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Authors: Ignacio Manuel Altamirano

Cuentos de invierno

BOOK: Cuentos de invierno
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La muy conocida obra
Cuentos de invierno
la conforman cuatro novelas de
Ignacio Manuel Altamirano
, escritas en momentos diferentes. Parecería que ese título evoca el ocaso de la vida amorosa, puesto que el hilo conductor que liga a estas cuatro novelas, no es otro que, precisamente, la aventura del amor.

Ignacio Manuel Altamirano

Cuentos de invierno

ePUB v1.1

Amadeuzzzz
06.07.11

Acerca de Altamirano

Nació en la población de Tixtla, Guerrero, en el seno de una familia de raza indígena pura, su padre tenía una posición de mando entre la etnia de los chontales. En el año de 1848 su padre fue nombrado alcalde de Tixtla y eso permitió al joven Ignacio Manuel, que a la sazón contaba con 14 años, la oportunidad de asistir a la escuela. Aprendió a leer y a escribir, así como aritmética en su ciudad natal. Realizó sus primeros estudios en la ciudad de Toluca, gracias a una beca que le fue otorgada por Ignacio Ramírez, de quien fue discípulo. Recibió cátedra en el Instituto Literario de Toluca. Cursó derecho en el Colegio de San Juan de Letrán. Perteneció a asociaciones académicas y literarias como el Conservatorio Dramático Mexicano, la Sociedad Nezahualcóyotl, la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, el Liceo Hidalgo, el Club Álvarez. Gran defensor del liberalismo, tomó parte en la revolución de Ayutla en 1854 contra el santanismo, más tarde en la guerra de Reforma y combatió contra la invasión francesa. Después de este periodo de conflictos militares, Altamirano se dedicó a la docencia, trabajando como maestro en la Escuela Nacional Preparatoria, en la de Comercio y en la Nacional de Maestros; también trabajó en la prensa, en donde junto con Guillermo Prieto e Ignacio Ramírez fundó el Correo de México y con Gonzalo Esteva la revista literaria El Renacimiento, en la que colaboran escritores de todas las tendencias literarias, cuyo objetivo era hacer resurgir las letras mexicanas. Fundó varios periódicos y revistas como: El Correo de México, El Renacimiento, El Federalista, La Tribuna y La República. En la actividad pública, se desempeñó como diputado en el Congreso de la Unión en tres períodos, durante los cuales abogó por la instrucción primaria gratuita, laica y obligatoria. Fue también procurador General de la República, fiscal, magistrado y presidente de la Suprema Corte, así como oficial mayor del Ministerio de Fomento. También trabajó en el servicio diplomático mexicano, desempeñándose como cónsul en Barcelona y París.

La estrella del amor faltó a mi cielo

JUAN CARLOS GOMEZ
.

JULIA
I

—A propósito de noches lluviosas, como ésta, debo decirte que me entristecen por una razón más de las que hay para que nublen el espíritu de los otros.

(Declamó esto hace pocas noches, mi amigo Julián, nombre tras el cual me permito esconder la personalidad de uno de nuestros más distinguidos generales).

—¿Cuál es esa razón? —le pregunté.

—Vas a saberla —me respondió—. Es una historia que pertenece al tesoro de recuerdos de mi juventud; a ese archivo que nunca registramos sin emoción y sin pesar. No te encojas de hombros; por desgraciada que pueda haber sido tu juventud, las memorias que ella debe haberte dejado son gratas hoy para ti, lo aseguro. En la primavera de la vida, hasta las espinas florecen y hasta las penas tienen un sabor de felicidad. Ese es el tiempo en que
baila delante del carro de la vida un cortejo de risueños fantasmas: el Amor con su dulce premio, la Fortuna con su corona de oro; la Gloria con su aureola de estrellas; la Verdad con su brillo de sol
, como dice el poeta Schiller. Entonces, hasta los días negros tienen un rayo de luz; es la esperanza, amigo; la esperanza, que no suele alumbramos cuando llegamos a la edad madura sino como una estrella pronta a ocultarse en la parda nube de la vejez.

De mí sé decir que nunca evoco los recuerdos de aquellos años que se han ido, ¡ay!, tan pronto, sin experimentar un sentimiento de agradable tristeza, no de dolor ni de amargura, porque, francamente, como no puedo decir que soy desventurado del todo ahora, así como no puedo envanecerme de haber sido feliz cuando joven, no tengo derecho de hacer la exclamación de la Francesca del Dante. Siento, al recordar las historias de mi juventud, algo como el vago perfume que suele traemos la brisa al dirigir la última mirada a los jardines de que nos alejamos.

—Bien —repliqué—; me convences, Julián, tanto más cuanto que has apoyado tus razones en poéticas citas que es necesario respetar.

Pero vamos a tu historia.

II

—Tenía yo veinte años y era un simple ingeniero de minas. Pobre, huérfano y deseando adquirir por mi trabajo el primer dinero de que me sentía ávido para gastarlo sin el permiso sacramental del viejo tutor, para comprarme vestidos que substituyeran a mis harapos de colegio; para pensar, en fin, en tener novia, por que me avergonzaba de haber alzado mis atrevidos ojos para mirar a algunas chicuelas, sin tener con qué comprar un ramillete; resuelto, lleno de vida y de ambición, procuré colocarme lo más pronto posible.

La fortuna me favoreció. Un caballero inglés, dueño de una negociación de minas y amigo de mi tutor, me ofreció emplearme como ingeniero en su empresa. Acepté, como era natural, y salí de México lleno de alborozo, porque me parecía que los dorados sueños con que había poblado durante muchos años mi cuarto de colegio, iban, por fin, a realizarse.

Con todo, al decir adiós a esta hermosa ciudad, donde había pasado mis primeros años; al ver por última vez sus numerosas cúpulas y torres, sus extensas arboledas y los risueños pueblecillos que la rodean por todas partes; al trasponer las últimas colinas que en breve iban a ocultarme el valle de México, sentí que el corazón se me oprimía espantosamente, ¿lo creerás?, lloré. Comenzaba a saber lo que era la nostalgia, enfermedad que, sin embargo, en la juventud pasa pronto, como una jaqueca.

Era muy justo que me diese pena salir de México. La ciudad en que uno se ha educado, es una segunda madre.

La negociación de minas se hallaba en Taxco; por consiguiente, me dirigí a Cuernavaca, población que no hice más que atravesar para llegar pronto al lugar de mi destino. Me consagré al trabajo, me capté el aprecio de todo el mundo, pero en particular el de mi inglés, que me estimaba grandemente. Mi vida económica me permitió atesorar en pocos meses alguna cantidad. Yo no pensaba más que en labrar mi fortuna.

Un año hacía que vivía de esta manera, cuando los intereses de la empresa obligaron al inglés a marchar a Puebla precipitadamente y quiso que yo le acompañase. Pasamos por México como dos exhalaciones, y un día después estábamos en la ciudad de Los Ángeles.

Esto era en julio de 1854.

III

Permanecimos en Puebla cuatro días, y en la noche del cuarto, víspera de nuestro regreso a Taxco, fuimos invitados a comer en casa de unos comerciantes franceses. Concurrimos, en efecto, y tomando sendas tazas de té y apurando buenos vinos, nos estuvimos hasta medianoche, hora en que mi inglés consideró conveniente que nos retirásemos al
hotel de Diligencias
, en que nos habíamos alojado. La noche había estado horriblemente lluviosa, y tal era el ruido que hacía el agua por fuera, que muchas veces apagó los rumores de nuestra alegre conversación.

Los franceses nos detenían en su casa; pero como era de suponerse, teníamos que arreglar nuestras maletas para partir al día siguiente. Así es que, contentándonos con aceptar unos paraguas y unos capotes que entonces se llamaban
mackintosh
, nos lanzamos a las calles inundadas a la sazón.

Caminábamos apresurados y taciturnos en medio del chubasco, cuando al desembocar a una calle vimos con no poca sorpresa que una mujer, que desembocaba también por otra calle, y que parecía venir corriendo, se detenía asustada de vernos y procuraba excusarse de nosotros. Creyéndola sospechosa, nos dirigimos a ella, y antes de que pudiera escapársenos, la detuvimos y le preguntamos afectuosamente quién era y por qué corría a esa hora por las calles.

Ella no pudo responder al principio, llena de terror. A pesar de las tinieblas, conocimos que era una joven. Tenía un traje oscuro, y desde luego comprendimos que no era una
perdida
; pero también sospechamos que podría ser una mujer casada o hija de familia que huía de su casa por algún motivo grave, porque en tal noche y tan a deshoras sólo así podría una mujer joven y decente aventurarse de aquel modo.

La pobre muchacha, reponiéndose prontamente luego que conoció por el acento del inglés que su interlocutor era extranjero, respondió, aunque todavía tartamudeando:

—Señores, piedad; tengan ustedes piedad de una infeliz a quien persigue el hombre más abominable que hay en el mundo. Soy joven, huérfana de padre, pertenezco a una familia decente, aunque desgraciada, y me ven ustedes huir así porque mi casa es una horrible prisión en que se me había encerrado como a una reclusa desde hace tres meses, para hundirme en un convento… Pero… alejémonos, señores; alejémonos de aquí —añadió arrastrándonos consigo—, porque tiemblo de que me busquen y tal vez ustedes no serían bastante poderosos para librarme de mi perseguidor. ¿Son ustedes de aquí?

—No, señorita; somos forasteros; el señor es un inglés rico que ha venido a Puebla a negocios; yo soy empleado en sus minas; mañana debemos salir de Puebla.

—¡Dios mío! —exclamó la joven con desesperación—. ¿De modo que ustedes no tienen aquí casa en qué darme asilo? ¿Qué haré, entonces, Virgen santa?

—Señorita —repliqué—; nos hemos alojado en el
hotel de Diligencias
; allí tenemos dos cuartos, y de todas maneras puede usted contar con un asilo que le ofrecen dos caballeros, al menos por algunas horas. Temprano podremos ver a la autoridad y…

—¡Ah! ¡Dios me libre! —repuso vivamente la joven—; la autoridad me haría volver a mi prisión.

—Pero ¿cómo es eso?, ¿cómo podría la autoridad dejar de amparar a usted?

—Es que ustedes no saben que quien me persigue tiene potestad sobre mí y yo no podría tampoco revelar su conducta…; es el marido de mi madre, ¿lo oyen ustedes?, de mi madre, que lo idolatra, a quien es difícil convencer de que él es un infame, y que moriría de pesadumbre si yo lo arrastrase ante los tribunales y revelase los planes que ha puesto en juego para arrebatarme del mundo y despojarme de mis bienes. Prefiero huir, no sé a dónde; pero me alejaré siempre de esa casa y de la ciudad; y ya que he encontrado a ustedes les pido que me protejan, en nombre de Dios. Yo contaré a ustedes toda mi historia luego que lleguemos; importa que yo pase como una persona de la familia de ustedes; de lo contrario, todos correríamos peligro.

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