―¿Es
eso
lo que represento para ti? ―pregunté con el orgullo obnubilando mi sentido común.
―No, la verdad es que me gusta verte. Y el hecho de que estés aquí implica también que a partir de todo esto ―dijo señalando el campo y la presa― vendrá al menos algo bueno. No voy a abandonarte aquí... ¿cómo podría hacer tal cosa? Le debo a alguien una deuda muy antigua y se la pagaré incluso si todos los sacerdotes del mundo se interponen en mi camino.
Sabía a quién se refería sin necesidad de que mencionase su nombre, pero a la luz de la antorcha no pude distinguir la expresión de su rostro para sacar alguna otra conclusión.
―¿Viva o muerta?
―Palatina está viva, Cathan. Te lo aseguro.
Entonces se puso de pie, posó por un segundo una mano sobre mi hombro y agregó:
―Al contrario que yo, ella nunca ha dudado que tú también estarías vivo.
Era demasiado para asimilarlo. Sentí que mi corazón se expandía de pronto hasta llenar todo mi torso, latiendo de forma salvaje e increíblemente veloz.
Volví a aprender el significado de la esperanza.
Los pasos de Ithien se perdieron en la distancia, dejándome solo en la cima del saliente rocoso, solitario en un mundo que de pronto parecía otra vez digno de ser vivido.
En algún punto perdido entre las islas sin conquistar, Palatina caminaba y respiraba bajo las mismas estrellas, o cuando menos el mismo cielo, porque podría estar en el otro hemisferio. Y quizá con ella estuviesen otros supervivientes de los ataques y de los inquisidores, otros amigos que yo había dado ya por perdidos.
«No voy a abandonarte aquí.»
¿
Realmente sus palabras significaban eso?, un favor que le debía a Palatina? Ella, que había sido su más antigua e íntima amiga, quizá incluso más si es que ella podía permitirse tal cosa. Por otra parte, había sido agradable que Ithien afirmara eso allí, en las salvajes tierras de Qalathar, pero... ¿podría cumplir con su promesa?
Por otra parte, yo no estaba en absoluto más cerca de la verdad.
Mi mente vagó a la deriva de nuevo, dejando a Ithien de lado para concentrarme en Palatina. Mi brillante y enérgica prima Palatina, que nunca había dudado de sus lealtades. La recordé en la espaciosa casa de Hamílcar en Taneth, junto al mar moteado por el sol, en los bellos bosques del Archipiélago, en el jardín del palacio de Ithien en Ilthys. Incluso en invierno había sido hermoso.
Recuerdos que formaban parte de un mundo que apenas había visto en los últimos cuatro años, un mundo que me parecía casi mítico estando sentado en soledad ante los acantilados de Tehama, recordando qué bonito había sido ese pasado. Incluso los peores momentos de mi antigua vida parecían mejores que el presente.
Miré ciegamente hacia el abismo que se abría a mis pies, fijando los ojos en dos puntos de luz amarillenta situados en la costa más lejana, preguntándome cómo era posible que hubiese gente allí.
Si Ithien era bienintencionado en su promesa de llevarme a casa, ya no había otra cosa que desease hacer en aquel momento más que marcharme de Tehama y encontrar a Palatina. Dar con mi prima y las personas que sin duda se habrían unido en torno a ella, encontrar las ruinas de mi vida pasada y conocer las maquinaciones de los que me veían como un títere de sus propias luchas por el poder. Sólo que para entonces muchos de ellos estarían muertos y el mundo que habían conocido se estaba transformando gradualmente por el impío poder de Sarhaddon y su orden venática hasta resultar irreconocible. En la siguiente ocasión oí los pasos y supe quién se acercaba al ver su silueta recortada contra las ventanas iluminadas de las cabañas.
―¿Te dijo por qué se mantenía inactivo? ―preguntó Vespasia, pero pronto su tono cambió y noté la preocupación en su voz―. Cathan, ¿qué sucede?
Levanté la mirada hacia ella. Me sentía al borde del llanto, aunque no sabía bien por qué.
―¡Palatina está viva, Vespasia!
Por un momento me miró absorta, con incredulidad. Luego sonrió con la sonrisa más amplia y sincera que yo le había visto en mucho tiempo. Vespasia conocía a Palatina sólo de oídas, por su reputación como símbolo del movimiento republicano y como la infame líder de las fuerzas heréticas que aún atormentaban al Dominio en sus confines.
―Entonces el Dominio todavía no ha vencido ―dijo Vespasia―. De algún modo, aún tenemos una oportunidad... y tú no deberías estar aquí y desperdiciarla, te necesitan, Cathan.
―¿Realmente lo crees así?
―Por supuesto. Necesitan de toda la ayuda que se les pueda brindar. La Inquisición no ha terminado con la Resistencia, por mucho que lo haya querido. En general, todos los rebeldes destacados consiguieron escapar y tú estás entre ellos.
No dije nada de la promesa de Ithien, pero la certeza de Vespasia parecía absoluta. Ella era como Palatina, siempre segura de sí misma, sin las indecisiones que siempre habían minado mi camino. Aquella noche, en cambio, mi mente había reaccionado con resolución en el momento en que Ithien me había hablado.
―¿Qué son esas luces a lo lejos? ―preguntó Vespasia, cuyo rostro había recuperado de pronto la seriedad―. Nunca había estado aquí arriba y es la primera vez que las veo.
Seguí con la mirada la dirección que apuntaba su dedo, hacia las luces gemelas que había notado hacía poco, y que en mi opinión se habían movido: estaban mucho más hacia la izquierda, más cerca que antes de la presa.
―No tengo ni idea ―respondí. Pensándolo bien, las luces estaban demasiado próximas al agua para provenir de una cabaña. No recordaba haber visto edificios allí debajo al observar la zona a la luz del día. Quizá el brillo del sol los hubiese velado.
Clavamos los ojos en las luces durante un minuto. Eran bastante tenues pero muy firmes para provenir de antorchas. Debían de ser, por lo tanto, lámparas de leños, algo nada habitual en Tehama.
―No hay duda de que se mueven ―advirtió Vespasia momentos más tarde―. Entonces ha de ser un bote. Pero ¿qué está haciendo allí abajo? ¿Crees que hay poblados en el cañón?
Recordé la advertencia de Oailos. Nada allí arriba era lo que parecía, y la de Vespasia era una explicación demasiado lógica. ¡Por todos los Elementos! ¡Me estaba volviendo paranoico!
Al poco desapareció una de las luces, luego la otra, dejando el abismo nuevamente a oscuras. Para entonces casi toda la gente se había ido a dormir. Pero a pesar de que me envolví en la manta y cerré los ojos me llevó bastante tiempo conciliar el sueño.
Durante la pausa del mediodía siguiente hablé con Emisto y descubrí lo poco que sabía él de Ithien. El ingeniero no tenía idea de cuándo o por qué Ithien había cambiado de bando. Nunca lo había visto antes de que llegara con Sevasteos y una orden imperial para reclutar a toda la gente que pudiese servir para el proyecto de la represa. Al parecer, Ithien pertenecía al cuerpo personal del emperador, y la orden imperial le confería su actual autoridad. No pude preguntarle a Emisto mucho más sin correr el riesgo de ser exageradamente inquisitivo.
Durante los días siguientes nos mantuvieron demasiado ocupados para que mis pensamientos pudiesen divagar con libertad. Bajo la insistente presión de Sevasteos, el trabajo en la represa mantuvo su ritmo. Hacia la octava jornada completa ya habían sido reparadas en su integridad cinco de las seis grietas, con el hormigón aplicado y las placas metálicas debidamente ajustadas.
El resultado fue que casi todos los esclavos trabajaban ya en la sexta y última grieta cuando Shalmaneser apareció acompañado de un visitante cuya mera presencia pareció enfriar el cálido sol del mediodía.
Esa grieta como todas las demás se extendía a lo largo hasta el mismísimo parapeto. Yo estaba supervisando la colocación de las placas metálicas cuando oí el sonido de los cascos y aparecieron ante nosotros cuatro hombres bajando por el último tramo del camino. Oí la respiración agitada de los que estaban a mi alrededor cuando vimos al tercero, justo detrás de Shalmaneser. El zumbido de la conversación se apagó de pronto.
―¡Buitre! ―murmuró Oailos entre dientes mientras hacía con la mano la señal contra el mal (un signo relacionado con la diosa de los Vientos, Althana).
―¿Qué está haciendo aquí? ―susurró alguien más. Era como si un manto de miedo se hubiese abatido de pronto sobre todos.
Mientras los jinetes desaparecían de nuestro campo visual por un instante tras un saliente rocoso, alguno aprovechó la oportunidad para advertir a los hombres que trabajaban en el agua. Mantuve la compostura y me arrodillé en el suelo enfrentando mi rostro al muro, comprobando por segunda vez si las placas que colocábamos eran resistentes.
―Abrid el paso a su reverencia el inquisidor Amonis, representante de su gracia el exarca del Archipiélago ―pronunció una voz, y la gente se hizo a un lado como si el centro del sendero se hubiese vuelto de pronto demasiado caliente para pisarlo.
¿Amonis? Sentí un escalofrío de terror. Por el amor de Thetis, ¿por qué se habían vuelto a cruzar nuestros caminos?
No había manera de alejarme de él. Me volví hacia el grupo que se aproximaba e incliné la cabeza tanto como pude, hasta casi tocar las piedras con la cara. Los demás hicieron lo mismo.
―Continuad con vuestro trabajo ―dijo una voz seca en una lengua del Archipiélago despojada de todo acento. Se trataba de una grotesca parodia del idioma, ya que, al igual que el thetiano, esa lengua poseía una tonada musical que dependía de la inflexión de la voz. Era, por otra parte, una voz que me resultaba familiar.
No fue necesario que repitiese la orden, pues el temor que llevaba dentro de mí se había despertado con creces. Me puse en pie con tal velocidad que las piedras del suelo me rascaron la de piel de las rodillas.
La túnica del inquisidor me rozó una pierna mientras avanzaba junto a nosotros, y ese contacto fue suficiente para comprobar lo áspero y grueso que era el material con que estaba hecha. No quise ni imaginar qué incómoda sería con ese tiempo.
A unos metros de mí, el inquisidor se reunió con Sevasteos e Ithien, que debieron de llegar desde el otro extremo de la represa, pues ninguno de los dos estaba cerca la última vez que había echado un vistazo. Eso quería decir, concluí, que no habían sido advertidos de la visita.
―Dómine Amonis, no teníamos idea de que vendrías ―dijo Sevasteos.
Por el rabillo del ojo vi cómo ambos se inclinaban con una rodilla en el suelo para que el inquisidor les murmurase su bendición. Amonis llevaba cubierta la cabeza, así que no podía ver de él más que la túnica negra con rayas blancas y la forma puntiaguda de su capucha.
Cuando los thetianos volvieron a ponerse de pie, sus rostros estaban estudiadamente serios.
―No es culpa vuestra ―repuso el inquisidor―. Mi colega y yo hemos sido enviados por el exarca obedeciendo la petición del dómine Shalmaneser. Creo que no conozco vuestros nombres.
Ithien y Sevasteos se presentaron. Como lo conocía, pude descifrar en el tono de la voz de Ithien que era presa de un profundo nerviosismo. Pero ¿cuál era el motivo? ¿Por qué habría de temer un leal servidor del emperador a un leal servidor del primado?
Me pregunté quién sería el «colega» al cual se había referido. Lo mismo hizo Sevasteos en voz alta, aunque de modo bastante prudente.
―Al dómine Shalmaneser le preocupa que esta gran oportunidad de reparar la represa no sea aprovechada al máximo ―señaló Amonis―. Ha solicitado la presencia de varios hombres para examinar la estructura íntegramente, un importante desafío para la ingeniería. Sin embargo, la petición ha recaído en el exarca, quien en su infinita sabiduría propuso una solución alternativa.
Shalmaneser cambió ligeramente de posición, ocultando a mi vista el rostro de Ithien.
―Así que he traído conmigo a una maga de los Elementos capturada por un hermano. Ella hará retroceder las aguas del lago de la represa para que vosotros y vuestros supervisores podáis realizar una plena inspección...
―Eeee... eso es muy amable de parte de su santidad ―tartamudeó el arquitecto―. Es muy amable de su parte permitirnos hacer eso. ¿Existe algún modo de que podamos retribuirle su generosidad?
―Empleando su dádiva con sabiduría y en servicio de Ranthas ―repuso Amonis―. Mi séquito y yo necesitaremos de albergue durante nuestra estancia. Cuatro paredes y un techo serán más que suficientes.
―¿Y la maga? ―interrogó Ithien.
―La maga cuenta con un manipulador, un mago de la mente encargado de evitar que ella vuelva sus poderes destructivos contra los verdaderos creyentes. De todos modos, será necesario un sitio seguro para confinarla.
La idea de que hubiese una maga cautiva ya era lo bastante mala, y las últimas palabras de Amonis me causaron un terror intenso. Los magos mentales eran peligrosos, sobre todo porque podían llegar a detectar la presencia de magos ocultos.
Como yo.
Sevasteos dio órdenes, instando a más de una treintena de esclavos de mi zona a abandonar sus tareas para acondicionar las habitaciones para el inquisidor y su séquito, y la prisión para la maga cautiva. No me cabía duda de que debía de haber conocido a esa mujer en uno u otro momento, sobre todo teniendo en cuenta qué pocos éramos los magos de los Elementos incluso antes de que muchos cayesen a causa de las purgas.
Sevasteos e Ithien condujeron a Amonis y su gente en un recorrido por la represa, y pasó mucho tiempo antes de que ninguno de nosotros volviera a abrir la boca.
―Parece que se lo toman en serio ―señaló Pahinu, cuyo aspecto recordaba al de un aterrado roedor―. ¿Qué sucedería si encontrasen algo?
―¿Qué ocurriría si el inquisidor decidiese asegurarse de que todos nosotros compartimos la verdadera fe? ―añadió otro hombre―. Ya he vivido situaciones así y, creedme, no es nada agradable.
―No, lo que quiero decir es si estaremos aquí siempre ―dijo Pahinu―, trabajando a unos treinta metros de profundidad en una presa provisional.
―Lo haremos de todos modos cuando traigan a la maga ―afirmé―. Nos encargarán los trabajos pesados o desagradables.
Quienquiera que fuese la desafortunada maga, la Inquisición habría quebrado su espíritu y la habría despojado de su voluntad.
La tenían en su poder, pues de otro modo era inexplicable que le permitiesen salir de la Ciudad Sagrada.
―Pensé que los magos eran ejecutados ―sostuvo el segundo sujeto.