—Sí, hay cosas que hacer —suspiró Gösta con una mirada a todos los papeles que cubrían las paredes—. Es como una tela de araña gigantesca, pero sin guía que nos lleve al lugar donde se encuentra la araña.
Patrik soltó una risita.
—Vaya, Gösta, menudo símil, no sabía que tuvieses una vena poética.
Gösta murmuró una respuesta inaudible, se levantó y dio una vuelta por la habitación, con la cara a unos centímetros de los documentos y las fotografías que lo empapelaban todo.
—Debe de haber algún detalle, por ínfimo que sea, que hayamos pasado por alto.
—Pues sí. Si encuentras algo, te estaré más que agradecido. Yo lo he estudiado tanto todo, que ya no veo nada —dijo abarcando con un gesto las cuatro paredes.
—Sinceramente, no entiendo cómo puedes trabajar rodeado de este modo —observó Gösta señalando las fotos de las víctimas, que estaban colocadas por orden cronológico. Elsa, junto a la ventana, y Marit cerca de la puerta—. Aún no has colocado la foto de Jan-Olov —constató indicándole el lugar correspondiente, a la derecha de Elsa Forsell.
—No, no he tenido tiempo —admitió Patrik con cierto regocijo: había ocasiones en que Gösta estallaba de repente en una especie de ansia por trabajar. El bueno de Gösta Flygare... Y, al parecer, aquélla era una de esas ocasiones—. ¿Quieres que me aparte? —preguntó al ver que quería pasar por detrás de su silla.
—Sí, me facilitaría las cosas —asintió Gösta haciéndose a un lado para que Patrik pudiera salir.
Patrik se apoyó en la pared opuesta y se cruzó de brazos. No era tan mala idea que alguien más estudiase aquello con detenimiento.
—Veo que el laboratorio te ha devuelto todas las páginas del cuento —dijo Gösta mirando a Patrik.
—Sí, llegaron ayer. La única que nos falta es la de Jan-Olov, pero no la conservan.
—Lástima —se lamentó Gösta antes de seguir con las fotos, estudiándolas en sentido inverso, desde Marit hasta Elsa Forsell—. Me pregunto por qué justamente el cuento de
Hansel y Gretel
—apuntó pensativo—. ¿Será fortuito o tendrá algún significado?
—Ya me gustaría saberlo, ya. Eso y mucho más —reconoció Patrik.
—Eh... —murmuró Gösta, que ya había llegado justo a la porción de pared cubierta por los documentos y las fotografías de Elsa Forsell.
—Llamé a Uddevalla. Aún no han encontrado los informes de su accidente, pero los enviarán por fax en cuanto den con ellos —se adelantó Patrik, adivinando la pregunta de Gösta.
Este no respondió. Simplemente, se quedó un buen rato en silencio observando los documentos. La luz primaveral se filtraba por la ventana arrancando destellos de aquellos papeles cuya superficie era satinada. Frunció levemente el entrecejo. Retrocedió un poco. Se inclinó luego para acercarse más que antes. Tanto que casi pegó la oreja a la pared. Patrik lo observaba presa del mayor de los desconciertos. ¿Qué demonios estaba haciendo?
—Colócate donde estoy yo —le dijo Gösta haciéndose a un lado.
Patrik se apresuró a adoptar la misma posición, acercó la cabeza a la pared y observó la página del libro tal y como Gösta acababa de hacer. Y así, al contraluz, vio lo que Gösta acababa de descubrir.
Sofie se sentía como congelada por dentro. Miraba el ataúd mientras lo enterraban. Miraba, pero no lo entendía. No podía entenderlo. Que fuese su madre la que ocupara aquel féretro.
El pastor hablaba o, al menos, se le movía la boca, pero Sofie no oía lo que decía a causa del murmullo ensordecedor que le ronroneaba en los oídos acallando todo lo demás. Miró a su padre de soslayo. Ola estaba serio y sereno, con la cabeza gacha y rodeando con el brazo los hombros de la abuela. Los padres de su madre habían llegado de Noruega el día anterior. Distintos a como ella los recordaba, pese a que se habían visto la Navidad pasada. La abuela tenía en la cara arrugas nuevas, y Sofie no supo bien cómo acercarse a ella. También el abuelo había cambiado. Ahora era más callado, más difuso. Siempre fue un hombre jovial y alegre, pero en el apartamento de Ola y de Sofie no hacía más que deambular de un lado a otro y sólo hablaba cuando se le dirigía la palabra.
Sofie vio con el rabillo del ojo algo que se movía junto a la verja, al fondo del cementerio. Volvió la cabeza en aquella dirección y vio a Kerstin con su abrigo rojo y las manos convulsamente aferradas a los barrotes. Sofie era incapaz de apartar la vista de ella. Se avergonzaba de que su padre estuviese allí y Kerstin, en cambio, no pudiese estar. Se avergonzaba de no haber luchado por el derecho de Kerstin a estar allí y despedirse de Marit. Pero su padre se mostró tan hostil, tan firme. Y Sofie no tuvo fuerzas. Desde que se enteró de que le había entregado a la policía el artículo sobre Marit, no paró de regañarle por haber avergonzado a la familia. Por haberlo avergonzado a él. Así que, cuando empezó a hablar del entierro y de que sólo sería para los más íntimos, sólo la familia de Marit, y «la tipa aquella que osara siquiera» acercarse, Sofie optó por la salida más fácil y guardó silencio. Sabía que no era lo correcto, pero su padre estaba lleno de odio y tan indignado que Sofie sabía que aquella lucha le costaría demasiado.
Pero cuando vio a lo lejos el rostro de Kerstin, lamentó profundamente su actitud. Allí estaba la compañera de su madre, sola y sin posibilidad de darle a su amada el último adiós. Se dijo que debería haber sido más valiente. Debería haber sido más fuerte. El nombre de Kerstin ni siquiera pudo figurar en la necrológica. Ola encargó una esquela en la que él, Sofie y los padres de Marit figuraban como los dolientes. Pero Kerstin envió la suya propia. Ola se encolerizó al verla en el periódico, el día antes de que apareciese la suya, aunque no pudo hacer nada por evitarlo.
De repente, Sofie sintió un profundo cansancio. Estaba harta de las mentiras, de las apariencias, de lo injusto que era todo. Se apartó del sendero de grava y vaciló un segundo para dirigirse luego resuelta hacia donde se encontraba Kerstin. Por un segundo, volvió a sentir la mano de su madre en el hombro y, cuando se arrojó a los brazos de Kerstin, lo hizo con una sonrisa en los labios.
—Sigrid Jansson —dijo Patrik con los ojos entrecerrados—. Mira, ¿verdad que dice Sigrid Jansson?
Le dejó espacio a Gösta, que volvió a echar un vistazo a la página y al nombre que se perfilaba a la luz del sol primaveral que entraba por la ventana.
—Sí, eso parece —confirmó Gösta satisfecho.
—¡Qué raro que no lo hayan visto en el laboratorio! —se extrañó Patrik, pero enseguida comprendió que su misión era buscar huellas dactilares. Y lo que había ocurrido era que, cuando la propietaria del libro escribió su nombre en la guarda, éste quedó grabado en la siguiente, la primera página, la que encontraron junto al cadáver de Elsa Forsell.
—¿Qué hacemos? —preguntó Gösta aún con la misma expresión ufana en el semblante.
—No es un nombre raro, pero podemos hacer una búsqueda de todas las Sigrid Jansson que haya en Suecia, a ver qué sacamos.
—Era un libro antiguo, puede que el propietario esté muerto.
—Pues... sí... —Patrik reflexionó antes de contestar—. Por eso no debemos limitar la búsqueda al término «mujeres vivas», sino que buscaremos entre las nacidas... en el siglo XX.
—Suena razonable —admitió Gösta—. ¿Crees que el hecho de que a Elsa Forsell le tocase la primera página tiene algún significado? ¿Existirá alguna relación entre ella y esta tal Sigrid Jansson?
Patrik se encogió de hombros. En lo que concernía a aquel caso, ya nada le sorprendía. Cualquier cosa parecía posible.
—Tendremos que averiguarlo —se limitó a responder—. Y quizá sepamos más cuando llamen de Uddevalla.
Y en ese momento, como por ensalmo, sonó el teléfono que Patrik tenía en el escritorio.
—Aquí Patrik Hedström —dijo Patrik indicándole a Gösta que se quedase en cuanto oyó quién llamaba.
—…
—Un accidente. En 1969. Sí... Sí... No... Sí...
Fue respondiendo con monosílabos mientras Gösta daba saltos de impaciencia. Por la expresión de Patrik, comprendió que se trataba de una información crucial. Y así era, de hecho.
Cuando colgó, le dijo triunfal:
—Era Uddevalla. Han encontrado los datos de Elsa Forsell. Iba conduciendo cuando se produjo un accidente en el que chocó de frente con otro vehículo, en 1969. Había bebido. Y adivina cómo se llamaba la mujer que murió en dicho accidente...
—Sigrid Jansson —susurró Gösta emocionado.
Patrik asintió.
—¿Vienes conmigo a Uddevalla?
Gösta resopló sin más. Por supuesto que pensaba acompañarlo a Uddevalla.
—¿Adonde se han ido Patrik y Gösta? —preguntó Martin después de una visita al despacho vacío de Patrik.
—A Uddevalla —dijo Annika mirando a Martin por encima de las gafas.
La recepcionista siempre había sentido debilidad por Martin. Tenía un aspecto de cachorro y un toque de ingenuidad que despertaban su instinto maternal. Antes de que conociese a Pia, Martin se había pasado muchas horas con ella hablando hasta la saciedad de sus problemas amorosos y, aunque Annika se alegraba de que ahora tuviese una relación estable, había ocasiones en que echaba de menos aquellas charlas.
—Siéntate —le ordenó. Martin obedeció. Nadie en la comisaría era capaz de desoír una orden de Annika. Ni siquiera Mellberg—. ¿Qué tal estás? ¿Todo bien? ¿Estáis a gusto en el piso? Cuéntame —lo exhortó con una mirada severa. Para su asombro, vio una amplia sonrisa asomar al rostro de un Martin incapaz de estarse quieto en la silla.
—Pues verás, voy a ser padre —le soltó sonriendo más aún. Annika sintió que el llanto acudía a sus ojos. No por envidia ni por tristeza ante lo que ella no podía tener, sino de pura alegría sincera por Martin.
—¡¿Qué me dices?! —exclamó riendo mientras se enjugaba una lágrima que ya le rodaba por la mejilla—. ¡Dios, qué mema soy! Mira que ponerme a llorar —se excusó algo avergonzada, aunque se percató de que también Martin estaba emocionado—. ¿Para cuándo?
—Para finales de noviembre —respondió Martin sin dejar de sonreír. Annika se alegraba de verlo tan feliz.
—Para finales de noviembre —repitió—. ¿Quién lo iba a decir? Pero bueno, ¿qué haces ahí como un pasmarote? ¡Dame un abrazo! —dijo extendiendo los brazos. Martin se le acercó y le dio un fuerte abrazo. Siguieron hablando del evento un rato más, hasta que Martin se puso serio y la sonrisa se borró de su semblante.
—¿Crees que llegaremos al fondo de todo esto?
—¿Te refieres a los asesinatos? —preguntó Annika antes de menear la cabeza con gesto vacilante—. No lo sé —confesó—. Empiezo a temer que Patrik se haya metido en camisas de once varas en esta ocasión... Esto es... demasiado —dijo al fin.
Martin asintió.
—Sí, yo también he pensado lo mismo —aseguró—. Por cierto, ¿qué iban a hacer en Uddevalla?
—No lo sé. Patrik me dijo que habían llamado por lo de Elsa Forsell y que él y Gösta tratarían de conseguir más información. Que luego me lo explicarían. Desde luego, una cosa es segura, parecían absolutamente resueltos.
Aquello despertó enseguida la curiosidad de Martin.
—Deben de haber averiguado algo importante sobre ella —apuntó reflexivo—. Me pregunto qué será...
—Ya nos lo contarán por la tarde —dijo Annika, aunque tampoco ella pudo evitar las elucubraciones sobre qué los habría hecho salir de forma tan apresurada.
—Sí, seguramente —convino Martin levantándose para volver a su despacho. De repente, sintió un anhelo inaudito de que ya fuese noviembre.
Cuatro horas tardaron Patrik y Gösta en volver de Uddevalla. Annika supo que traían noticias decisivas en cuanto los vio entrar por la puerta de la comisaría.
—Nos reunimos en la cocina —dijo Patrik escuetamente mientras se dirigía a su despacho para quitarse la cazadora.
Cinco minutos más tarde, estaban todos congregados.
—Hoy se han producido dos hechos decisivos —comenzó, mirando a Gösta—. En primer lugar, Gösta ha descubierto que en la página del libro de Elsa Forsell se veía un nombre grabado sin tinta. El nombre de Sigrid Jansson. Además, hemos recibido una llamada de Uddevalla, donde hemos estado recabando toda la información existente. Y todo encaja.
Hizo una pausa, bebió un trago de agua y se apoyó en la encimera de la cocina. Todas las miradas se clavaron en él, a la espera de oír lo que les diría a continuación.
—Elsa Forsell iba conduciendo cuando se produjo un accidente con una víctima mortal. Sucedió en 1969. Igual que las otras víctimas, también ella estaba bebida y le cayó un año de cárcel. El coche con el que colisionó lo conducía una mujer de unos treinta años, que llevaba en el coche a sus dos hijos. La mujer murió en el acto, pero los niños salieron milagrosamente ilesos. —Hizo una pausa para conseguir mayor efecto, antes de continuar—: La mujer se llamaba Sigrid Jansson.
Los demás contuvieron la respiración. Gösta asintió satisfecho. Hacía mucho que no se sentía tan orgulloso de su trabajo.
Martin levantó la mano para decir algo, pero Patrik lo detuvo:
—Espera, hay más. Al principio creyeron, como es natural, que los niños que iban en el coche eran hijos de Sigrid, pero existía un problema: Sigrid no tenía hijos. Era una mujer solitaria que vivía en el campo a las afueras de Uddevalla, en la casa de su infancia, que habitó desde la muerte de sus padres. Trabajaba de dependienta en una tienda de ropa elegante de la ciudad, era educada y siempre dispensaba un trato agradable a los clientes, pero los compañeros de trabajo a los que interrogó la policía dijeron que era introvertida y, por lo que sabían, no tenía ni parientes ni amigos con los que relacionarse. Y, desde luego, no tenía hijos.
—Pero... ¿de quién eran entonces? —preguntó Mellberg rascándose la frente con visible desconcierto.
—Nadie lo sabe. No había ninguna orden de búsqueda de dos niños de esas edades. Y nadie los reclamó. Era como si hubiesen surgido de la nada. Y cuando fueron a inspeccionar la casa de Sigrid, la policía vio que, desde luego, allí vivían dos niños. Hemos hablado con uno de los policías que llevaron la investigación, que nos contó que los niños compartían una habitación abarrotada de juguetes y con mobiliario infantil, decorada como un dormitorio para niños, pero Sigrid jamás tuvo ningún parto, según demostró la autopsia. Además, hicieron análisis de sangre y comprobaron definitivamente que no era familia de los niños y tampoco sus grupos sanguíneos coincidían.