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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento

Cuentos del planeta tierra (30 page)

BOOK: Cuentos del planeta tierra
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No me importa lo que hagas con tal que sea algo de lo que nos podamos enorgullecer. Pero ¿por qué esta locura por los artilugios? Tenemos todas las máquinas que necesitamos. El robot fue perfeccionado hace quinientos años; las naves espaciales no han cambiado, al menos en estos cinco siglos; creo que nuestro actual sistema de comunicaciones tiene casi ochocientos años de antigüedad. Entonces, ¿por qué cambiar lo que ya es perfecto?

—¡Esto es un alegato inadmisible! —replicó el joven—. ¡Un artista diciendo que algo es perfecto! ¡Me avergüenzo de ti, padre!

—No hiles tan fino. Sabes perfectamente lo que quiero decir. Nuestros antepasados diseñaron máquinas que nos dan todo lo que necesitamos. Algunas podrían ser un poco más eficaces, qué duda cabe. Pero ¿por qué preocuparnos? ¿Puedes mencionar un solo invento importante de que hoy carezca el mundo?

—Escucha, padre —dijo pacientemente Richard Peyton III—. He estudiado tanta historia como ingeniería. Hace doce siglos había gente que afirmaba que todo había sido inventado... y esto antes del advenimiento de la electricidad, por no hablar de la astronáutica. Y es que no miraban hacia delante; sus mentes estaban atrapadas en el presente.

»Hoy ocurre lo mismo. Durante quinientos años, el mundo ha estado viviendo gracias a los cerebros del pasado. Estoy dispuesto a reconocer que algunas vías de desarrollo han llegado a su fin, pero hay docenas que todavía no han empezado.

«Técnicamente, el mundo se ha estancado. La nuestra no es una época oscura, porque no hemos olvidado nada. Pero no avanzamos. Fíjate en los viajes espaciales. Hace novecientos años que llegamos a Plutón, ¿y dónde estamos ahora¿ ¡En Plutón todavía! ¿Cuándo vamos a cruzar el espacio interestelar?

—¿Y quién quiere ir a las estrellas?

El muchacho lanzó una exclamación de enojo y saltó del bloque de diamante.

—¡Vaya una pregunta, en esta era! Hace mil años, la gente decía: «¿Quién quiere ir a la Luna?» Sí, ya sé que es increíble pero así lo indican los viejos libros. Hoy la Luna está a sólo cuarenta y cinco minutos de aquí, y personas como Harn Jansen trabajan en la Tierra y viven en Plato City.

»El viaje interplanetario es cosa hecha. Un día se dirá lo mismo del verdadero viaje espacial. Podría mencionar docenas de cuestiones que están estancadas simplemente porque la gente piensa como tú y se contenta con lo que tiene.

—¿Y por qué no?

Peyton agitó un brazo, examinando el estudio.

—No bromees, padre. ¿Te has sentido satisfecho alguna vez de lo que has hecho? Sólo los animales están contentos.

El artista se echó a reír.

—Tal vez tengas razón. Pero esto no invalida mi argumento. Creo que malgastarás tu vida, y el abuelo también lo cree. —Pareció un poco confuso—. En realidad va a bajar a la Tierra sobre todo para verte.

Peyton pareció alarmado.

—Escucha, padre, ya te he dicho lo que pienso: No quiero tener que repetirlo. Porque ni el abuelo ni todo el Consejo Mundial me hará cambiar de idea.

Era una declaración jactanciosa y Peyton se preguntó si hablaba realmente en serio. Su padre iba a replicar cuando una grave nota musical vibró en el estudio. Un segundo más tarde, una voz mecánica informó desde el aire:

—Su padre viene a verle, señor Peyton.

Este miró a su hijo con aire triunfal.

—Hubiese debido añadir —dijo—, que el abuelo venía ahora. Pero conozco tu costumbre de desaparecer cuando se te necesita.

El muchacho no respondió. Observó que su padre se dirigía a la puerta. Entonces se dibujó una sonrisa en sus labios.

La vidriera del estudio estaba abierta, y el joven salió al balcón. Tres kilómetros más abajo la gran pista de hormigón resplandecía blanca bajo el sol, salvo donde estaba salpicada por las sombras diminutas de naves aparcadas. Peyton miró hacia atrás, en la habitación. Estaba vacía, aunque podía oír la voz de su padre a través de la puerta. No esperó más. Colocó una mano sobre la barandilla y saltó al espacio.

Treinta segundos más tarde entraron dos personajes en el estudio y miraron sorprendidos a su alrededor. Richard Peyton sin número de orden, era un hombre que aparentaba sesenta años, pero esta edad era sólo un tercio de la que en realidad tenía.

Vestía el traje púrpura que sólo llevaban veinte hombres en la Tierra y menos de cien en todo el sistema solar. Parecía irradiar autoridad; en comparación con él, incluso su famoso hijo, seguro de sí mismo, parecía inquieto y superficial.

—Bueno, ¿dónde está?

—¡Maldito sea! Se ha ido por el balcón. Al menos aún podemos decirle lo que pensamos de él.

Richard Peyton II levantó una mano y marcó u número de ocho cifras en su comunicador personal. La respuesta llegó casi al instante. Una voz automática y de tono impersonal, repitió:

—Mi señor está durmiendo. Por favor, no le molesten. Mi señor está durmiendo. Por favor no le molesten...

Richard Peyton II lanzó una maldición, apagó el aparato y se volvió a su padre.

—Bueno, piensa de prisa —dijo el viejo, con una sonrisa—. Nos ha vencido. No podemos agarrar: hasta que le dé la gana de apretar el botón de comunicación. A mi edad no pretendo perseguirlo, desde luego.

Se produjo un silencio mientras los dos hombres se miraban con expresiones distintas. Después, casi simultáneamente, se echaron a reír.

2. La leyenda de Comarre

Peyton cayó como una piedra durante tres kilómetros y medio antes de pulsar el neutralizador. Aunque dificultaba la respiración, la corriente de aire era estimulante. Caía a menos de doscientos cincuenta kilómetros por hora, pero la impresión de velocidad crecía por la suave ascensión del gran edificio a sólo unos metros de distancia.

El delicado tirón del campo desacelerador le frenó a unos trescientos metros del suelo. Cayó suavemente hacia las líneas de aparatos voladores aparcados al pie de la torre.

La suya era una pequeña máquina automática de un solo asiento. Al menos había sido totalmente automática cuando la habían construido hacía tres siglos, pero su dueño actual había hecho en ella tantas modificaciones ilegales que nadie más en el mundo habría podido volar en ella y sobrevivir para contarlo.

Peyton desconectó el cinturón neutralizador (un divertido aparato, técnicamente anticuado, pero que aún ofrecía interesantes posibilidades), y entró en la cabina de su máquina. Dos minutos más tarde, las torres de la ciudad se hundían bajo el borde del mundo y las Tierras Salvajes deshabitadas discurrían debajo de él a seis mil quinientos kilómetros por hora.

Peyton puso rumbo al oeste y casi al instante se halló sobre el océano. Nada podía hacer, salvo esperar; la nave llegaría automáticamente a su destino. Se retrepó en el asiento del piloto, rumiando amargas ideas y compadeciéndose.

Se hallaba trastornado de lo que estaba dispuesto a confesar. Hacía años que había dejado de preocuparle el que su familia no compartiese sus intereses técnicos, pero la continua y creciente oposición, que ahora había llegado al máximo, era algo completamente nuevo. No podía comprenderlo.

Diez minutos más tarde, una sola torre blanca se elevó del océano como la espada Excalibur surgiendo del lago. La ciudad conocida en el mundo como Scientia, y como Campanario del Murciélago entre sus más cínicos habitantes, había sido construida hacía ocho siglos en una isla, lejos de las grandes extensiones de tierra. Fue un gesto de independencia, pues las últimas manifestaciones de nacionalismos aún persistían en aquella lejana época.

Peyton descendió sobre la pista de aterrizaje y caminó hacia la entrada más próxima. Nunca dejaba de impresionarlo el rugido de las grandes olas de romper sobre las rocas, a cien metros de distancia.

Se detuvo un momento en la entrada, inhalando el aire salado y observando las gaviotas y las aves migratorias que volaban en círculo alrededor de la torre. Habían empleado este trocito de tierra como lugar de descanso, cuando el hombre estaba observando la aurora con ojos perplejos y preguntándose si era un dios.

La Oficina de Genética ocupaba cien plantas cerca del centro de la torre. Peyton había tardado diez minutos en llegar a la Ciudad de la Ciencia. Tardó casi otro tanto en localizar al hombre a quien buscaba en los kilómetros cúbicos de oficinas y laboratorios.

Alan Henson II era todavía amigo íntimo de Peyton, aunque había dejado dos años antes que él la Universidad de Antártida y se había puesto a estudiar biogenética en vez de ingeniería. Cuando Peyton se hallaba en algún apuro, cosa que ocurría con frecuencia, la calma y el sentido común de su amigo le resultaban muy tranquilizadores. Era natural que hubiese volado ahora a Scientia, sobre todo teniendo en cuenta que Henson le había llamado con urgencia el día anterior.

El biólogo se sintió complacido y aliviado al ver a Peyton, pero sus palabras de bienvenida disimulaban su nerviosismo.

—Me alegro de que hayas venido; tengo algunas noticias que te interesarán. Pero pareces preocupado, ¿qué te pasa?

Peyton se lo dijo, no sin exagerar un poco. Henson guardó unos momentos de silencio.

—¡Así que ya han empezado...! —exclamó—. Era de esperar.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Peyton, sorprendido.

El biólogo abrió un cajón y sacó un sobre cerrado. Extrajo dos hojas de plástico en las que estaban cortados varios surcos paralelos de variadas longitudes y tendió una a su amigo.

—¿Sabes qué es esto?

—Parece un análisis de personalidad.

—Exactamente. Es el tuyo.

—Esto es bastante ilegal, ¿no?

—Da lo mismo. La clave está impresa a lo largo del pie de la hoja: va desde Apreciación Estética hasta Ingenio. La última columna da tu Cociente Intelectual. No dejes que se te suba a la cabeza.

Peyton estudió atentamente la hoja. Es una ocasión, se ruborizó ligeramente.

—No veo cómo pudiste averiguarlo.

—No te preocupes —Henson le hizo un guiño Ahora mira este análisis.

Le tendió una segunda hoja.

—¡Pero si es igual...!

—No del todo, pero casi.

—¡A quién pertenece?

Henson se retrepó en su sillón y midió cuidadosamente sus palabras.

—Este análisis, Dick, corresponde a un antepasado tuyo por línea directa masculina, de veintidós generaciones atrás: el gran Rolf Thordarsen.

Peyton se disparó como un cohete.

-¡Qué!

—No grites. Si alguien entra, estamos hablar de nuestros viejos tiempos en la universidad.

—Pero... ¡Thordarsen!

—Bueno, si nos remontamos lo suficiente en el pasado, todos tenemos antepasados distinguidos. Pero ahora ya sabes por qué tu abuelo tiene miedo de ti.

—Lo ha dejado para bastante tarde. Ya he ten nado mi formación, prácticamente.

—Puedes darnos las gracias por esto. Normalmente, nuestros análisis se remontan a diez generaciones, o a veinte en casos especiales. Es un trabajo tremendo. Hay cientos de millones de fichas en la biblioteca de la Herencia, una por cada hombre y mujer que vivió desde el siglo XXIII. Esta coincidencia descubrió accidentalmente hace cosa de un mes.

—Fue cuando empezó el jaleo. Pero todavía no comprendo a qué viene todo esto.

—Dick, ¿qué sabes exactamente de tu famoso antepasado?

—Supongo que no mucho más que cualquiera. No sé cómo ni por qué desapareció, si es esto lo que me quieres preguntar. ¿No abandonó la Tierra?

—No. Dejó el mundo, si quieres llamarlo así, pero no la Tierra. Muy pocas personas lo saben, Dick, pero Rolf Thordarsen fue el hombre que construyó Comarre.

¡Comarre! Peyton pronunció la palabra con los labios entreabiertos, saboreando su significado y su sorpresa. Así que después de todo, existía. Incluso esto había sido negado por algunos.

—Supongo que no sabes mucho sobre los Decadentes —prosiguió Henson—. Los libros de Historia han sido editados con mucho cuidado. Pero toda la cuestión está relacionada con el final de la Segunda Era Electrónica..

La luna artificial que albergaba al Consejo Mundial giraba en su eterna órbita a treinta mil millas por encima de la superficie de la Tierra. El techo de la Cámara del Consejo era una hoja inmaculada de cristalita; cuando los miembros del Consejo celebraban una reunión, parecía como si no hubiese nada entre ellos y la gran esfera que giraba abajo y a lo lejos.

El simbolismo era profundo. Ningún mezquino punto de vista pueblerino podía sobrevivir en semejantes ambiente. Sin duda allí producirían sus obras más grandes las mentes de los hombres.

Richard Peyton el Viejo había pasado toda su vi dirigiendo los destinos de la Tierra. Durante quinientos años, la raza humana había estado en paz y había carecido de nada de lo que podían proporcionar el arte o la ciencia. Los hombres que gobernaban el planeta podían estar orgullosos de su trabajo.

Pero el viejo estadista estaba inquieto. Tal vez cambios que se avecinaban ya proyectaban sombras delante de ellos. Tal vez sentía, aunque fuese en subconsciente, que los cinco siglos de tranquilidad estaban tocando a su fin.

Puso en marcha su máquina de escribir y empezó a dictar.

Peyton sabía que la Primera Era Electrónica ha empezado en 1908, hacía más de once siglos, cuando De Forest inventó el tríodo. El mismo siglo fabuloso había visto la llegada del Estado Mundial, el avión, la nave espacial y la energía atómica, y había sido testigo también de la invención de todos los apara termiónicos que hicieron posible la civilización que conocía.

La Segunda Era Electrónica había empezado quinientos años más tarde. La habían puesto en manos de los físicos sino los médicos y psicólogos. Duración; casi cinco siglos, habían estado estudiando las corrientes eléctricas que fluyen en el cerebro durante procesos de pensamiento. El análisis había sido terriblemente complicado, pero se había llevado a término gracias al esfuerzo de muchas generaciones. De este modo quedó abierto el camino para las primeras máquinas capaces de leer la mente humana.

Pero esto sólo era el principio. Cuando el hombre descubrió el mecanismo de su propio cerebro, pudo llegar más lejos. Pudo reproducirlo, utilizando transistores y redes de circuitos en vez de células vivas.

A finales del siglo XXV se construyeron las primeras máquinas penantes. Eran muy toscas; se necesitaban cien metros cuadrados de equipo para hacer el trabajo de un centímetro cúbico de cerebro humano. Pero en cuanto se hubo dado el primer paso, no se tardó mucho en perfeccionar el cerebro mecánico y en hacerlo de uso general.

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