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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento

Cuentos del planeta tierra (29 page)

BOOK: Cuentos del planeta tierra
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Intentó olvidar aquellas ideas y descubrió que no era muy difícil en cuanto hubo superado el nivel más alto del Muro. Al principio no pudo interpretar el cuadro que le ofrecían sus ojos; después vio que estaba mirando a través de una continua sábana negra cuya anchura no podía calcular.

La pequeña plataforma se detuvo, y Shervane advirtió, con una admiración apenas consciente, lo exactos que habían sido los cálculos de Brayldon. Entonces, con una última palabra para tranquilizar a los de abajo, saltó sobre el Muro y echó a andar resueltamente hacia delante.

Al principio le pareció que la llanura que se extendía delante de él era infinita, pues no podía ver dónde se encontraba en el cielo. Pero siguió caminando sin vacilar, dando la espalda a Trilorne. Le hubiera gustado utilizar su propia sombra como guía, pero ésta se perdía en la oscuridad más intensa de debajo de sus pies.

Había algo que marchaba mal: a cada paso que daba, aumentaba la oscuridad. Se volvió en redondo, sobresaltado, y vio que el disco de Trilorne era ahora pálido y mate, como si lo estuviese mirando a través de un cristal ahumado. Y con creciente temor, se dio cuenta de que no era sólo esto lo que había sucedido: Trilorne era más pequeño que el sol que había conocido durante toda su vida.

Sacudió la cabeza en un ademán de desafío. Todo esto eran fantasías; se lo estaba imaginando. Realmente era tan contrario a todas sus experiencias, que por alguna razón dejó de sentir miedo y avanzó resueltamente, después de echar una mirada al sol que tenía, a sus espaldas.

Cuando Trilorne quedó reducido a un punto y la oscuridad envolvió completamente a Shervane, pareció llegado el momento de abandonar la empresa. Un hombre más prudente habría vuelto atrás en aquel mismo instante. Tuvo la súbita sensación angustiosa de encontrarse perdido en aquel eterno crepúsculo, entre la tierra y el cielo, incapaz de encontrar el camino salvador. Entonces pensó que mientras pudiese ver Trilorne no se encontraría en verdadero peligro.

Siguió caminando, algo indeciso, mirando continuamente atrás hacia la débil luz que lo guiaba. Trilorne se había desvanecido, pero aún había un resplandor en el cielo, donde había estado. Y ahora ya no necesitaba su ayuda porque a lo lejos y delante de él estaba apareciendo una segunda luz en el cielo.

Al principio fue sólo un resplandor muy tenue, y cuando estuvo seguro de su existencia advirtió que Trilorne había desaparecido ya del todo. Pero se sentía más confiado, y aquella luz contribuyó a mitigar su miedo mientras seguía avanzando.

Cuando se dio cuenta de que realmente se estaba acercando a otro sol, cuando estuvo seguro de que éste se dilataba, como había visto contraerse Trilorne hacía unos momentos encerró todo su asombro en lo más profundo de la mente. Sólo tenía que observar y recordar: más tarde ya habría tiempo de comprender estas cosas. A fin de cuentas, que su mundo pudiese tener dos soles, uno brillando a cada lado, no era nada inverosímil.

Al fin pudo distinguir, débilmente, a través de la oscuridad, la línea negra que marcaba el otro borde del Muro. Pronto sería el primer hombre, en miles de años, tal vez en toda la eternidad, que vería las tierras que habían sido separadas de su mundo? ¿Serían tan bellas como la suya? ¿Habría gente a la que se alegraría de saludar?

Pero que estuviesen esperando, y de qué manera, era más de lo que nunca hubiera podido soñar.

Grayle alargó una mano hacia el bargueño que tenía detrás y buscó a tientas una hoja grande de papel que había encima. Brayldon lo observó en silencio, y el hombre prosiguió:

—¡ Cuántas veces hemos oído discutir sobre las dimensiones del universo y sobre si es limitado! Podemos imaginarnos que el espacio no tiene fin, pero nuestra mente se rebela ante la idea del infinito. Algunos filósofos han imaginado que el espacio es limitado por una curvatura en una dimensión más elevada; supongo que conoces la teoría. Puede ser cierto en otros universos, si es que existen, pero en el nuestro la respuesta es más sutil.

»A lo largo de la línea del Muro, Brayldon, nuestro universo llega a un fin... y sin embargo no llega. Antes de que se construyera el Muro no había fronteras, nada que impidiese seguir adelante. El Muro en sí no es más que una barrera levantada por el hombre y que tiene las propiedades del espacio en que se encuentra. Estas propiedades estuvieron siempre allí, y el Muro no les añadió nada.

Sostuvo la hoja de papel delante de Brayldon y la hizo girar lentamente.

—Aquí tenemos una hoja normal. Naturalmente, tiene dos caras. ¿Puedes imaginarte una que no las tenga?

Brayldon le miró, asombrado.

—¡Es imposible..., absurdo!

—¿Seguro? —preguntó Grayle con suavidad.

Volvió a estirar el brazo hacia el bargueño y hurgó con los dedos en sus compartimientos. Entonces saco una tira larga de papel flexible y miró a Brayldon, que lo observaba en silencio.

—No podemos compararnos con los sabios de la Primera Dinastía, pero lo que sus mentes pudieron captar directamente nosotros podemos considerarlo por analogía.

»Este sencillo truco, que parece tan trivial, puede ayudarte a percibir la verdad.

Pasó los dedos a lo largo de la cinta del papel y después juntó los dos extremos para hacer un lazo circular.

—Aquí tenemos una forma que conoces perfectamente: la sección de un cilindro. Paso un dedo por la parte interior, así y ahora por la exterior. Las dos superficies son completamente distintas: sólo se puede pasar de una a otra a través del grueso de la cinta. ¿Estás de acuerdo?

—Desde luego —dijo Brayldon, todavía confuso—. Pero eso, ¿qué demuestra?

Nada —respondió Grayle—. Pero mira...

Shervane pensó que aquel sol era gemelo de Trilorne.

Ahora la oscuridad se había levantado completamente, y ya no tenía la impresión, que no quería tratar de comprender, de estar caminando por una llanura infinita.

Se movía despacio porque no deseaba llegar de pronto a aquel vertiginoso precipicio. Al poco rato pudo ver un horizonte lejano de pequeños montes, tan árido y sin vida como el que había dejado atrás. Esto no lo contrarió demasiado, pues la primera visión de su propia tierra no sería más atractiva que ésta.

Siguió andando, y cuando sintió que una mano helada le apretaba el corazón no se detuvo como habría hecho un hombre menos valeroso. Observó sin inmutarse el paisaje extrañamente familiar que se alzaba a su alrededor, hasta que pudo ver el llano donde había empezado su viaje, la gran escalera y, al fin, la cara ansiosa y expectante de Brayldon.

Grayle juntó de nuevo los dos extremos de la cinta, pero ahora le había dado medio giro, de manera que aparecía torcida.

Se la tendió a Brayldon.

—Pasa ahora el dedo a su alrededor —indicó pausadamente.

Brayldon no lo hizo: porque sabía a qué se refería el viejo.

—Comprendo —dijo—. Ya no tienes dos superficies separadas. Ahora forma una sola cinta continua, una superficie unilateral, algo que a primera vista parece completamente imposible.

—Sí —repuso Grayle, con mucha suavidad—. Pensé que lo comprenderías. Una superficie unilateral. Tal vez ahora caigas en la cuenta de por qué el símbolo del lazo retorcido es tan común en las antiguas religiones, aunque su significado se ha olvidado por completo. Desde luego, no es más que una tosca y simple analogía, un ejemplo en dos dimensiones de lo que puede ocurrir en tres. Pero en nuestras mentes está lo más cerca posible de la verdad.

Hubo un largo y reflexivo silencio. Entonces Grayle suspiró profundamente y se volvió a Brayldon como si aún pudiese verle la cara.

—¿Por qué has venido antes que Shervane? —preguntó, aunque ya sabía la respuesta.

—Teníamos que hacerlo —respondió tristemente Brayldon—, pero no quería ver destruida mi obra.

Grayle asintió con la cabeza.

—Lo comprendo —dijo.

Shervane resiguió con la mirada los largos tramos de escalera que no volverían a ser pisados jamás. No sentía remordimiento: había luchado y nadie habría podido hacerlo mejor. Había triunfado, en la medida de lo posible.

Poco a poco levantó la mano y dio la señal. El Muro ahogó el ruido de la explosión como había hecho con los demás sonidos, pero Shervane recordaría toda la vida la pausada elegancia con que se habían inclinado y caído las largas hileras de bloques.

Durante un instante tuvo la súbita, inexpresable e intensa visión de otra escalera, observada por otro Shervane, derrumbándose de manera idéntica al otro lado del Muro.

Pero comprendió que era una idea tonta, porque nadie sabía mejor que él que el Muro no tenía otro lado.

El león de Comarre

(
The Lion of Comarre
, 1968)

Escribí El león de Comarre en junio de 1945. Fue aceptado rápidamente (¡y pagado!) por mi primer editor británico, Walter Gillings; por desgracia no tuvo oportunidad de utilizarlo. Tres años más tarde, mi nuevo agente Scott Meredith lo vendió a Thrilling Wonder Stories, que lo publicó en agosto de 1949.

Entonces se perdió de vista hasta que fue publicado en 1968 con A la caída de la noche, por Harcourt Brace. Fue una combinación adecuada, porque los dos cuentos tienen mucho en común. En ambos casos, el protagonista es un joven rechazado por un medio demasiado utópico, y que va en busca de novedades y aventuras.

Recuerden que este cuento lo escribí antes de los explosivos albores de la era del ordenador; al releerlo me hizo gracia ver que había situado la primera máquina pensadora en el siglo XXI, Desde luego, en 1945 no se me había ocurrido imaginar que sólo cuarenta años más tarde habría empresas que venderían artículos rotulados, tal vez prematuramente, como «inteligencia artificial».

No tengo la menor duda de que el verdadero artículo estará en el mercado en el curso del próximo siglo. Mientras tanto, hay una gran oferta de estupidez artificial a precios razonables...

Me alegró, también descubrir que en la vieja libreta donde registré mis escritos de aprendiz, hay después de El león de Comarre un ensayo proponiendo el empleo de satélites geoestacionarios para la teledifusión mundial.

¿Qué fue de aquella loca idea?

1. Rebelión

A
finales del siglo XXIV había empezado a refluir por fin la gran marea de la ciencia. Estaba tocando a su fin la larga serie de inventos que habían dado forma y moldeado el mundo durante casi mil años. Todo había sido descubierto. Los grandes sueños del pasado se habían convertido en realidad.

La civilización estaba completamente mecanizada aunque la maquinaria casi había desaparecido. Ocultas en los muros de las ciudades, o enterradas, las máquinas perfectas llevaban la carga del mundo. En silencio, discretamente, los robots satisfacían las necesidades de sus dueños y trabajaban con tanta eficacia que su presencia parecía tan natural como la aurora. Todavía había mucho que aprender en el reino de la ciencia pura, y los astrónomos; ahora que ya no estaban ligados a la Tierra, tenían trabajo para los próximos mil años. Pero las ciencias físicas y las artes alimentadas por ellas habían dejado de ser la principal preocupación de la raza. En el año 2600, las mentes humanas más privilegiadas ya no se encontrarían en los laboratorios.

Los hombres que todo el mundo consideraba más importantes eran los artistas, los filósofos, los legisladores y los estadistas.

Los ingenieros y los grandes inventores pertenecían al pasado. Los hombres que antaño habían curado unas enfermedades desaparecidas desde hacía tiempo, habían hecho tan bien su trabajo que ya no eran necesarios.

Tendrían que pasar quinientos años antes de que el péndulo oscilase de nuevo hacia atrás.

La vista desde el estudio era asombrosa porque la larga y curvada habitación estaba a más de tres kilómetros de la base de la Torre Central. Los otros cinco gigantescos edificios de la ciudad se apiñaban abajo, con sus paredes metálicas resplandeciendo con todos los colores del espectro al recibir los rayos del sol de la mañana.

A un nivel todavía más bajo, los campos escaqueados de las explotaciones agrícolas automáticas se extendían hasta perderse en la niebla del horizonte. Pero esta vez, Richard Peyton II no reparaba en la belleza del escenario mientras paseaba irritado entre los grandes bloques de mármol sintético que eran la materia prima de su arte.

Las grandes masas de piedra artificial y de varios colores dominaban completamente el estudio. La mayoría eran cubos toscamente tallados, pero algunas adquirían formas de animales, seres humanos y cuerpos abstractos a los que ningún geómetra se habría atrevido a dar nombre.

Incómodamente sentado sobre un bloque de diez toneladas de diamante (el más grande que se había sintetizado), el hijo del artista observaba a su famoso padre con expresión hostil.

—No creo que me importase tanto —observó malhumorado Richard Peyton II— si te contentases con no hacer nada, con tal de que lo hicieses con gracia. Algunas personas destacan en esto, y en general hacen que el mundo sea más interesante. Pero que quieras estudiar ingeniería para toda la vida es algo que no puedo ni imaginar.

»Sí, sé que te dejamos estudiar tecnología como asignatura principal, pero nunca pensamos que la tomases tan en serio. Cuando yo tenía tu edad, me apasionaba la botánica, pero nunca la convertí en el principal interés de mi vida. ¿Te ha estado dando ideas el profesor Chandras Ling?

Richard Peyton III se puso colorado.

—¿Por qué no había de hacerlo? Yo sé cuál es mi vocación y él está de acuerdo conmigo. ¿Has leído su informe?

El artista agitó varias hojas de papel en el aire, sujetándolas entre el índice y el pulgar como un insecto repugnante.

—Lo he leído —dijo fríamente—. «Muestra una extraordinaria habilidad mecánica. Ha hecho un trabajo original en investigación subelectrónica», etcétera, etcétera. ¡Yo creía que hacía siglos que la raza humana había superado esos juguetes! ¿Quieres ser un gran mecánico y andar por ahí reparando robots averiados? Este no es trabajo para un hijo mío, por no decir para el nieto de un Consejero Mundial.

—Me gustaría que no metieses al abuelo en esto —replicó Richard Peyton III, con creciente irritación—. El hecho de que él fuese un hombre de Estado no impidió que tú te hicieses artista. Entonces, ¿por qué habías de esperar que yo fuese una de las dos cosas?

La espectacular barba dorada del padre empezó a erizarse amenazadoramente.

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