Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Yo también estaba allí, a primera hora de la mañana, preparando mi examen. Mamá estaba preocupada:
—Debe de haber habido algún tiroteo en el Museo o sus alrededores.
Para tranquilizarla, papá explicó:
—No exactamente. Un hombre intentó esconderse en el Museo, pero no lo consiguió.
—Yo sí lo hubiera conseguido —dije—. Conozco todos los rincones del Museo.
Papá, a quien no le gustaba verme alardear, frunció el ceño:
—Los hombres que le perseguían no le dejaron ni entrar, lo cogieron fuera del Museo, lo acuchillaron y huyeron. Pero estoy seguro de que les atraparemos. Ya sabemos quienes son.
Hizo un movimiento con la cabeza y prosiguió:
—Son los que quedaron de la banda que atracó aquella joyería hace dos semanas. Conseguimos recuperar las joyas, nos falta un diamante, uno muy grande, valorado en más de dos millones de pesetas.
—Tal vez fuera el diamante lo que buscaban los asesinos —dije.
—Exactamente. El hombre muerto intentaba seguramente separarse de los otros dos y largarse con el diamante para él solo. Después de matarle le registraron todos los bolsillos y casi le arrancaron la ropa.
—¿Consiguieron el diamante, papá? —pregunté.
—¿Cómo quieres que lo sepa? La mujer que nos informó del asesinato encontró al hombre cuando ya casi no podía ni hablar. La mujer explicó que la víctima le había dicho cuatro palabras, muy despacio: «Vea a… Alberto… Saura…» Luego murió.
—¿Quién es Alberto Saura? —preguntó mamá. Papá se encogió de hombros.
—No lo sé. Ni tan sólo sé si esto fue en realidad lo que dijo el moribundo. La mujer estaba casi histérica. Si ella no se equivoca y eso fue lo que dijo la víctima, tal vez los asesinos no consiguieron el diamante. Tal vez el muerto lo haya confiado a ese Alberto, quien quiera que sea. Puede que se diera cuenta de que iba a morir y quisiera devolverlo para tranquilizar su conciencia.
—¿Hay algún Alberto Saura en la guía telefónica? —pregunté yo.
Papá dijo:
—¿Crees que no lo hemos comprobado? Sí, hay dos, pero ambos están libres de sospecha: uno es un enfermo crónico y otro vive en Australia desde hace diez años. Y en nuestros archivos y en los de la Oficina Central, tampoco tenemos nada.
Luego, mamá reflexionó:
—Tal vez no se trate de una persona, puede que sea una marca.
Galletas Alberto Saura,
o algo parecido.
—Podría ser —dijo papá— pero no existe ninguna firma con ese nombre. Sin embargo, existen en otras ciudades personas que llevan ese nombre. Vamos a investigar a todos los Albertos Sauras del país aunque no figuren en la guía telefónica. Van a ser días de lenta rutina.
De pronto, tuve una idea y me desbordé:
—Escucha papá, tal vez tampoco sea una marca, puede que sólo sea una cosa. Tal vez aquella mujer no oyera «Vea a Alberto Saura» sino «Ve al bar Tesoro», o algo así ¿comprendes? Si el hombre muerto tenía un bar, a lo mejor escondió el diamante en algún rincón de su establecimiento o en el fondo de una botella de vino… o… como suena casi igual «Vea a Al…berto Saura» que «Ve al bar… Tesoro», ¿qué te parece? ¿O a lo mejor fue «Ve al barco Sara…» ¡A lo mejor era marinero y el diamante está en su barco Sara! Muchas embarcaciones llevan nombres de chica ¿verdad? No es nada extraño el que un barco se llame Sara. ¡Quizá lo que dijo en realidad fue «Ve al barco Sara» y no «Vea a Alberto Saura»!
Sonriendo, papá me señaló con el dedo.
—Muy bien, Lorenzo. Una gran idea. Pero ese hombre no poseía ningún bar llamado Tesoro, ni ningún barco llamado Sara, ni nada con esos nombres, al menos por lo que sabemos hasta ahora. Hemos registrado el lugar donde vivía y no hemos encontrado ningún papel con esos nombres ni nada que se le parezca. Y tampoco hemos hallado nada referente a bares o barcos.
—Bueno —me resigné, un poco desilusionado—. A fin de cuentas supongo que no debía ser una idea tan buena. ¿Por qué, si no, habría dicho
«vea a o ve
al o vea al»?
O bien escondió el diamante en algún sitio o bien no lo hizo. Pero él lo sabía. ¿Por qué entonces dijo
«vea al…»
o algo parecido?
Y luego, de pronto, se me ocurrió otra idea.
¿Y si…?
Papá se levantaba como si quisiera poner en marcha el televisor cuando yo pregunté:
—Papá: ¿podrías entrar en el Museo a estas horas?
—¿Como policía? Claro que sí.
—Papá: —propuse casi sin aliento— creo que sería mejor ir a echar una ojeada. Ahora. Antes de que empiece a entrar de nuevo la gente.
—¿Por qué?
—Tengo una idea, tal vez sea una tontería, pero…
Papá no insistió. Le gustaba que tuviera mis propias ideas. Pensaba que tal vez algún día llegaría a ser también detective. Por eso me dijo:
—Está bien, sigamos tu iniciativa y veamos qué pasa.
Llamó al Museo, tomamos un taxi y llegamos allí justo cuando el anochecer extinguía las últimas luces diurnas. En la puerta encontramos al guarda que iba a acompañarnos.
Nunca había estado en el Museo cuando estaba todo oscuro.
Parecía un inmenso y oscuro túnel del metro y la linterna del guarda lo hacía todo más oscuro y misterioso.
Tomamos el ascensor hasta la cuarta planta donde unas inmensas sombras se recortaban en la pared contra la linterna del guarda.
—¿Quieren que les encienda las luces de esta sala? —nos preguntó el guarda.
—Sí, por favor —pedí.
Allí estaban todos, algunos en vitrinas, pero los más grandes en el centro de la gran sala. Huesos y dentaduras, columnas vertebrales de los gigantes que habían dominado la tierra hace cientos de millones de años.
—Quiero ver éste de cerca, —solicité—. ¿Puedo saltar la barandilla?
—De acuerdo —accedió el guarda y me ayudó. Me incliné sobre la plataforma observando el material gris, como de mármol, sobre el que se exhibía el esqueleto.
—¿Qué es esto? —pregunté. Tenía un color muy parecido al de la argamasa de la plataforma, pero se notaba como un bultito añadido, como un botón.
—Chicle —dijo el guarda enfadado—. No sé cómo vigilar a los críos…
—Ese hombre intentaba escapar y quiso probar suerte guardándolo aquí… para que los otros no…
Antes de que pudiera terminar mi frase, papá ya me había quitado el chicle de las manos. Empezó a deshacerlo en pequeños trocitos. Algo en su interior brilló al recibir el contacto de la luz. Papá lo puso en un sobre.
—¿Cómo lo has sabido? —me preguntó.
—Ven, mira lo que pone aquí. Añádele
«Vea» o «ve al…»
y ya tienes la palabra clave.
Era un esqueleto magnífico. Tenía un cráneo como el de un lagarto inmenso, unas patas traseras grandísimas, y las delanteras como muñones, y una larga cola que junto a las vértebras del cuerpo formaba una columna de unos nueve metros de longitud. El animal debió de pesar unos tres mil kilos, como un elefante, más o menos. Vivió en la Era Secundaria, hace unos doscientos millones de años. El letrero ponía «Albertosaurio».
“Santa Claus Gets a Coin”
Mi padre no acostumbraba a traerse trabajo a casa, sin embargo estábamos a 22 de Diciembre, se acercaba Navidad y su trabajo lo estaba echando todo a perder. No hay nada peor que un caso sin resolver para impedir a un detective disfrutar de sus vacaciones.
Se trataba de un caso de poca importancia, no era ni un asesinato ni una bomba, nada espectacular, pero se trataba de una de esas pequeñas cosas que no puedes quitarte de la cabeza.
—¿Qué os parece? —dijo mi padre aquella noche, después de cenar—. Hemos encontrado una de las monedas robadas en una hucha de Papá Noel. Y, además, fue un niño el que la echó allí.
Sabíamos de qué hablaba. Los periódicos lo titulaban «El Misterio de la Moneda de Navidad». El Museo había notado la sustracción de monedas muy valiosas desde que empezaron las vacaciones de Navidad. Parecía que debía ser obra de algún empleado, pero en el Museo trabajaban por lo menos cien personas y no se tenía ninguna pista.
—¿Un niño? —pregunté yo.
—Sí, un chico que debe tener más o menos tu edad, Lorenzo, puesto que está en un curso inferior al tuyo —explicó papá—. El chico echó una de las monedas robadas a una de esas huchas que Papá Noel presenta a los transeúntes mientras está agitando una campanilla. Papá Noel se dio cuenta de que no se trataba de una moneda corriente y como estaba delante del Museo, pensó que podía tratarse de una de las monedas robadas. Es una persona honesta y la devolvió; además, también pudo identificar al muchacho. Lo veía con frecuencia porque el muchacho vive en la misma calle. Es una pena que sucedan esas cosas en Navidad.
Mamá le miró angustiada.
—¿Estás diciendo que ese niño era el ladrón?
—No —la tranquilizó papá—, pero tuvimos que interrogarle y sus padres estaban muy disgustados. Estoy seguro de que les estropeamos las vacaciones.
—¿Qué pasó, papá? —pregunté—. ¿De dónde había sacado la moneda, el niño?
—Se la dio un hombre dentro del Museo y le pidió que la echara a la hucha de Papá Noel. Para ello le regaló cinco duros.
—¿Puede el niño identificar al hombre que le dio la moneda?
—No —dijo mi padre, negando con la cabeza—. En realidad, ni se fijó. Ya sabes como son los críos.
Esto me molestó un poco. Dije:
—No, papá; yo no sé cómo son los niños.
Papá se aclaró la garganta.
—Era la quinta moneda robada y el museo había reforzado la vigilancia. No sabemos qué sistema utilizó el ladrón para sacar las monedas del Museo, pero cada vez le debió resultar más difícil. Esta vez debió de pensar que si salía él con la moneda podían cogerle, por eso se la entregó al niño, para que se la sacara de allí.
—¿Y, por qué debía echarla a la hucha de Papá Noel? —pregunté—. Me parece una estupidez.
Papá se encogió de hombros.
—Tal vez tuviera miedo. Ese debió ser el primer sitio que se le ocurrió. Seguramente pensó que más tarde podría recuperarla.
Durante todo el rato, incluso mientras estábamos terminando el postre, (teníamos manzanas asadas) yo no dejaba de pensar en el caso. De pronto fui a consultar una curiosidad en el diccionario, y cuando regresé, al cabo de uno o dos minutos, dije:
—Papá, ¿hay algún belén cerca del sitio en que se hallaba Papá Noel? Ya sabes, con pequeñas figuritas, el establo de Belén, el niño Jesús, la Virgen, San José, el asno y el buey.
—Ya sé qué es un belén —dijo—, así que no te esfuerces en enseñarme. La respuesta es
no.
Tuve una gran decepción porque había llegado a pensar que podría demostrar que yo también era un gran detective. Pero luego mamá intervino:
—Hay uno en la parte sur del Museo, en la puerta de una iglesia. Lo veo cuando voy a la compra.
—¿Está muy lejos del Museo, mamá?
—A menos de una manzana de su parte sur.
—Papá Noel obtuvo la moneda en la parte norte —aclaró papá.
—Papá: ¿podría ver a ese niño? Tal vez no le importe hablar con otro niño y me gustaría preguntarle algo.
—¿Qué te gustaría preguntarle, Lorenzo? —pero yo negué con la cabeza:
—Ya sabes cómo son los niños, papá. Primero quiero estar seguro.
—Muy bien.
Supongo que estaba algo turbado por haberse burlado de los niños, y por eso cedió.
—Pero sé amable y no te pongas pesado con ese pobre muchacho —añadió, a modo de consejo.
Ya era de noche cuando llegamos a la casa, un piso muy pequeño.
El hombre que abrió la puerta pareció molestarse al ver a papá.
—¿Ocurre algo? —preguntó con voz enojada.
—No —dijo papá—, pero mi hijo quiere hablar con el suyo, si está en casa.
Estaba, en seguida lo reconocí e incluso sabía su nombre. No es que fuera exactamente amigo mío, pero lo había visto por el patio de la escuela.
Nos fuimos hacia un rincón y le pregunté:
—¿Nacho, ese hombre te dijo que echaras la moneda en la hucha de Papá Noel?
—Sí, eso me dijo.
—¿Te dijo que la echaras exactamente en
la hucha de Papá Noel?
—No. El no dijo exactamente
la hucha,
dijo
la cajita,
pero es lo mismo ¿verdad? La cajita que lleva Papá Noel es una hucha. Es lo mismo.
—Tal vez te dijera también algo parecido a Papá Noel. ¿O fue exactamente
Papá Noel?
Nacho me miró confuso. Luego se rió y me dijo:
—No, él no dijo Papá Noel. El me dijo
el viejo de la campana de Navidad,
¿pero quiere decir lo mismo, verdad?
Me hubiera gustado poder gritar y saltar, pero me esforcé en parecer tranquilo.
—El viejo de la campana de Navidad puede ser Papá Noel, claro. Así que él te dijo que echaras la moneda en la cajita del Viejo. No en
la hucha de Papá Noel,
sino en
la cajita del Viejo de la campana de Navidad.
—
Sí, me preguntó si sabía dónde estaba y le dije que sí y me fui corriendo. Imagínate que veo al viejo Papá Noel tocando la campanilla todos los días, desde hace dos semanas.
—Muchas gracias. Nacho —le agradecí. Papá parecía algo perplejo, pero no quise decirle ni una palabra hasta encontrar el belén del que mamá había hablado. Todavía podía equivocarme.
Pero cuando estuvimos delante, ya no me quedó ninguna duda. El belén tenía muchas luces y cerca del Niño Jesús había una cajita con un cartelito que decía
«Para la campaña de Navidad de los Viejos».
—Aquí, papá —dije señalando con el dedo la cajita—. Aquí están las monedas, si es que todavía nadie la ha abierto.
Papá habló con el sacristán de la Iglesia y éste nos abrió la caja de los pobres. Dentro había calderilla y billetes y también las cuatro monedas del Museo. Iban a abrirla el día de Navidad y yo supuse que el ladrón debía saberlo.
—Sabes, papá —expliqué más tarde—, pensé que echar la moneda en la hucha de Papá Noel sólo tenía sentido si Papá Noel era un miembro de la banda que huía con la moneda. Cuando dijiste que Papá Noel era un tipo honrado que había devuelto la moneda, empecé a pensar en qué otra cosa podía haber dicho el hombre, que pudiera ser tomado por Papá Noel. Como la figura de Papá Noel se representa siempre por un viejo de barba blanca, imaginé que podía tratarse de otro anciano y consulté un Diccionario de Costumbres Populares y vi que hay muchos símbolos de Navidad representados por viejos y que es costumbre en estas fechas instalar cajitas o huchas en los belenes para recaudar fondos para aliviar a los enfermos, pobres, viejos…, y que esa forma de caridad se llama «Campaña» como si fuera una lucha contra la pobreza. La cajita de ese belén era un buen lugar para esconder las monedas si se sabe que no iba a abrirse hasta el día de Navidad. El ladrón debió planear abrirla la noche antes y sacar las monedas. Pienso que no quería sacar el resto del dinero. Eso hubiera sido una canallada.