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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento

Cuentos del planeta tierra (18 page)

BOOK: Cuentos del planeta tierra
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El doctor no creía que saliesen vivos de allí. Había estado grabando unas notas, para el caso de que sus cuerpos fuesen descubiertos. Harper se preguntó tristemente si ya habría dictado sus últimas voluntades.

Antes de que Elwin pudiese responder, cambió rápidamente de tema.

—¿Ha llamado al servicio de socorro?

—Lo he estado haciendo cada media hora, pero temo que estemos aislados por las montañas. Yo les oigo, pero ellos no nos reciben.

El doctor Elwin cogió el pequeño transmisor que había descolgado de su sitio habitual en la muñeca, y lo encendió.

—Aquí Socorro Cuatro —dijo una débil voz mecánica—, a la escucha.

Durante la pausa de cinco segundos, Elwin apretó el botón de SOS y esperó.

—Aquí Socorro Cuatro, a la escucha.

Esperaron un minuto, pero no hubo respuesta a su llamada. Harper pensó con tristeza que era demasiado tarde para empezar a culparse mutuamente.

Mientras estaban volando sobre las montañas, habían discutido varias veces si debían llamar al servicio de socorro general, pero habían decidido no hacerlo, en parte porque no parecía necesario de momento y en parte por la inevitable publicidad que traería consigo. Era fácil ser prudente después del suceso. Pero ¿quién habría pensado que podían aterrizar en uno de los pocos lugares fuera del alcance de los socorristas?

El doctor Elwin apagó el transmisor y el único sonido que se oyó en la pequeña tienda fue el débil gemido del viento a lo largo de las paredes de montañas entre las que se hallaban doblemente atrapados. Sin manera de escapar, sin poder comunicar con nadie.

—No te preocupes —dijo al fin—. Por la mañana pensaremos en cómo salir de aquí. Hasta que amanezca no podemos hacer nada, salvo ponernos cómodos. Así que lo mejor es que tomes un poco de esta sopa caliente.

Algunas horas más tarde, a Harper ya no le molestaba el dolor de cabeza. Aunque sospechaba que realmente tenía rota una costilla, había encontrado una posición en la que se hallaba cómodo mientras no se moviese, y casi se sentía en paz con el mundo.

Había pasado por sucesivas fases de desesperación, cólera contra el doctor Elwin y autoinculpación por haberse metido en tan loca aventura. Ahora estaba de nuevo tranquilo, aunque su mente, al buscar maneras de escapar, trabajaba demasiado para que pudiese dormir.

Fuera de la tienda, el viento casi había dejado de soplar y la noche estaba en calma. La oscuridad ya no era completa, pues había salido la Luna. Aunque sus rayos directos no llegarían nunca hasta ellos, tenía que haber luz reflejada por la nieve de las alturas. Harper sólo podía distinguir un vago resplandor en el umbral de la visión, filtrándose a través de las translúcidas paredes de la tienda, que además retenía el calor.

Pensó que lo importante era que no estaban en peligro inmediato. Tenían comida para una semana como mínimo y había mucha nieve que podían fundir para hacerse con agua. Dentro de un día o dos, si su costilla se portaba bien, podrían partir de nuevo, confiaba que esta vez con mejores resultados.

No muy lejos sonó un golpe sordo que lo dejó intrigado, hasta que pensó que sería una masa de nieve que habría caído en alguna parte. La noche estaba tan extraordinariamente tranquila que casi le pareció oír los latidos de su corazón, y la respiración de su compañero dormido le resultaba anormalmente ruidosa.

¡Era curioso cómo se distraía la mente con cosas triviales! Volvió a pensar en el problema de la supervivencia. Aunque él no estuviese en condiciones de moverse, el doctor podía intentar el vuelo solo. Era una de estas situaciones en que un hombre podía tener tantas posibilidades de éxito como dos.

Se oyó otro de aquellos golpes sordos, esta vez algo más fuerte. Era un poco extraño, pensó Harper por un momento, que la nieve se moviese en la calma fría de la noche. Confió en que no hubiese peligro de alud; como no había tenido tiempo de ver con claridad su lugar de aterrizaje, no podía calcular el riesgo. Se preguntó si debía despertar al doctor, que sin duda había examinado los alrededores antes de instalar la tienda. Pero cediendo a un sentimiento fatalista, decidió no hacerlo; en el caso de que fuera inminente un alud, no era probable que pudiesen hacer gran cosa para escapar.

Vuelta al problema número uno. Había una solución interesante que valía la pena considerar. Podían sujetar el transmisor a uno de los lewies y hacer que éste se elevase. La señal sería captada en cuanto la unidad saliese del cañón, y el servicio de socorro les encontraría en pocas horas, o como máximo en pocos días.

Esto significaría sacrificar uno de los lewies, y si no daba resultado su situación sería aún más apurada. Pero de todos modos...

¿Qué era aquello? No parecía el golpeteo suave de la nieve al caer. Era un débil pero inconfundible «clic», como de un guijarro chocando contra otro. Los guijarros no se mueven solos.

Harper pensó que estaba fantaseando. La idea de que alguien o algo anduviese por un alto puerto del Himalaya en mitad de la noche era absolutamente ridícula. Pero de pronto se le quedó seca la garganta y sintió que se le ponía la piel de gallina. Había oído algo y ahora ya no podía negarlo.

La respiración del doctor era tan ruidosa que resultaba difícil distinguir los sonidos del exterior. ¿Significaba esto que el doctor Elwin, por muy dormido que estuviese, había sido también alertado por su siempre despierto subconsciente? Estaba fantaseando de nuevo...

Oyó el clic de nuevo, tal vez un poco más cerca. Sin duda venía de otra dirección. Era como si algo, que se movía con misterioso pero absoluto silencio, estuviese dando vueltas lentamente alrededor de la tienda.

En ese momento George Harper lamentó sinceramente haber oído hablar del Abominable Hombre de las Nieves. Cierto que sabía poco sobre él, pero este poco aún era demasiado.

Recordó que el Yeti, como le llamaban los nepalíes, había sido un mito permanente del Himalaya durante más de un siglo. El monstruo peligroso y gigantesco nunca había sido capturado, fotografiado ni siquiera había sido descrito por testigos fidedignos. La mayoría de los occidentales estaban seguros de que era pura fantasía y no se dejaban convencer por la escasez de pruebas de pisadas en la nieve o por trozos de piel conservados en oscuros monasterios. Pero la gente de las montañas opinaban de otra manera. Y Harper temió ahora que tuviesen razón.

Al no ocurrir nada más durante unos cuantos largos segundos, empezó a desvanecerse lentamente su miedo. Tal vez su imaginación sobreexcitada le estaba gastando bromas; dadas las circunstancias, no hubiese sido sorprendente. Con un deliberado y resuelto esfuerzo de voluntad, centró de nuevo sus pensamientos en el problema del rescate. Estaba haciendo buenos progresos cuando algo chocó contra la tienda.

No pudo chillar porque tenía los músculos de la garganta paralizados por el miedo. Era totalmente incapaz de moverse. Entonces oyó que el doctor Elwin empezaba a rebullir, soñoliento, en la oscuridad.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó el científico—. ¿Estás bien?

Harper sintió que su compañero se volvía y pensó que estaba buscando a tientas la linterna. Quiso decir: «¡Por el amor de Dios, estése quieto!», pero ninguna palabra pudo salir de sus resecos labios. Se oyó un chasquido, y el rayo de luz de la linterna formó un círculo brillante en la pared de la tienda. La pared estaba ahora combada hacia ellos, como si un peso pesado se apoyase en ella. Y en el centro de la comba había una huella totalmente inconfundible: la de una mano deformada o de una garra. Estaba sólo a medio metro del suelo; fuese lo que fuere aquello, parecía estar arrodillado, como si palpase la tela de la tienda.

La luz debió molestarlo pues la huella desapareció en el acto, y la pared de la tienda quedó de nueva plana. Se oyó un ronco gruñido y después un prolongado silencio.

Harper se dio cuenta de que había recobrado la respiración. Había esperado que se rasgase la tienda y que algo espantoso e inconcebible se precipitase sobre ellos. Pero sólo se oyó el débil y lejano gemido de una ráfaga de viento en las altas montañas. Sintió que temblaba sin poderse dominar, y esto nada tenía que ver con la temperatura pues se estaba cómodamente caliente en su pequeño mundo aislado.

Entonces se oyó un sonido familiar. Fue el ruido metálico de una lata vacía al golpear una piedra, y esto disminuyó la tensión. Harper fue capaz de hablar por primera vez, o al menos de murmurar:

—Ha encontrado las latas de comida. Tal vez ahora se marchará.

Casi como respondiendo a sus palabras, se oyó un gruñido grave que parecía expresar enojo y contrariedad; después, el sonido de un golpe y de latas que rodaban en la oscuridad. Harper recordó de pronto que toda la comida estaba dentro de la tienda y que los envases vacíos habían sido arrojados al exterior. No era una idea muy esperanzadora. Lamentó no haber hecho como los supersticiosos de las tribus, que dejaban ofrendas a los dioses o demonios que las montañas podían conjurar.

Lo que sucedió después fue tan repentino, tan inesperado, que acabó antes de que tuviese tiempo de reaccionar. Se oyó un ruido fuerte, como de algo que fuese lanzado contra una roca; después, un zumbido eléctrico familiar y a continuación un gruñido de sobresalto. Y por fin, un espantoso alarido de rabia, y de frustración que se convirtió rápidamente en un grito de puro terror y que empezó a extinguirse hacia lo alto, en el cielo vacío.

Aquel sonido despertó el único recuerdo adecuado en la memoria de Harper. Una vez había visto una película de principios del siglo XX sobre la historia de la aviación, con una escena terrible que mostraba el lanzamiento de un dirigible. Algunos miembros del personal de tierra se habían agarrado unos segundos de más a las cuerdas de amarre y la aeronave los había arrastrado hacia el cielo, balanceándose impotentes debajo de ella. Entonces se habían ido soltando y habían caído contra el suelo.

Harper esperó oír un golpe lejano, pero no se produjo. Entonces observó que el doctor repetía una y otra vez:

—Dejé atadas las dos unidades. Dejé atadas las dos unidades.

Todavía estaba demasiado impresionado para que aquella información le preocupase. Lo único que sentía era la admirable contrariedad del científico.

Ahora nunca sabría qué había estado merodeando alrededor de su tienda en las horas de soledad que precedieron a la aurora.

Uno de los helicópteros de socorro en la montaña, pilotado por un sikh escéptico, que todavía se preguntaba si todo aquello no era más que una broma pesada, descendió en el cañón muy avanzada la tarde. Cuando la máquina hubo aterrizado entre un remolino de nieve, el doctor Elwin agitó frenéticamente un brazo, apoyándose con el otro en un palo de la tienda.

Al reconocer al lisiado científico, el piloto del helicóptero experimentó una sensación de temor casi supersticioso. Resultaba que el informe debía ser verdad; no había otra manera en que Elwin hubiese podido llegar a este lugar. Y esto significaba que todo lo que volaba en y encima de los cielos de la Tierra era, desde este momento, tan anticuado como una carreta de bueyes.

—Gracias a Dios que nos ha encontrado —dijo el doctor, con sincera gratitud—. ¿Cómo ha podido venir hasta aquí con tanta rapidez?

—Puede dar gracias a las redes de localización por radar y a los telescopios de la estación meteorológica en órbita. Habíamos estado antes aquí, pero al principio pensamos que todo era un bromazo.

—No comprendo.

—¿Qué habría dicho usted, doctor, si alguien le hubiese contado que un leopardo de las nieves del Himalaya, completamente muerto y enredado en una maraña de correas y de cajas había sido visto manteniéndose en el aire a una altitud de treinta mil metros?

Dentro de la tienda, George Harper se echó a reír a pesar del dolor que esto le causaba. El doctor asomó la cabeza por la abertura de la lona y preguntó ansiosamente:

—¿Qué te pasa?

—Nada... Pero me estaba preguntando qué vamos a hacer para bajar a esa pobre bestia antes de que sea una amenaza para la navegación aérea.

—Bueno, alguien tendrá que elevarse con otro lewy y apretar los botones. Tal vez deberíamos tener un control de radio en todas las unidades...

La voz del doctor Elwin se extinguió a media frase. Estaba ya muy lejos, perdido en sueños que cambiarían la faz de muchos mundos.

Dentro de poco bajaría de las montañas, trayendo como un nuevo Moisés las leyes de una nueva civilización. Estas leyes devolverían a toda la humanidad la libertad que había perdido hacía tanto tiempo, cuando los primeros anfibios abandonaron su ingrávido hogar debajo de las olas.

La batalla de mil millones de años contra la fuerza de la gravedad había terminado.

El parásito

(
The Parasite
, 1953)

Este es un feo cuento sobre una fea idea; pertenece a la misma categoría que «El otro tigre». Ambos los escribí a principios de los años cincuenta.

Confió en que ambos sean de fantasía, no de ciencia ficción. Pero ¿quién sabe qué poderes podrán tener nuestro remotos descendientes, o qué vicios podrán cultivar para pasar los espantosos mil millones de años antes del fin del tiempo?

N
o puedes hacer nada —dijo Connolly—. Absolutamente nada. ¿Por qué tienes que seguirme? Estaba de pie, de espaldas a Pearson, contemplando el agua tranquila y azul que llevaba a Italia. A la izquierda, detrás de la flota de pesca anclada, el sol se estaba poniendo con un esplendor mediterráneo, pintando de rojo la tierra y el cielo. Pero ninguno de aquellos hombres se daba cuenta de la belleza que los rodeaba.

Pearson se levantó y salió del sombreado porche del pequeño café a la oblicua luz del sol. Se reunió con Connolly junto a la pared del acantilado, pero tuvo buen cuidado en no acercarse demasiado. Incluso en tiempos normales, a Connolly le disgustaba que le tocasen. Su obsesión, fuese lo que fuere, lo haría ahora doblemente sensible.

—Escucha, Roy —dijo Pearson en tono apremiante—. Hemos sido amigos desde hace veinte años, y deberías saber que esta vez no te dejaré en la estacada. Además...

—Ya lo sé. Lo prometiste a Ruth.

—¿Y por qué no había de hacerlo? A fin de cuentas, es tu esposa. Tiene derecho a saber lo que ha pasado. —Hizo una pausa, eligiendo cuidadosamente las palabras—. Está preocupada, Roy. Mucho más preocupada que si se tratase de otra mujer.

Estuvo a punto de añadir el término «otra vez», pero decidió no hacerlo.

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