Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
El paquete llegó al lugar anunciado ya la hora prevista. Lo interceptaron y se lo llevaron a las oficinas, donde fue abierto con todas las precauciones del caso debo añadir, por si se trataba de un artefacto explosivo. No era tal cosa.
En el interior había tres copas de un hermoso cristal tallado, formas delicadas y estructura frágil. El precio de esas copas era muy alto pero su valor había sido debidamente declarado en la aduana. Una fuente respetable de la cual no teníamos motivos reales para desconfiar había pagado todos los aforos del caso.
—¿No había nada más en el paquete? —pregunté—. ¿Sólo las copas?
—Sólo las copas.
—¿Ningún diamante?
—Ni uno.
—¿Qué hicieron ustedes?
—Bien, para empezar, revisamos muy bien las copas para ver si encontrábamos algo…
—¿Quiere decir que se podrían haber incorporado los diamantes al vidrio fundido de modo que formasen parte de las copas?
—Nada de eso —dijo el agente, algo ofendido—. Los diamantes son carbono. Se oxidan a temperaturas muy elevadas y el vidrio derretido sin duda los habría dañado. Además, se harían visibles al instante al efectuarse mediciones de índice de refracción, cosa que también probamos, para no omitir nada.
(Aquí pueden ver ustedes el valor del trabajo policial. Yo no tengo equipo para realizar esas pruebas ni tampoco la preparación necesaria.)
—¿Qué más hicieron? —volví a preguntar.
—Era cristal tallado. Tenía formas abstractas y se nos ocurrió que podría contener información codificada. No contenía nada. Fotografiamos las copas y estudiamos las fotografías con microscopio. No encontramos nada, ninguna irregularidad en la simetría de las formas… y la simetría perfecta nunca proporciona información.
—Las copas tienen que haber estado envueltas en algo. ¿Pensaron en eso?
—Desde luego. Estaban envueltas en papel de seda, varias capas. Sacamos el papel y lo revisamos minuciosamente, hoja por hoja, de ambos lados. Lo sometimos al calor, a la magnificación, a los rayos ultravioleta. No apareció nada. Nuestros expertos en tintas invisibles lo trataron a fondo. Nada.
—¿La caja?
—Puedo asegurarle que no la descuidamos. Revisamos la caja centímetro por centímetro, por dentro y por fuera, con el mismo cuidado que al papel de seda. Hasta retiramos la tira adhesiva utilizada para asegurar la caja, así como los diversos rótulos y estampillas, para estudiar lo que pudiera haber debajo, para no hablar ya de la tira adhesiva, los rótulos y las estampillas mismas.
—Y supongo que no encontraron nada.
—Absolutamente nada.
Reflexioné un poco antes de preguntar:
—¿Se les ha ocurrido que el informante puede e equivocado o mentir?
El agente hizo una mueca.
—Se nos ocurrió en seguida. Lo hicimos comparecer. No sé si su madre tiene tumba, pero juró por ella. Nos pareció que podíamos confiar con él.
—Tal vez recogieran ustedes un paquete equivocado.
—Armoniza en todos sus detalles con la descripción hecha por el informante. Las probabilidades de que nos hayamos equivocado son infinitamente lejanas.
—¿Qué tamaño tenía el paquete?
—Unos treinta centímetros por quince, más o menos.
—¿Y las copas?
—Unos quince centímetros de alto. Unos siete de diámetro.
—¿Alguna de las tres estaba astillada, rajada o dañada de alguna manera?
—No, no. Estaban en perfectas condiciones.
—¿Y tiene el paquete aquí, exactamente como estaba al llegar?
—Por supuesto —respondió el agente con tono melancólico—. Debemos devolvérselo al dueño legítimo, diciéndole alguna mentira. Que se extravió o que fue dejado en otro lugar. En realidad, no teníamos derecho a incautarnos de él.
—¿No tenían autorización?
—No.
—Bien, no se preocupe. Hay una pequeña probabilidad de que le encuentre esos diamantes.
Y claro está, los encontré. De una manera que seguramente ustedes han adivinado ya. Fue una de las pocas oportunidades en que un instante de lucidez vale por el paciente trabajo de todo un laboratorio de criminología.
Griswold bebió otro sorbo de su vaso y se arrellanó en el sillón.
Al unísono, gritamos:
—¿Dónde estaban los diamantes?
Griswold se mostró sorprendido.
—Increíble —murmuró—. Me oyeron decir que había preguntado por el tamaño de la caja y de las copas. Copas de ese tamaño, colocadas en una caja de éste tamaño, no dejarían de moverse en el interior y, a pesar de la envoltura de papel de seda, se harían trizas. Sin embargo, no estaban ni quebradas ni rajadas a pesar de que el agente había señalado que eran frágiles.
Eso quería decir que estaban muy bien embaladas. Hoy en día, como saben ustedes, el embalaje más usado es el de los trozos de goma pluma. Los que yo prefiero son los que tienen aspecto de granos de maní.
Sea como sea, la tendencia es no tener en cuenta el embalaje. Apenas nos fijamos en él, nos limitamos a desecharlo. Pero mirémoslo. Revisé la caja, estudiando cada uno de los trozos de material plástico y muchos de ellos mostraban indicios de haber sido abiertos, de que les habían introducido algo duro antes de apretar el orificio para cerrarlos otra vez.
Abrimos esos pedacitos y allí anidados, estaban aquellos bonitos diamantes. ¡Qué cosecha logramos!
“Spell It!”
Jennings fue el último en llegar y cuando se sentó, extendió las piernas cómodamente y recibió su habitual martini seco con una cebollita.
—Detrás de las paredes de esta ciudad hay ocho millones de historias —comentó.
—¡Oye! —exclamó Baranov—. ¡Qué idea para una serie de televisión!
—La única dificultad es que las perdemos todas, probablemente yo mismo perdí una cuando venía de camino al club… siempre vengo a pie cuando hace buen tiempo. Es un buen paseíto y contribuye a mantenerme en forma. No como tú, gordo —dijo, dirigiéndose a mí.
Me sentí irritado.
—Te mantienes en forma dándote aire por el cerebro hasta que lo conviertes en un vacío perfecto. Ni siquiera tiene sentido nada de lo que dices.
Desde su alto sillón Griswold se movió y el suave rumor de sus ronquidos se interrumpió con un murmullo. No sé qué dijo, hablaba de una olla, creo, y de una sartén tiznada.
—Dime qué te perdiste, Jennings —dije—. En general tienes bastante poder de observación para no perderte ningún bache que haya en tu camino.
Jennings fingió no haber oído.
—Pasé al lado de una joven pareja que discutía. La muchacha, de no más de diecisiete años, diría yo, dijo en voz tan baja que apenas lo pude captar: “No debiste permitirle ver la sombra”. El muchacho, de no más de veinte, respondió: “Otra cosa hubiera sido correr un riesgo”.
—¿Y de ahí? —preguntó Baranov.
—Es todo lo que oí, porque seguí caminando. Pero luego me puse a pensar. ¿Qué sombra? ¿Por qué no debía haberla visto, quienquiera que fuese, y por qué habría de ser arriesgado no verla? ¿De qué estaban hablando?
—¿A quién le interesa? —pregunté a mi vez.
—A mí —dijo Jennings—. Había algo raro allí. Alguna historia de nuestra ciudad que nunca sabré cuál es.
—Pregúntaselo a Griswold —sugerí—. Él lo razonará todo y de esas dos simples frases hará una historia de intriga y acción. Vamos. Pregúntaselo.
Al principio Jennings trató de mostrarse desdeñoso, pero advertí que estaba tentado de hacerlo. Griswold tenía una inusitada capacidad para ver por debajo de la superficie de las cosas.
Miró al hombre dormido, las canas y las cejas blancas y, como siempre que se mencionaba su nombre, resultó que no estaba tan dormido como para perder lo que se decía.
El whisky con soda subió hasta sus labios. Abrió los ojos, se alisó el gran bigote con el dorso de la mano izquierda y luego dijo:
—No tengo la menor idea de a qué se refería todo ese tema de las sombras. Desde luego, alguna vez me he visto frente a pequeños hechos que pude estudiar a fondo, hechos en los que el crimen no parecía tener nada que ver y que, sin embargo, tenían algo de anormal.
—¿Por ejemplo? —le pregunté, incitándolo deliberadamente a hablar.
Siempre he tendido a inspirar confianza [dijo Griswold]. Supongo que se debe en parte a que la dignidad de mi figura hace que la gente confíe en mí y, en parte, a que la luminosa inteligencia que resplandece en mi mirada la lleva a imaginar que va a encontrarse con un pozo de sabiduría que saciará todas sus necesidades.
Sea como sea, la gente apela a mí cuando está en dificultades.
Conozco a un hombre, por ejemplo, que es escritor. Si mencionase su nombre, sabrían de inmediato de quién se trata. Cualquier norteamericano culto y aun cualquier europeo culto sería capaz de reconocerlo. Ese nombre es la esencia de esta anécdota pero, como me lo dieron en forma confidencial, no puedo revelárselo, aun en el caso poco probable de que confiara en la reserva de ustedes. Lo llamaré, por lo tanto, Reuben Kelinsky, habiendo verificado, inclusive, que ni siquiera las iniciales coinciden.
En general Kelinsky es un individuo sin preocupaciones. Tiene pocos de los estigmas del escritor. No lo atormentan los plazos de entrega; no lo amargan las críticas ni los rechazos; no lo deprimen los derechos de autor cercenados ni lo enfurece la estupidez de los editores… Para no hablar ya de la perversidad de las editoriales, agentes, revisores e impresores. Escribía siempre en un estilo llano, lo vendía todo, ganaba bastante y era un hombre feliz.
Imaginen mi asombro, pues, cuando una vez, que estábamos almorzando, lo vi particularmente abstraído. Se mordía el labio inferior, cerraba los puños y seguidamente murmuraba palabras entre dientes.
—¿Qué pasa, muchacho? —le pregunté con tono comprensivo—. Te veo alterado.
—¿Alterado? —repitió—. Estoy furioso. Hace tres semanas que estoy tratando de calmarme pero no lo consigo. Estoy tan mal, que tomo duchas heladas por la mañana y es inútil. Me siento tan acalorado y con tanto malestar que hasta el agua fría del baño sube de temperatura.
—Dime qué te pasa —dije.
—¿Me permites? —preguntó con una expresión esperanzada—. Quizás tú puedas ayudarme a sacarle algún sentido a esto.
—Cuéntame —dije.
—He conseguido una edición muy buena de la Historia de la Civilización de Will Durant por una bicoca y estaba encantado. Había leído ya la obra a medida que aparecían los volúmenes retirándolos de la biblioteca y siempre había deseado tener la serie completa. La única desventaja que tiene la que he conseguido es que le falta el Volumen 2: La vida en Grecia.
»Bien, tú sabes cómo es uno. Durante décadas he vivido sin tener ninguno de los volúmenes pero, ahora que tenía diez de ellos, sencillamente no podía vivir sin el undécimo. Es más, estaba empeñado en leer toda la serie volumen por volumen. No quería saltearme uno y tener que volver a él, y como estaba a punto de terminar el primero, me empecé a angustiar.
»Debí haber esperado hasta volver a Nueva York, donde hay muchas librerías de las que soy cliente. Todas habrían estado dispuestas a ayudarme en la búsqueda, pero debía quedarme en Washington por unos días y me daba fastidio tener que esperar. Al pasar por una librería importante camino de una cita, entré en ella, obedeciendo a un impulso.
»Tenía prisa, pues me esperaban a almorzar y estaba acostumbrado a encontrarme en la 'cancha propia' por así decir, cuando visitaba una librería, de modo que me dirigí directamente a un mostrador y le dije bruscamente a la mujer que estaba allí: '¿Dónde tienen la serie de obras de historia de Will Durant?' La mujer señaló vagamente una escalera semicircular. Subí por ella y me encontré sumergido en Tolstoi y Dostoyevski. Levantando la voz, dije a la mujer: 'Oiga, no veo a Durant'.
»Me señaló otro lugar y caminé en la dirección indicada. Allí encontré una estantería tras otra repletas de obras de Durant. Estaban César y Jesucristo, Nuestra Herencia oriental, la Era de la Razón. Había en verdad alrededor de una docena de ejemplares de cada volumen de la serie, excepto el Volumen 2. Perdí bastante tiempo buscándolo, porque no podía creer que no hubiese ni un ejemplar de La Vida en Grecia.
»Completamente defraudado, bajé rápidamente por la escalera circular. Estaba ya retrasado para mi almuerzo, pero seguía empeñado en conseguir ese volumen. '¿Dónde puedo encargar un volumen?' pregunté. La mujer hizo otro gesto. En ningún momento me dijo una sola palabra, la muy idiota y fui corriendo hasta otro mostrador.
»'Quiero pedir un libro', dije agitado. Tanta carrera inútil para nada.
»El hombre detrás del mostrador me miró impávido y no dijo una palabra. Con tono impaciente, repetí: 'Quiero pedir un libro. Quiero el Volumen 2, La vida en Grecia de Will Durant.’
»El hombre no hizo ademán alguno de tomar un formulario. En verdad, no se movió. Al cabo de una espera más o menos larga, me preguntó: '¿Su nombre?'.
»Con gran claridad, seguro de que quizás obtendría un poco de colaboración, dije: Reuben Kelinsky.
»Y él preguntó: '¿Cómo se escribe?'
»Era el colmo. Tuve la sensación de estar viviendo una pesadilla. No digo que todo el mundo haya oído hablar de mí. Tampoco que el diez por ciento me conozca y sepa deletrear mi nombre al oírlo, pero creo tener derecho a que en una librería sepan cómo escribirlo. En aquel momento había seguramente una docena de libros míos allí.
»Sobre el mostrador había una lista de Libros en Existencia, el volumen por autores, de la A a la X. Lo abrí hacia el final —sé perfectamente dónde está mí nombre— y dije: 'Aquí puede ver cómo se escribe'.
»Y el hombre replicó: 'No estoy aquí para que me insulten. Me niego a recibir su pedido'.
»¿Qué otra cosa podía hacer, salvo irme? Llevaba quince minutos de retraso para mi cita. Estaba tan furioso, que apenas pude probar bocado y lo poco que comí me sentó como un tiro. Tampoco había conseguido mi libro ni lo había encargado siquiera. Desde luego, cuando llegué a Nueva York obtuve el ejemplar sin mayor demora y ahora tengo la serie completa, pero sigo furioso. Envié una carta llena de indignación a la librería, pero me contestaron diciendo que yo me había mostrado altanero e insultante y que debía adquirir mis libros en otra parte. Y no hay nada que pueda hacer. No comprendo nada.
Kelinsky estaba sentado allí, meditabundo. Por fin dijo:
—Mira, es la primera vez que cuento toda la historia y ahora que te la he contado, me siento mucho mejor. Es como abrir un divieso.