Read Cuentos de invierno Online
Authors: Ignacio Manuel Altamirano
Todo lo tenía para mí esa joven extraordinaria. Una belleza poética y majestuosa; una inteligencia magnífica y elevada; un corazón ardiente y resuelto; una dignidad que no por estar unida a una dulzura inmensa era menos firme; una franqueza incapaz de velar sus sentimientos. Esta última cualidad la hacía más adorable aún, porque la alejaba de esa pobre y vulgar coquetería que obliga a las mujeres a fingir una amabilidad que no tienen, y también de esa reserva gazmoña y antipática que las obliga a ocultar sus afectos bajo una máscara de nieve.
Nunca me han agradado las coquetas, amigo mío; y eso no porque carezcan de ciertos atractivos, sino porque siento junto a ellas algo parecido al perfume alcohólico que exhalan las flores de trapo, a las que se empapa de esencia para darles mayor semejanza con las flores naturales.
Las coquetas son flores de trapo. Prefiero las naturales, como debes suponer.
En cuanto a estas mujeres que se imponen por orgullo o por educación el deber de reservar sus sentimientos, aunque desborden de su alma, las compadezco cuando son víctimas; las detesto más que a las coquetas cuando hacen sufrir; y me parecen tan infames como el médico que mirase impasible a un enfermo estando en su mano curarlo; como el nadador que se divirtiese en ver desde la orilla del mar a un náufrago perecer entre las olas, por falta de auxilio.
Julia no era así; era incapaz de ser así. La conocía yo hacía pocos días; pero eso me bastaba para asegurarlo. Además, había en el fondo de su carácter algo de tristeza, dulce y sublime tristeza, eterna compañera de las almas elevadas y de las naturalezas enérgicas.
Así, el semblante de Julia, tan juvenil y fresco, tan radioso y altivo, se nublaba a veces con una expresión de súbita tristeza que le daba un aspecto de una de aquellas heroínas de Byron, martirizadas por tremendas pasiones.
¡Ay, amigo mío! ¡Qué mujer era Julia para adorarla! Y ¡qué mujer para ser amado por ella!
Comprendo ahora por qué una mujer así, que se encuentra uno en los primeros senderos de la vida, decide fatalmente de nuestros destinos, de nuestras creencias, de nuestra dicha. Si ella quiere, si ella nos ama, convierte para nosotros la vida en un paraíso constante. Si deseca nuestro corazón con su desprecio o con su perfidia, hace de la existencia un desierto fastidioso y eterno, del que desea uno salir cuanto antes.
Pero me parece que he perdido el hilo de mi narración.
Te decía que el inglés se quedó reflexionando luego de que Julia acabó de hablar.
Pues bien, después de aquella generosa y franca manifestación de la joven no se podía menos que ser caballeroso y delicado, so pena de pasar por un imbécil o un miserable. El inglés lo comprendió, y dijo a Julia, sonriendo:
—Estoy admirado de oír hablar a usted así, Julia, porque sus palabras respiran valor y virtud; pero de ningún modo puedo admitir las resoluciones de usted. ¡Permitirle que trabaje para vivir! Esto es muy noble para usted, pero sería indigno para nosotros. Los vínculos que nos unen a usted no son los de la familia; pero son los de la amistad, tan sagrados como aquéllos, y por eso nos creemos en el deber de velar por usted. Además, Julia, si fuésemos pobres, si la substancia de una débil criatura como usted viniese a disminuir nuestro pan, todavía nos consideraríamos afortunados en poder ofrecérselo, aunque usted tendría más razón en querer rehusarlo; pero nuestra posición está fuera de ese peligro, somos ricos, y la obligación que nos imponemos con usted nos es tan grata como poco onerosa. Por lo demás, mis relaciones en México son poderosas y bastantes para arreglar sus asuntos de familia, como lo espero, sin dificultad y sin escándalo, poniéndola a usted fuera del peligro que temía, y asegurándole el porvenir a que tiene usted derecho por sus virtudes y por su posición social. Ahora descanse usted confiada y tranquila; mañana hablaremos más todavía. Julián se encargará, como un hermano de usted, de arreglar todo lo necesario a su bienestar para que no se hastíe pronto de este destierro, al cual sólo los negocios pueden confinar a uno.
Julia pareció conformarse en todo con las intenciones del inglés, y se quedó alegre, feliz y llena de esperanza. Nos despedimos en seguida y cuando salimos, el inglés me heló con las siguientes observaciones.
—¡Singular muchacha es ésta, Julián! Me parece que es buena en el fondo; pero Dios quiera que no venga a traernos con su presencia aquí complicaciones y dificultades que nos hagan maldecir la hora de haberla encontrado, como un fantasma, en las calles de Puebla. En lo que yo escribo a México, a mis amigos y abogados, para que procuren arreglar el asunto con su familia, cuide usted de que no salga. Su presencia daría lugar a multitud de rumores y comentarios. Se diría que era querida mía o de usted, y ni usted ni a mí puede favorecemos esto. A mí, particularmente, me perjudicaría en gran manera; el hermano de mi prometida está aquí, como usted sabe, empleado; llegaría a su noticia la venida de Julia; su hermosura extraordinaria le llamaría la atención; él es joven, curioso; se empeñaría en verla; sabría, quizá, nuestra aventura de su propia boca; conocería, además, porque la joven no lo disimula, que me tiene gran cariño; la malicia complementaría sus sospechas, y ¡adiós matrimonio! Ni mi futuro suegro ni mi futura esposa son personas que pueden dejar de hacer un gran escándalo de ello. Me creerán un libertino y se disiparán como humo mis proyectos de felicidad. Vea usted a cuántos peligros me ha expuesto, Julián, con sus ligerezas de joven. Pero, en fin; una vez que no tienen remedio, tratemos de remediarlas en lo posible. Haremos esfuerzos para que pronto se vuelva a México; porque si eso no se pudiera, yo me vería obligado a ir allá para alejar sospechas sobre mi conducta.
—La decidiré —contesté yo al inglés.
Había yo tomado una resolución, porque de todas las palabras anteriores había yo deducido que él prefería expulsarme juntamente con Julia que correr el peligro de que se desbaratase su matrimonio.
A pesar de todo, tenía razón.
¡Figúrate qué tumulto de ideas se levantó en mi alma orgullosa y enamorada! El inglés estaba disgustado de la venida de Julia a Taxco; ella estaba enamorada de él con todo el fuego de su corazón virgen; yo adoraba a la hermosa joven con todo el ardor de mis veinte años y de mi corazón, virgen también, porque entonces creí que amaba verdaderamente. Ahora bien: era preciso salir de Taxco. Y ¿cómo convencer a Julia de que debía seguirme, si no me amaba? Yo no me sentía capaz de herir su alma revelándole el disgusto del inglés; esto me lo aconsejaban la dignidad y el temor de hacerla sufrir. Y si a pesar de no amarme se resolvía a seguirme, ¿adónde podría yo llevarla?
Por fin, me dije: a México; allí la ocultaré; y si nos persiguen, mejor; sufriré por ella, pero la salvaré. Quizá me tengan por su raptor; para eso sí es preciso preguntarle, porque equivaldría a aceptar por compromiso una situación que le repugnará. Pero era necesario alejarnos a toda costa de Taxco.
Aquella noche no dormí, pensando en todas las dificultades que mi amor a Julia había venido repentinamente a amontonar en el camino llano y alegre de mi vida.
Al día siguiente fui a verla. Eran las ocho de la mañana, y ella, que se había despertado muy temprano, se hallaba en el jardincito de la casa y se ocupaba en hacer un ramillete con las flores más bellas.
¡Qué hermosa estaba! La felicidad había aumentado sus encantos, y no pude menos que detenerme en el umbral para verla detenidamente y para sofocar los latidos de mi corazón, que parecía salírseme del pecho. La amaba entonces con desesperación, porque la noche pasada había acabado de confirmarme en la creencia de que ella amaba a mi rival.
Se hallaba vuelta de espaldas, y tenía un lindo vestido blanco y fresco, propio de aquella estación y de aquel clima. Julia estaba en la florescencia de la juventud; así es que su traje dejaba ver en toda su riqueza y su elegancia las formas de aquel cuerpo ligero y airoso que hubiera envidiado una Venus antigua.
Cuando acabó de hacer su ramillete, se volvió y corrió hacia mí, sonriendo.
—¡Ah!, es usted, Julián —me dijo, alargándome la mano—; buenos días, amigo mío; ¿y el señor Bell?
—Está bueno —le contesté—, y envía a usted sus saludos; se fue a la mina, pero vendrá a ver a usted esta tarde.
—¿Cómo esta tarde? ¿Y por qué así? No hay tanta distancia de la casa de ustedes a ésta para dar unos pasitos y venir a darme los buenos días…
—Tal vez —repliqué— no creía a usted levantada a la hora en que se fue. Supuso que estaría usted fatigada y que dormiría hasta muy tarde.
—¡Oh!, no; yo me levanto temprano, como usted ha visto, y aquí no me perdonaría el quedar en la cama, cuando la salida del Sol es tan hermosa en Taxco. ¡Qué bello clima!; ¡qué bello temperamento! Pero ¿sabe usted, Julián, que este destierro es lindísimo? Yo no sé como ustedes se aburren aquí, pues yo no me figuraba que estaría tan contenta en este pueblo, como lo estoy. Sobre todo, ¡qué casita tan graciosa tiene usted! Es una jaula de canarios. Por dondequiera, muebles ligeros y elegantes, aseo y comodidad. Y afuera, ese jardincito es un primor. Allí me encuentro muchas flores extranjeras que ya conocía; pero hay otras que no he visto nunca y que son preciosas.
—Sí, Julia; son flores del país; flores silvestres y desconocidas en México, que yo he recogido en las gargantas de estas montañas y en las llanuras de Iguala, y que cultivo cuidadosamente para trasplantarlas a México. Habrá usted notado, por ejemplo, que toda la cuesta que está empedrada con enormes peñascos, desde el tiempo de Borda, y que tanto molestó a usted ayer, está lujosamente decorada por una cerca de bellísimas flores. Pues todas esas se hallan aquí y las he clasificado en mi herbario. En fin; el jardincillo es un puñado, pero él alegra siquiera la humilde ermita del desterrado.
—¡Ah!, pero repito que es linda la ermita. Aquí tiene usted de todo para distraerse. Acabo de registrar los hermosos libros de ese estante… Ahí hay muchas ciencias que no entiendo; pero también hay poetas; yo he leído a muchos poetas.
—¿Le agrada a usted la poesía?
—Es claro; ¿se tiene, acaso, un carácter como el mío sin haber bebido un poco de esas fuentes? Y están aquí todos los poetas que adoro. El Dante, el Tasso, Víctor Hugo, Lamartine, Alfredo de Musset, Quintana, y éstos que son los que traducen en la lengua de fuego de la América los sentimientos de fuego de nuestras almas ardientes… José Mármol, Gómez, Lozano y Plácido. Yo adoro a estos poetas, y no extrañe usted que no conozca a estos otros porque no sé latín, ni inglés, ni alemán. Harto es ya que me hayan permitido estas lecturas los que deseaban que no leyese más que
El Año Cristiano
y los insoportables versos del P. Sartorio.
—En efecto, Julia; veo que tiene usted una instrucción poco común en su sexo, y sobre todo, buen gusto.
—Sobre todo, afición al estudio…; tengo sed. ¡Ah, si no hubiera tenido que luchar con las preocupaciones de familia! Pero vamos a otra cosa; he arreglado la casita, porque, amigo mío, se notaba desde luego la ausencia de usted. Ya verá usted en todo que ha andado por allí la mano de una mujer. Y a propósito: ¿qué empleo tiene usted aquí, Julián, si no es indiscreto preguntarlo?
—Soy el ingeniero director de la mina —respondí— y el jefe de la casa cuando el señor Bell no está aquí, lo que sucede casi todo el año.
—¡Ah!, ¿es usted ingeniero…? —dijo Julia algo sorprendida; y como recordando, luego añadió— Pues entonces perdóneme usted, amigo mío: quizá le he tratado con poca atención creyendo que era usted un dependiente de un rango subalterno. De ningún modo debía hacerlo así; pero, ¿qué quiere usted?, son los prejuicios con que nos educan. Y luego, es usted tan joven que no creí que pudiera usted ser un empleado de alta categoría con el señor Bell, ¿y lo quiere a usted mucho?
—Mucho; es mi amigo además de ser mi jefe, y me ha prestado excelentes servicios.
—¿Es verdad que es muy generoso, muy noble?
—Ciertamente; y muy guapo, además, y de modales muy distinguidos.
—Es verdad; y… ¿vive aquí solo?
—Es decir: sin familia, porque no la tiene. No es casado, y en cuanto a sus padres y hermanos, parece que están en Inglaterra.
Julia no disimuló su alegría.
Esta era la oportunidad de revelarle lo del próximo casamiento; pero, lo repito, me había propuesto callar para no herirla en lo más profundo del alma.
—Julia… —dije con acento turbado, interrumpiendo la meditación en que parecía haberse sumergido repentinamente.
—¿Qué Julián?; pero ¿qué tiene usted que palidece y luego se ruboriza?; ¿qué va usted a decir?
—Nada en particular; pero como es preciso prever todas las eventualidades que pueden ocurrir, me atrevo a preguntarle a usted: si nos persiguieran hasta aquí, si el cochero de la diligencia de Puebla contara, como habrá contado ya, lo de la escapatoria, y por esa causa nos siguieran la pista y averiguaran, lo que no es difícil, que se había usted venido a Taxco, y la autoridad tomara cartas, ¿qué responderíamos en caso de que nos interrogaran? ¿No piensa usted que me atribuirían a mí el rapto y que me acusarían de ser el seductor de usted?
Julia se sobresaltó y respondió vivamente.
—¡No lo quiera Dios, no!; es preciso decir la verdad pura. El señor Bell y usted declararían cómo me encontraron y por qué razón me he venido con ustedes. Precisamente, para evitar toda sospecha, deseaba yo trabajar aquí en una situación independiente. Insisto en ello, y creo más que nunca que necesito la sombra y el amparo de una familia honrada para que en cualquier caso dé un testimonio fiel de mi conducta. ¡Oh!; no, Julián; no tema usted ser acusado como mi raptor porque yo lo desmentiría en el acto.
¿Lo creerás, amigo?; me dio pena que Julia se apresurara a decirme todo esto. Su honra se lo aconsejaba así; pero yo habría deseado que no me lo hubiese dicho tan pronto.
—Hay el peligro, entonces —añadí—, de que tomen por seductor al señor Bell, cosa que lo comprometería.
—Nunca, nunca, porque yo lo negaré, aceptando como acepto, la responsabilidad toda de mis actos. Pero ¿acaso teme usted o el señor Bell que eso llegue a suceder?
—Temerlo, no; pero conviene estar preparados. Y ¿qué le parece a usted de volver a México? Yo creo que allí estaría usted más a cubierto.
Julia se sobresaltó y preguntó dolorosamente:
—¿El señor Bell quiere que yo me vaya?