Cuentos de Canterbury (62 page)

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Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
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En la práctica, cuanto más uno agrava su alma con pecados veniales, tanto más proclive se es a caer en pecado mortal. En consecuencia, no seamos negligentes en desembarazarnos de los pecados veniales. Pues, tal como afirma el proverbio, «poquito a poco hilaba la vieja el copo». Y atended a este ejemplo. A veces una poderosa ola del mar arremete con tan gran violencia, que echa a pique a un barco. Y el mismo daño ocasiona a veces la acción de diminutas gotas de agua que penetran en la bodega por una pequeña hendidura y en el fondo del barco, si la tripulación es tan negligente que no achica la inundación oportunamente. Y, por consiguiente, aunque existe una diferencia entre estas dos causas de hundimiento, éste acontece en ambas ocasiones. Así ciertamente sucede también en ocasiones con el pecado venial y con esas embarazosas faltas veniales cuando se incrementan hasta tal punto que las cosas terrenales a las que uno está apegado, las cuales le llevan a pecar venialmente, cautivan su corazón tanto como el amor de Dios, y a veces incluso más. Y, en consecuencia, el amor de cualquier cosa que no está basado en Dios ni ejecutado principalmente por su amor, aunque uno lo ame menos que a Dios, es, con todo, pecado venial.

Se da pecado mortal cuando el amor por algo crece en el corazón tanto o más que el amor de Dios. Como dice San Agustín: «El pecado mortal se da cuando uno aparta su corazón de Dios, que es la genuina e inalterable soberana bondad, y lo entrega a un objeto que puede cambiar y es perecedero.» Así sucede con todo, excepto con Dios celestial. Sucede que si uno entrega su amor —que de modo indiscutible debe ofrendarlo enteramente a Dios—, ciertamente quedará tanto o más privado de Dios cuanto más entregue aquél; en consecuencia, comete pecado. El que se aparta de Dios no le entrega todo lo que le debe, a saber, todo el amor de su corazón.

Ahora que habéis captado de un modo genérico la naturaleza del pecado venial, resultará apropiado describir especialmente aquellos pecados que acaso uno no los considere como tales, y que, por tanto, no se confiese de ellos y, a pesar de todo, sean verdaderos pecados, tal como los eruditos escriben. A saber, en toda ocasión que se come o se bebe más de lo necesario a la manutención corporal, en cierto modo se comete pecado. Y, asimismo, cuando se habla más de lo necesario también se peca. Lo mismo sucede cuando no se atiende con benignidad a las lamentaciones de los pobres. También cuando uno goza de salud corporal y no quiere ayunar cuando debe, sin causa justificada. Al igual que cuando se duerme más de lo debido o cuando por cualquier razón se llega tarde a la iglesia o a otras obras caritativas. Igualmente cuando usa de su mujer sin el supremo deseo de engendrar por el honor de Dios o con el propósito de realizar con su esposa el débito conyugal. Igual sucede si, pudiéndolo hacer, no se visita a los enfermos y presos. Asimismo si ama a su esposa o a sus hijos u otro objeto material más de lo razonable. También si reduce o suprime las limosnas al necesitado; si adereza los alimentos con más delicadeza de lo necesario o los ingiere con avidez, por glotonería; si falta al silencio en la iglesia o durante los servicios divinos, o si habla palabras ociosas o vanas o maliciosas, pues de todas ellas deberá rendir cuenta en el día del juicio. También cuando promete o asegura hacer cosas que luego no puede cumplir. O cuando por ligereza o indiferencia habla cuando se burla de su prójimo. O cuando sospecha mal sin fundamento de cosas que no conoce bien. Estas y otras innumerables formas son, como afirma San Agustín, materia pecaminosa.

A continuación comprenderás que, aunque no existe humano sobre la faz de la tierra que pueda evitar todos los pecados veniales, con todo, se pueden refrenar por el ardiente amor que se profesa hacia Jesucristo Nuestro Señor, por las oraciones, la confesión y otras obras buenas, de modo que perjudiquen de forma mínima. En sentencia de San Agustín: «Si uno ama a Dios de tal modo que todas sus acciones reflejan el amor de Dios, y las ejecuta verdaderamente por amor hacia El, pues le ama con ardor, considera hasta qué punto una gota de agua que cae en un horno de crepitante fuego lo afecta o perjudica; así también un pecado venial afecta a uno que está imbuido del amor de Jesucristo.» Los hombres pueden también apartarse del pecado venial recibiendo dignamente el preciosísimo Cuerpo de Jesucristo, santificándose también con agua bendita, mediante limosnas, recitando el
Confesor
durante la misa y durante las
Completas
mediante la bendición de los obispos y sacerdotes, y con otras buenas obras.

SIGUEN LOS SIETE PECADOS CAPITALES

CON SUS CLASES, CIRCUNSTANCIAS Y VARIEDADES.

De la soberbia
[567]

Ahora es necesario enumerar los siete pecados capitales mortales, a saber, los pecados capitales.

Todos corren en la misma traílla, aunque de modos diversos. Se les llama capitales, pues son la fuente y el origen de todos los otros pecados. La soberbia, u orgullo, es la raíz de estos siete pecados, pues de él se originan todos los males. De esta raíz brotan diversas ramas, como la ira, envidia, pereza u holgazanería, avaricia o codicia (para que todos lo entiendan), glotonería y lujuria. Y cada uno de estos pecados capitales posee ramas y ramificaciones, tal como se desarrollará en los apartados siguientes.

Y aunque nadie puede contar exhaustivamente el número de brotes y los perjuicios derivados del orgullo, con todo, voy a enumerar algunos de ellos, tal como bien veréis. Son: la desobediencia, vanidad, hipocresía, desprecio, arrogancia, descaro, jactancia de corazón, insolencia, altivez, impaciencia, contumacia, presunción, irreverencia, pertinacia, vanagloria, y otras muchas ramificaciones que no puedo mencionar.

El desobediente es aquel que rechaza y menosprecia con desdén los mandamientos de Dios, de su superior y de su director espiritual. El que se envanece de las obras buenas o malas realizadas es un vanidoso. Hipócrita es quien esconde lo que es y se muestra diferente de lo que realmente es. Despectivo es aquel que desdeña a su prójimo, es decir, a su correligionario, o aquel que ejecuta con desdén lo que debe hacer.

Arrogante es el que cree que posee en su ser cualidades de las que carece, o cree que debería poseer por sus merecimientos, o también considera que es lo que en realidad no es. Descarado es aquel que no se avergüenza de sus faltas. La jactancia de corazón se da cuando uno se alegra por el mal realizado. La insolencia refleja un desprecio mental hacia el valor, conocimiento, don de la palabra y comportamiento de los otros.

Ser altivo equivale a no soportar ni al superior ni al igual. El impaciente es aquel que no soporta que se le advierta o reprenda por sus defectos, y se querella a sabiendas contra la verdad y se aferra a su locura. El contumaz se opone —a través de su indignación— a todo poder y autoridad que radica en sus superiores. La presunción, llamada también exceso de confianza, hace emprender tareas que uno no debe ni puede.

La irreverencia se da cuando uno no rinde cuando debe y, a su vez, espera se le reverencie.

Cuando alguien se aferra a sus devaneos y tiene demasiado apego a su propio juicio, entonces se dice que es pertinaz.

La vanagloria consiste en hacer ostentación y delectarse en la grandeza temporal envaneciéndose en el
status
de este mundo terreno.

La charlatanería hace hablar a uno en exceso ante los demás, y charlar de modo ininterrumpido, sin poner cuidado alguno en lo que se dice.

Se da, con todo, una clase particular de soberbia: la de quien espera ser saludado antes de que él lo haga, aunque uno sea acaso menos digno que el otro; y también pretende o ansía sentarse, o preceder en las comitivas a los demás, o ser el primero en dar el beso de la paz en la misa, o ser incensado, o llevar la ofrenda antes que el prójimo
[568]
, y cosas por el estilo a las que no tiene derecho; en una palabra, su corazón y su propósito están totalmente imbuidos por el deseo de ser honrados y glorificados ante los demás.

Existen dos clases de orgullo: uno radica en el interior del corazón y el otro en el exterior. Los vicios anteriormente mencionados, y otros muchos, pertenecen al orgullo interior; las otras clases de orgullo son exteriores.

Sin embargo, cada una de estas clases de orgullo es indicio de otro, al igual que el alegre haz de hojas en la taberna simboliza el vino de la bodega.

Así acontece con muchos aspectos relacionados con las palabras, con el comportamiento y con el excesivo adorno en la vestimenta. Pues ciertamente, si el vestir no constituyera pecado, Cristo no hubiera observado y mencionado el traje de aquel hombre rico en el Evangelio
[569]
. Como afirma San Gregorio
[570]
, el dispendio en el vestir es vituperable, por su carestía, por su delicadeza, su rareza, su elegancia, su superficialidad y por su exagerada parvedad. Por desgracia, ¿por qué los hombres no pueden ver en la actualidad el pecaminoso coste del lujo en el vestir, su superficialidad, y también en su excesiva parvedad?

Por lo que respecta al primer pecado, la exageración en el vestir que tanto lo encarece en perjuicio de la gente radica no sólo en el coste del bordado, los encajes primorosos, las telas listadas, las tiras onduladas, pliegues verticales, dobleces, rebordes, sino también en parejos despilfarros de vanidad. Igualmente se dan costosos adornos de piel en los vestidos, y numerosas perforaciones con los cinceles para practicar ojales, y variados recortes de flecos con las tijeras; del mismo modo, los mencionados vestidos, al ser exageradamente largos, los arrastran, tanto los hombres como las mujeres, por las inmundicias y barro, bien a caballo o también a pie, ya que todo lo que se arrastra, al ser gastado, raído y consumido, se echa a perder y se consume por el lodo, en vez de darlo a los pobres, con el consiguiente daño para los mencionados menesterosos.

Todo ello acontece de diversos modos. Cuanto más tela se malgasta, tanto más afecta a la gente, debido a su escasez. Y todavía más: no resulta conveniente el dar vestidos calados y con flequillos a la gente humilde, pues son inadecuados para paliar sus necesidades, a saber, resguardarles de las inclemencias climáticas.

Por lo que respecta al vicio opuesto, la desordenada y horrible parvedad en el vestir se refleja en esos menguados vestidos o jubones, que al ser tan cortos, con depravado propósito, no cubren las partes vergonzosas del hombre. Por desgracia, algunos de ellos muestran el bulto de los órganos genitales y los repelentes miembros henchidos, de modo que se parecen a una hernia, envueltos en sus calzones; y también hacen ostentación de sus nalgas como si fueran las posaderas de una mona en plena luna llena.

Incluso más. Los viles y henchidos miembros que se adivinan gracias a la moda, al dividir las calzas en rojo y blanco, parece como si se hubieran desollado la mitad de sus órganos vergonzosos y secretos; y si colocaran las calzas de otro modo, como blanco y negro, o blanco y azul, o negro y rojo, etcétera, resulta como si, por la diferencia de color, media parte de sus miembros íntimos estuviera infectada por la erisipela o el cáncer u otra enfermedad por el estilo. El espectáculo que proporcionan sus posaderas resulta horripilante, pues esta zona del cuerpo por donde se evacuan los fétidos excrementos se muestra a los demás con orgullo, en detrimento de la modestia que Jesucristo y sus seguidores guardaron en vida de modo palpable.

Con referencia a los exagerados atavíos femeninos, Dios sabe que aunque los rostros de algunas mujeres parezcan muy púdicos y bondadosos, con todo, manifiestan su carácter orgulloso y disoluto en los adornos de su vestimenta. No afirmo que la decencia en la indumentaria masculina y femenina sea inconveniente, sino que, ciertamente, la superfluidad y la parvedad exagerada son dignas de reproche.

El pecado del ornato o atavío se encuentra asimismo en el terreno de la equitación, como en las monturas excesivamente regaladas, mantenidas por deleite, y que al ser tan primorosas y cebadas, resultan muy costosas. Lo mismo vale para los numerosos y viciosos criados mantenidos a causa de los corceles; y también para los lujosos arneses, sillas de montar, gruperas, petos y bridas, recubiertos de ricos paños y hermosas barras y láminas de oro y plata. Al respecto afirma Dios por boca del profeta Zacarías: «Confundiré a los jinetes de semejantes monturas»
[571]
.

Esta gente no presta atención de qué modo el Hijo del Dios de los cielos cabalgó a lomos de un asno
[572]
, cuyos únicos arreos eran los humildes vestidos de sus discípulos. Tampoco se lee que jamás utilizara otra montura. Lo menciono para referirlo al pecado de exceso, y no por los que se hacen busto honor en casos razonables.

Y aún más: ciertamente, el orgullo aparece de manifiesto al llevar un séquito numeroso cuando resulta de poca o nula utilidad. A saber, cuando la comitiva es dañina o perjudicial a los demás, por la insolencia de una posición elevada, o por ocupar un cargo. Pues, en verdad, tales señores venden su autoridad al dios de los infiernos al mantener la maldad de su tropa. O también cuando esta gente de baja condición, como los que cuidan de las posadas, ocultan los hurtos cometidos por sus empleados con las tretas más diversas. Esta clase de personas son como las moscas que van tras la miel, como los perros que siguen a la presa. Las personas citadas asfixian espiritualmente a sus superiores. Así, pues, afirma el profeta David al respecto: «Una muerte indigna sobrevendrá a tales amos, y Dios les hará descender a los abismos infernales, pues en su casa mora la nequicia y la iniquidad»
[573]
, y no el Dios de los Cielos. Y verdaderamente si se enmiendan, así como Dios otorgó su bendición a Labán por los servicios de Jacob, y a Faraón por los servicios de José, así Dios otorgará su maldición a semejantes señores que financian la iniquidad de su servidumbre, a menos que enmienden sus errores.

La soberbia en la mesa se da también con mucha frecuencia, pues es cierto que a los ricos se les convida a los banquetes, mientras que a los pobres se les mantiene apartados o se les aleja de ellos.

Asimismo se da en los excesos de los variados manjares y, especialmente, en las sofisticadas empanadas y platos de carne, fuentes flambeadas y decoradas con papiros almenados, y otros dispendios que da vergüenza incluso figurárselos. Al igual que la excesiva suntuosidad de vasos y rebuscado acompañamiento musical que excitan todavía más a los placeres lascivos.

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