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Authors: Geoffrey Chaucer
En efecto, no existe falta humana alguna que no pueda ser destruida en vida por la penitencia, en virtud de la pasión y muerte de Jesucristo. Así, pues, ¿por qué desesperarse si la misericordia divina está tan dispuesta y es tan magnánima? Pedid y se os dará.
Luego viene la somnolencia, a saber, el sueño indolente que causa en el hombre modorra y torpeza corporal y espiritual. Este pecado tiene su origen en la pereza. En verdad, de acuerdo con los postulados de la razón, no se debe dormir por la mañana, a menos de causa justificada. Sin duda, las horas matutinas son las más adecuadas para que el hombre se ponga en oración, para pensar en Dios y honrarle y dar limosna al primer menesteroso que llega en nombre de Jesucristo. Mirad lo que declara Salomón: «El que por la mañana esté despierto y me busque, me hallará»
[611]
.
A renglón seguido viene la negligencia o dejadez, que no se preocupa de nada. Y del mismo modo que la ignorancia es la madre de todos los males, la negligencia es, sin duda, la nodriza del mismo. La negligencia no se preocupa de si se obra bien o mal al ejecutar una acción.
Referente al remedio de estos dos pecados, el sabio declara lo siguiente: «Quien teme a Dios no se abstiene de ejecutar lo que debe.» Y quien ama a Dios se mostrará diligente en agradarle y dedicarse con todas sus fuerzas al bien obrar.
Sigue después la ociosidad, que es la puerta de todos los males. El hombre ocioso se asemeja a un lugar sin cercas: el diablo puede penetrar por cualquier lado y disparar sobre él, indefenso, ocasionándole toda suerte de tentaciones. Esta ociosidad es el albañal de todos los malos e inicuos pensamientos y de todas las murmuraciones, necedades y de toda impureza. Ciertamente el Cielo lo alcanzan quienes se esfuerzan, no así los ociosos. Además, David declara que «los que están en la labor de los hombres, no serán azotados con los hombres»
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es decir, en el purgatorio. Parece, pues, que si ésos, por tanto, no hacen penitencia, serán atormentados con el demonio en el infierno.
A continuación tenemos el pecado que los hombres denominan
tarditas
. Éste consiste en la tardanza o aplazamiento excesivo del hombre en desear volver a Dios. Verdaderamente este pecado constituye gran insensatez. Es como si alguien cayera en una fosa y no quisiera levantarse. Y este pecado se origina en una falsa esperanza: uno piensa que gozará de larga vida; pero esta esperanza falla con mucha frecuencia.
Sigue después la holgazanería. Ésta consiste en iniciar una buena acción y a continuación dejarla y abandonarla de inmediato, como hacen los que deben supervisar a una persona y no cuidan de ella en cuanto surge cualquier tropiezo o molestia. Éstos son los párrocos modernos que, a sabiendas, dejan que sus ovejas vayan corriendo hacia el lobo que se halla agazapado entre breñales, o descuidan su propio ministerio. De todo ello se deriva la pobreza y la destrucción de todo, tanto al nivel espiritual como temporal.
Acto seguido viene una clase de frialdad que congela por entero el corazón del hombre. Le sigue la poca devoción que ciega al hombre de tal modo que, como afirma San Bernardo, su alma adquiere tal languidez, que le resulta imposible leer o cantar en los lugares sagrados, u oír o meditar sobre devoción alguna, o dedicarse a cualquier obra buena manual, y todo lo encuentra desabrido y pesado. Se toma, pues, lento y somnoliento, y pronto a la cólera y rápidamente proclive a la envidia y al odio.
Sigue a continuación el pecado de la mundana aflicción que se denomina melancolía. Como declara San Pablo, mata al hombre. Pues, efectivamente, tal aflicción origina la muerte corporal y espiritual, ya que de ella proviene el que uno se asquee de la propia existencia. Semejante pesar abrevia con muchísima frecuencia la vida humana antes de que llegue su hora por vía natural.
Remedio contra el pecado de acidia.
Contra este terrible pecado de acidia y sus correspondientes ramificaciones existe una virtud, la
fortitudo
o fortaleza, que es una inclinación a menospreciar todo lo molesto. Esta virtud es tan poderosa y fuerte, que se atreve a resistir con eficacia y a evitar discretamente las ocasiones peligrosas, así como a luchar contra las asechanzas del maligno. En efecto, vitaliza y refuerza el alma, de igual modo que la pereza la rebaja y debilita: la fortaleza sabe sufrir con perseverante paciencia las tribulaciones que sean menester.
Esta virtud es de variadas clases. La primera se denomina magnanimidad, es decir, grandeza de ánimo. Pues, indudablemente, se precisa gran fortaleza contra la pereza, para que ésta no devore el alma mediante el pecado de melancolía o la aniquile por la desesperación. Esta virtud lleva a la gente a emprender tareas difíciles y costosas, por voluntad propia, siempre de forma prudente y razonable. Y por cuanto el diablo combate al hombre más con artificio y astucia que a base de fuerza, por consiguiente, los hombres han de oponérsele con la inteligencia, la razón y el buen sentido.
Siguen después las virtudes de la fe y esperanza en Dios y sus santos. Con su ayuda se llevan a cabo y realizan las buenas obras en las que uno se propone perseverar con firmeza.
A continuación se encuentra la seguridad o firmeza mediante la cual uno no vacila en afanarse en el futuro con las buenas obras comenzadas.
Sigue luego la magnificencia, a saber, el que uno lleve a cabo y realice numerosas obras buenas. Y ésta es la finalidad por la que se han de llevar a cabo las buenas obras, ya que mediante su realización se obtiene un gran galardón.
Viene, a renglón seguido, la constancia, es decir, la firmeza de voluntad, que debe hallarse en todo corazón con fe inquebrantable, así como en las palabras, comportamiento, aspecto y obras.
Asimismo existen remedios especiales contra la pereza en diferentes obras, y en la meditación sobre las penas del infierno y los goces del cielo, y en la confianza en la gracia que le otorgará el Espíritu Santo para ejecutar sus buenos propósitos.
Sigue la avaricia.
Después de la pereza mencionaré a la avaricia y a la codicia. De este pecado afirma San Pablo que «es la raíz de todos los males»
(Timoteo
, VI)
[613]
. Indudablemente, cuando el corazón humano se halla perturbado y confundido en sí mismo y el alma no encuentra solaz en Dios, entonces busca inútil consuelo en las cosas mundanas.
Según la definición de San Agustín
[614]
, la avaricia consiste en el apetito de poseer bienes temporales. Otros afirman que la avaricia radica en comprar muchos objetos terrenales y en no dar nada a los que pasan estrechez. Debéis comprender que la avaricia no consiste sólo en poseer propiedades o bienes, sino también, a veces, en la ciencia y en los honores, ya que la avaricia abarca todo deseo inmoderado.
La diferencia entre codicia y avaricia consiste en que la primera ambiciona las cosas que no se poseen, y la segunda guarda y conserva sin justa necesidad las que se tienen.
Ciertamente la avaricia es un pecado plenamente vituperable, pues en la Sagrada Escritura se condena y maldice ese vicio, ya que ocasiona ofensa a Jesucristo Nuestro Señor. Efectivamente, le despoja del amor que le deben los hombres e impele a que el hombre avariento deposite más esperanza en sus propiedades que en Jesucristo, y a que ponga más empeño en conservar sus riquezas que en el servicio de Jesucristo. Y, por consiguiente, afirma San Pablo en su
Carta a los efesios
, V que «un hombre avariento es esclavo de la idolatría»
[615]
.
¿Qué diferencia existe entre un idólatra y un avaro sino que el primero tal vez sólo posee uno o dos ídolos, mientras que el segundo tiene muchos? Pues, de hecho, para él, cada moneda de su arca es un ídolo. Y, ciertamente, el pecado de idolatría es lo primero que Dios prohíbe en los Diez Mandamientos, como resulta patente en el capitulo XX del
Éxodo: «No tendrás falsos dioses delante de mí ni ordenarás esculturas para ti
»
[616]
. De este modo, el hombre malvado, debido al maldito pecado de la avaricia, al preferir sus riquezas a Dios, se convierte en idólatra.
De la codicia se derivan estos dominios lacerantes por los cuales los hombres soportan impuestos, tributos y pagos que rebasan con mucho los límites de la razón y del deber. E igualmente perciben de sus súbditos exacciones, que con más exactitud podrían denominarse extorsiones. Sobre estas exacciones y redenciones de siervos, los administradores de algunos señores afirman que son justas, ya que el siervo no posee bien temporal alguno que no sea de su señor, tal como ellos afirman. Pero, de hecho, el comportamiento de estos señores es injusto, pues despoja a sus súbditos de los bienes que nunca les han dado (San Agustín,
De Civitate Dei
, IX)
[617]
. Es cierto: el pecado es la condición de esclavitud y su primera causa (
V
)
[618]
.
Por ende, podéis percataros que el pecado engendra esclavitud, mas no por naturaleza. Por lo cual, esos señores no deberían vanagloriarse de sus posesiones, ya que por condición natural ellos no son amos de esclavos: la esclavitud viene, en primer lugar, como consecuencia del pecado. Y además, allí donde la ley afirma que las posesiones temporales de los vasallos pertenece a sus señores, se debe entender que esto incumbe a los bienes del emperador, cuyo deber consiste en defender los derechos de sus vasallos, pero no robarles o desplumarles.
Por esta razón declara Séneca: «Tu prudencia debe inclinarte a ser benigno con tus siervos»
[619]
. Esos a quienes denominamos tus esclavos son criaturas de Dios, pues los humildes son amigos de Jesucristo, es decir, son íntimos del Señor.
Considera asimismo que los villanos y los señores tienen una misma y común semilla: al igual que el señor, el rústico puede alcanzar la salvación. El villano sufre la misma suerte que su señor. Te aconsejo, por tanto, que te comportes con tu siervo como querrías que tu señor se comportara contigo si te hallaras en esclavitud. Todo pecador es esclavo del pecado. Te aconsejo, pues, a ti, señor, que obres de tal modo con tus siervos que te tengan más amor que temor. Ciertamente sé —es algo razonable— que hay clases y clases; y es justo que los hombres cumplan con sus obligaciones dondequiera que sea menester; pero ciertamente las extorsiones y los desprecios de nuestros subalternos resultan reprobables.
Por otra parte, debéis comprender bien que los conquistadores o tiranos esclavizan con bastante frecuencia a quienes han nacido de sangre tan real como la de sus conquistadores. El nombre de esta esclavitud no fue conocido hasta que Noé manifestó que su hijo Cam, a causa del pecado, sería esclavo de sus hermanos.
¿Qué diremos, pues, de los que roban y extorsionan a la Santa Madre Iglesia? Indudablemente, la espada que se da a un caballero recién armado significa que debe defender a la Santa Madre Iglesia y no robarla ni despojarla. Quien así obra traiciona a Jesucristo. Y, como señala San Agustín: «Esos son los lobos demoniacos que estrangulan a las ovejas de Jesucristo»; en realidad, son peores que lobos, pues cuando éstos tienen lleno su vientre, dejan de sacrificar ovejas. Pero de hecho, los saqueadores y destructores de los bienes de la Santa Madre Iglesia no obran así, pues la saquean constantemente.
Ahora, según he dicho, ya que el pecado fue la primera causa de servidumbre, acontece que cuando el mundo entero estuvo en pecado, entonces todos incurrieron en esclavitud y servidumbre. Mas, ciertamente, cuando llegó el momento de la gracia, Dios ordenó que algunas personas tuvieran más categoría y condición. Y, por consiguiente, en algunas regiones donde se compran esclavos, al convertirse a la fe, se les libra de servidumbre. En consecuencia, el señor debe a su siervo lo que éste a aquél. El Papa se denomina a sí mismo siervo de los siervos de Dios; pero —por cuanto el estado de la Santa Madre Iglesia no podría subsistir ni podría mantenerse el provecho común, ni la paz y tranquilidad sobre la Tierra si Dios no hubiera dispuesto la existencia de personas de clase más alta y otras de inferior rango— se creó el dominio para defender y proteger a sus súbditos o inferiores, de acuerdo con la razón, en la medida en que ello fuera privativo del soberano, y no para arruinar y avasallar a los súbditos. Por este motivo afirmo que los señores que se comportan cual lobos y devoran injustamente las posesiones o bienes de la gente pobre, sin compasión y sin tasa, recibirán la misericordia de Jesucristo con el mismo rasero con el que midieron a los menesterosos, si no se enmiendan.
A continuación viene el engaño entre mercaderes. Y se ha de saber que la transacción es de dos clases: material y espiritual. La primera es lícita y permitida; la segunda, lícita y deshonrosa. Sobre el tráfico material que es lícito y honrado he de decir: que allí donde Dios ha dispuesto que algún reino o región sea autosuficiente, entonces resulta justo y permitido que de su abundancia se ayude a otra región más necesitada. Y, por tanto, debe haber traficantes que transporten las mercancías de una región a otra. Las otras transacciones que se practican con fraude, engaño y perfidia, con embustes y falsos juramentos, son culpables y dignas de vituperio.
La simonía consiste en el tráfico propiamente espiritual. Se basa en el propósito de comprar cosas espirituales, a saber, lo concerniente al divino santuario y a la cura de almas. Semejante intento, si uno pone empeño en llevarlo a cabo —a pesar de que este deseo no surta efecto—, constituye materia de pecado mortal, y si es una ordenación, ésta es ilegítima. Recibe el nombre de simonía por Simón el Mago, que quiso comprar con bienes materiales el don que Dios había concedido a San Pedro y a los apóstoles por mediación del Espíritu Santo. Por ende, sabed, pues, que los que venden y compran cosas espirituales son llamados simoníacos, bien sea por medio de bienes materiales, persuasión, o por las recomendaciones de los amigos seculares o espirituales. Los seculares son de dos clases: de la parentela o de las amistades. Sin duda, si interceden en favor de aquel que es indigno e incapaz, existe simonía si ése acepta el beneficio; si es digno y apto, no existe falta.
La otra clase se da cuando un hombre o una mujer suplican a los demás que favorezcan a alguien por el afecto desordenado que sienten hacia esa persona: actuar así es infame simonía. Pero, a decir verdad, se entiende que el servicio por el cual los hombres otorgan cosas espirituales a los inferiores ha de ser honrado y no de otro modo; y también ha de ser sin contrato y que la persona sea capaz. Pues, tal como declara San Dámaso, «todos los pecados del mundo, comparados con éste, son nada»
[620]
, pues, después del de Lucifer y del Anticristo, es éste el mayor de todos los pecados posibles.