Cuentos de Canterbury (65 page)

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Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
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Si se censura implacablemente al hombre por su pecado llamándole «lascivo», «borrachín» y otros calificativos por el estilo, en este caso cae en la regocijada esfera del demonio, que siempre se alegra cuando el hombre peca. Sin duda, la censura sólo puede brotar de un corazón vil: con mucha frecuencia, de la abundancia del corazón habla la boca
[591]
.

Y debéis comprender esto: siempre que un hombre deba reprender a otro, ha de evitar la censura y el reproche. Pues, ciertamente, si no adopta precauciones, puede reavivar con suma facilidad el fuego de la ira y de la cólera, en vez de apagarlo, y quizá sacrifique a aquel a quien pudo corregir con benevolencia. Tal como afirma Salomón: «Una lengua afable es el árbol de la vida»
[592]
, a saber, la vida espiritual.

Indudablemente, un deslenguado mata el alma del que censura y también del censurado. Observad la advertencia de San Agustín: «No existe nada tan parecido al hijo del diablo como aquel que regaña con frecuencia.»

San Pablo también añade: «El reprender no es adecuado a un siervo de Dios»
[593]
. Y ya que la riña es cosa villana entre toda suerte de gentes es, sin duda, todavía más impropia entre marido y mujer, pues entonces jamás reina la tranquilidad. Y por tal motivo comenta Salomón: «Casa descubierta y con goteras y mujer reñidora son parejas»
[594]
. El hombre que mora en casa con muchas goteras, aunque evite las de un lugar, otras caerán sobre él en otro sitio. Así acontece con la mujer reñidora: si no riñe con él en una ocasión, lo hará en otra. Y así, «mejor es un bocado de pan con alegría que casa llena de suculencias con discordias»
[595]
, manifiesta Salomón. Tal como dice San Pablo: «¡Oh vosotras, mujeres, permaneced sujetas a vuestros maridos de modo conveniente! Y vosotros, esposos, amad a vuestras esposas»
(A los colosenses
, cap. III)
[596]

Pasemos, acto seguido, a mencionar el desprecio. Es éste un depravado pecado, especialmente cuando se desprecia a un hombre por su bien obrar. Ya que, ciertamente, los que desprecian se comportan como el repugnante sapo, que es incapaz de soportar el suave aroma de una vid en flor. Estos desdeñosos son copartícipes del diablo, ya que sienten gran alegría si el demonio gana y gran pena si sale derrotado. Son enemigos de Jesucristo, pues odian lo que Él ama, es decir, la salvación de las almas.

Hablemos ahora del mal consejo. Aquel que da un mal consejo es un traidor, ya que engaña a quien en él confía, como Achitofel
[597]
a Absalón. Pero, no obstante, un mal consejo opera, en primer lugar, contra él mismo. Como afirma el sabio, toda falsa forma de vida tiene una propiedad inherente: que al pretender dañar a otro hombre se perjudica a sí mismo en primer lugar. Y es preciso saber que el hombre no ha de recibir consejo de personas mentirosas, ni de gente iracunda ni apesadumbrada, ni de la que notoriamente ama su propio provecho de modo desmesurado, ni de la excesivamente mundana, en especial por lo que se refiere a los consejos espirituales.

Viene ahora el pecado de los sembradores e introductores de discordia entre su prójimo —pecado éste que Jesucristo aborrece de plano. Cosa nada sorprendente, pues Él mismo murió para pacificar. Infieren ellos a Jesucristo mayor afrenta que quienes le crucificaron, pues Dios quiere que la armonía reine entre los hombres, ya que la estimó más que a su propio cuerpo, entregado por la unidad. Por consiguiente, los que están dispuestos a sembrar la discordia son comparables al diablo.

Viene luego el pecado de doblez en el que incurren los que hablan bien ante los demás y mal detrás de ellos; y también los que aparentan hablar con buenas intenciones o por chanza o broma y, con todo, albergan torcidos propósitos.

También está el que divulga confidencias, y es uno, por ende, difamado. De hecho, es muy difícil resarcirse de los daños.

La amenaza, que viene a continuación, es una tremenda locura, pues el que amenaza a menudo, amaga, en muchísimas ocasiones, más de lo que puede llevar a cabo.

¿Y qué decir de las palabras ociosas? El que las profiera, al igual que el que las oye, no obtiene provecho alguno. Pues por palabras ociosas entendemos las que no son necesarias o sin intención de obtener algún provecho natural. Y aunque esas palabras ociosas constituyen pecado venial, con todo, deberíamos desconfiar, ya que de ellas daremos cuenta a Dios.

Sigue después la murmuración, que siempre es pecado. Como afirma Salomón: «Es un pecado de completa locura.» Y, por consiguiente, cuando a un sabio le preguntaron cómo los hombres pueden agradar a sus congéneres, él les contestó: «Obrad con frecuencia el bien, y murmurad poco»
[598]

A continuación viene el pecado de los burlones, que son los monos diablo, pues hacen reír a la gente con sus gracias, como con las monadas de aquellos animales. San Pablo prohíbe este proceder
[599]
. Considerad cómo esas santas y virtuosas palabras confortan a los que se esfuerzan al servicio de Jesucristo. Así las malvadas palabras y pullas de los chistosos confortan a los que están al servicio del diablo. Todos estos pecados de la lengua se derivan de la ira y de otros vicios.

Siguen los remedios contra los pecados de ira.

El remedio contra la ira es la virtud que los hombres llaman mansedumbre. Ésta consiste en la afabilidad y también en lo que se ha venido a denominar paciencia o tolerancia.

La afabilidad aleja y modera las apetencias y apetitos íntimos de la naturaleza humana de tal modo que no surgen ni por cólera ni por ira. La resignación acepta como mansedumbre todas las molestias e injusticias provenientes del hombre que afectan al exterior de la persona.

San jerónimo afirma, por consiguiente, que la afabilidad no causa ni dice daño a nadie, ni por cosa dañina que los hombres hagan o digan, no se enciende contra la razón. Esta virtud es, a veces, natural, pues, como afirma el filósofo, el hombre es muy sensible, de natural afable y capaz de ser dirigido hacia la bondad; pero cuando la afabilidad está conformada por la gracia, entonces es todavía más paciente.

La paciencia —el otro remedio contra la ira— es una virtud que soporta con dulzura todas las cualidades humanas y, al mismo tiempo, no se irrita por mal alguno que se le ocasiona. El filósofo afirma que «la paciencia es aquella virtud que soporta con agrado todos los ultrajes de la adversidad y todas las palabras malignas». Esta virtud hace al hombre semejante a Dios y lo transforma en hijo predilecto suyo, tal como afirma Jesucristo
[600]
.

Tal virtud desconcierta a tu enemigo, pues, tal como explica el hombre sabio: «Aprende a sufrir si quieres vencer a tu enemigo»
[601]
.

Y has de saber que el hombre soporta cuatro tipos de agravios exteriores. Contra ellos debe adoptar cuatro formas de paciencia.

El primer agravio procede de las palabras malignas. Este es el agravio que Jesucristo sufrió sin quejarse, con toda paciencia, cuando los judíos le despreciaron y reprendieron con tanta frecuencia. Soporta, pues, pacientemente, ya que el hombre sabio afirma que «si luchas con un necio, por más que éste esté alegre o iracundo, no tendrás descanso»
[602]
.

El otro agravio exterior consiste en causar perjuicio a tus propiedades. Esto lo sufrió Jesucristo con mucha paciencia al ser despojado de todas sus posesiones en vida, sus vestidos incluidos.

El tercer agravio consiste en dañar el cuerpo de alguien. Eso lo padeció Cristo durante toda su pasión con gran mansedumbre. La cuarta afrenta es el ultraje de obra. Por consiguiente, afirmo que la gente que somete a sus subordinados a trabajos excesivos, o en días inadecuados, como en los festivos, comete ciertamente pecado grave. Eso mismo también lo padeció Jesucristo de modo muy paciente, y con ello nos enseñó a tener resignación, al llevar sobre sus benditos hombros la cruz en la que iba a sufrir muerte ignominiosa. De ello la Humanidad puede aprender a ser paciente, pues ciertamente no sólo los cristianos son pacientes por el amor de Jesucristo y por el galardón de la vida beatífica perdurable; de hecho, los mismos paganos que jamás fueron cristianos recomendaron y practicaron esta virtud.

En cierta ocasión un sabio que quería azotar a un discípulo suyo por un importante error que le había irritado sobremanera trajo un bastón para azotar al niño. Cuando éste vio el bastón, le espetó a su maestro:

—¿.Qué piensas hacer?

—Te voy a azotar para que te enmiendes —le replicó su maestro.

Verdaderamente —contestó el niño—, primero debes corregirte a ti mismo por haberte impacientado por culpa de un niño.

—Gran verdad es ésta —comentó el maestro con grandes lloros—. Hijo mío, aquí tienes el bastón y corrígeme por mi poca paciencia.

De la paciencia se deriva la obediencia, por la cual el hombre es sumiso a Cristo y a todos aquellos a quienes debe ser obediente en Cristo. Y acepta perfectamente que la obediencia entera implica el ejecutar voluntariamente y con prontitud, con alegría de corazón, todas sus obligaciones. Mediante esta virtud llevamos a la práctica la doctrina de Dios y de los superiores, a los cuales debemos someternos con toda justicia.

Sigue la pereza.

Después del pecado de ira y envidia, mencionaré el de la pereza. Pues si la envidia ciega el corazón del hombre, y la ira lo desestabiliza, la acidia o pereza le toma pesado, malhumorado y colérico. La envidia y la ira dejan un poso de amargura en el corazón; esa amargura es madre de la acidia y priva al amor de toda bondad. De modo que la pereza consiste en la angustia de un corazón turbado. Sobre ella afirma San Agustín: «Es el pesar de lo bueno y alegría de lo malo»
[603]
.

De hecho, este pecado es digno de vituperio, pues ocasiona una ofensa a ]esucristo en tanto en cuanto aleja al hombre de su fiel y diligente dependencia de Jesucristo, tal como afirma Salomón
[604]
. Pero la acidia no practica esta diligencia; al contrario, ejecuta todo a disgusto y con tristeza, dejadez y falsa excusa, con holgazanería y desgana. Por todo lo cual dice la Escritura: «Maldito sea quien cumple el servicio de Dios con negligencia»
[605]
.

En consecuencia, la acidia se opone a todo estado del hombre. Uno es el de inocencia, como lo fue el de Adán antes de la caída, estado que le impulsaba a adorar y alabar a Dios; otro estado es el del hombre pecador, en el cual las personas están obligadas a adorar y alabar a Dios para que se le remitan sus faltas y para que Él les conceda el verse libres de ellas; el tercer estado es el de gracia, y en él uno está obligado a hacer penitencia.

Sin duda, la acidia es contraria y opuesta a todas estas cosas, ya que no se deleita en diligencia alguna. Así, pues, de hecho, este inicuo pecado de acidia es a la vez enemigo acerrimo de la vida corporal, pues no toma providencia alguna acerca de las necesidades del cuerpo, pues por su negligencia dilapida, arruina y destruye todos los bienes temporales.

La cuarta característica es la pereza; por ella uno se asemeja a los condenados del infierno por culpa de su holgazanería y vagancia, ya que éstos están tan esclavizados, que son incapaces de actuar o pensar bien. La pereza es la primera causa que obstaculiza o impide el que el hombre realice el bien, y, por ello, tal como dice San Juan, Dios considera abominable tal pecado
[606]
.

A continuación viene la indolencia, que se resiste a aceptar cualquier molestia o sufrimiento. Pues en verdad la indolencia es tan delicada y sensible que, como afirma Salomón
[607]
, con ella el hombre se resiste a soportar incomodidades o molestia alguna y, por ende, destruye todo cuando se hace.

Contra este corrumpido pecado de acidia e indolencia el hombre debería ejercitarse en obrar el bien, y acumular coraje virtuoso y varonil, pensando que Jesucristo Nuestro Señor recompensa toda buena acción por mínima que sea.

La costumbre del trabajo es algo muy grande, ya que hace, como afirma San Bemardo, que el trabajador posea fuertes brazos y recia musculatura; la indolencia, por el contrario, los vuelve débiles y delicados.

Viene después el temor de comenzar a obrar el bien, pues, ciertamente, el que es proclive al pecado se figura que acometer buenas acciones es notoria empresa y se imagina que las circunstancias del bien obrar son tan incómodas y fatigosas de aguantar, que no se atreve a emprender el camino del bien,, tal como afirma San Gregorio.

A continuación tenemos la esperanza vana, que consiste en desesperar de la divina misericordia, la cual, a veces, tiene su origen en una pena exacerbada; y en otras, en un exagerado temor, pensando que uno ha pecado tanto, que esa misericordia resultará inútil, aunque uno se arrepienta y abandone la senda del pecado. Como afirma San Agustín, esta clase de miedo desesperado entrega el corazón a toda suerte de pecados. Si este vituperable pecado llega a su culminación, se denomina pecado contra el Espíritu Santo. Esta terrible falta es tan peligrosa, que si uno está sumido en ella, no alberga temor alguno en cometer cualquier felonía o pecado
[608]
.

Por consiguiente, éste es, sobre todos los pecados, el más desagradable y opuesto a Jesucristo. De hecho, el que desespera se asemeja a un campeón cobarde y apocado que admite la derrota sin necesidad. ¡Ay, ay! Su desespero y su cobardía resultan vanos. Sin duda, la misericordia divina siempre está dispuesta a perdonar a cualquier penitente y es superior a todas sus obras. Por desgracia, ¿no puede el hombre meditar sobre el
Evangelio de San Lucas
(cap. XV), donde, como afirma Cristo, «habrá en el Cielo el mismo júbilo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de penitencia»?
[609]
.

Considerad igualmente, en el susodicho Evangelio, el jolgorio y alegría de aquel buen hombre cuando su hijo, pródigo y arrepentido, regresó a la casa paterna. ¿No puede la Humanidad recordar también, como relata el
Evangelio de San Lucas
(cap. XXIII), cuando el ladrón que fue crucificado junto a Jesucristo dijo: «Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino»? La respuesta de Jesucristo fue ésta:

«En verdad, en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso»
[610]

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