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Authors: Ignacio Manuel Altamirano

Cuentos de invierno (21 page)

BOOK: Cuentos de invierno
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Salí luego y recorrí la Plaza de San Marcos, iluminada por un bello sol de primavera; me mezclé entre la muchedumbre y traté de aturdirme y de libertarme de una especie de opresión que iba apoderándose de mí.

Presa de esta sensación extraña visité el Palacio Ducal, contemplé la Escalera de los Gigantes, la Escalera de Oro y la Sala del Gran Consejo, llena de cuadros maravillosos de Tintoretto, del Veronés, de Palma, de Zaccari, de Contarini y del Tiziano, cuadros que he visto de prisa, reservándome para otra ocasión admirarlos por largo tiempo.

Estaba yo como impulsado por un deseo de locomoción irresistible, y a causa de él, salí del Palacio Ducal y fui al famoso café Florián a tomar un refresco. Allí encontré una multitud de venecianos, de extranjeros y de hermosas damas, tomando ya una limonada, ya la bebida de anís tan predilecta de las venecianas. Si ella hubiera estado allí, de seguro que no la habría reconocido. ¡Imposible! Lo que yo tenía fija en mi imaginación era la imagen de una mujer joven, envuelta en la sombra crepuscular, y reclinada en los marmóreos balcones de un antiguo palacio. Todo lo demás no era nada para mí.

Por fin me separé de allí al mediodía, y regresé a mi alojamiento; demasiado cercano, en la riva Schiavoni, a pocos pasos de la Plaza de San Marcos.

Y me eché en un sillón, triste, pensativo, cada vez más inquieto. Por fin, ¿qué era aquello que yo sentía? ¿Amor o locura? Para el amor era demasiado pronto y demasiado raro. El amor es hijo del hábito, decía yo; es preciso haber sido envuelto por la nube magnética que se desprende de la persona amada, para sentirse preso y encadenado. Pero esto ¿es una verdad constante? ¿No se puede amar de súbito y como víctima de un deslumbramiento? ¿El dardo de la fábula no puede clavarse en un instante, también en la vida real? ¿Acaso el amor no es una enfermedad que se contrae en una sola mirada, al escuchar un acento, al estrechar una mano? Todas estas ideas desfilaban ante mí como extrañas paradojas en que nunca había parado la atención. Yo no había amado así nunca, pero ¿es que se ama siempre del mismo modo? ¿En el amor, el procedimiento es siempre igual?

En resumen, si esto no era amor, seguramente era locura. Mi pobre cerebro, ocupado constantemente con un pensamiento solo; nublado siempre por las sombras de un pesar intenso, irritado por la desesperación, habría acabado por desorganizarse. Esta sola idea hacía circular por todo mi cuerpo un calosfrío que me helaba y que me hacía sentir, como un puñal clavado en el corazón. Pero si era locura, ¿no era lo natural, puesto que también en la locura hay lógica, que se tradujese en el sentido de mi preocupación y de mi enfermedad moral? ¿Por qué, pues, la imagen antes adorada se había sumergido en el océano oscuro de mi memoria, y sólo surgía en él luminosa, tenaz y querida, la imagen entrevista ayer?

De todos modos, hay algo de consolador en medio de este extravío que sufro. Yo he venido aquí para buscar refugio a mis dolores, para morir lentamente, para extinguirme como una lámpara, poco a poco, lanzando los últimos y pálidos fulgores de la razón.

Y si encontrase algo que me hiciese vivir, que reanimase mis esperanzas, que me hiciese sufrir, que con nuevos tormentos sobrexcitase mi sangre debilitada y mi fuerza moral decaída, ¿no sería un remedio? Remedio ¿para aliviarme?, ¿para apresurar el fin?

Acabé por tener fiebre y me adormecí, desfallecido.

IV

Por la noche.

Un criado vino a anunciarme, a las cuatro, que Giorgio, mi gondolero, me estaba esperando. Yo me sentía mal, pero aquel sueño intempestivo y que seguramente era ocasionado por mi vigilia en la noche anterior, había reparado un poco mis fuerzas. Mi frente, sin embargo, ardía, mi garganta estaba seca; tenía ansia de aspirar el aire libre, y sed. Mojé un bizcocho en un vaso de Burdeos que apuré después, de un trago, y salí.

La góndola me condujo al puente de Rialto, que tenía muchos deseos de conocer. Allí vagué entre la muchedumbre, entré en las tiendas, compré baratijas, pensé a ratos en el Mercader de Venecia de Shakespeare, y busqué instintivamente a Shylock. Tales entretenimientos me distrajeron, pero cuando el crepúsculo comenzó a cubrir con su sombra tenue y violácea el Gran Canal, y las luces artificiales empezaron a brillar en las puertas de las tiendas, como movido por un resorte irresistible, me lancé a la góndola y dije apresuradamente a Giorgio:

—Al palacio Capello.

—…¿Al palacio, señor? —me preguntó, mirándome con extrañeza.

—Frente al palacio, donde estuvimos ayer; quiero contemplarlo de nuevo.

—¡Ah! —replicó inclinándose sobre su remo y dirigiéndose rápidamente al lugar indicado.

Quería yo verla de nuevo; creía yo firmemente, que como el día anterior, ella debía estar allí, otra vez, inclinado el semblante hacia las aguas del canal, inmóvil y silenciosa, como la imagen de la tristeza enamorada. Ni la menor duda venía a enturbiar esta convicción pueril; ella debía estar allí. Como toda la noche y todo el día la había visto en mi imaginación del mismo modo, se había producido en mí la seguridad de que así estaba siempre, como una santa que hubiese visto en un altar, como las vírgenes que había visto esa mañana en la iglesia de San Marcos y en el Palacio Ducal.

Así es que llegué al sitio deseado, palpitando de emoción, como un enamorado a una cita. Iba a verla; tal vez hoy podría examinar a todo mi sabor su semblante, su semblante que había dotado con la hermosura vaga y confusa de mi delirante ideal. Y alcé los ojos, pero no había nadie en los balcones.

El crepúsculo no era todavía tan oscuro como el día anterior, reconocí perfectamente el palacio Capello con sus cuatro pisos y sus ventanas de forma antigua. No me engañaba; era él, y sin embargo, dudé.

—¿Pero estamos en el mismo sitio que ayer? —pregunté a Giorgio.

—En el mismo, señor, ¿queréis que lo cambiemos?

—No, amigo mío —me apresuré a responder—; sólo que me parecía que no era el mismo edificio.

Giorgio sonrió.

—Lo conozco demasiado, señor, —replicó—; es el palacio Capello; lo conozco por fuera y por dentro.

Esta última afirmación me sobresaltó agradablemente. Tal vez este muchacho conocería a las gentes que hoy habitaban el palacio; tal vez él podría decirme… pero callé, y me puse a contemplar de nuevo el palacio con impaciente ansiedad. Mas esperé en vano. La joven no salió al balcón. Es indecible el tormento que sufrí. Ya entonces era inútil preguntarme si la curiosidad producía también los fenómenos del amor, porque evidentemente lo que yo tenía era amor, a no ser que fuese locura.

Así pasé largo rato. Al cabo de él y cuando comenzaba a cerrar la noche, me decidí a preguntar a Giorgio algo que pudiese, si no disipar mis dudas, al menos darles otro giro. Yo sentía la necesidad de la confidencia, de la exteriorización. Aquel pensamiento encerrado en mi alma, me ahogaba.

—Conque estáis muy seguro, amigo mío, de que éste es el sitio en que permanecimos ayer tarde un momento, ¿eh? —pregunté al gondolero.

—¡Oh!, muy seguro —contestó Giorgio, mirando otra vez sorprendido—, señor excelentísimo; éste es el palacio Capello, todos lo conocemos perfectamente en Venecia; he aquí a un lado al santo Apollinaire, he allí el ponte Storto y si queréis asomaros un momento a la boca del canaleto —dijo—, mostrándome la entrada de un canal angosto, veréis el bello jardín de ese otro palacio moderno y las guirnaldas de rosas que forman bóvedas de un lado a otro, es el Carampane. ¡Vaya si lo conocemos! Yo he vivido en el palacio Capello, añadió con aire sonriente.

En efecto, reparé en todo lo que me señalaba y que no había visto el día anterior, absorto como quedé en la contemplación de la joven.

Esto último era lo que me interesaba y ¿cómo preguntarlo? No parece sino que él me adivinó.

—En esas ventanas —me dijo señalando aquellas en que estaba asomada la joven el día anterior—, se ponía Bianca a hablar con Buonaventuri, ya sabéis, su amante, el que se la llevó a Florencia; conocéis la historia…

—Sí, pero no sabía cuál era la ventana, ¿ésa que está enfrente de nosotros?

—Cualquiera de esas —replicó—, porque todas pertenecen a las habitaciones del viejo Bartolomé y de su familia. Pero la tradición cuenta que Bianca escogía de preferencia esa que ocupaba ayer una señora vestida de negro, ¿la visteis?

El corazón me dio un vuelco; yo no había visto otra cosa.

—Sí la vi —contesté—. Era en esa ventana que está frente a nosotros. Creo que allí estaba ella asomada y reclinándose en un brazo.

—Justamente, y era bella la señora; bellísima; yo la vi también…

—¿Será la dueña del palacio ahora? —me atreví a interrogar.

—No lo creo, excelencia —respondió vivamente el gondolero—, me parece extranjera. Además, conozco a los dueños, a los habitantes del Palacio; he vivido en él —repitió.

—¡Ah! ¿los conocéis…?

—Son venecianos, viejos venecianos; varias familias que allí habitan son venecianas. Pero esa señora de ayer no pertenece a ellas. Seguramente es extranjera; tiene el aspecto; o vendría a visitar.

Por insegura que fuese esta información de Giorgio, que aun habiendo vivido en el palacio, no podría conocer familiarmente a todo sus habitantes, yo experimenté al oírlo una terrible opresión de pecho. Algo me decía que era cierto lo que me afirmaba, y entonces… la noche, que ennegrecía ya las aguas del canal, no era tan oscura como la que velaba mi esperanza. No volvería a ver a la joven. Aquella aparición había sido casual y me había enamorado de un fantasma pasajero…

Volví a alzar los ojos y no descubriendo a nadie, incliné desesperado la cabeza y di la orden de regresar.

—¿Al hotel Danieli?

—Sí —contesté maquinalmente—; al hotel Danieli.

Es este antiguo palacio Bernardo en que estoy alojado.

Y me he arrojado en el lecho, más sombrío, más inquieto, más enfermo que ayer… Aquella visión no se separa un momento de mi fantasía, y una ansiedad loca se apodera de mí. Quizá es la demencia; me parece que tengo fiebre… Siento una especie de terror y comienzo a comprender en todo su peso la expatriación y la soledad. ¡He llamado!

Entre las cartas de recomendación que he traído de París, hay una para el doctor Gerard que vive ahora en Venecia. Este médico es francés, pero ha pasado muchos años en Santiago y en Buenos Aires, y ha contraído allí numerosas relaciones y estima grandemente a los americanos. Uno de mis amigos me dio esta carta. La he hecho llevar a su dirección y espero, verdaderamente preocupado con mi enfermedad.

V

Venecia, 20 de mayo.

Hasta ahora puedo escribir: no he estado gravemente enfermo, pero el médico me ha obligado a guardar cama dos días.

Excelente hombre es este doctor Gerard. Desde que lo he visto, me parece que no estoy expatriado y que no me hallo solo en el mundo. Es un amigo y, lo que es mejor aún, amigo viejo. Ha vivido muchos años en la América del Sur; conoce a todo el mundo y conserva buenos recuerdos de aquellos países. Ama a los americanos como a sus compatriotas y me ha querido desde luego, como a un hijo. Es un hermoso viejo de sesenta años, fresco y vigoroso, en la plenitud de la vida intelectual.

Acudió con presteza a mi llamamiento, me pulsó, me interrogó, y seguramente concluyó por creer que mi enfermedad era más bien moral que física, pero complicada, sin embargo, con algo de calentura cerebral. Recetó alguna poción calmante y me previno el reposo.

—Esto no será nada —me dijo—; pero es preciso que reposéis dos días, por lo menos; yo vendré a veros mañana.

Así lo he hecho; he pasado estos dos días en medio de una languidez extrema, pero dulce. Diríase que he sufrido un largo desmayo, en el que, sin embargo, he tenido alguna conciencia de mi estado.

¡Y no he dejado de pensar en ella!

Hoy el doctor me ha mandado levantarme, me he sentido con mayores fuerzas y he comido con algún apetito.

Luego el doctor ha venido a hablar conmigo en la tarde, y hemos conversado una hora, recordando la América. Conoce nuestra situación y nuestras costumbres perfectamente. Juzga de nuestros asuntos con singular acierto, y le es familiar nuestra historia contemporánea. Analiza con criterio sereno nuestras instituciones y el carácter de nuestros hombres públicos, y habla con lucidez de nuestras aspiraciones y de nuestro porvenir.

Después de esa conversación de generalidades, procuró con delicadeza penetrar en los asuntos de mi vida. No le fue difícil. A pesar de que no gusto de hablar de mis recuerdos íntimos, no hago siempre misterio de ellos, y cuando encuentro a un hombre de mundo y de carácter inteligente y generoso, como el doctor, me dejo examinar. Además, él lo necesitaba para su diagnóstico y para su aplicación medicinal.

Pudo, pues, traslucir que yo había estado bajo la influencia de un pesar profundo, de uno de esos pesares que consumen la savia del corazón, que agotan la fuerza moral, y que hacen imposibles las esperanzas. Que viajaba por distraerme y aturdirme, y que buscaba, si no el remedio de mis males, sí una manera de darles término lo menos tristemente posible. No lo negaré. El supo entonces que yo había amado, como pocas veces se ama en la vida, apasionadamente, haciendo consistir en aquel amor toda mi dicha y todo mi afán en la tierra, y que este amor correspondido con toda plenitud, y que había envuelto mi vida, durante algunos años, como una nube densa que me había alejado del mundo, se había desvanecido repentinamente, como un sueño, como una bruma, como una visión … ¡la muerte había venido a interponer sus sombras en medio de este cuadro de felicidad!

El objeto de mi pasión había sido arrebatado por esta segadora implacable, y con ella habían desaparecido también mis esperanzas y mis únicas creencias. El mal, pues, que atosigaba mi espíritu, era incurable. La ansiedad luchaba con el imposible, y el culto de aquel recuerdo pertinaz me atraía paso a paso a la tumba. Para enfermos de esta clase la ciencia no tiene medicina. Sólo la religión suele ofrecerla como un consuelo a los creyentes, o el Destino concederla, como un milagro.

El doctor, hasta aquí, permenecía pensativo e inquieto. Quizá atribuía en gran parte mi estado actual a esa larga lucha de vigor moral agotado con mis implacables dolores. Pero estaba muy lejos de pensar que había habido un nuevo sacudimiento en mi alma; que tal vez el milagro del Destino había operado aquella revolución que me postraba, o que el estado de sobreexcitación de mi espíritu que hacía peligrosísimo cualquier nuevo sentimiento, había producido, por una transformación extraña, aquel abatimiento final.

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