ya no lo usa nadie.

—¿Cuánto tiempo se tarda en la ascensión?

—Un día entero. Nosotros salimos antes del amanecer y regresamos después de ponerse el sol. Esto habría sorprendido a los veteranos. Pero desde luego nosotros estábamos descansados cuando partimos y viajamos de prisa. No hay verdaderos problemas en el camino desde el pabellón, y se han tallado escalones en todos los lugares peligrosos. Le aseguro que es fácil para cualquiera que esté en buena forma.

En cuanto hubo repetido estas palabras, Harper lamentó no haberse mordido la lengua. Parecía increíble que hubiese olvidado con quién estaba hablando; pero había recordado con tanta vivacidad la maravilla y la emoción de aquella subida al techo del mundo que por un momento volvió a encontrarse en aquel pico solitario y azotado por el viento. El único lugar de la Tierra adonde nunca podría llegar el doctor Elwin...

Pero el científico no parecía haberlo advertido, o tal vez estaba acostumbrado a las constantes faltas de tacto que ya no lo molestaban. ¿Por qué estaba tan interesado en el Everest?, se preguntó Harper. Probablemente por su misma inaccesibilidad; representaba todo lo que le había sido negado por el accidente de su nacimiento.

Pero ahora, sólo tres años más tarde, George Harper se detuvo a menos de treinta metros de la cima y recogió la cuerda de nailon cuando le alcanzó el doctor. Aunque nada se había dicho al respecto, sabía que el científico deseaba ser el primero en llegar a la cima. Merecía este honor, y el joven no iba a hacer nada para privarle de él.

—¿Todo bien? —preguntó al alcanzarle el doctor Elwin.

La pregunta era completamente innecesaria, pero Harper sintió la apremiante necesidad de desafiar la enorme soledad que ahora les rodeaba. Podían haber sido los únicos hombres en el mundo; en ninguna parte de aquel desierto blanco de picachos había la menor señal de que existiese la raza humana.

Elwin no respondió, pero asintió distraídamente con la cabeza al seguir adelante, con los ojos brillantes fijos en la cima. Caminaba con pasos curiosamente rígidos y sus pies dejaban huellas notablemente superficiales sobre la nieve. Y mientras andaba, se oía un débil pero inconfundible zumbido en la abultada mochila que llevaba sobre la espalda.

La verdad es que la mochila lo llevaba a él... o a tres cuartas partes de él. Mientras daba los últimos pasos regulares hacia su antaño imposible meta, el doctor Elwin y todo su equipo pesaban sólo veinticinco kilos. Y si esto todavía era demasiado, sólo tenía que girar un disco y no pesaría absolutamente nada.

Aquí, en el Himalaya bañado por la Luna, estaba el secreto más grande del siglo XXI. En todo el mundo había sólo cinco de estos Levitadores Elwin experimentados, y dos de ellos estaban aquí, en el Everest.

Aunque Harper los había conocido hacía dos años y comprendía algo de su teoría básica, los «Lewies» (como pronto los bautizaron en el laboratorio) todavía le parecían mágicos. Sus mochilas contenían energía eléctrica suficiente para levantar un peso de cien kilos a una altura de quince kilómetros, lo cual representaba un gran factor de seguridad para esta misión. El ciclo de ascensión y descenso podía repetirse casi indefinidamente, al reaccionar las unidades contra el campo gravitatorio de la Tierra. La batería se descargaba en la subida, y se cargaba de nuevo en la bajada. Como ningún proceso mecánico es completamente eficaz, había una ligera pérdida de energía en cada ciclo, pero éste podía repetirse al menos cien veces antes de que se agotasen las unidades.

Subir a la montaña con la mayor parte de su peso neutralizado había sido una experiencia estimulante. El tirón vertical de la mochila les producía el efecto de estar colgados de unos globos invisibles cuya flotación podía regularse a voluntad. Necesitaban cierta cantidad de peso para obtener tracción sobre el suele y, después de algunos experimentos, habían decidido que fuese de un veinticinco por ciento. Resultaba tan fácil subir por una empinada cuesta como caminar normalmente por un terreno llano.

En varias ocasiones habían reducido el peso casi hasta cero para trepar por paredes rocosas verticales. Había sido la experiencia más extraña y requería una fe absoluta en el equipo. Permanecer suspendido en el aire, aparentemente sostenido por una caja de mecanismos electrónicos que zumbaban suavemente, exigía una considerable fuerza de voluntad. Pero despues de unos pocos minutos, la sensación de poder y libertad triunfaba sobre el miedo pues aquí estaba ciertamente la realización de uno de los sueños más antiguos del hombre.

Hacía pocas semanas que un miembro del personal de la biblioteca había encontrado un verso de un poema de principios del siglo XX que describía perfectamente su hazaña: «surcar seguros el cielo cruel». Ni siquiera los pájaros habían poseído nunca tanta libertad en la tercera dimensión; ésta era la verdadera conquista del espacio. El levitador abriría al mundo las montañas y los lugares elevados, de la misma manera que en el siglo anterior la escafandra autónoma le había abierto el mar. En cuanto estas unidades hubiesen superado las pruebas y se produjesen en serie y a bajo coste, cambiarían todos los aspectos de la civilización humana. Se revolucionaría el transporte. El viaje espacial no sería más caro que un vuelo ordinario; toda la humanidad se lanzaría al aire. Lo que había sucedido cien años antes con el invento del automóvil habría sido solamente un débil anticipo de los enormes cambios sociales y políticos que se producirían ahora.

Pero Harper estaba seguro de que el doctor Elwin no pensaba en nada de esto en su solitario momento de triunfo. Más tarde recibirían el aplauso del mundo (y tal vez sus maldiciones). Pero no significaría tanto para él como plantarse aquí, en el punto más alto de la Tierra. Era realmente una victoria de la mente sobre la materia, de la pura inteligencia sobre un cuerpo débil y lisiado. Todo lo demás sería secundario.

Cuando Harper se reunió con el científico en la pirámide truncada y cubierta de nieve, se estrecharon la mano con una rigidez bastante formal, pues esto parecía lo adecuado. Pero no dijeron nada; la maravilla de su hazaña y el panorama de picachos que se extendían hasta perderse de vista en todas direcciones, les habían dejado mudos.

Harper se relajó, sostenido por su mochila, y siguió lentamente con la mirada el círculo del cielo. Reconoció y repitió mentalmente los nombres de los gigantes que les rodeaban: Makalu, Lhotse, Baruntse, Cho Oyu, Kangchenjunga... Muchas de aquellas cimas aún no habían sido escaladas. Bueno, los Levies pronto cambiarían esto.

Desde luego, muchos lo desaprobarían. Pero en el siglo XX también había habido montañeros que pensaron que era «trampa» emplear oxígeno. Costaba creer que, incluso después de semanas de aclimatación, algunos hombres hubieran intentado en el pasado alcanzar aquellas cimas sin ayuda artificial. Harper recordó a Mallory e Irvine, cuyos cuerpos yacían sin haber sido descubiertos, tal vez a menos de un kilómetro de este mismo lugar.

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