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Authors: Ignacio Manuel Altamirano

Cuentos de invierno (16 page)

BOOK: Cuentos de invierno
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Pero sobre todo, yo estaba furioso. Jamás había sentido el dolor punzante que sentí al ver a mi primera amada huir con su raptor.

¿Conque así se cumplían las promesas? ¿Así se guardaba la fe jurada? ¿Esto ocultaban aquellas palabras tranquilizadoras de la última noche?

¡Pérfida! ¡Infame!

Y pasaba junto a mí, platicando con su aborrecido amante, que aún traía envuelta en un pañuelo la mano herida por mí. Yo no pude contenerme, y asomé el cuerpo de tal manera, que lo dos me reconocieron. Antonia palideció. El coronel, enfurecido, sacó una pistola, me apuntó y disparó; pero no era un buen tirador, y la bala pasó lejos de mí.

Entonces gritó a sus asistentes:

—¡Ea, pronto, a coger a ese bribón! Ahora verás si te escapas de llevar el tambor o de que te cuelgue de un árbol…

Yo quise responder algo terrible que tradujese mi odio y mi cólera; pero no encontré más que esta frase, muy de mi edad y de mi inexperiencia:

—¿Yo tambor? grité… ¿Sí? ¡Su madre!

El coronel se torció de ira, los asistentes quisieron lanzarse en mi persecución, pero el flanco del camino era montuoso, muy escarpado y lleno de cortaduras. A caballo era imposible seguirme; a pie, tenía yo ventaja. Así es que me alejé lentamente y con toda seguridad, aun cuando oí algunos tiros sonar a mis espaldas. La columna entera había hecho alto, comunicóse la novedad al general en jefe, pero después de haber reconocido este ilustre veterano la imposibilidad de perseguirme con buen éxito, y de haberme contemplado con su anteojo suficientemente, mandó continuar la marcha con gran despecho de su valeroso hijo, que dos veces se había visto burlado por un chico delante de su joven dama.

Sin embargo, de este triunfillo, que me envaneció por algunos momentos y calmó algo mi dolor, cuando desde una nueva altura miré perderse a lo lejos la columna, me sentí desfallecer; me senté sobre una piedra, incliné la cabeza y lloré.

Todo el mundo, en mi caso, al conocer que está consumada la primera perfidia de la mujer que se ama, se pregunta con voz sorda y ahogada por una convulsión dolorosa:
¿Es posible?
Yo también me pregunté
¿Es posible?

¡Ay! Largos años de perfidias y decepciones iban a responderme en seguida, que para las mujeres todo es posible.

XIII

Por la tarde bajé por fin al pueblo, y lo encontré mudo, triste y vacío. No estaba allí Antonia.

La mujer querida es la que alegra y hace vivir todo en derredor nuestro. El pueblo, mi casa, mi familia, todo me parecía insoportable. Apenas la ternura de mi buena madre que me creía salvado de un gran peligro, y la severa bondad de mi padre que me dio muchos consejos, pudieron derramar un poco de bálsamo en las heridas de mi corazón.

Después de algunos días en que anduve arrastrando por las soledades mi tristeza, me sentí con deseos de ver a la solterona para hablar con ella de mi mal.

Doloritas me recibió sonriendo y al parecer satisfecha.

—No te aflijas, Jorge —me dijo—, prodigándome extrañas caricias; ya has conocido cuán bribona era la Antoñita; yo me alegro de que te hayas desengañado.

—¿Se alegra usted? —le pregunté sorprendido.

—Naturalmente, hijito, porque tú eres un buen muchacho, muy amoroso, muy tierno, muy niño, y no merecías a esa perdularia, que lo que deseaba era que se la llevara el diablo, como se la llevó, con un militar que va a dejarla en el primer pueblo del camino. Tú mereces otra cosa, tú mereces un corazón que sea siempre tuyo, que te quiera como tú deseas y que no sea capaz de dejarte por el primer advenedizo. Además, tú eres muy jovencito, y aún no conoces bien lo que es verdaderamente amor. Déjate de miraditas, de suspiros y de niñadas que no tienen objeto, y que no te han de traer más que tristeza y fastidio. Hay otras cosas en el amor que tú no conoces, y que necesitas que te enseñen… Pero eso no puede hacerlo una criatura que todavía tiene la leche en los labios. Te hace falta una mujer que tenga más experiencia que tú. Yo te aseguro que con ella olvidarás a tu Antonia en el término de tres días, y hasta te reirás de haberla sentido tanto.

—Pero, Lola —le respondí—; si eso es verdad, ¿en dónde encontraré ese corazón de que usted me habla? ¿dónde está esa mujer de experiencia que necesito para consolarme? Si ella me prometiera curarme, yo la amaría toda mi vida…

Doloritas se puso como una amapola; sus ojos despedían llamas, su boca estaba seca, y su pecho se agitaba. Abrió los brazos, me estrechó contra su corazón, y me dijo con voz trémula:

—¡Ah! si tú me prometieras ser reservado, si tú me quisieras como querías a Antonia.

—¿A usted? —le pregunté azorado.

Por más señales que hubiese visto antes, de la extraña afición que la jamona me tenía, mi inexperiencia y mi amor a Antonia me habían impedido darles su verdadero carácter. Aquella tía me inspiraba una repugnancia invencible. Además, yo la creía muy culpable en el rapto de Antonia.

A mi brusca interpelación, la jamona me alejó de sí; pero pareció calmarse, y leyendo en mi semblante mi absoluto desamor y mi sorpresa, que no ocultaba mi repulsión hacia ella, me respondió:

—Sí, a mí, niño, a mí para ser tu consejera en estos asuntos, para que no te vuelvan a engañar. Te digo que sería necesario que me quisieras como a Antonia, porque así nada me ocultarías y tendrías suma confianza en mí. No lo digo por otra cosa, Jorge, ni tú lo vayas a entender de otra manera, porque bien sabes que yo, teniendo otra edad que tú, y habiendo querido mucho (aquí suspiró) a un hombre digno de mí, no puedo querer ya a nadie, ni menos a un niño como tú.

Respiré. Doloritas se replegaba, ahorrándose un compromiso ridículo. Aquella declaración llevada hasta su último extremo, me hubiera causado horror.

Me alejé y no volví a la casa de la solterona, que por otra parte, lejos de extrañarme, me tomó ojeriza. Sabido es que las mujeres se convierten en enemigas, después de una contrariedad de esta naturaleza.

Seguí viviendo triste en aquella aldea, por espacio de ocho a diez meses, sin querer dedicarme a nada, ni trabajar en nada.

Mi familia estaba alarmadísima, hasta que mi pobre padre, llamándome un día, me preguntó:

—Hijo, ¿quisieras irte a estudiar a México?

Yo di un salto de gozo, jamás me hubiera atrevido a solicitar semejante cosa, pero la verdad era que esa idea me halagaba desde hacía tiempo.

—¿A estudiar? ¿Y en dónde?

—En un colegio; aunque somos pobres, aplicándote, te podemos sostener y serás lo que tú quieras.

—Con mucho gusto, padre. Ese es mi deseo.

—Pues arreglado; partiremos pronto.

Desde aquel día no pensé en otra cosa. Dar a mi espíritu una ocupación conforme con mis esperanzas y mis ambiciones; ir a México, entrar en otro mundo, poner el pie en los primeros peldaños de una escala que yo había soñado… ¡qué orgullo y qué dicha!

Quince días después, acompañado de mi padre y de algunos parientes, y montado en un caballejo pacífico y meditabundo como yo, me dirigía a la famosa capital de la República, con la cabeza llena de ilusiones y el corazón casi enfermo por las constantes palpitaciones de alborozo.

Los
yankees
habían evacuado ya la República, y la vida mexicana iba volviendo a su curso normal.

A medida que me aproximaba a la gran ciudad, nuevas sorpresas y más bellas ilusiones acariciaban mi joven imaginación. Un recuerdo me asaltó al entrar en la hermosa calzada que debía conducirnos hasta las puertas de México.

¡Antonia!

Este amor no se había apagado enteramente, y de sus cenizas tibias aún brotaban de cuando en cuando algunas chispas. Antonia tal vez estaba en México; tal vez iba a encontrarla. ¡Qué curioso estaba yo de conocer su nuevo estado! ¡Qué deseos abrigaba de vengarme de ella!

¡Desgraciada!

El destino iba a ponérmela delante más tarde. ¡y de qué manera iba yo a verla otra vez!

Pero esa segunda parte de esta historia de mi adolescencia, pertenece a otro tiempo, y allí tendrá su lugar.

Mi padre me sacó de mi meditación cuando estábamos frente a la garita, y veíamos las grandes calles de la capital por las que hormigueaba la gente. Diome un golpecito en el hombro y me dijo:

—Muchacho, ¡ya estamos en México!

Mis recuerdos y preocupaciones se disiparon como por encanto, en presencia de este espectáculo terrible para un niño de aldea. ¡MÉXICO!

BEATRIZ

IDILIOS Y ELEGIAS

(Memorias de un Imbécil)

BEATRIZ

In Venice do let heaven see the oranks. They dare
not show their husbands; their best conscience.
Is, not to leave undone, buy keep unknown
.

SHAKESPEARE
,
OTHELLO


Other women cloy. The appetites they feed,
but she makes hungry.
Where most she satisfies: for viles things.
Become themselves in her; that the holy priest.
Bless her when she is riggish
.

I

Un destino singular, semejante a un guía burlón, iba a iniciarme desde muy temprano en todos los misterios de la vida, y lo que es más extraño aún, por una serie maravillosa de contrastes, que hacían para mí doble el tiempo y más rápido el aprendizaje. Mi primer amor fue un lampo de aurora; mi segundo amor fue un incendio. Todavía atónito por las volubilidades de la cervatilla, me encontré, cuando menos lo pensaba, en las garras de la tigre. Mi corazón, excitado apenas con el aroma de la margarita silvestre, se atosigó bien pronto con el perfume letal de la rosa, reina de los jardines.

He dicho que Antonia, en su calidad de niña, necesitaba un mentor que fuese niño. A mi vez, yo no sé si la necesitaba; pero el hecho es que, como Juan Jacobo Rousseau, me encontré con una mamá; ya sabéis que así llamaba él a la buena Madame de Varens.

Mi maestra era una mujer cuyo tipo existe todavía, como un resto edificante de la antigua educación que recibió esta sociedad cuando era colonia, y que se encargó de modificar la vida moderna.

Pero no anticipemos, y hagamos la historia desde el principio.

Estudiaba yo; ya recordaréis que mi buen padre me trajo a México con la intención de meterme en un colegio. Así lo hizo, y por dos años me estuve inocentemente estudiando, confesando y comulgando, como lo acostumbraban los jóvenes que en aquel tiempo tenían la dicha de ilustrarse en esa especie de redil que se llamaba, pomposamente,
un colegio
.

¡Un colegio! ¡qué mundo de recuerdos evoca este nombre para mí! Tristes y alegres, gratos y fastidiosos, todos pasan en tropel por el campo de mi fantasía en las horas silenciosas de la noche en que escribo esto. Yo en el colegio fui alternativamente feliz o desdichado. Allí dejé el pelo de la dehesa, allí comencé a deletrear en el gran libro del mundo, allí contraje numerosas amistades de las que he perdido muy pocas, y allí por último se me apareció entre las sombras de la meditación, la encantadora imagen de Beatriz, como una realización inesperada de mis deseos juveniles.

Es preciso decir lo que era entonces un colegio, para hacerla conocer bien a los muchachos que hoy disfrutan el beneficio de educarse a la moderna, y más todavía a los que mañana no encontrarán en las escuelas ni un solo espectro de los que espantaban a los jóvenes de mi época, ni una sola ranciedad de las que nos fastidiaron a nosotros sin lograr por eso hacernos amar a las antiguallas.

Un colegio era una gran casa parecida a un convento, y en la que bajo la advocación de un santo cualquiera, se enseñaban las ciencias a la juventud. Esta gran casa tenía un aspecto amable, y el más propio para cautivar el espíritu de los muchachos y hacerles gustar del estudio.

Figuraos tres o cuatro patios generalmente sombríos, más bien a causa de la altura del edificio y del color de las paredes y de los corredores, que de la falta de luz. El hermoso sol de nuestra tierra no penetraba allí sino velado; los hombres de aquella época juzgaban a propósito pintar de negro los nidos, para no hacer peligrosa la alegría de los gorriones que en ellos se educaban.

En estos tres o cuatro patios, circuidos todos por oscuros corredores, se alojaba aquel mundo que se llamaba un colegio. Arriba vivían los estudiantes; abajo estaban las cátedras, el refectorio, la capilla, el general, la cocina, la despensa, los cuartos de criados, etc.

Las habitaciones de los estudiantes eran magníficas, pues se hallaban modeladas según las que se destinaban a los criminales en las cárceles de aquel tiempo. Consistían en una pieza pequeña que comunicaba con el corredor por una puerta, y que además solía tener una ventanilla con una reja de hierro.

En esa pieza vivían generalmente cuatro o cinco estudiantes. A veces el número era mayor, aunque el de puertas y ventanas era el mismo, de manera que la ventilación era excelente.

La higiene preocupaba muchísimo a los directores de semejantes establecimientos, y no pocos de los antiguos educandos deben la robusta salud de que disfrutan hoy a los solícitos cuidados de que fueron objeto, y a la sana alimentación que recibieron en la época feliz de su juventud.

Por lo demás la vida de colegio era encantadora, como que estaba enteramente calcada sobre la vida monástica, la de los tiempos de la Tebaida, se entiende, porque ni por todo el oro del mundo se nos hubiera permitido imitar la edificante conducta de los virtuosos anacoretas que en ese tiempo honraban nuestra santa religión con sus evangélicas virtudes.

Así pues, nuestra vida giraba en el eterno círculo del ayuno, del rezo, del estudio, de la contemplación y de la taciturnidad. A las cinco de la mañana, en el verano como en el invierno, el toque de una campana nos despertaba del sabroso y pesado sueño de la juventud. Una mano poco ceremoniosa abría la puerta de nuestro cuarto, y la cabeza de Medusa del padre maestro o prefecto de estudios, abrigada bajo un birrete negro y grasiento, se introducía para gritarnos con voz cascada, el sacramental
¡arriba!

A esta palabra nos levantábamos sobresaltados, nos poníamos de prisa los desgarrados vestidos del colegial, y nos lanzábamos al corredor a recibir al agradable fresquecillo de la mañana. En algunos de esos colegios donde los estudiantes dormían en un largo salón, el susodicho padre maestro o prefecto obligaba a todo el mundo a saltar del lecho a medio vestir, persignándose y rezando en voz alta el himno aquel:

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