Cuentos de Canterbury (29 page)

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Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
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—Todos los demás sistemas de vida no valen un comino —decía él—. Son las delicias puras del himeneo las que convierten esta tierra en un edén.

Así habló el anciano caballero con toda su sabiduría.

Y es verdad, tan cierto como que Dios está en el Cielo, que el casarse es una cosa excelente, especialmente cuando un hombre es viejo y tiene el pelo canoso, pues entonces una esposa constituye su más preciada posesión. Por consiguiente, decidió agenciarse una esposa, joven y bonita, para que le diese un heredero y vivir con ella una vida de alegría y solaz, y no hacer como estos solterones que gimen y se quejan cuando sufren cualquier contrariedad amorosa; lo que les pasa que es que no tienen hijos. Y es que, realmente, es justo que los solterones se metan en líos y pasen apuros, porque construyen sobre arenas movedizas y encuentran inestabilidad allí donde buscan seguridad.

Los pájaros y las bestias viven en plena libertad, sin que nada ni nadie les oprima, mientras que el estado de casado obliga al hombre a vivir una vida feliz y ordenada, atado al yugo del himeneo. ¿Y por qué no debe su corazón rebosar de alegría y sentirse feliz? ¿Quién puede ser tan obediente como una esposa? ¿Quién puede, pregunto, ser más fiel y diligente para cuidarlo en salud y enfermedad? Ella no le dejará ni cuando nade en la abundancia ni cuando le aflijan las penas, ni se cansará de amarle y servirle, aunque caiga en cama hasta el día de su muerte.

Y, sin embargo, algunos hombres cultos —Teofrasto
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es uno de ellos— dicen que no es así. ¿Y qué pasa si a Teofrasto le hubiese dado por mentir? «No tomes esposa con la intención o pretensión de economizar, pensando recortar tus gastos domésticos —dijo él—. Un criado fiel se preocupará mucho mejor de vigilar tus posesiones que tu propia mujer, que exigirá la mitad de tu parte mientras viva. Y luego, como que Dios es mi salvación, si caes enfermo, tus verdaderos amigos o un criado honrado te cuidarán mucho mejor que una mujer que está simplemente esperando, como ha esperado ya mucho, el momento de apoderarse de tus bienes. Y si llevas a una esposa a tu mansión, muy pronto puedes convertirte en un cornudo.»

Estos pensamientos y un centenar de otros peores fueron escritos por este individuo, ¡que Dios le maldiga! ¡Al cuerno con Teofrasto! No prestéis atención a tales tonterías y hacedme caso.

Realmente una esposa es un don de Dios; todas las demás cosas buenas —tierras, rentas, pastos, propiedad común o valores mobiliarios— son realmente regalos de la diosa Fortuna y tan efimeros como una sombra proyectada sobre un muro. Pero no temáis: dejadme que os diga que, francamente, una esposa es un objeto duradero y permanecerá en vuestra casa muchísimo más tiempo del que quizá contabais.

El matrimonio es un sacramento cardinal; a mi modo de ver, un hombre sin esposa es despreciable. Su vida es inútil y solitaria. Hablo, por supuesto, de los laicos, y no lo digo por decir. Si me escucháis, os diré por qué razón la mujer ha sido hecha para ayudar a su compañero. Cuando Dios Todopoderoso creó a Adán, le vio desnudo y solo, y con su gran bondad dijo: «Hagamos ahora una compañera para que ayude a este hombre; una criatura como él mismo»
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.

Y entonces creó a Eva. Por ello resulta evidente y constituye una prueba positiva de que la mujer es la ayuda y la comodidad del hombre, es su solaz y su paraíso en la tierra. Obediente y virtuosa como es, no pueden ambos por menos que ser felices viviendo unidos. Son una sola carne, y una carne
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, según lo veo, no tiene más que un solo corazón, vengan alegrías o penas.

¡Una esposa! ¡Santa María nos bendiga a todos! ¿Qué penalidades pueden sobrevenir a un hombre que tenga esposa? Realmente no puedo pensar en cuáles. Ninguna lengua puede describir y ningún corazón puede imaginar la felicidad que se goza entre dos. Si él es pobre, ella le ayuda en su trabajo; vigila todos sus bienes, sin despreciar ni una migaja; lo que complace al esposo es una delicia para ella; cuando él dice «sí», ella nunca contesta «no». «Haz esto», profiere él. «Enseguida», replica ella.

¡Oh, qué bendita e inestimable es la condición del himeneo! Tan alegre y también virtuosa. Tan ensalzada y buena. Todo hombre que no sea ratón debería pasarse la vida dando a Dios las gracias, de rodillas, por concederle una esposa, o bien rezándole para que le envíe una que le dure hasta el fin de sus días. Pues entonces su vida se asienta sobre una base segura.

En mi opinión, un hombre jamás puede equivocarse, siempre que siga el consejo de su mujer. Puede mantener la cabeza bien alta; pues son tan juiciosas como fieles (haced siempre lo que las mujeres aconsejan si queréis seguir el ejemplo de los hombres inteligentes).

Mirad cómo Jacob —según los eruditos— adoptó la excelente sugerencia de su madre Rebeca y anudó la piel de una oveja alrededor de su cuello, consiguiendo así la bendición de su padre. La historia cuenta también cómo Judit salvó al Pueblo Elegido con su sabio consejo y decapitó a Holofernes cuando dormía. Pensad en Abigail
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y cómo rescató a su marido, Nabal, con sabios consejos cuando ya estaba a punto de ser ejecutado; o fijaos en Esther, cuyo acertado consejo libró al Pueblo Elegido de tribulaciones y permitió que Mardoqueo fuese honrado por Asuero.

Como dice Séneca
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, no hay nada que supere a una esposa complaciente. Soportad la lengua de vuestra esposa, según recomienda Catón. Ella debe mandar y uno debe tolerarlo; pero, sin embargo, como favor, ella te obedecerá. Tu mujer es la dueña de la bolsa doméstica. Cuando estés enfermo, no sirve de nada llorar y lamentarse si uno no tiene a una esposa que vigile la casa. Si queréis actuar con sensatez, os prevengo a que améis a vuestras esposas de la misma forma que Jesucristo amó a su Iglesia. Si os amáis a vosotros mismos, entonces amaréis a vuestra esposa, pues nadie odia su propia sangre, sino que la cuida y protege mientras le quede aliento. Por tanto, os advierto, amad a vuestra esposa o nunca prosperaréis. A pesar de los chistes que se hacen sobre ello, el marido y su mujer han elegido el único sendero seguro para la gente de este mundo; puesto que están tan íntimamente unidos, ningún mal puede acontecer a ninguno de ellos, en especial a la mujer.

Con estas ideas en la cabeza, Enero (el caballero del que os estoy hablando) deseaba para su vejez esa vida de felicidad y virtuosa tranquilidad que es el dulcísimo matrimonio.

Un día mandó venir a sus amigos para darles cuenta de las conclusiones de su larga meditación. Con el semblante profundamente serio empezó su perorata:

—Amigos míos, soy viejo y tengo el pelo canoso, y Dios sabe que estoy con un pie en la tumba. Debo ponerme a pensar un poco en mi alma. He disipado insensatamente mi cuerpo, pero ¡gracias a Dios! esto puede remediarse. Pues he decidido casarme lo antes posible. Por tanto, hacedme el favor de efectuar los preparativos para mi matrimonio inmediato con alguna muchacha joven y bonita. Pues no quiero esperar. Por mi parte mantendré un ojo abierto, a ver si encuentro a alguien con quien pueda casarme sin más dilación. No obstante, como yo soy uno y vosotros varios, es mucho más probable que vosotros descubráis una novia adecuada para mí que yo mismo, por lo que he decidido tener aliados. Sin embargo, una advertencia, queridos amigos: nada me inducirá a tomar una esposa de edad. Ella no debe pasar de los dieciséis. Esto es innegociable. Mi gusto puede ser el del pescado hecho, pero la carne, joven; un lucio será mejor que un pequeño lucio, pero la carne de ternera joven es mejor que la de buey. No quiero tener a una mujer de treinta años —no son más que forraje, simple paja—, forraje de invierno. Y, además, Dios sabe que estas viejas viudas saben más trucos que Lepe y pueden promover tantas trifulcas como se les antoje. Nunca viviría en paz con una de ellas. Las distintas escuelas hacen a un erudito más juicioso. Lo mismo ocurre cuando una mujer ha tenido varios maridos. En cambio, una mujer joven puede ser moldeada, de la misma forma que uno puede hacerlo con una cera caliente. En resumen, que no pienso tomar a ninguna mujer entrada en años por estas razones.

»Suponed que tuviese la desgracia de no encontrar placer con ella. Entonces tendría que pasar el resto de mi vida en constante adulterio e irme directamente al infierno al morir. No podría engendrar hijos con ella, y —dejadme que os lo diga— antes me dejaría comer por los perros que tolerar que mi herencia fuese a parar a manos extrañas. No digo tonterías. Sé por qué los hombres deben casarse. Además, que me doy perfecta cuenta que mucha de la gente que habla del matrimonio sabe menos del mismo que el mozo de mis establos de las razones por las que tengo que tomar esposa. Si un hombre no puede vivir en castidad, entonces debe procurarse una esposa, no por la simple concupiscencia o por el amor, sino por la legítima procreación de hijos, para mayor gloria de Dios; y así, de este modo, evitar fornicación, pagando el tributo cuando corresponde, cada uno de los cónyuges ayudando al otro en la aflicción como un hermano a su hermana y, luego, vivir en santa continencia. Pero, señores, yo no soy de este tipo, no os sepa mal. Creo poder alardear de que mis miembros se sienten fuertes y que puedo llevar a cabo lo que cualquier hombre deba hacer, puesto que yo soy el mejor juez en eso.

»Aunque tenga el pelo canoso, soy el árbol que florece antes de que el fruto madure. Y un árbol en flor no está ni muerto ni seco. Solamente es mi cabeza la que se siente canosa; mi corazón y mis miembros están verdes y lozanos como un laurel durante todo el año. Bien, ahora que habéis oído lo que tenía que deciros, os ruego que satisfagáis mis deseos.

Diversas personas le contaron diferentes cosas sobre el matrimonio. Algunos lo condenaban y otros, por el contrario, lo alababan; pero al final (ya sabéis cómo surgen controversia durante una discusión entre amigos) surgió una disputa entre sus dos hermanos. El nombre de uno de ellos era Placebo, el otro se llamaba Justino.

Decía Placebo:

—Hermano Enero, no habría la mínima necesidad de que tú pidieras el consejo de nadie aquí, si no fuera por la consumada sagacidad y prudencia que te hace, mi señor hermano, tan reacio a descartar aquel proverbio de Salomón que a todos se nos puede aplicar: «No hagáis nada sin asesoramiento —esto es lo que dijo—, y no tendréis luego que arrepentiros»
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»Pero, mi querido hermano, aunque lo dijo el propio Salomón, tan seguro como de que Dios es mi salvación, creo que tu propia opinión es la mejor de todas. Pues, hermano, te lo aseguro, llevo toda la vida de cortesano y es bien sabido que tengo gran prestigio (aunque sea indigno de él) entre los señores de elevada prosapia; sin embargo, nunca me he peleado con ninguno. El hecho es que jamás les contradije. Siempre tuve presente que un señor sabe de las cosas más que yo, por lo que, diga lo que diga, en cuanto de mí depende, afirmo lo mismo que él o algo parecido. No hay asno mayor que un consejero al servicio de algún gran señor que se atreva a creer o incluso a suponer que su consejo es mejor que las ideas de su amo. No, creedme: los señores no son nada tontos. Tú mismo has desplegado aquí hoy un razonamiento tan contundente, una piedad y capacidad tales, que no puedo por menos que estar de acuerdo con tu opinión y confirmar todas y cada una de las palabras que has pronunciado.

»¡Por Dios! No hay hombre en toda la ciudad, o incluso, si me apuras, en toda Italia, que hubiese podido hablar mejor que tú hoy. El propio Jesucristo estaría satisfecho de oírte. Verdaderamente requiere mucho ánimo el que un hombre de avanzada edad tome a una joven por esposa. ¡Por mi vida! Tenéis el corazón donde corresponde. Haced exactamente lo que queráis en este asunto, pero creo que lo mejor en esto es: dicho y hecho.

Justino, que había estado sentado escuchando silenciosamente lo que se decía, repuso a Placebo:

—Escucha, hermano, y, por favor, hazlo con paciencia. Después de haber dicho lo que piensas, puedes escuchar mi opinión.

»Séneca, entre sus muchos proverbios sabios, puso de relieve que uno debe actuar con suma prudencia cuando se trata de ver a quién van las tierras o las propiedades de uno. Pues bien, si yo tendría que ir con sumo cuidado para ver a quién entrego mis pertenencias, con cuánto mayor cuidado habré de vigilar a quien otorgo mi cuerpo a perpetuidad. Te advierto senamente: no es un juego de niños el elegir esposa sin la debida reflexión. A mi modo de ver, es esencial averiguar si es discreta, morigerada o dada o la bebida; si se trata de una mujer casquivana, o si, de algún modo, es una arpía, una regañosa, una manirrota; si es rica, pobre o si es un marimacho.

»Y aunque es imposible hallar al caballo perfecto en todos los aspectos —en este mundo es imposible hallar el ideal, ni entre los humanos ni entre las bestias—, debe ser más que suficiente el que una esposa posea más buenas cualidades que malas. Ahora bien, se necesita tiempo para averiguarlo. Y he derramado más de una lágrima en secreto, Dios lo sabe bien, desde que me procuré una esposa. Cualquiera que se lo proponga puede cantar elogios del himeneo, pero la verdad es que en él no encuentro más que líos, deberes y gastos totalmente desprovistos de bendiciones. Y eso que mis vecinos y en especial las mujeres, a tropel— me aseguran que tengo la esposa más constante y complaciente que respira. Pero yo soy el que mejor sabe dónde me duele el zapato.

»En lo que a mí concierne, puedes hacer lo que te parezca, pero reflexiona seriamente —tú eres un hombre viejoantes de meterte en el matrimonio, en especial con una mujer que sea joven y bonita. Por el Dios que creó el agua, la tierra y el aire, el más joven de los que está aquí ya tiene más que trabajo para conservar su esposa para él solo. Confla en lo que te digo: no le darás placer a ella más de tres años a lo sumo. Las esposas requieren toda clase de atenciones. Y, por favor, no te enfades por lo que te he dicho.

—Bueno —contestó Enero—. ¿Has terminado? A la mierda tu Séneca y tus proverbios; no es más que jerga de eruditos que no vale ni un cargamento de malas hierbas. Acabas de escuchar que gente más juiciosa que tú está de acuerdo conmigo. ¿Qué dices a ello, Placebo?

—Yo simplemente digo que sólo un villano pondría obstáculos al matrimonio. No digo más —repuso él. Seguidamente y, sin más, se levantaron, estando todos de acuerdo en que debería casarse con quien quisiera cuando lo desease.

Día tras día, el alma de Enero estaba llena de extraordinarias fantasías y complejas conjeturas sobre su matrimonio; noche tras noche, figuras y rostros arrebatadores discurrían por su mente, como si alguien hubiese tomado un espejo pulido y lo hubiese situado en la plaza del mercado para contemplar la multitud de figuras que pasasen junto al mismo. De esta forma, Enero veía en su mente a las chicas que vivían cerca de él. No sabía por cuál decidirse. Pues si una tenía un rostro hermoso, otra poseía tal prestigio de amabilidad y ecuanimidad entre la gente, que todo el mundo la proponía. Algunas eran ricas, pero tenían mala fama. Al fin, medio serio, medio en broma, descartó de su corazón a todas las demás y se fijó en una a la que eligió para sí.

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