Crimen En Directo (47 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #novela negra

BOOK: Crimen En Directo
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—De modo que Elsa Forsell es la fuente de todo —dijo Martin pensativo.

—Sí, eso parece —respondió Patrik—. Parece que el accidente de Elsa Forsell puso en marcha la cadena de asesinatos. Y, en consecuencia, el asesino empezó con ella.

—¿Dónde están esos niños ahora? —preguntó Hanna, formulando en voz alta lo que todos tenían en mente.

—Estamos intentando averiguarlo —dijo Gösta—. Los colegas de Uddevalla tratan de conseguir la documentación de los Servicios Sociales, pero parece que puede llevarles tiempo.

—O sea, que tendremos que trabajar partiendo de la información de que disponemos —confirmó Patrik—. Pero el punto de referencia es que Elsa Forsell constituye la clave de este caso, así que nos centraremos en ella.

Todos salieron de la cocina, pero Patrik llamó a Hanna.

—¿Sí? —preguntó. Al ver su palidez, Patrik se reafirmó en su decisión de hablar con ella.

—Siéntate —le pidió, al tiempo que se sentaba él mismo en una de las sillas—. Oye, ¿estás bien? —Se preocupó escrutando su semblante.

—Bueno, no mucho, si he de ser sincera —afirmó bajando la mirada—. Llevo varios días sintiéndome fatal, la verdad, como si fuese a tener fiebre.

—Sí, ya he notado que no tenías muy buen aspecto. Creo que debes irte a casa y descansar. No le haces un favor a nadie fingiendo ser
superwoman,
aguantar y seguir trabajando cuando estás enferma. Es mejor que te lo tomes con calma, así recobrarás las fuerzas.

—Pero la investigación... —comenzó a protestar Hanna. Patrik se puso de pie.

—Tú obedece a tu superior, vete a casa y métete en la cama —le dijo con fingida severidad.

—A la orden, jefe —respondió Hanna con una sonrisa haciéndole en broma el saludo militar—. Pero antes tengo que terminar unas cosillas. Y tus protestas no servirán de nada —añadió.

—Vale, tú decides —aceptó Patrik—. Pero luego vete derecha a casa y acuéstate, mujer.

Hanna sonreía vagamente cuando salió por la puerta. Patrik la observó preocupado. Desde luego, no parecía encontrarse nada bien.

Se volvió hacia la ventana y se permitió un segundo de descanso. Se habían producido tantos avances en los últimos días... Habían resuelto tantas cosas... Al mismo tiempo, tenía la sensación de que el principal acontecimiento aún los aguardaba a la vuelta de la esquina. Más que saberlo, Patrik intuía que urgía encontrar a los niños. A aquellos cuyo origen y destino todos desconocían.

—¡Está perfecto! —estalló Anna entusiasmada y Erica no pudo por menos de mostrarse conforme. Le habían retocado el vestido aquí y allá, cogido con alfileres, pero una vez hechos los cambios, le quedaría divino. Ya habían desaparecido parte de los kilos que arrastraba después del embarazo y, a consecuencia del cambio de dieta, Erica se sentía más animada y más guapa—. ¡Vas a estar guapísima! —exclamó.

Erica se rió ante la ocurrencia de su hermana que, a aquellas alturas, estaba más entusiasmada que ella misma con la idea de la boda del sábado. Le echó una ojeada a Maja, que se había dormido en la silla del coche.

—Me preocupa Patrik —dijo Erica. La sonrisa se esfumó de su semblante—. Está tan acelerado. Me pregunto si podrá disfrutar de la boda.

Anna la observó pensativa, como si estuviese sopesando algo. Al final, pareció decidirse:

—En realidad, esto iba a ser una sorpresa —confesó—. Pero hemos estado hablando con los chicos y hemos llegado a la conclusión de que es mejor saltarnos vuestras despedidas de soltero. No nos parece la situación ideal para un montón de chorradas. Así que, a cambio, os hemos reservado cena y una noche en el Stora Hotel para el viernes. Así podréis pasar unas horas tranquilos la víspera de la boda. Espero que no te importe —dijo Anna dudosa.

—¡Dios mío, qué buenos sois! Y, desde luego, muy acertado. Me temo que, sobre todo Patrik, no habría acogido muy bien una despedida de soltero en estos momentos. Suena estupendamente eso de pasar unas horas tranquilos la noche del viernes. Sospecho que el sábado no habrá un minuto de calma.

—Pues no, no lo creo —rió Anna, aliviada al ver que aceptaba su idea.

Erica cambió radicalmente de tema.

—Oye, he decidido investigar un poco por mi cuenta... sobre mamá.

—¿Investigar? —preguntó Anna extrañada—. ¿Qué quieres decir?

—Pues... bueno, indagar un poco en su familia. Averiguar de dónde era. Obtener respuestas... quizá.

—¿De verdad piensas que es necesario? —replicó Anna escéptica—. Claro, tú haz lo que quieras, pero mamá no era muy sentimental que digamos y, seguramente, ésa es la razón por la que no conservó nada ni nos contó una palabra sobre su juventud y su infancia. Ya sabes el poco interés que puso en documentar nuestra niñez, por ejemplo.

Anna profirió una amarga risa que sorprendió a Erica. Su hermana siempre había dado la impresión de no verse afectada por la frialdad de su madre.

—Pero ¿tú no sientes la menor curiosidad? —preguntó Erica observando el perfil de Anna.

La joven miraba por la ventanilla del coche.

—No —respondió con cierta vacilación al cabo de un rato.

—No te creo. Y, de todos modos, yo pienso investigar. Si quieres que te cuente lo que averigüe, bien. De lo contrario, no te lo cuento y punto.

—¿Y si no hallas respuestas, sino sólo una infancia normal, una vida normal? Si no encuentras ninguna explicación, salvo que, sencillamente, no le importábamos. ¿Qué harás entonces? —le preguntó Anna volviéndose a mirarla.

—Aceptarlo —contestó Erica—. Como siempre he hecho.

Hicieron el resto del camino en silencio, ambas sumidas en honda reflexión.

Patrik revisó la lista por tercera vez sin dejar de esforzarse por no estar pendiente del teléfono. Cada vez que éste sonaba, esperaba que fuese la comisaría de Uddevalla para comunicarle que habían encontrado más información sobre los niños. Y cada vez que sonaba, se llevaba una decepción.

También la lista de los dueños de galgos españoles lo había decepcionado: estaban desperdigados por todo el reino de Suecia y ninguno se hallaba cerca de Tanumshede. Era consciente de lo rebuscado de la apuesta, pero, aun así, había abrigado cierta esperanza. Por si acaso, repasó la lista por cuarta vez. Ciento cincuenta y nueve nombres, pero el más próximo vivía a las afueras de Trollháttan. Patrik dejó escapar un suspiro. Una buena parte de su trabajo consistía en la realización de tareas aburridas en las que perdían un montón de tiempo, pero después de los últimos acontecimientos, casi había olvidado esa circunstancia. Iba y venía por el despacho contemplando el mapa de Suecia que colgaba de la pared. Las cabezas de los alfileres parecían mirarlo como retándolo a identificar un plan, a descubrir el código según el cual estaban dispuestos. Cinco alfileres correspondientes a cinco lugares dispersos por la mitad sur de la superficie alargada de Suecia. ¿Qué había movido al asesino a desplazarse entre aquellas ciudades? ¿Se debería a cuestiones de trabajo? ¿Sería una táctica para despistar? ¿Tendría una central de operaciones fija en algún lugar? Patrik lo dudaba. Algo le decía que la respuesta se hallaba en aquella distribución geográfica, que, por alguna razón, el asesino se adaptaba a ella. Asimismo creía que el responsable de los crímenes seguía en la zona. Era más una intuición que una certeza, pero tan intensa que no podía dejar de observar con curiosidad a todo aquel que se cruzaba por la calle. ¿Sería éste el asesino? ¿O aquél? ¿Aquel otro? ¿Quién se ocultaba tras una máscara de anonimato, de persona común y corriente?

Patrik lanzó un suspiro y alzó la vista cuando Gösta, tras unos discretos golpecitos en la puerta, entró en su despacho.

—Bueeeno —comenzó Gösta al tiempo que se sentaba—. Verás, resulta que, desde que nos dijeron ayer lo de los niños, algo se ha puesto a funcionar aquí arriba —aseguró señalándose la sien con el dedo índice—. Seguro que no nos aporta nada, es demasiado rebuscado...

Gösta murmuraba y balbucía, y Patrik tuvo que contener el impulso de zarandearlo para hacerlo hablar.

—Verás, es que he estado pensando en un suceso ocurrido en Fjällbacka en 1967. Yo acababa de empezar en esta comisaría. Terminé pronto los estudios en otoño y...

Patrik lo miraba con creciente irritación ¡Habrase visto! ¡Cuánto preámbulo!

Gösta retomó el hilo.

—Bueno, pues como te digo, no llevaba muchos meses trabajando aquí cuando recibimos una llamada de emergencia de dos niños que se habían ahogado. Eran mellizos. De tres años. Vivían con su madre en la isla de Kalvó. El padre se había ahogado también, un par de meses antes, mientras caminaba por el hielo, y al parecer la madre empezó a darle a la bebida. Y aquel día, fue en marzo, si no recuerdo mal, cogió el barco a Fjällbacka y luego el coche hasta Uddevalla para hacer unos recados. Cuando volvió a coger el barco para regresar, había empezado a soplar el viento y, según la madre, la embarcación volcó justo antes de que llegaran y los dos niños se ahogaron. Ella logró alcanzar la orilla a nado y pidió ayuda por radio.

—Ajá —dijo Patrik—. ¿Y por qué has recordado esa historia en relación con nuestro caso? Aquellos niños se ahogaron, ¿no? No pueden ser los mismos que Sigrid Jansson llevaba en el coche dos años después.

Gösta dudaba...

—Porque hubo un testigo que aseguró que la madre, Hedda Kjellander, no llevaba a sus hijos consigo cuando subió al barco.

Patrik guardó silencio unos minutos.

—¿Por qué nadie fue hasta el fondo de aquel asunto?

Gösta no respondió enseguida, parecía afligido.

—El testigo era una señora mayor—dijo al cabo—. Estaba algo mal de la cabeza, a decir de la gente. Se pasaba los días sentada junto a la ventana con los prismáticos y, de vez en cuando, decía que había visto alguna cosa rara.

Patrik enarcó una ceja y adoptó una expresión inquisitiva.

—Monstruos marinos y cosas así —explicó Gösta, aún muy apurado. Para ser sincero, él había pensado en aquello más de una vez, en aquellos dos mellizos cuyos cuerpos nunca rescataron de las aguas, pero siempre terminaba por apartar de sí el recuerdo, procurando convencerse de que fue un trágico accidente y nada más—. Después de hablar con Hedda, la madre —continuó—, me costó creer que hubiese ocurrido de un modo distinto al que ella nos describió. Estaba desesperada, destrozada. No existía razón alguna para creer... —No concluyó la frase y se sentía incapaz de mirar a Patrik a la cara.

De pronto, a Patrik se le encendió una bombilla.

—Te refieres a Hedda la de Kalvó. —Él mismo no comprendía cómo no se le había ocurrido antes relacionarlo, pero ignoraba que Hedda hubiese tenido dos hijos. Lo único que había oído decir de ella era que sufrió dos tragedias en su vida y, desde entonces, había perdido la cabeza por el consumo de alcohol—. O sea que tú crees...

Gösta se encogió de hombros.

—No sé lo que creo, pero es una extraña coincidencia. Y la edad encaja. —Calló, como para dejar que Patrik reflexionara.

—¿Sabes qué te digo? Vamos a ir a hablar con ella —decidió finalmente.

Gösta asintió sin más.

—Podemos coger nuestro bote —propuso Patrik poniéndose de pie. Gösta seguía cabizbajo. Patrik se volvió hacia él y le dijo—: Gösta, aquello pasó hace muchos años. Y no puedo asegurar que yo no hubiese llegado a la misma conclusión. Seguramente, habría procedido como tú. Además, tampoco eras el jefe.

Gösta no estaba seguro de que Patrik no hubiese actuado de modo distinto. Y, claro, él habría podido presionar un poco más al que, a la sazón, era su superior. Pero lo hecho, hecho estaba y no merecía la pena seguir dándole vueltas.

—¿Estás enferma? —Lars se sentó preocupado en el borde de la cama y posó una mano fresca sobre su frente—. ¡Pero si estás ardiendo! —exclamó y la tapó con el edredón hasta la barbilla. Hanna empezó a temblar y experimentaba aquella sensación extraña de tener frío al mismo tiempo que no dejaba de sudar.

—Déjame sola —le dijo antes de darse media vuelta en la cama.

—Sólo quiero ayudarte —respondió Lars un tanto herido y apartó la mano que descansaba sobre el edredón.

—Ya me has ayudado bastante —replicó Hanna con amargura, sin dejar de castañetear los dientes.

—¿Te has dado de baja en el trabajo? —Lars se sentó de espaldas a ella y miró por la cristalera del balcón. Era tal la distancia que los separaba que se diría que estuviesen cada uno en un continente. Algo le encogía el corazón. Parecía miedo, pero un miedo tan profundo, tan penetrante que no podía recordar cuándo fue la última vez que sintió algo parecido. Respiró hondo—. Si cambiara de idea con respecto a lo de los hijos, ¿modificaría algo las cosas?

El castañeteo cesó por un instante. Hanna se incorporó en la cama con esfuerzo y apoyó la espalda en los almohadones, aunque siguió tapada hasta la barbilla. Temblaba tanto, que la cama vibraba bajo el peso de los dos. Era tal la preocupación de Lars que habría podido tocarse con la mano. Como siempre que Hanna enfermaba. Si era él quien caía enfermo, no le importaba lo más mínimo, pero cuando era Hanna, se sentía morir.

—Eso lo cambiaría todo —aseguró Hanna mirándolo con ojos enfebrecidos—. Lo cambiaría todo —reiteró. Pero, tras un instante, añadió—: O... ¿lo cambiaría de verdad?

Lars volvió a darle la espalda y se concentró en el tejado del vecino.

—Seguro que sí —sostuvo al fin, aunque él mismo dudaba de estar diciendo la verdad—. Sí que lo cambiaría todo.

Se dio media vuelta. Hanna se había dormido. Se quedó contemplándola unos minutos. Al cabo de un rato, salió del dormitorio sin hacer ruido.

—¿Sabrás llegar? —le preguntó Patrik a Gösta cuando salían del embarcadero de Badholmen.

Gösta asintió.

—Sí, claro que sé llegar.

Guardaron silencio durante la travesía hasta Kalvó. Cuando por fin echaron amarras en el pequeño muelle desvencijado, la cara de Gösta estaba de un gris ceniciento. Había vuelto a la isla en varias ocasiones desde aquel día de hacía treinta y siete años, pero siempre que regresaba acudía a su memoria aquella primera visita.

Subieron despacio hacia la cabaña, que estaba en la cima de la isla. Se veía claramente que llevaba mucho tiempo desatendida y la pequeña porción de césped que la rodeaba aparecía cubierta de maleza y plantas silvestres. Por lo demás, no había más que granito hasta donde alcanzaba la vista, aunque tras un análisis más detenido se observaban, entre las grietas, pequeños brotes que aguardaban la llegada del calor para despertar. Era una casa blanca con grandes trozos desconchados bajo los cuales se adivinaba una madera gris maltratada por el viento. Los listones del tejado estaban sueltos y ladeados y aquí y allá se atisbaba un agujero, como en una boca con pocos dientes.

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