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Authors: Ignacio Manuel Altamirano

Cuentos de invierno (18 page)

BOOK: Cuentos de invierno
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Sobre los estantes de libros colgábanse diez o doce cuadros espantosos, y no sé si de la escuela española o mexicana, pero que representaban suplicios de vírgenes desmelenadas, frailes desollados, escenas de la Pasión, y quién sabe cuántos horrores más, pero que según los peritos en el arte de la pintura, eran
de un gusto excelente
.

Tal era el cuadro no menos desapacible ante el cual me encontraba yo, casi todos los domingos en que iba a saludar al venerable prebendado de la Villa.

¿Qué extraño, pues, que yo saliera de allí hastiado y sintiendo oprimido el corazón? Parecíame, al respirar el aire libre de la calle, que salía yo de una cueva.

Así pasaron dos o tres años, y durante ellos jamás me vino el menor deseo de pedir consejo sobre nada a tan santo varón. Me hubiera llevado el diablo más bien que acercarme a aquel
pozo de sabiduría
que se me presentaba rodeado de ortigas, a aquella seráfica virtud metida en el zurrón de un jabalí disecado. Por otra parte, el viejo canónigo, asaz ocupado con sus compañeros de conspiración contra el orden público (porque era conspirador) y con sus viejas devotas, maldito el caso que hacía de mí, y nunca se dignó humanizarse hasta el grado de invitarme a comer una vez siquiera. En vano yo, por orden de mi señor padre, le hacía partícipe de los regalos que solía enviarme al colegio, y consistían en sendos ponites de mangos y de plátanos de Orizaba, o en algunas docenas de aromáticas piñas de Córdoba, o en algunas arrobas de carne cecina de Nopalapan, obsequios todos muy apreciados en esta capital. El glotón prebendado se contentaba con enseñarme un diente, formulando una especie de sonrisa protectora, mandaba recibir el obsequio, que se apresuraba a devorar en unión de sus hijas de confesión; hablándome de las frutas que le llegaban a él del mismo rumbo, y me despedía con su frase de siempre
¡aplicarse! ¡aplicarse!

Y en tanto, mi confiado y laborioso padre, creyendo que el canónigo me dispensaba mil consideraciones, se afanaba para captarse más su voluntad, y aun descuidando sus propios intereses, en cuidar los becerros, la ordeña y el herradero en los ranchos del egoísta viejo, y yo me guardaba bien de escribir al autor de mis días dándole la noticia de
la benevolencia
con que trataban a su recomendado. Por otra parte, yo no había ido a pasar las vacaciones a mi tierra, prefiriendo mi padre, según me decía, privarse de verme en todo ese tiempo, con tal de que me quedara divirtiéndome en México y pasándome buena vida en la casa del canónigo, donde él suponía que yo habría tenido el buen gusto de ir a alojarme. Entretanto, yo soportaba los tristes días de diciembre encerrado en el colegio, en unión de los pocos muchachos perdidos que se quedaban allí, castigados por su holgazanería durante el año escolar.

Pero un domingo de los primeros del mes de enero, al hacer mi visita de costumbre al prebendado, éste, desarrugando el ceño y encendiendo un enorme puro, me mandó sentar en uno de los destripados sillones, y me habló así, con un acento un poco meloso:

—Jorge, deseaba que vinieras para decirte que mañana entrará en tu colegio un niño muy decente, muy bueno, muy juiciocito, hijo de padres muy recomendables, y a quien yo quiero con entrañable cariño. Como tú eres antiguo allí y debes conocer el modo y tener muchos amigos, te lo recomiendo mucho, muy mucho, para que seas su protector, su defensor, y no permitas que le hagan las maldades que acostumbran con los niños nuevos. Tú eres fuerte, tengo idea de que te haces respetar, porque seguramente te pareces en el genio a tu padre y a tus tíos, a quienes he conocido en otro tiempo como hombres valientes y resueltos, ¿no es verdad?

—Señor —le respondí—, al principio yo padecí mucho como todos los colegiales nuevos, con la guerra que me hacían los antiguos, pero como no han logrado dominarme, acabaron por ser mis amigos, y yo le respondo a usted de que no le harán nada al niño de que usted me habla.

—¡Magnífico! —replicó el canónigo— Cuento entonces contigo, y me alegraré de poder escribir a tu padre diciéndole que te portas bien en todo lo que te mando. Como te iba diciendo, el niño que va a entrar es inocentísimo, y no ha oído en su vida ni una mala palabra, porque los ejemplos que ha visto en su casa son todos de virtud, de recato y de temor a Dios; de modo que cuidarás de que no tenga malas amistades y de que no oiga conversaciones pecaminosas; además, como es un niño muy fino y muy delicado, es preciso que lo cuides mucho; evítale trabajos y sírvele como de hermano mayor. Sus padres y yo te lo agradeceremos mucho, y su mamá, que es una santa, un ángel del Señor sobre la tierra, se tranquilizará sabiendo que hay en el colegio quien proteja al niño, y aun te protegerá en lo que pueda.

Mañana, yo mismo lo llevaré en compañía de su mamá, y te llamaremos para presentártelo. Se llama
Luisito
.

Yo prometí al canónigo cuidar de
Luisito
con esmero, y después de esto, el viejo me despidió más bondadosamente que de costumbre, diciéndome como siempre:

¡Vaya, pues, hasta luego, y aplicarse, aplicarse!

III

Maldita la cosa que me importaba a mí el tal
Luisito
, tanto más, cuanto que había visto que la protección del eclesiástico no me había servido de nada, pero me proponía, sin embargo, cumplir lo ofrecido, siquiera para aprovechar la oportunidad de proteger al débil. Era la primera ocasión que se me presentaba de prestar mi apoyo contra la indolencia característica de los colegiales, y en defensa de una criatura enclenque.

Al siguiente día me desperté con cierta curiosidad. Los colegiales estaban llegando de vacaciones, y hacían meter en sus cuartos respectivos la clásica cama de madera pintada de verde, el baúl forrado de cuero peludo, la cómoda llena de raspaduras, el colchón sucio y enrollado, la sombrerera de cuero, y otras zarandajas que formaban su pobre menaje. Los recién llegados saludaban con efusión a los que les habían precedido, y se contaban mutuamente sus aventuras de vacaciones. Esta vuelta de las vacaciones es uno de los recuerdos más risueños del que ha sido estudiante, y pocos hay que no sientan conmoverse aún su empedernido corazón al volver los ojos al pasado y recordar aquellos días de enero en que se esperaba con impaciencia la llegada de los hermanos de colegio, hermanos quizá más queridos que los hermanos de sangre. Colocábanse generalmente los colegiales en el patio, para ver entrar a los amigos y a los nuevos. Los cargadores, que eran los primeros en entrar con el susodicho equipaje, hacían palpitar de curiosidad a los que esperaban. A poco llegaba el amigo riendo estrepitosamente, gritando por sus nombres y apodos a sus amigos y abrazándolos de una manera ruda. Todo era risotada, tumulto y barahúnda a cada entrada de estudiante.

Con los nuevos era otra cosa. Si se veía llegar un equipaje recién comprado y flamante, se comprendía luego que pertenecía a un nuevo: éste llegaba como azorado, como espeluznado, mirando por todas partes y recelando de todo, pegándose mucho a su padre o tutor, que generalmente le servía de patrono para entrar en la terrible casa. Los colegiales fisgaban, criticaban sin piedad, discutían los apodos que iban a ponérsele y concertaban las espantosas travesuras de que iban a hacer víctima al susodicho
nuevo
.

Esa mañana de que estoy hablando llegaron muchos antiguos y algunos nuevos, pero no aparecía aún
Luisito
, y eran las diez de la mañana.

Fuéronse todos a estudiar, pero yo me di maña para quedarme esperando en el primer patio, seguro de que el canónigo no tardaría en llegar con el chico.

En efecto, a las once oí acercarse un carruaje; el empedrado de la calle resonaba con las herraduras de dos caballos frisones, y un momento después, éstos se pararon frente a la puerta del colegio. El carruaje era magnífico y revelaba pertenecer a una familia opulenta. El cochero y el lacayo vestían una lujosa librea. Los soberbios frisones tordillos rodados ostentaban guarniciones riquísimas.

Yo me asomé a la puerta para ver bien: el lacayo bajó del pescante, abrió, descubriéndose, la portezuela, bajó y aguardó inclinado. Entonces el canónigo salió recogiéndose el luengo manto de paño, apoyando con cuidado el largo pie calzado con chinela de hebilla de oro en el estribo, y sacando con dificultad el gran sombrero acanalado, todo lo cual formaba el hermoso arreo de los ministros del Señor en aquella época, arreo por lo cual suspiran todavía algunos aficionados a las usanzas carnavalescas.

El canónigo, luego que se hubo colocado su gran sombrero a la don Basilio y acomodándose los anteojos de oro, fue a ofrecer galantemente la mano a una dama, para ver a la cual todo yo me volví ojos.

¡Ah! y valía la pena. ¡Qué aparición! ¡Qué mujer! ¡Cómo me sonríe todavía esta encantadora imagen después de tantos años, y de tantas vicisitudes, y de tantas mujeres!

La dama era hermosísima y vestía lujosamente a la española, como la mayor parte de las grandes señoras de México en aquel tiempo. Yo no vi por lo pronto más que un bello rostro que se inclinaba para ver el estribo, una rica mantilla negra que ondeaba sobre los hombros y velaba el semblante y el cuello blanco y majestuoso, una ancha falda de moaré negro que crujía al desplegarse fuera del coche; una manga también negra, de la que se destacaba entre un círculo de finísimos encajes un puño de alabastro, rematando en una mano aristocrática cubierta con un guante color de caña y llevando un devocionario con pasta de marfil y un rosario de pequeños corales entre los dedos. Otra mano igual se alargó al canónigo buscando su apoyo; luego asomó entre la falda un hermoso pie calzado con zapato bajo de seda (no usaban botitas entonces) de color oscuro, con lindas cáligas; después el principio de una pierna robusta y elegante, cubierta con una media bordada de seda color rosa. Y luego sufrí una especie de vértigo: la sangre juvenil, mi sangre virgen y ardiente me había puesto una venda roja en los ojos. Creí que iba a caer. Ni vi bajar al niño, ni me importaba después de haber visto a aquella diosa.

Detuviéronse un instante para que la dama arreglase su tocado y el jovencito su chaleco, pantalones y corbata. En este tiempo pude reponerme y colocarme, desde mi escondite pude contemplar a mi sabor a la dama. Tendría de treinta y cinco a treinta y ocho años; sí señor, era una beldad, un
po matura
, como entre el claroscuro de un corredor, de modo que no fui visto por ninguno. Pero dice Mephistófeles en la ópera, pero ¡qué hermosa! y ¡qué fresca! y ¡qué provocativa! Tenía todos los encantos punzantes de las frutas del trópico en plena sazón.

Conducida por el canónigo atravesó el primer patio para dirigirse a la sala rectoral, y entonces pude admirar toda la esbeltez de su talle que le hubiera envidiado una joven de quince años, toda la gracia, toda la
soupplesse
de sus movimientos, toda la opulencia de sus formas, perfeccionadas por el genio de la voluptuosidad. Volvió por casualidad el semblante hacia el lado en que yo me encontraba, y al mirarlo de nuevo, me pareció más bello todavía. Cabellos rizados sobre una frente blanca y tersa; ojos negros, dulces y apasionados, revelando inteligencia y energía; nariz altiva; labios de granada, sensuales y húmedos; un cuello erguido; todo, en fin, me hizo conocer por instinto que aquella mujer no era vulgar. Sentí desfallecer mi corazón. ¿Qué significaba eso?

¡Qué diablo! Siempre que alguna mujer ha tenido que influir algo en mi vida, me ha producido al verla semejante impresión. ¿Es el aviso misterioso del Destino? ¿Es el aletazo de esa procelaria invisible que se llama
el agüero
? No lo sé, pero la experiencia me ha enseñado a conocerlo, y jamás ha fallado.

El señor rector, avisado de la llegada de tan extraordinaria visita, salió a recibirla apresurado, y la condujo a su sala. Algunos momentos después fui llamado.

Era la primera vez que iba a verme frente a frente de una dama distinguida y hermosa, y se apoderó de mí una emoción terrible. El corazón me palpitaba fuertemente, la sangre me subía a la cabeza y se me doblaban las piernas. A esta primera turbación sucedió rápidamente una especie de miedo; debí haber palidecido espantosamente. Así me acerqué a la puerta de la sala rectoral, y toqué.

—¡Adentro! —dijo con voz imperiosa el rector.

Y me encontré entonces frente al temible grupo, al cual no pude distinguir; tal fue el vértigo que sufrí; apenas pude inclinarme y balbucir un saludo incomprensible.

—Jorge —me dijo el rector—, el señor canónigo ha llamado a usted para presentarle a este niño.

—Vamos —añadió el eclesiástico—, aquí tiene usted a
Luisito
.

El chico se quedó viéndome como un imbécil y nada habló, permaneciendo sentado en el sofá entre su mamá y el canónigo.

—Niño —dijo entonces la dama—, abraza a tu amigo, al que va a ser tu amigo y tu compañero en el colegio.

Luisito
se levantó y vino a abrazarme. Yo correspondí con una amabilidad automática. La presencia de la bellísima señora, el sonido de su voz dulce y penetrante me tenía arrobado.

Yo no sabía más que mirarla e inclinar la vista dominado por aquellos ojos ardientes y lánguidos.

—El señor doctor me ha dicho —añadió ella—, que usted es un niño muy bueno y muy aplicado, y eso me ha dado mucho gusto, porque Luis tendrá en usted un amigo como yo lo deseo; ¿no es verdad que lo va usted a querer mucho?

—Sí señora, mucho —respondí con vivacidad—: en mí va a tener un hermano, y ustedes, no se arrepentirán jamás de haber confiado en mí.

—Gracias, gracias, jovencito —replicó la dama—; estoy muy tranquila.

Y luego, volviéndose al rector y al canónigo, les dijo en voz baja, pero de modo que yo lo oyese:

—¡Qué simpático es!

Evidentemente aquella frase había sido dicha para halagarme; iba a ser el amigo y el protector de su hijo, y natural era que procurara captarse mi voluntad; el hecho es que yo me sentí dulcemente lisonjeado, y al acabar de pronunciar ella aquellas palabras, le dirigí una mirada muy atrevida para un colegial de dieciséis años.

—No tenga usted cuidado, Beatriz —dijo el canónigo—: este Jorge es un excelente muchacho; él sabe que me está recomendado por su padre, que es un honrado amigo mío y pariente; de manera que viéndome a mí como su protector, en México, él hará por darme gusto todo lo posible en favor de
Luisito
.

—En cambio, yo seré para él una amiga tierna, una madre que lo querrá mucho y que procurará hacerle menos amarga la ausencia de su familia.

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