Cuentos de Canterbury (63 page)

Read Cuentos de Canterbury Online

Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
5.34Mb size Format: txt, pdf, ePub

Si todo esto implica el distraer el corazón de Nuestro Señor Jesucristo, entonces, ciertamente, es pecado. Y en verdad, en este campo, los deleites pueden ser de tal magnitud, que fácilmente inducen a caer al hombre en pecado mortal.

Es indudable que las ramificaciones derivadas del orgullo, a saber, cuando proceden de la malicia premeditada, consciente y querida, o del hábito, constituyen pecado mortal.

Ahora nos podríamos preguntar de dónde procede y nace el orgullo. Respondo que, en ocasiones, se deriva de los beneficios de la Naturaleza y, a veces, de los de la Fortuna y, en ocasiones, de la Gracia. Es cierto: los beneficios de la Naturaleza consisten en los bienes corporales y espirituales. Ciertamente los beneficios corporales son la salud, la fuerza, la actividad, la belleza, la alcurnia y la libertad. Los bienes de la Naturaleza referidos al espíritu son: la cordura, la agudeza intelectual, el ingenio sutil, las facultades naturales y una memoria feliz. Los bienes de la Fortuna se basan en las riquezas, los elevados puestos de autoridad y los honores de la gente. Los bienes de la Gracia están formados por la sabiduría, la capacidad de soportar aflicciones espirituales, la bondad, la meditación, la resistencia a las tentaciones y cosas por el estilo.

Ciertamente gran locura sería cifrar su orgullo en cualquiera de estos beneficios que se han mencionado con anterioridad. Por lo que respecta a los favores de la Naturaleza, Dios sabe que a veces los poseemos tanto para nuestro perjuicio como para provecho propios. En lo referente a la salud corporal, por cierto harto efímera, también da pie muy a menudo a la enfermedad espiritual. Pues Dios sabe que la carne es enemiga encarnizada del espíritu, y, por consiguiente, cuanto más sano está el cuerpo, más estamos en peligro de caer. Asimismo extrema locura constituye el enorgullecerse de la fortaleza fisica, pues ciertamente la carne codicia en contra del espíritu, y cuanto más fuerte ésta sea, más enferma puede resultar aquélla.

Y además de todo esto, la fortaleza fisica y la intrepidez mundanas originan frecuentemente peligros y desgracias para muchas personas. También el enorgullecerse de la nobleza de cuna constituye gran locura, pues muy a menudo la alcurnia despoja al alma de su nobleza. Todos procedemos de una madre y un padre; todos, tanto ricos como pobres, procedemos de una naturaleza infecta y corrupta. Pues, de hecho, la nobleza digna de encomio es la que adorna la disposición natural del hombre con cualidades y virtudes. Pues creed que, por poder que tenga, el hombre pecador se convierte en esclavo del pecado.

Los indicios comunes de nobleza son: el alejamiento del vicio y de la bajeza y servidumbre del pecado de palabra, obra y apariencia; asimismo, el ejercicio de la virtud, de la delicadeza y de la pureza, y el ser liberal, a saber, generoso con moderación, pues el que se excede en la mesura es un loco y un pecador. Otro indicio estriba en recordar los beneficios recibidos de los demás y en ser clemente con los súbditos buenos. Sobre ello Séneca afirma: «No hay nada más adecuado a un hombre de elevada posición que la conveniencia y piedad. Y, por consiguiente, estas moscas que los hombres denominan abejas, al nombrar a su reina, escogen a una sin aguijón para que no pueda picar»
[574]

Otro se basa en que uno posea un corazón noble y diligente para lograr metas virtuosas y elevadas. Pues verdaderamente es completa locura que uno se enorgullezca de los dones de la gracia, ya que esos dones espirituales, que le debieran haber inclinado a la bondad y a su curación, se convierten para él, tal como afirma San Gregorio, en veneno y confusión.

También el que se envanece de los bienes de la Fortuna está loco de remate. Pues, en ocasiones, uno es por la mañana un gran señor, y antes del anochecer se convierte en un miserable y desgraciado. A veces, también, la prosperidad material ocasiona la muerte. En algunas circunstancia los placeres son origen de una grave enfermedad que acarrea la muerte. Ciertamente la aprobación del vulgo es con frecuencia demasiado falsa y frágil para fiarse de ella: hoy alaban, mañana vituperan. Dios lo sabe: el ansia de la aprobación del vulgo ha ocasionado la muerte a muchos hombres prósperos.

Remedios contra el pecado de soberbia.

Puestas así las cosas, una vez enterados de lo que sea el orgullo, de sus clases y de sus causas y orígenes, comprenderéis la naturaleza del remedio contra el pecado de soberbia: la humildad o mansedumbre. Esa es una virtud por la cual uno adquiere el genuino conocimiento de si mismo, y no tiene estimación ni aprecio alguno por lo que respecta a sus méritos, y siempre tiene en cuenta su fragilidad.

Se dan tres clases de humildad: la humildad del corazón, la humildad de palabra y la de obras. La humildad del corazón se subdivide en cuatro. La primera, cuando uno se considera a sí mismo indigno ante el Dios de los Cielos; la segunda se da cuando no se desprecia a nadie; la tercera, cuando uno no se preocupa de que los hombres le tengan en estima; la cuarta, cuando no se entristece si le humillan.

La humildad de palabra es de cuatro clases: la moderación y sencillez en el hablar, el confesar de palabra lo que él realmente es en su corazón, y el alabar la bondad ajena sin disimularla.

La humildad en el obrar se divide también en cuatro clases. La primera consiste en colocar a los demás antes que a uno mismo; la segunda, en escoger el lugar más bajo de todos; la tercera, en aceptar un buen consejo con agrado; la cuarta, en aceptar de buen grado las decisiones de sus jefes o superiores. Ciertamente, éste es un proceder eminentemente humilde.

Sigue la envidia.

Después de la soberbia, paso a referirme al desagradable pecado de la envidia, que, según palabras de los sabios, es el pesar por la prosperidad ajena y, según escribe San Agustín
[575]
, es el dolor por la prosperidad y la alegría por el mal ajenos. Este vil pecado se opone francamente al Espíritu Santo. Aunque todo pecado va contra el Espíritu Santo, sin embargo, por cuanto en tanto la bondad corresponde al mismo Espíritu, y la envidia se deriva propiamente de la malicia, ataca, por consiguiente, frontalmente, a la bondad del susodicho espíritu.

Esta malicia es de dos especies, a saber: empecinamiento del corazón en la maldad; en tal caso la carne del hombre se toma tan ciega, que uno no considera que ha pecado ni se preocupa de haberlo cometido: es el atrevimiento demoníaco. La otra clase de malicia se da cuando se lucha contra la verdad a sabiendas de que lo es, y también cuando se combate la gracia que Dios ha otorgado a su prójimo. Todo ello a causa de la envidia.

Ciertamente, la envidia es el peor de todos los pecados. Indudablemente, los restantes pecados atentan, en ocasiones, contra una sola virtud en concreto; mas la envidia se opone a todas las virtudes y bondades, pues es el pesar por lo bueno de los otros; y en esto se diferencia de los restantes pecados. Difícilmente existe algún pecado, si exceptuamos a la envidia con su inherente carga de angustia y dolor, que no conlleve algún deleite.

Voy a enumerar a continuación las diferentes clases de envidia. En primer lugar está el dolor por la bondad y prosperidad ajenas. Por su naturaleza, la prosperidad es materia de alegría; luego la envidia es un pecado contra la Naturaleza. La segunda clase de envidia es la alegría por el mal ajeno, la cual asemeja a uno al diablo, que siempre se alegra del daño causado a los demás. La calumnia procede de estas dos clases, y este pecado de calumnia o detracción es de diversas especies.

Algunos hombres alaban al prójimo con depravada intención, pues siempre tienen por finalidad el urdir intrigas. Siempre encuentran un «pero» final que tiene más valor de vituperio que todo el resto del encomio. La segunda variedad consiste en que si un hombre es bondadoso y hace o dice algo con buena intención, el calumniador tergiversará todo lo bueno para satisfacer sus perversos designios. La tercera consiste en disminuir la bondad de su prójimo. La cuarta clase de calumnia es ésta: si uno habla bien de otro, entonces, para despreciar a aquel que recibe la alabanza de los hombres dirá el calumniador: «A fe mía, fulano de tal es todavía mejor que él.» La quinta clase consiste en asentir y escuchar con alegría la maledicencia sobre otras personas. Este pecado es muy grave y siempre se incrementa según el malvado propósito del calumniador.

Después de la calumnia sigue la difamación o murmuración. A veces tiene su origen en la impaciencia hacia Dios o hacia el hombre. Es contra Dios cuando uno se lamenta de las penas del infierno o de la pobreza o de la pérdida de riquezas, o de las lluvias y tempestades, o maldice de que los malvados gocen de prosperidad, o de que los hombres justos sufran adversidades. Y todas estas cosas deben padecerlas los hombres con paciencia, ya que provienen del recto juicio y disposición divinos.

Algunas veces las quejas provienen de la avaricia, como cuando judas se lamentó de que la Magdalena ungiese la cabeza de Nuestro Señor Jesucristo con un ungüento precioso
[576]
. Esta clase de murmuración es la que se da cuando un hombre maldice del bien que hace o cuando se lamenta de sus bienes.

A veces la murmuración dimana del orgullo, como cuando Simón el Fariseo
[577]
murmuró de que la Magdalena se acercara a Jesús y se arrojara a sus pies para llorar sus pecados.

En otras ocasiones la murmuración procede de la envidia, al descubrirse una falta oculta de alguien o acusarle de algo que es falso.

La murmuración también se da entre los criados que se quejan cuando sus amos les ordenan ejecutar tareas razonables; y a pesar de que no se atreven a resistirse abiertamente a los mandatos de sus amos, sin embargo, hablan mal, se lamentan y murmuran con verdadero desprecio. Semejantes comentarios reciben, por parte de la gente ignorante, el apelativo de Padrenuestro del diablo, aunque está claro que el diablo jamás tuvo un Padrenuestro. En ocasiones las quejas se derivan de la ira o cólera secretas que, como luego explicaré, alimentan el odio en el corazón.

A continuación también viene la amargura de corazón, por la cual cualquier buena obra ajena le parece a uno amarga y desabrida. Sigue luego la discordia, que desata toda clase de amistad. A renglón seguido, el desdén hacia el prójimo, por bien que éste actúe siempre. Sigue la acusación. Por ella uno siempre busca ocasión de molestar al prójimo. Es ésta ocupación semejante a la del diablo, siempre, día y noche, al acecho para acusarnos.

Sigue la malignidad. Mediante ella se busca molestar al prójimo en privado si se puede, y, en caso contrario, no se ponen reparos hasta, incluso, en quemar su vivienda furtivamente, o envenenar o sacrificar su ganado, y cosas semejantes.

Remedios contra los pecados de envidia.

Ahora mencionaré los remedios contra el desagradable pecado de la envidia. El primero y más importante consiste en amar a Dios y al prójimo como a uno mismo, pues, ciertamente, no se puede dar uno sin el otro. Y considera que por prójimo debes entender el nombre de tu hermano. En verdad, todos poseemos un padre y una madre carnales, es decir, Adán y Eva; y también un padre espiritual, a saber, el Dios de los Cielos. Todos estamos obligados a amarlo y desearle todos los bienes. Y, en consecuencia, afirma Dios: «Ama a tu prójimo como a ti mismo», es decir, hasta la salvación de su vida y de su alma.

Todavía más. Le amarás de palabra, le amonestarás y corregirás con dulzura, le confortarás en sus aflicciones, y rogarás por él con todo tu corazón. Y le amarás de obra de tal suerte que por amor le harás a él lo que quisieras te hicieran a ti. Y, por consiguiente, no le lastimarás corporalmente, ni le dañarás de palabra, ni a sus bienes, ni a su alma, incitándole con ejemplos malvados. No desearás a su mujer ni a sus posesiones. También debes comprender que bajo el nombre de prójimo es preciso incluir a los enemigos.

Ciertamente, el hombre tiene la obligación de amar a su enemigo por mandato divino. En efecto, debes amar a tu amigo en Dios. Te lo digo, amarás a tu enemigo por amor de Dios, por su mandato. Pues si resultara razonable que un hombre odiara a su enemigo, Dios no nos recibiría en su amor, pues serían sus enemigos.

Para contrarrestar los tres agravios que el enemigo nos infiere, uno debe corresponder de tres modos. A saber, contra el odio y rencor de corazón, debe colocar el amor de corazón. Contra las reprensiones y palabras dañinas, orará por su enemigo. Y responderá con buenas obras a las malvadas de su enemigo.

Pues Cristo afirma: «Amad a vuestros enemigos, orad por los que os maldicen, y también por los que os acosan y persiguen; y haced el bien a los que os odian»
[578]
. Mira, pues, cómo nos manda Jesucristo que nos comportemos con nuestros enemigos. Pues ciertamente la Naturaleza nos incita a amar a nuestros amigos, y en verdad que nuestros enemigos tienen más necesidad de amor que nuestros amigos. Y, de hecho, los hombres deben volcarse en hacer el bien a los más necesitados, pues, al obrar así, rememoramos el amor de Jesucristo, que murió por sus enemigos. Y cuanto más difícil de cumplir resulta este amor, tanto más grande es el mérito, y, por consiguiente, el amor de Dios ha contrarrestado el veneno diabólico.

Pues así como el diablo es derrotado por la humildad, igualmente el amor hacia nuestros enemigos le hiere mortalmente. Con certeza, pues, el amor es el medicamento que arroja el veneno de la envidia fuera del corazón del hombre. Las subdivisiones de esta sección se explican con más detalle en los siguientes apartados.

Sigue la ira.

Después de la envidia paso a describir el pecado de ira. Porque, sin duda, aquel que siente envidia de su prójimo, encontrará de inmediato en él un objeto de ira, de palabra o de obra. Y la ira procede tanto de la soberbia como de la envidia, pues aquel que es orgulloso o envidioso se torna iracundo con facilidad.

Este pecado de ira, tal como lo describe San Agustín, consiste en la malvada voluntad de vengarse de palabra o de obra. Según los sabios, la ira es la ardiente sangre de un corazón inflamado, por la cual uno quiere causar daño a aquel que odia.

Pues, en efecto, el corazón del hombre, por el enardecimiento en incitación de su sangre, se vuelve tan desordenado, que pierde el control de su juicio y de su razón.

Comprenderéis con facilidad que la ira es de dos clases. Una de ellas es buena; la otra, maligna. La primera consiste en el celo por el bien, a través del cual uno se irrita contra la maldad; y, en consecuencia, un hombre prudente afirma que la ira es mejor que la mofa. Esta variedad de ira nace de la benignidad y carece de amargura; no es ira contra el hombre, sino contra sus pecados. Lo afirma el profeta David: «Estremeceos, pero no pequéis»
[579]

Other books

Manuel de historia by Marco Denevi
You Are Here by S. M. Lumetta
Cross My Heart by Sasha Gould
Boy Crucified by Jerome Wilde
Bad Moonlight by R.L. Stine
Wounds - Book 2 by Ilsa J. Bick