Una hora más tarde, Martin no había visto más que a un puñado de jóvenes borrachos y a los participantes, que continuaban la fiesta. Los últimos fueron a acostarse hacia las tres y las cámaras dejaron de filmar. Martin se quedó sentado mirando sin ver la negra pantalla mientras rebobinaba la cinta. No podía decir que hubiese descubierto nada que les permitiese avanzar. Sin embargo, algo carcomía su subconsciente y lo importunaba como una carbonilla en el ojo. Miró una vez más la pantalla a oscuras. Y volvió a pulsar el botón de «reproducir».
—Sólo tengo una hora para el almuerzo —advirtió Ola iracundo cuando abrió la puerta—. Así que ya pueden abreviar.
Gösta y Hanna entraron y se quitaron los zapatos. Era la primera vez que iban a casa de Ola, pero no se sorprendieron ante el orden desmesurado y la limpieza que allí reinaban, ya que habían visto su despacho.
—Yo voy a ir comiendo entretanto —dijo señalando un plato de arroz, pechuga de pollo y guisantes.
Ni una gota de salsa, constató Gösta, que, por su parte, era incapaz de pensar siquiera en comerse nada que no llevase salsa. Eso era precisamente lo más interesante, la salsa. Por otro lado, había sido agraciado con una capacidad de asimilación de los alimentos que le impedía engordar y adquirir la odiosa barriga de cincuentón, pese a que su alimentación le habría debido garantizar una bien hermosa. Tal vez Ola no tuviese tanta suerte.
—Bueno, ¿y qué quieren ahora? —preguntó mientras ensartaba con cuidado unos guisantes en el tenedor.
Gösta observó fascinado que Ola parecía reacio a mezclar los alimentos en cada bocado, ya que comía los guisantes, el arroz y el pollo todo por separado.
—Hemos obtenido información nueva desde la última vez que hablamos —repuso Gösta con acritud—. ¿Le resultan familiares los nombres de Börje Knudsen y de Elsa Forsell?
Ola frunció el entrecejo y se volvió al oír un ruido a su espalda. Era Sofie, que salió de su habitación y se quedó mirando sorprendida a Gösta y a Hanna.
—¿Cómo es que estás en casa? —le preguntó Ola iracundo y mirándola amenazador.
—Pues... me sentía mal —respondió la muchacha, que, de hecho, no parecía encontrarse muy bien.
—¿Y qué es lo que te pasa? —insistió Ola como si aún no estuviera convencido.
—Estaba mareada y he vomitado —explicó. Le temblaban ligeramente las manos y tenía la piel sudorosa, lo que, finalmente, pareció persuadir a su padre de que decía la verdad.
—Pues vuelve dentro y acuéstate —le dijo en un tono algo más amable. Pero Sofie negó vehementemente con la cabeza.
—No, yo también quiero estar —replicó resuelta.
—Te digo que vayas a acostarte. —La voz de Ola sonaba firme, pero la mirada de su hija no lo era menos. Sin responder siquiera, se sentó en una silla, en el rincón, y aunque era evidente que a Ola le resultaba bastante incómodo que estuviera con ellos, no insistió más. En silencio, tomó otro bocado de arroz.
—¿Qué le han preguntado? ¿Qué nombres son ésos? —quiso saber Sofie mirando a Gösta y a Hanna con los ojos brillantes, como si tuviera fiebre.
—Preguntábamos si tu padre o tú habéis oído los nombres de Börje Knudsen o de Elsa Forsell en relación con tu madre.
Sofie pareció reflexionar unos segundos. Luego, negó con la cabeza y miró inquisitiva a su padre.
—Papá, ¿a ti te suenan?
—No —aseguró Ola—. Jamás los había oído con anterioridad. ¿Quiénes son?
—Otras dos víctimas —explicó Hanna.
Ola se sorprendió y se quedó con el tenedor a medio camino hacia la boca.
—¿Cómo? ¿Qué me dice?
—Son dos personas que fueron víctimas del mismo asesino de su ex mujer y de tu madre —añadió Hanna con tiento, sin mirar a Sofie a la cara.
—¿Qué coño están diciendo? Primero vienen a preguntarme por el tal Rasmus. ¿Y ahora resulta que traen a dos más? De verdad, me pregunto a qué se dedica la policía.
—Trabajamos las veinticuatro horas —repuso Gösta ofendido. Desde luego, había algo en aquel tipo que lo sacaba de quicio. Respiró hondo y añadió—: Las víctimas vivían en Lund y Nyköping. ¿Saben si Marit tenía alguna relación con esas ciudades?
—¡¿Cuántas veces voy a tener que decirlo?! —rugió Ola—. Marit y yo nos conocimos en Noruega. A los dieciocho años, nos vinimos aquí a trabajar. Y, desde entonces, ¡no hemos vivido en ningún otro lugar! ¿Les cuesta entenderlo o qué?
—Papá, cálmate —intervino Sofie posando una mano sobre el brazo de su padre para serenarlo. Pareció conseguirlo, pues Ola dijo con fría calma:
—Creo que deberían estar haciendo su trabajo, en lugar de venir aquí cada dos por tres a interrogarnos. Nosotros no sabemos nada.
—Puede que no sepan que lo saben —observó Gösta—. Y nuestro trabajo consiste en averiguarlo.
—¿Tienen alguna idea de por qué asesinaron a mi madre? —preguntó Sofie con un hilo de voz. Gösta vio con el rabillo del ojo que Hanna volvía la cabeza. Pese a la dureza de sus formas, aún le afectaba mucho el contacto con los familiares de las víctimas. Una cualidad molesta pero, en cierto modo, positiva en un policía. Él, por su parte, se había curtido con el tiempo. En un acceso de lucidez, comprendió que quizá por eso había rehuido el trabajo en los últimos años. Su cupo de desgracias estaba colmado y él había clausurado todas las vías.
—No podemos decir nada sobre el tema en este momento —le dijo Gösta a Sofie, que tenía, en verdad, muy mal aspecto. Esperaba que no les contagiase nada. Desde luego, llegar a la comisaría y mandarlos a todos a la cama con gastroenteritis no lo convertiría en el policía más popular—. ¿Hay algo, lo que sea, que no nos hayan contado sobre Marit, pero que querrían aprovechar para contar ahora? Cualquier cosa podría ser de utilidad para encontrar la conexión entre Marit y las demás víctimas. —Miró fijamente a Ola. La sensación que experimentó cuando hablaron con él en las oficinas de Inventing seguía viva. Había algo que aquel hombre se resistía a contarles.
No obstante, Ola le respondió entre dientes y sosteniéndole la mirada:
—¡No-sabemos-nada! ¿Por qué no van a hablar con la bollera esa? Quizá ella sí sepa algo.
—Yo... yo... —balbució Sofie mirando insegura a su padre. Se diría que la joven se esforzaba por formular una frase, sin saber cómo—. Yo... —comenzó de nuevo, aunque una mirada de Ola la obligó a callar. Luego, echó a correr hacia la cocina, tapándose la boca con la mano. Desde el baño la oyeron vomitar.
—Mi hija está enferma. Quiero que se marchen ahora mismo.
Gösta miró inquisitivo a Hanna, que se encogió de hombros. Se encaminaron a la puerta. El policía se preguntaba qué estaría tratando de decirles Sofie.
La biblioteca estaba tranquila y silenciosa aquel lunes por la mañana. Antes se llegaba dando un cómodo paseo desde la comisaría, pero como la habían trasladado a los locales de «Futura», Patrik tuvo que coger el coche. No había nadie al otro lado del mostrador cuando entró, pero, después de llamar en voz baja, apareció de detrás de las estanterías la bibliotecaria de Tanumshede.
—¡Hola! ¿Tú por aquí? —preguntó Jessica sorprendida enarcando una ceja. Patrik se dio cuenta de que hacía bastante tiempo que no ponía un pie en la biblioteca. Desde que acabó el instituto, más o menos, aunque se abstuvo de calcular cuántos años hacía de eso. En cualquier caso, Jessica aún no era la bibliotecaria, puesto que tenían la misma edad.
—Hola, sí, ya. Me preguntaba si podrías ayudarme con un asunto. —Patrik dejó la carpeta en la mesa que había delante del mostrador de préstamo y sacó las fundas de plástico que protegían las páginas. Jessica se acercó curiosa para verlas. Era alta y delgada y tenía una melena de color castaño claro que ahora llevaba recogida en una práctica cola de caballo. Un par de gafas descansaban sobre la punta de su nariz, y Patrik no pudo por menos de preguntarse si serían adminículo obligatorio en los estudios de biblioteconomía.
—Claro, dime, ¿qué necesitas? —se interesó Jessica.
—Tengo aquí una serie de páginas de un cuento infantil —expuso Patrik señalando las hojas—. Quería saber si hay algún modo de averiguar de dónde o, más bien, de quién son estas páginas.
Jessica se encajó las gafas en la base de la nariz y sacó las hojas con cuidado para examinarlas. Las colocó una al lado de la otra, pero luego las cambió de sitio.
—Ahora están en orden —dijo satisfecha.
Patrik se inclinó para ver mejor. Y sí, ahora lo veía claro. Ahora el cuento se desarrollaba como debía, con el principio en la página que habían encontrado en la Biblia de Elsa Forsell. Una certeza empezó a adquirir cuerpo en su interior. Las páginas se hallaban ahora en el orden en que se habían cometido los asesinatos. En primer lugar, la página de Elsa Forsell, en segundo lugar, la de Börje Knudsen, después la de Rasmus Olsson y, finalmente, la que hallaron en el coche de Marit Kaspersen. Miró a Jessica agradecido.
—Ya me has ayudado —le agradeció volviendo a concentrarse en las páginas—. ¿Sabrías decirme algo del libro? —preguntó—. ¿De dónde ha salido?
La bibliotecaria reflexionó un minuto, al cabo del cual fue detrás del mostrador y empezó a teclear en el ordenador.
—A mí me parece que es un ejemplar bastante antiguo —opinó—. Seguro que tiene bastantes años. Se aprecia tanto en las ilustraciones como en el lenguaje utilizado.
—¿De cuándo crees que es, más o menos? —Patrik no podía contener su curiosidad.
Jessica lo miró por encima de las gafas. Por un instante, se le antojó misteriosamente parecida a Annika.
—Es lo que estoy intentando averiguar. Si me dejas trabajar un momento.
Patrik se sintió como un escolar al que acababan de reprender. Algo azorado, guardó silencio, pero observó lleno de curiosidad los dedos de Jessica, que volaban sobre el teclado.
Al cabo de un rato, que a Patrik le pareció una eternidad, dijo:
—El cuento de
Hansel y Gretel
ha tenido en Suecia incontables ediciones a lo largo de los años, pero he descartado las posteriores a 1950, y así han quedado muchas menos. Antes de esa fecha, aparecen diez ediciones distintas. Yo diría —y subrayó el «diría»— que se trata de una de las ediciones de los años veinte. Voy a comprobar si, a través de alguna librería de viejo, puedo localizar mejores imágenes de esas ediciones. —La joven volvió a teclear y Patrik se contuvo para no ponerse a dar paseos de un lado a otro, movido por la impaciencia.
Finalmente, Jessica encontró algo.
—Mira, ¿te resulta familiar esta ilustración?
Patrik dio la vuelta por detrás del mostrador hasta llegar a su lado para verlo mejor y sonrió satisfecho al ver la cubierta, que, sin lugar a dudas, tenía el mismo tipo de ilustraciones que las páginas halladas junto a las víctimas.
—Bueno, pues ésa era la buena noticia —añadió Jessica cortante—. La mala noticia es que no se trata de una edición ni única ni de poca tirada. Se publicó en 1924 y se imprimieron mil ejemplares. Y, además, no es seguro que el propietario del libro lo haya adquirido cuando se editó. Esa persona puede haberlo comprado en una librería de viejo en cualquier momento. Si busco en páginas de Internet donde localizar libros antiguos, me aparecen diez ejemplares de este mismo libro, a la venta en todo el país y en este momento.
Patrik sintió que el desánimo se apoderaba de él. Sabía que era rebuscado, pero, aun así, había abrigado una mínima esperanza de averiguar algo a través del libro. Patrik salió de detrás del mostrador y se quedó mirando enojado las páginas sueltas. Sentía deseos de romperlas en mil pedazos de pura frustración, pero se dominó.
—¿Te has dado cuenta de que falta una página? —preguntó Jessica colocándose a su lado. Patrik la miró sorprendido.
—No, no había reparado en ello.
—Pues está claro, por la paginación —insistió señalando los números de las páginas—. La primera hoja tiene las páginas cinco y seis, y luego salta a la nueve y la diez, después tenemos la once y la doce, y la última, la trece y la catorce. Es decir, falta la hoja correspondiente a las páginas siete y ocho.
La cabeza de Patrik era un mar de ideas. Con una certeza implacable, comprendió lo que aquello significaba: en algún lugar había otra víctima.
No debería. Y lo sabía. Pero no podía evitarlo. A su hermana no le gustaba que mendigase, que pidiese lo inalcanzable. Pero algo en su interior le impedía dejar de hacerlo. Necesitaba saber lo que había allí fuera. Qué había más allá del bosque, más allá de los campos. Aquello a lo que ella acudía a diario, cuando los abandonaba en la casa. Tenía que saber cómo era aquello cuya existencia les recordaba el ruido de un avión surcando el cielo por encima de sus cabezas, o cuando oían el ruido de un coche, lejos, muy lejos.
Al principio, ella se negaba. Les decía que ni hablar. Que el único lugar donde estaban seguros, donde él, su pobre pájaro cenizo, estaba seguro, era en la casa, en su reducto. Pero él seguía preguntando. Y cada vez que preguntaba, creía advertir que su resistencia se agotaba. Él mismo oía su obstinación, lo suplicante del tono que se le colaba en la voz cada vez que hablaba de lo desconocido, de aquello que quería ver sólo una vez.
Su hermana permanecía siempre a su lado en silencio. Los observaba con un peluche en el regazo y con el pulgar en la boca. Ella nunca confesó tener el mismo anhelo. Y jamás se habría atrevido a preguntar. Pero, a veces, él atisbaba en sus ojos un destello del mismo deseo cuando, sentada junto al banco de madera que había al lado de la ventana, miraba al bosque que, al parecer, se extendía infinito. En esos momentos, veía que su hermana abrigaba el mismo anhelo que él.
Por eso continuaba preguntando. Por eso rogaba y suplicaba. Ella le recordaba al cuento que tan a menudo leían, aquel cuento sobre dos hermanos curiosos que se perdieron en el bosque. Que estaban solos y asustados, atrapados en la casa de una bruja mala. Podían extraviarse allí fuera. Y era ella quien los protegía. ¿Acaso querían extraviarse? ¿Acaso querían arriesgarse a no encontrar nunca el camino de vuelta a casa? Ya los había salvado de la bruja en una ocasión... La voz de ella sonaba siempre tan frágil, tan triste, cuando respondía a sus preguntas con más preguntas... Pero había algo en su interior que lo impulsaba a continuar, aunque el desasosiego le arañaba y le descarnaba el pecho cuando oía su voz temblorosa, y se le llenaban los ojos de lágrimas. La atracción de lo que había fuera era tan intensa...