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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento

Cuentos del planeta tierra (20 page)

BOOK: Cuentos del planeta tierra
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—Te seré franco, Roy —dijo, hablando lentamente—. No te creo, desde luego. Pero si tú crees en Omega, es real para ti; y lo aceptaré sobre esta base y lucharé contigo contra él.

—Puede ser un juego peligroso. ¿Sabemos acaso lo que es capaz de hacer si se ve acorralado?

—Correré este riesgo —repuso Pearson, echando a andar cuesta abajo. Connolly lo siguió, sin discutir—. Y ahora dime, ¿qué piensas hacer tú?

—Relajarme. Evitar las emociones. Y sobre todo mantenerme lejos de las mujeres, de Ruth, de Maude, de todas ellas. Esto ha sido lo más difícil. No es fácil romper con los hábitos de toda una vida.

—Esto sí que lo creo —dijo Pearson, con cierta sequedad—. ¿Y has tenido éxito hasta ahora?

—Un éxito total. Mira, el propio afán de Omega va contra sus fines, infundiéndome una especie de repugnancia y de desprecio de mí mismo cuando pienso en el sexo. ¡Y pensar que me burlé de los mojigatos durante toda mi vida, y que ahora me he convertido en uno de ellos...!

Aquí está la respuesta, se dijo Pearson con súbita inspiración. Nunca lo habría creído, pero el pasado de Connolly al fin había podido con él. Omega no era más que un símbolo de la conciencia, una personificación de la culpa. Cuando Connolly se diese cuenta de esto, dejaría de obsesionarse. En cuanto a la naturaleza notablemente detallada de la alucinación, era otro ejemplo de los trucos de que es capaz la mente humana para engañarse a sí misma. Tenía que haber alguna razón que explicara por qué la obsesión había tomado esta forma, pero esto no tenía tanta importancia.

Pearson se lo explicó a Connolly con cierta prolijidad mientras se acercaban al pueblo. El lo escuchaba con tanta paciencia que Pearson tuvo la desagradable impresión de que ahora Connolly le estaba tomando el pelo, pero continuó seriamente hasta el final. Cuando hubo terminado, Connolly lanzó una risa breve y nada divertida.

—Tu interpretación es tan lógica como la mía, pero ninguno podrá convencer al otro. Si tú tienes razón, con el tiempo podré volver a ser «normal». No puedo rebatir esta posibilidad; sencillamente, no creo en ella. Tú no puedes imaginarte lo real que es Omega para mí. Más real que tú; porque si cierro los ojos tú desapareces y en cambio él sigue estando presente. ¡Quisiera saber a qué está esperando! He dejado atrás mi antigua vida; él sabe que no volveré a ella mientras él esté aquí. Entonces, ¿qué va a ganar quedándose? —Se volvió a Pearson con ansiedad febril—. Esto es lo que realmente me espanta, Jack. Él debe saber cuál será mi futuro; toda mi vida debe ser como un libro que puede abrir donde le plazca. Por consiguiente, tengo que pasar por alguna experiencia que está deseando saborear. A veces..., a veces me pregunto si será mi muerte.

Se encontraban entre las casas de las afueras del pueblo, y delante de ellos empezaba la vida nocturna de Syrene. Y al no estar solos, se produjo un cambio sutil en la actitud de Connolly. En la cima del monte se había mostrado, ya que no en su manera normal, al menos amigable y dispuesto a hablar. Pero ahora, al ver a la multitud despreocupada y feliz, pareció encogerse dentro de sí mismo. Se quedó atrás mientras Pearson avanzaba, y al poco rato se negó a seguir adelante.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Pearson—. Supongo que vendrás al hotel y cenarás conmigo, ¿no?

Connolly sacudió la cabeza.

—No puedo —dijo—. Encontraría demasiada gente.

Era una observación asombrosa por parte de un hombre a quien siempre había encantado el gentío y las fiestas. Demostraba sobre todo lo mucho que había cambiado. Y antes de que Pearson hubiese pensado una respuesta adecuada, giró sobre sus talones y se metió en una calle lateral. Molesto y contrariado, Pearson empezó a seguirle, pero enseguida pensó que sería inútil.

Aquella noche mandó un largo telegrama a Ruth, tranquilizándola lo mejor que pudo. Después se sintió cansado y se metió en la cama.

Pero durante una hora no pudo dormir. Su cuerpo estaba agotado pero el cerebro seguía activo. Permaneció tumbado en la cama, observando el movimiento de un rayo de luna en los dibujos de la pared, marcando el paso del tiempo tan inexorablemente como en la era lejana a la que se había asomado Connolly. Desde luego, esto era pura fantasía; pero a despecho de su voluntad, Pearson empezaba a aceptar a Omega como una amenaza real y viva. Y en cierto sentido Omega era real, tan real como otras abstracciones mentales: el ego y la mente subconsciente.

Pearson se preguntó si Connolly había hecho bien en volver a Syrene. En tiempos de crisis emocional (había habido otras, pero ninguna tan importante como ésta), la reacción de Connolly era siempre la misma. Volvía una vez más a la adorable isla donde sus encantadores e inútiles padres lo habían engendrado y donde había pasado su juventud. Pearson sabía muy bien que ahora estaba buscando la alegría que sólo había conocido durante un período de su vida, y que en vano había tratado de encontrar en brazos de Ruth y de las otras mujeres que no habían podido resistírsele.

Pearson no pretendía criticar a su desdichado amigo. Nunca juzgaba a nadie; se limitaba a observar con amable y vivo interés que no podía llamarse tolerancia, porque la tolerancia implicaba la relajación de normas que nunca había seguido.

Después de una noche inquieta, Pearson se sumió al fin en un sueño tan profundo que se despertó una hora más tarde que de costumbre. Desayunó en su cuarto y bajó después a recepción, para ver si había respuesta de Ruth. Alguien había llegado por la noche: había dos maletas, evidentemente inglesas, en un rincón del vestíbulo, esperando a que el mozo cargase con ellas. Pearson miró las etiquetas, por simple curiosidad, para ver quién podía ser su compatriota. Entonces se puso rígido, miró rápidamente a su alrededor y se dirigió a toda prisa al recepcionista.

—Esa dama inglesa —dijo ansiosamente—, ¿cuándo ha llegado?

—Hace una hora,
signar
, en el barco de la mañana.

—¿Está aquí?

El recepcionista pareció un poco indeciso, pero capituló amablemente.

—No,
signar
. Tenía mucha prisa y me preguntó dónde podía encontrar al señor Connolly. Se lo dije, Supongo que hice bien.

Pearson maldijo para sus adentros. Era un golpe increíble de mala suerte, algo contra lo que nunca habría soñado protegerse. Maude White era una mujer todavía más resuelta de lo que había insinuado Connolly. Había conseguido averiguar dónde había huído él, y el orgullo o el deseo, o ambas cosas, la habían impulsado a seguirlo. No era de extrañar que hubiese venido a este hotel pues era una elección casi inevitable para los ingleses que visitaban Syrene.

Mientras subía por la carretera hacia la villa, Pearson luchó contra un creciente sentimiento de inutilidad. No tenía la menor idea de lo que haría cuando se encontrase con Connolly y Maude. Sólo sentía un vago pero apremiante impulso de ayudar. Si podía alcanzar a Maude antes de que llegase a la villa, tal vez podría convencerla de que Connolly estaba enfermo y de que su intervención sólo podía serle perjudicial. Sin embargo, ¿era esto verdad? Era muy posible que ya hubiese tenido lugar una conmovedora reconciliación y que ninguno de los dos tuviese el menor deseo de verle.

Cuando Pearson cruzó la verja y se detuvo para recobrar aliento, estaban conversando en el bien cuidado jardín de la villa. Connolly estaba sentado en una silla de hierro forjado, a la sombra de una palmera, mientras Maude paseaba arriba y abajo a pocos metros de distancia. Hablaba rápidamente; Pearson no podía distinguir sus palabras, pero era evidente por su tono de voz que estaba suplicando a Connolly. Era una situación embarazosa. Mientras Pearson todavía estaba preguntándose si debía seguir adelante, Connolly levantó la mirada y lo descubrió. Su cara era una máscara completamente inexpresiva; no mostraba satisfacción ni resentimiento.

Maude giró en redondo para ver quién era el intruso, y Pearson pudo ver su cara por primera vez. Era una mujer hermosa, pero la desesperación y la cólera había deformado sus facciones hasta convertirla en personaje de tragedia griega. Sufría no sólo la amargura de verse desdeñada sino también la angustia de no saber por qué.

La llegada de Pearson debió de actuar como un fulminante de sus emociones reprimidas. De pronto le volvió la espalda y se enfrentó a Connolly, que seguía observándola con ojos apagados. De momento, Pearson no pudo ver lo que estaba haciendo; después, gritó horrorizado:

—¡Cuidado, Roy!

Connolly se movió con sorprendente rapidez, como si de pronto hubiese salido de un trance. Agarró la muñeca de Maude, y tras un breve forcejeo se apartó de ella, mirando con asombro algo que llevaba en la mano. La mujer permaneció inmóvil, paralizada por el miedo y la vergüenza, apretándose los labios con los nudillos de los dedos.

Connolly sujetó con fuerza la pistola con la mano derecha y la acarició amorosamente con la izquierda. Maude lanzó un gemido ahogado.

—¡Sólo quería asustarte, Roy! ¡Te lo juro!

—Esta bien, querida —la tranquilizó suavemente Connolly—. Te creo. No te preocupes.

Su voz era perfectamente natural. Se volvió hacia Pearson y le dirigió una de sus viejas sonrisas infantiles.

—Así que esto es lo que él estaba esperando, Jack —dijo—. No voy a defraudarle.

—¡No! —gritó Pearson, pálido de terror—. ¡Detente, Roy, por el amor de Dios!

Pero Connolly hizo caso omiso de la súplica de su amigo y volvió la pistola contra su cabeza. En aquel momento, Pearson supo al fin, con terrible claridad, que Omega era real y que ya estaría buscando un nuevo ser en el que alojarse.

No vio el fogonazo de la pistola ni oyó la débil pero clara detonación. El mundo que conocía se había borrado de su vista, y ahora lo rodeaban las sombras fijas pero espeluznantes de la habitación azul. Mirando desde su centro (como habrían mirado a tantos otros a lo largo de milenios) había dos ojos grandes y sin párpados. De momento estaban saciados..., pero sólo de momento.

Los próximos inquilinos

(
The Next Tenants
, 1957)

Escribí esta narración en 1954 como parte de la serie proyectada para completar Los cuentos de la taberna del Ciervo Blanco. Yo vivía entonces en Coral Gables, Miami, y había visto la primera prueba de la bomba H por televisión. No cabe duda de que era un buen tema de inspiración para el relato...

También recuerdo que la primera obra de ciencia ficción que intenté, Retirada de la Tierra (Amateur Science Fiction Stories, marzo, 1938; reeditada en The Best of Arthur C. Clarke: 1937-1955, Sphere Books, 1976), se refería a las termitas:

...Y en los largos siglos anteriores al nacimiento del hombre, los alienígenas no habían estado ociosos sino que habían cubierto la mitad del planeta con sus ciudades, llenándolas de ciegos y fantásticos esclavos, y aunque el hombre conocía estas ciudades porque a menudo le habían causado infinitas molestias, nunca sospechó que a su alrededor, en los trópicos, se preparase una antigua civilización para el día en que se aventuraría de nuevo en los mares del espacio para recobrar su herencia perdida...

Y retrocediendo aún más en este esfuerzo de medio siglo, sospecho que mi interés por estas sorprendentes criaturas lo despertó The Raid on the Termites, de Paul Ernst, en Astounding Stories (junio, 1932). Para más ilustración sobre esto, véase el capítulo 11, «Beyond the Vanishing Point», en Astounding Days: A Science Fictional Autobiography.

S
e ha exagerado enormemente la cantidad de científicos locos que desean conquistar el mundo —dijo Harry Purvis, mirando reflexivamente su cerveza—. En realidad sólo recuerdo haber conocido a uno.

—Entonces no debían de ser muchos —comentó Bill Temple con cierta acritud—. Esas cosas no se olvidan fácilmente.

—Supongo que no —repuso Harry con aquel aire de inocencia tan desconcertante para sus críticos—. Y de hecho, aquel científico no estaba realmente loco. Pero sin duda estaba dispuesto a conquistar el mundo. O para ser más preciso, a permitir que el mundo fuese conquistado.

—¿Y por quién? —preguntó George Whitley—. ¿Por los marcianos o por los conocidos hombrecitos verdes de Venus?

—Por ninguno de ellos. Estaba colaborando con alguien de mucho más cerca de casa. Comprenderéis lo que esto significa cuando os diga que era un mirmecólogo.

—¿Un qué? —preguntó George.

—Déjele continuar con su relato —lo amonestó Drew, desde el otro lado del mostrador—. Son más de las diez, y si esta semana no están todos fuera a la hora de cerrar, me cerrarán el local.

—Gracias —dijo Harry, con dignidad, tendiéndole su vaso para que lo llenase de nuevo—. Todo esto ocurrió hace casi dos años, cuando estaba en una misión en el Pacífico. Fue un asunto muy secreto, pero en vista de lo que ha ocurrido desde entonces no hay ningún mal en hablar de ello. Tres científicos fuimos llevados a cierto atolón del Pacífico, a menos de mil seiscientos kilómetros de Bikini, y se nos dio una semana para montar un equipo de detección. Desde luego, estaba destinado a no perder de vista a nuestros buenos amigos y aliados cuando empezaron a jugar con las reacciones termonucleares; de hecho, a recoger algunas migajas de la mesa de la Comisión de Energía Atómica. Los rusos estaban haciendo lo mismo, naturalmente, y en ocasiones nos tropezábamos los unos con los otros y ambos bandos pretendíamos que estábamos allí por nuestra cuenta.

»Se pensaba que aquel atolón estaba deshabitado, pero esto era un gran error. En realidad tenía una población de varios cientos de millones. —¿Qué? —exclamaron todos. —Varios cientos de millones —repitió tranquilamente Purvis—, de los cuales sólo un individuo era humano. Lo conocí un día que fui tierra adentro para echar un vistazo al panorama.

—¿Tierra adentro? —preguntó George Whitley—. Creí que habías dicho que era un atolón. ¿Cómo puede un anillo de coral...?

—Era un atolón muy grande —dijo Harry con firmeza—. Y además, ¿quién está contando esto?

Esperó un momento, con aire desafiante, para recobrar el hilo del relato.

—Caminaba por la orilla de un delicioso riachuelo, a la sombra de los cocoteros, cuando me sorprendió ver una rueda hidráulica, que parecía muy moderna y que accionaba una dinamo. Si hubiese sido más sensato, habría tenido que dar media vuelta e informar a mis compañeros; pero no pude resistir la curiosidad y decidí hacer un reconocimiento por mi cuenta. Recordé que todavía se pensaba que por aquellos lugares había tropas japonesas que no sabían que la guerra había terminado; pero esta explicación parecía bastante improbable.

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