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Authors: Ignacio Manuel Altamirano

Cuentos de invierno (14 page)

BOOK: Cuentos de invierno
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—No, no; suélteme usted.

Y acabando de desasirse, la muchacha corrió medio desmelenada a refugiarse en la sala. El coronel la siguió a paso lento, y un instante después le oí puntear a su vez la guitarra y entonar una canción amorosa con una voz de sochantre endemoniada.

Sabido es que los valientes del antiguo ejército eran muy aficionados a cantar, acompañándose con la vihuela, lo cual constituía uno de sus principales atractivos a los ojos de las mujeres de aquella época. Lo hacían de los perros casi todos, pero ellos sabían sacar partido de esta cualidad, por más que presentasen una abominable figura, vestidos de uniforme y con sendos bigotes, abriendo una boca enorme para entonar con voz áspera y forzada una tonadilla generalmente desapacible. Ya se acabó también esta familia de trovadores, y los pocos miembros de ella que aún quedan, tienen la boca desamueblada por los años, y no cantan ya.

Pero volvamos a Antonia. Si al lector (lo cual no sería raro) le ha acontecido alguna vez presenciar la escena desgarradora que yo presencié, puede formarse una idea de mi indignaci6n y de mi desaliento.

Acababa yo de sentir en mi alma una ardiente reacción cariñosa en favor de Antonia, merced a las razones tranquilizadoras que yo mismo me di para alejar mis sospechas. Venía yo dispuesto a repetirle que la seguía amando, y a arrancarla, si era posible, de los peligros que la cercaban. Pero al ver lo que vi, toda aquella expectativa risueña se había disipado. Volví a caer en un abismo.

Es verdad que lo que oí me indicaba que aún la joven no había concedido cosa mayor al coronel, y éste había tenido que sorprenderla para arrebatarle aquellos besos; pero también me constaba que la muy bribona se había dejado alcanzar fácilmente, y no se había muerto de ira al sentir sobre la suya la boca atrevida del militar; lejos de eso, ni siquiera había gritado pidiendo socorro; y sobre todo, a las solicitudes del coronel sólo había contestado con una frase de celos y de reproche.

¡También está usted enamorado de mi madrina!
había dicho. Eso indicaba que para ella no había más obstáculo ni más razón de resistir, que la doble galantería de su seductor. Y ese obstáculo que entonces sólo era un pretexto a mi modo de ver, hoy que lo analizo con mayor experiencia, era justamente un incentivo más para la muchacha, como para toda mujer.

Arrebatarle un amante a una amiga, a una parienta, a una conocida siquiera, he aquí el manjar de los dioses para el orgullo femenil.

Todas estas amargas reflexiones hechas después que salí de mi dolorosa estupefacción, me produjeron un arrebato tal de cólera, que determiné marcharme a mi casa sin volver siquiera la vista hacia aquella casa odiosa que escondía a tan miserable criatura.

Pero en este momento el coronel había acabado de cantar y recibía los aplausos de la vieja coqueta, cuya voz chillona recorría todas las notas de la adulación.

Seguramente se acercaba la hora de la cena, porque inmediatamente después, Doloritas salió de la sala y se dirigió con paso ligero a la cocina. Yo me le atravesé en el camino.

—¡Ah! ¿eres tú, Jorge? —me dijo al verme—, ¿qué andas haciendo?

—Venía a ver qué se le ofrecía a usted.

—¿Sí? pues precisamente te estaba deseando. Corre a la casa de Antonia, y dile a su padre de mi parte que venga por ella. Ya es de noche y es tiempo de que se vaya. Además, yo no quiero ser responsable de lo que le suceda a la muy…

—¡Cómo! —exclamé yo, haciéndome el asombrado—, ¿pues qué le pasa algo?

—Le pasa que es una indecente, una provocativa. Ha estado haciendo todo el santo día los ojos tiernos al coronel, y éste que no se hace de rogar va a acabar por trastornármela; pero no será en casa, ¡no faltaba más! ¡Como si yo no hubiera quedado ya más que para eso!

—Pues yo creí a Antonia muy buena muchacha, muy candorosa.

—Linda está tu candorosa y tu buena muchacha… tiene unos modos que, ¡Dios me ampare! pero va a parar en… ¡Cállate boca! Anda, anda Jorge, dile a su padre que venga por ella en el instante, y que le mando llamar porque hay ahora soldados en el pueblo, no me atrevo a enviarla sola, ni contigo. Ya es hora de cenar, y no quiero que se siente con nosotros a la mesa.

Yo volé con las alas de mis celos, alegre de poder pagar a Antonia con la contrariedad que iba a sufrir, el mal que me había hecho.

X

Di el recado de Doloritas al viejo de la mula, y el buen hombre, encontrando muy cuerda la disposición de su comadre, se envolvió en su manga y se dirigió, en unión mía, a la casa en que se hallaba su picarona hija.

Yo quise hacerle aguardar en el zaguán; pero él, contra lo que yo esperaba de su timidez de campesino, quiso entrar para conocer a los oficiales, como él decía, y se entró muy ceremonioso en la sala.

—Santas noches, mi señora comadre —dijo saludando a la solterona—: ¿dónde está ese señor coronel para que yo le salude?

El coronel estaba tan pegadito a Antonia y tan entretenido, que el ranchero se admiró de aquella familiaridad. El coronel, contra su carácter, se levantó muy atento y vino a abrazar al viejo, cuando supo que era el padre de la muchacha.

—Amigo —le dijo—, tengo muchísimo gusto de conocer a un tan honrado vecino y padre de una niña tan hermosa como Antoñita.

—¡Ah! sí, señor —respondió el estúpido—, eso sí señor, muy hombre de bien, es lo único que yo tengo; y en cuanto a la chica, es regular, señor, regular, no hay que alabarla. ¡Válgame María Santísima, señor coronel! Y su merced ha estado platicando con esta mocosa de mis pecados, que no tiene palabra, ni modos… Fuera mi comadrita, señor, esa sí que lo entiende, como que se ha criado en la capital y se ha rozado con caballeros y con licenciados, y con frailes y demás gente copetona. Esa sí, señor, que se la recomiendo deveritas; porque no es porque sea mi comadrita, pero aquí es la que hace raya…

El coronel se reía abrazando burlescamente al ranchero; la solterona hacía muecas de desagrado, aparentando sumo despejo para con el militar; Antonia procuraba ocultar la cara, y los ayudantes se reían de la figura y de las palabrotas del viejo. Sólo yo examinaba aquel cuadro con simple curiosidad. El viejo entabló después conversación con el coronel. Este, que tenía interés en familiarizarse con el padre de Antonia, le prodigó mil frases lisonjeras, en las que, sin embargo, se podía notar una mofa mal disimulada. A las preguntas que el ranchero hizo sobre la campaña con los Norteamericanos, cualquier hombre pundonoroso se habría visto singularmente embarazado; pero el coronel, como todos los hombres de su clase, no tenía sino una idea muy mediana de la vergüenza militar; y en consecuencia, comenzó a ensartar con el mayor desenfado del mundo, tantas y tan estupendas mentiras sobre su propio heroísmo y el de su ilustre padre, que todo el auditorio escuchaba en silencio y asombrado, como el auditorio de Eneas. Sólo el ayudante sonreía a hurtadillas, lo que observado por el valiente narrador, no le inquietó sin embargo.

Antonia escuchaba extasiada. Figurábasele su nuevo amante uno de los doce pares de Francia. Muy lejos estaba de pensar la pobre aldeanilla que el tal coronel no era más que un solemne embustero, gran figurón de parada, y más, gran corredor todavía a la hora de los cañonazos.

En cuanto al ranchero, movía la cabeza de cuando en cuando en señal de admiración, y en su boca enormemente abierta, y en su semblante todo, que presentaba las señales de la petrificación, se traslucía el rústico entusiasmo de que estaba poseído el muy bestia.

Doloritas, que por su trato con los militares en México, sabía ya a qué atenerse respecto del valor temerario de que hacían gala siempre, no se mostraba muy convencida; pero en su empeño de hacer la conquista de aquel héroe, aparentaba creer todas sus hazañas, y a cada peligro que refería el valiente haber corrido, ella se estremecía, juntaba las manos con angustia, para concluir, al oír el desenlace afortunado, lanzándonos un
¡ah!
tiernísimo, respirando como un fuelle, y gratificando al coronel con una mirada y una sonrisa dignas de la
Gran Duquesa
. La misma Dido no hizo tantas coqueterías escuchando la narración del héroe troyano, como la jamona, mi amiga, oyendo los embustes del gallinón de mi coronel. Por mi parte, debo declarar que en esa época no tenía yo la más ligera idea de lo que valían realmente estos Fierabrás del ejército, a quienes apenas conocía por su aspecto arrogante y por sus fechorías en los pueblos inermes. Pero por simple instinto había yo comprendido que todo lo que había confiado nuestro paladín, era un tejido de mentiras apropósito para embaucar a la muchacha, al viejo, a la solterona y a mí.

Y me asaltaron vivísimos deseos de reírme a carcajadas y de decirle al coronel que no era más que un podenco, pero me contuvo el temor de exponerme a una paliza soberana, y de ir a aumentar la banda de haraposos y hambrientos tambores que había visto entrar al frente del batallón que mandaba su señoría.

A esta sazón, el ranchero, como si coincidiera conmigo en pensamientos, o bien reflexionando con su rudo buen sentido, que el resultado de todas aquellas heroicidades no era precisamente el que debía esperarse de ellas, se atrevió a decir con voz en la que la duda se traslucía a leguas:

—Bueno, señor coronel, usted es muy valiente, y todos los que andan con usted son muy valientes, y así me gustan los hombres; pero dígame usted, mi señor, dispensando la llaneza, y no haga usted caso de mis palabras, porque yo soy un animal que no rebuzno porque Dios es grande, dígame usted ¿por qué con todas esas
redotas
que les ha pagado usted a los
yankees
, ellos se han metido hasta México y ustedes andan por aquí? Tal vez será para cogerlos a toditos acorralados; eso me pienso yo; pero quiero que usted me saque de ese engaño, para mi gobierno.

El maldito viejo había dado en el clavo, y el coronel se fastidió de aquella pregunta, mientras que el maligno ayudante tarareaba una cancioncilla para no reírse tal vez.

—Amigo —respondió el héroe—: usted no entiende de cosas militares, y sería inútil que yo le explicara cómo está eso; pero sépase usted que así está bien hecho, y que lo que ha dispuesto el gobierno es muy hábil. Ha pensado usted algo de lo que va a suceder. Los
yankees
, derrotados como están, y en tierra ajena, y en medio de una población que no los puede ver, van a llevar su merecido. Ni uno solo ha de salir de México, yo se lo aseguro a usted; pero el
cómo
no puedo decírselo a usted, porque eso sólo nosotros los soldados lo sabemos.

—Cabal —repuso el viejo—, usted me convence. Ya le dije a usted que yo soy un animal; pero me alegro de haber acertado en parte. Con eso me sobra. Con que quiere decir que los
yankees
, aunque parece que están ganando, están perdiendo. Pues bendita sea su boca, señor coronel, que eso que nos dice es precisamente lo que deseamos saber para nuestro consuelo. Ahora, si su señoría me hace la honra de ir por aquella mi casa, yo se lo estimaré mucho. Es una casa de rancheros, pero su señoría será recibido como quien es, y no faltará por allí una pobre comida que ofrecerle. Quién sabe si le gustará la carne de los pobres.

—¡Ah! —se apresuró a responder el coronel—, y cómo si me gusta la carne de los pobres. Yo la prefiero muchas veces a la carne de los ricos, porque es más sazonada y se come con mejor apetito y con menos peligro de indigestarse. Figúrese usted, amigo, si no habré comido la carne de los pobres en esta carrera militar, en que tiene uno que contentarse con lo que encuentra más a mano. Le he tomado gusto y le probaré a usted con cuánto placer acepto sus ofertas. Mañana pasaré el día con usted.

—Corrientes —concluyó el ranchero, levantándose—; pues mañana aguardo a su señoría a almorzar, y si gusta echaremos una correría por esos campos, en que tengo mis labores, y mi rancho y mi huerta. Se divertirá usted.

—¿Y nos acompañará Antoñita?

—Nos acompañará, mi señor, que ella para andar a caballo es tan buena como un hombre; usted la verá.

—Muy bien, Antoñita, hasta mañana, yo seré el caballero de usted en ese paseo, que espero será delicioso. No sabe usted, amigo, cuánto me ha simpatizado su hija.

—Favor de usted, mi señor, ella no merece.

—Compadre —interrumpió la solterona, que había escuchado este capítulo de cumplimientos con el más visible enfado—, ¿y a mí no me invita usted?

—Con mucho gusto, comadrita, y le mandaré ensillar a usted aquel caballito canelo que tanto le gusta.

Entonces el ranchero y su hija se despidieron; Doloritas abrazó a su compadre y a su ahijada con un mal humor infernal, el coronel se restregó las manos, pensando en el día siguiente, y yo seguí a Antonia con un puñal clavado en el corazón.

El viejo, cuya locuacidad se había despertado con la conversación del coronel, charló en el camino de una manera fastidiosa. Antonia, preocupada, apenas contestaba una que otra vez, y yo caminaba en silencio mordiéndome los labios de cólera.

Al llegar a la casa, el viejo me invitó a entrar, pero yo rehusé, pretextando que era muy tarde; el viejo se metió, y Antonia iba a hacer lo mismo, cuando la detuve temblando de ira y de celos.

—Antonia —le dije—, ¿ya no cuento contigo, no es verdad?

—¿Por qué? —me preguntó a su vez con una frialdad que me la hizo odiosa.

—¿Cómo por qué? ¿Y lo que he visto esta noche, y esos besos que te dio el coronel, y el paseo de mañana? Tú estás enamorada de él, y va a perderte.

—¡Qué me ha de perder…! no seas tonto. En lo que has visto esta noche no tengo yo la culpa, y bien viste que corrí para que no me abrazara; lo del paseo fue cosa de mi padre, ¿qué quieres que yo haga? No estoy enamorada del coronel: pues qué ¿somos iguales? El es un señor muy caballero, yo soy una pobre muchacha: ¿qué caso me había de hacer? Mi madrina es a la que él va a querer; ya verás.

Antonia dijo estas palabras con una cierta tristeza de muy mal agüero para mí.

—Además —añadió pensativa—, si al coronel le parezco bonita, y quiere hacer de mí una cosa que no convenga, yo sé cuidarme, y eso de que él me dejara así, para que fuera yo después la burla del pueblo… ¡no! ¡eso no!

—Antonia, cuídate —le dije tomándole la mano y próximo a llorar—. Mira que si te sucede algo me voy a morir.

—¿Tú…? —replicó la joven, como interrumpiendo sus reflexiones—. ¿Tú morirte? ¡Vaya que tienes unas cosas, Jorge! ¿Y por qué te habías de morir si me sucediera algo?

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