En realidad, casi hicieron blanco. Porque el
Valency
se detuvo de pronto y, antes de que George se diese cuenta de lo que había pasado, se encontró al lado del barco.
—¡Ninguna señal! —se lamentó, sin mucha lógica.
Un minuto más tarde quedó claro que la maniobra no había sido accidental. Un lazo cayó exactamente sobre el esnórquel del
Pámpano
y quedaron atrapados. No pudieron hacer otra cosa que emerger, bastante avergonzados, y poner al mal tiempo buena cara.
Afortunadamente, sus aprehensores eran hombres razonables y aceptaron la explicación que les dieron.
Cinco minutos después de subir a bordo del
Valency
, George y Harry estaban sentados en el puente, mientras un camarero uniformado les servía whisky con agua y escuchaban atentamente las teorías del doctor Gilbert Romano.
Los dos estaban todavía un poco asombrados de hallarse en presencia del doctor Romano; era como estar con un Rockefeller auténtico o con un Du Pont reinante. El doctor era un fenómeno virtualmente desconocido en Europa e incluso poco frecuente en Estados Unidos: un gran científico que se había convertido en un hombre de negocios todavía más importante. Tenía más de setenta años y acababa de ser jubilado, tras una fuerte batalla, de la presidencia de la gran empresa de productos químicos que había fundado.
Harry nos dijo que era bastante divertido observar las sutiles distinciones sociales que pueden producir las diferencias de riqueza, incluso en el país más democrático. Según el patrón de Harry, George era un hombre muy rico: Sus ingresos eran de unos cien mil dólares al año. Pero el doctor Romano pertenecía a otra categoría muy superior, y por consiguiente se le tenía que tratar con una especie de respeto amistoso que nada tenía que ver con la adulación. Por su parte, el doctor mostraba una total naturalidad; nada había en él que diese la impresión de riqueza, si se olvidaban detalles tales como yates oceánicos de cincuenta metros.
El hecho de que George se tutease con la mayoría de los amigos de negocios del doctor contribuyó a romper el hielo y a confirmar sus buenas intenciones. Harry pasó media hora muy aburrida mientras negocios que habían causado sensación a medio país se comentaban en términos de qué hizo Fulano de Tal en Pittsburgh, o con quién se enfrentó Mengano de Cual en el Club de Banqueros de Houston, o cómo fue que Clyde Thingummy estuviese jugando al golf en Atlanta cuando Ike estaba allí. Era una visión fugaz de un mundo misterioso donde unos hombres que parecían haber ido a las mismas universidades o pertenecer a los mismos clubs detentaban un poder extraordinario. Harry pronto se dio cuenta de que George no estaba simplemente haciéndole la pelota al doctor Romano porque era lo correcto. George era un abogado lo bastante astuto como para no perder la ocasión de forjar una buena amistad, y parecía haber olvidado el objetivo original de su expedición.
Harry tuvo que esperar una pausa adecuada en la conversación para suscitar el tema que realmente le interesaba. Cuando el doctor Romano se percató de que estaba hablando con otro científico, abandonó rápidamente el tema de las finanzas y fue entonces George quien se quedó al margen de la charla.
Lo que a Harry le intrigaba era por qué se interesaba un químico distinguido en la propulsión naval. Como no se andaba por las ramas, interpeló al doctor sobre este punto. El científico pareció un poco confuso y Harry estuvo a punto de disculparse por su curiosidad, cosa que le habría supuesto un verdadero esfuerzo. Pero antes de que pudiese hacerlo, fue el doctor Romano quien se disculpó y desapareció dentro del puente.
Volvió al cabo de cinco minutos, con una expresión bastante satisfecha en el semblante, y prosiguió como si nada hubiese ocurrido.
—Una pregunta muy natural, señor Purvis —dijo, riendo entre dientes—. A veces también yo me he hecho la misma pregunta. Pero ¿realmente espera que se la conteste?
—Bueno, digamos que tenía cierta esperanza —confesó Harry.
—Entonces voy a darle una sorpresa; en realidad, dos sorpresas: voy a responderle y voy a demostrarle que la propulsión naval no es algo que me apasione. Aquellos bultos en la quilla de mi barco que inspeccionaban ustedes con tanto interés contienen las hélices, pero también otras muchas cosas. Permitan —prosiguió el doctor Romano— que les dé unos pocos datos elementales sobre el océano. Desde aquí podemos ver unos cuantos kilómetros cuadrados. ¿Sabían que cada kilómetro cúbico de agua de mar contiene unos treinta y siete millones de toneladas de minerales?
—Francamente, yo no —respondió George—. Es una cifra impresionante.
—A mí también me impresionó mucho tiempo —dijo el doctor—. Andamos como locos buscando metales y sustancias químicas en tierra cuando todos los elementos que existen pueden encontrarse en el agua del mar. En realidad el océano es una especie de mina universal inagotable. Podemos saquear la tierra, pero nunca conseguiremos vaciar el mar.
»El hombre ya ha empezado a explotarlo como una mina. Hace años que Dow Chemicals extrae bromo del mar; cada kilómetro cúbico contiene unas setenta y cinco mil toneladas. Más recientemente, hemos empezado a conseguir algo de los dos millones de toneladas de magnesio por kilómetro cúbico. Pero la cosa sólo está empezando.
»El gran problema práctico es que la mayoría de los elementos que contiene el agua de mar se hallan en concentraciones muy bajas. Los primeros siete elementos representan, aproximadamente, un noventa y nueve por ciento del total, y el uno por ciento restante contiene todos los metales útiles, salvo el magnesio.
»Durante toda mi vida me he estado preguntando cómo podríamos sacar algo de esto. La solución se encontró durante la guerra. No sé si tienen ustedes conocimiento de las técnicas empleadas en el campo de la energía atómica para extraer de soluciones cantidades diminutas de isótopos; algunos de estos métodos están todavía en ciernes.
—¿Se refiere a las resinas de intercambio de iones? —aventuró Harry.
—Bueno, algo parecido. Mi empresa desarrolló varias de estas técnicas contratada por la Comisión de Energía Atómica, e inmediatamente me di cuenta de que podían tener aplicaciones más amplias. Hice que algunos de mis jóvenes más brillantes pusiesen manos a la obra y fabricaron lo que podríamos llamar «criba molecular». Es una denominación muy descriptiva: en cierto modo esa cosa es una criba, y podemos disponerla de modo que elija lo que queramos. Su funcionamiento se fundamenta en teorías mecánicas ondulatorias muy avanzadas, pero lo que en realidad hace es increíblemente sencillo. Podemos elegir cualquier componente del agua de mar que queramos y hacer que la criba lo separe. Con varias unidades, trabajando en serie, se puede extraer un elemento tras otro. La eficacia es muy elevada, y el consumo de energía desdeñable.
—¡Ya veo! —exclamó George—. ¡Está usted extrayendo oro del agua del mar!
—Bueno —dijo el doctor Romano, con indulgencia—, tengo cosas mejores en las que emplear mi tiempo. En todo caso, el maldito oro está por todas partes. Voy detrás de metales útiles desde su punto de vista comercial y que escasearán terriblemente en nuestra civilización dentro de un par de generaciones. De hecho no valdría la pena buscar oro, ni siquiera con mi criba. Hay sólo unos cinco kilos y medio de oro por kilómetro cúbico.
—¿Y qué me dice del uranio? —preguntó Harry—. ¿O es todavía más escaso?
—Preferiría que no me hubiese formulado esta pregunta —respondió Romano en un tono alegre que desmentía la observación—. Pero como puede informarse en cualquier biblioteca, el uranio es doscientas veces mas corriente que el oro: dos toneladas y media por kilómetro cúbico; una cantidad bastante interesante. Así que no tenemos por qué preocuparnos por el oro.
—¿Por qué? —preguntó George.
—Como le iba diciendo —prosiguió el doctor Romano—, incluso con la criba molecular nos encontramos con el problema de procesar enormes volúmenes de agua de mar. Hay muchas maneras de resolverlo; por ejemplo, se podrían construir gigantescas estaciones de bombeo. Pero siempre he sido partidario de matar dos pájaros de un tiro, y el otro día hice un pequeño cálculo que me dio un resultado sorprendente. Descubrí que cada vez que el
Queen Mary
cruza el Atlántico, sus hélices agitan aproximadamente medio kilómetro cúbico de agua. Dicho en otras palabras, quince millones de toneladas de minerales. O cojamos el caso que usted se atrevió a mencionar: casi una tonelada de uranio en cada travesía del Atlántico. Interesante, ¿no?
»Por esto me pareció que lo único que teníamos que hacer para crear una instalación móvil de extracción, muy útil, era montar las hélices de cualquier barco dentro de un tubo que obligaría a la corriente a pasar por una de mis cribas. Se pierde alguna fuerza de propulsión, desde luego, pero nuestra unidad experimental funciona muy bien. No podemos ir a tanta velocidad como solíamos, pero cuanto más lejos viajamos más dinero ganamos con nuestras operaciones de minería. ¿No creen que las compañías navieras encontrarían esto muy interesante? Pero desde luego esto es sólo incidental. Preveo la construcción de plantas de extracción flotantes que navegarán por los océanos hasta que llenen sus depósitos con cualquier cosa que se les pida. Cuando llegue este día, podremos dejar de destrozar la tierra y se habrá acabado nuestra escasez de minerales. A la larga todo vuelve al mar, y cuando hayamos abierto el cofre del tesoro todo quedará eternamente solucionado.
Durante unos momentos reinó el silencio en el puente, salvo por el débil tintineo del hielo en los vasos, mientras los invitados del doctor Romano reflexionaban sobre la extraordinaria perspectiva. Entonces, Harry tuvo una súbita duda.
—Éste es uno de los inventos más importantes de los que he oído hablar en mi vida —dijo—. Por eso me parece bastante extraño que nos lo haya explicado con tanta claridad. A fin de cuentas, para usted somos unos desconocidos, y podría sospechar que le estábamos espiando.
El viejo científico se echó a reír alegremente. —No se preocupe por esto, muchacho —lo tranquilizó—. Ya he comunicado con Washington y he pedido a mis amigos que tomen informes de ustedes. Harry se quedó un momento pensativo, y entonces comprendió lo sucedido. Recordó la breve ausencia del doctor Romano. Habría hecho una llamada por radio a Washington; algún senador habría comunicado con la embajada; el representante del Ministerio de Aprovisionamientos habría puesto su granito de arena, y el doctor había conseguido en cinco minutos la respuesta que le interesaba. Sí, los americanos eran muy eficientes..., bueno, los que podían permitirse el lujo de serlo.
Fue entonces cuando Harry se fijó en que ya no estaban solos. Un yate mucho más grande e imponente que el
Valency
se acercaba a ellos, y a los pocos minutos pudo leer su nombre:
Sea Spray
. Pensó que este nombre era más adecuado para unas velas hinchadas que para unos motores diesel palpitantes, pero lo cierto es que el
Spray
era una embarcación estupenda. No le sorprendieron las miradas de envidia no disimulada de George y del doctor Romano.
El mar estaba tan en calma que los dos yates pudieron acercarse hasta establecer contacto. Un hombre vigoroso y tostado por el sol, de unos cincuenta años, saltó a la cubierta del
Valency
. Se acercó al doctor Romano y le estrechó la mano con fuerza.
—Bueno, viejo zorro, ¿qué te traes entre manos? —dijo a modo de saludo.
Después miró con curiosidad a los demás. El doctor hizo las presentaciones. Por lo visto habían sido abordados por el profesor Scott McKenzie, que había estado navegando en su yate desde Cayo Largo.
«¡Esto es demasiado! —se dijo Harry—. Lo máximo que puedo soportar es un científico millonario al día.»
Pero no había escapatoria posible. Aunque a McKenzie se le veía poco en los ambientes académicos, era catedrático de Geofísica en una universidad de Texas. Pero el noventa por ciento del tiempo lo pasaba trabajando para las grandes compañías petrolíferas y dirigiendo una empresa de consulta propia. Parecía haber sacado buen provecho de sus balanzas de torsión y sus sismógrafos. En realidad, aunque era mucho más joven que el doctor Romano, aún tenía más dinero que él ya que participaba en una industria en más rápida expansión. Harry sospechó que las peculiares leyes fiscales de Texas también tendrían algo que ver en su posición económica.
Parecía demasiada coincidencia que aquellos dos magnates científicos se hubiesen encontrado por casualidad, y Harry tuvo curiosidad por saber qué estarían maquinando. Durante un rato, la conversación recayó sobre lugares comunes, pero era evidente que el profesor McKenzie sentía mucha curiosidad por los otros dos invitados del doctor. Poco después de las presentaciones, presentó alguna excusa para volver a su propio barco, y Harry protestó interiormente. Si en la embajada recibían dos peticiones de informes sobre él en media hora, se preguntarían qué estaba haciendo. Tal vez incluso el FBI sospecharía de él, y entonces, ¿cómo sacaría del país los veinticuatro pares de medias de nailon que le habían prometido?
A Harry le resultaba fascinante estudiar las relaciones entre los dos científicos. Eran como un par de gallos de pelea buscando posiciones. Le pareció que Romano trataba al hombre más joven con una rudeza que ocultaba su íntima admiración. Estaba claro que el doctor Romano era un conservador casi fanático y consideraba las actividades de McKenzie y de sus patronos con abierta desaprobación.
—Sois una pandilla de ladrones —dijo una vez—. Estáis estudiando la manera de despojar rápidamente a este planeta de sus recursos y no os importa un comino la próxima generación.
—¿Y qué ha hecho por nosotros la próxima generación? —replicó McKenzie, con cínico humor.
La conversación continuó durante casi una hora, y mucho de lo que hablaron estaba completamente fuera del alcance de Harry. Éste se preguntaba por qué no les importaba que George y él estuvieran presentes, pero al cabo de un rato empezó a comprender la técnica del doctor Romano. Era un oportunista genial: se alegraba de tenerlos allí, porque su presencia preocuparía al profesor McKenzie y haría que se preguntase qué otros negocios proyectaba.
Hizo alguna mención esporádica de la criba molecular, como si no fuese realmente importante y sólo se refiriese a ella de pasada. Sin embargo, el profesor McKenzie le prestó una atención inmediata y cuanto más evasivo se mostraba Romano, más interés manifestaba su adversario. Era evidente que su actitud evasiva era deliberada y, aunque el profesor McKenzie lo sabía perfectamente, no podía dejar de seguirle el juego al viejo científico.