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Authors: Kou Nakamura

Tags: #Novela

cosas por las que llorar cien veces (2 page)

BOOK: cosas por las que llorar cien veces
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—Vale.

—Bien —asentí—. Pues yo me hago responsable de éste y me lo llevo. Cuando queráis jugar con él, id a casa de Fujii, en la sección 2 del barrio de Akasaka.

Rapado y Gafas de en Medio sonrieron con expresión relajada.

—Como lo habéis encontrado vosotros, os dejo que le pongáis el nombre.

Los tres se miraron.

—¿Es macho? —interrogué yo.

—Macho —aseguró Gafas de en Medio.

(Por culpa del Gafas ése, en casa de Fujii pensamos que era macho hasta que le vino la primera regla.)

—Pues entonces tenemos que pensar un nombre de macho —añadí mirando a Rapado.

—Pues... —dijo él sin entonación.

Gafas de en Medio frunció el entrecejo como si no comprendiera. ¿Qué pensaría Gorra Amarilla, que observaba al perro con la boca entreabierta?

«¿Les habré pedido algo muy complicado para ellos? —pensé—. La habilidad principal de un estudiante de primaria es la repetición, y no tener ideas novedosas.»

—Gon —soltó Gorra Amarilla en su primera intervención.

—¡Pero si ése es el nombre del conejo que tenéis en tu casa!

—¡Menuda idea!

A mí no me había parecido tan mal, pero ellos lo rechazaron.

—¿Alguno más? —dije, mirándolos a los tres.

—Wakame —dijo Gafas de en Medio. Había tenido una buena idea, inspirada en lo que estaba escrito en la caja de cartón.

—No puede ser, es un macho, ¿no? —repuso sin embargo Rapado.

Los escolares se quedaron callados.

—Vale... —dije—, pues lo decidiré yo.

Tenía que ponerle un nombre que pudieran aceptar ellos tres. Eran bastante espabilados para ser estudiantes de primaria. Si no podía dar con un nombre que superara el de Wakame, no tenía derecho a llevarme al perro, ni tampoco aprobaría el ingreso en la universidad.

—El cachorro se llamará... —dije clavando los ojos en la caja.

El animal estaba envuelto en una toalla. Un nombre que le fuera bien y que resultara pegadizo e impactante. Su cuerpo estaba cubierto de pelo corto, marrón y ensortijado. Era pequeño. Extremadamente pequeño.

—¡Ya está! —exclamé—. Estaba en una biblioteca, así que se llamará
Book
[5]
.

—¡
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! —dijo Rapado con estridencia.

Gafas de en Medio sonrió relajado y Gorra Amarilla puso cara de estar contento.

«Bien —pensé yo—. Aprobado. A juzgar por su reacción, debo de haber aprobado.»

Cogí a
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y lo coloqué contra mi pecho, dentro de la cazadora. Sólo asomaba la cabeza. Miraba hacia adelante, bajando los ojos como quien acaba de tener muchísima suerte.

—Pues...
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—dijo Rapado, y alargó la mano hacia la cabeza del perro.

Dejé que lo acariciara un poco y luego monté en mi moto.

—Venid a jugar con él cuando queráis. Sólo tenéis que preguntar por la casa de Fujii en la sección 2 de Akasaka.

—Quizá vayamos —dijo Rapado poniendo cara de adulto.

«Ratatatán, tatán...» Pateé el pedal de arranque y el sonido del motor de dos tiempos retumbó. Acomodé bien al perro sobre mi barriga para que no fuera dando tumbos dentro de la cazadora. Di media vuelta con la moto y los chicos se echaron hacia atrás y me abrieron camino.

—Allá vamos,
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.

Puse primera e hice avanzar la motocicleta. El giro del motor se transmitió a la rueda trasera y ésta se adhirió con firmeza al asfalto. Sentía un calorcillo en el abdomen, tan sólo el leve peso de un perrito. La escasa fuerza de cuatro extremidades. La vida.

Metí segunda y aceleré. Procedentes de atrás oí unas voces que gritaban «¡
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!», y luego unas risas. Les respondí dando dos acelerones. Y se oyeron más risas. Tercera.
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y yo pasamos en diagonal frente al parking del centro cultural colindante a la biblioteca. Al pisar una plancha de hierro que había en la salida, se oyó un fuerte ruido: «Tatán.» Un sonido muy apropiado para un atardecer de principios de primavera.

Volví a casa y dejé a
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en la habitación del primer piso. Le puse la comida para cachorros que había comprado y también agua. Bebía y comía como si hubiera asumido que la habían separado de su madre y abandonado dentro de una caja de alga wakame en forma de hilo. Al mismo tiempo, parecía aceptar completamente que yo la había recogido y le había puesto
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por nombre. No sé si era verdad, pero así era como yo lo veía.

Fui a poner los platos en su sitio y, cuando regresé, estaba durmiendo sobre el futón. Estaba tan cansada que dormía con las patas delanteras extendidas y la lengua medio afuera. Pensé que era una monada. Parecía completamente dormida.

Realmente,
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dormía mucho. Su lugar favorito estaba junto al despertador. Allí dormía de día y de noche. Por eso ya no pude usarlo más. Si aquella cosa que le gustaba tanto, y a la que se arrimaba, hubiera sonado con fuerza de repente —«¡riiing!»—, se habría asustado mucho. En su lugar, decidí usar el temporizador del radiocasete para despertarme, así que
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y yo nos levantábamos todos los días con el curso de inglés que daban en la radio.

Cuando se despertaba,
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comenzaba a dar vueltas por la habitación hasta que se aburría y salía. Iba a inspeccionar la casa y, al cabo de un rato, regresaba y se echaba a dormir de nuevo.

Cálculo, integrales, derivadas, vectores, matrices, ecuaciones de tercer grado, límites, distribuciones de probabilidad, estadística...
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me acompañaba mientras yo estudiaba matemáticas para la universidad. Mejor que ir a la biblioteca; su compañía hacía que mis estudios marcharan bien.
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fue creciendo como si absorbiera el sonido del segundero del despertador cincelando el tiempo a un ritmo fijo.

Llegó el verano.

En lugar de ir a pasear, yo llevaba a
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junto al río.

Antes del anochecer, salía afuera y arrancaba la moto. Cogía a la perra en brazos y la metía entre el pecho y mi chaqueta, de forma que fuera bien sujeta y sólo asomara la cabeza. No habían pasado más que unos meses desde que la había recogido, pero ya pesaba bastante.

Tomábamos la carretera provincial hacia el este.
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entornaba los ojos contra el viento con la mirada fija al frente. Se me antojó comprar unas gafitas para perro pero, al parecer, no había. De vez en cuando, alguna pareja que viajaba en coche nos señalaba alegre.

Justo antes de llegar al río
Ibi
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, nos desviábamos de la carretera provincial hacia la izquierda. Avanzábamos en línea recta por el dique y bajábamos junto al río. Yo dejaba la moto siempre en el mismo lugar, me sentaba en la misma piedra y
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salía reptando de mi pecho.

Luego trotaba hacia adelante y fijaba la mirada en la superficie del río. En la orilla, el viento siempre soplaba con fuerza. Cuando me quitaba el casco, oía a lo lejos un tren que cruzaba el puente de hierro, mientras el color anaranjado del cielo se iba fundiendo poco a poco.

Yo me encendía un cigarrillo y fumaba.

Book
nunca se iba muy lejos, sino que se quedaba dentro de un radio similar al de mi habitación. A veces caminaba un poco y olfateaba hierbas o piedras.

Cuando yo sacaba una pequeña pelota de trapo de mi bolsillo, ella levantaba los ojos hacia mí, contenta. Yo la lanzaba con suavidad y ella la seguía con la vista; luego ponía cara de felicidad y me miraba. «Cógela», le decía mientras señalaba con el dedo, y
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iba a buscarla con paso animado.

Entonces yo echaba a correr sin sentido a lo largo del rio, y ella me seguía con todas sus fuerzas.

Cuando nos cansábamos de correr, lanzaba una piedra sobre la superficie del río. Mientras la piedra rebotaba en el agua —«pasha, pasha, pasha...»— levantando salpicaduras,
Book
la contemplaba con la boca abierta. «Cógela», le decía yo señalando la otra orilla, y ella levantaba la mirada hacia mí como diciendo «Estás de broma, ¿no?». Era una monada.

Un día dejé a
Book
junto al río y me fui con la moto. «¿Hasta adónde me seguirá?», pensé.

En un primer momento persiguió con ganas la moto, que aceleraba sobre el dique, pero poco después se cansó y se detuvo. Vi que la silueta de
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se iba haciendo más y más pequeña en el retrovisor.

Al cabo de un rato regresé y la perra estaba sentada, tranquila, junto a unos guantes que yo había dejado. Su expresión era confiada; sabía que yo regresaría. «¡Qué lista eres!», le dije al tiempo que le acariciaba la cabeza, y ella puso cara de decir «Ya lo sé», mientras meneaba ligeramente la cola. Era una preciosidad.

Nos quedábamos allí hasta que oscurecía; entonces montábamos nuevamente en la moto y regresábamos a casa. En otoño y también en invierno, salvo cuando llovía, íbamos todos los días al río.

Pero entonces llegó la primavera y tuve que separarme de
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. «Bueno, pues...», le dije acariciándole la cabeza para despedirme, y ella meneó la cola contenta.

Me acordé de los chicos de la biblioteca. Finalmente, nunca vinieron a jugar con
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. «Bueno..., ya se sabe, los estudiantes de primaria son así», pensé.

Tres

—Tienes que ir en la moto —dijo mi novia al otro, lado del teléfono.

—¿En la moto?...

Había hablado con ella muchas veces sobre
Book
.

Yo había recogido a la perra en moto, y ésta había crecido alegrándose al oír el ruido de la misma. No reaccionaba al sonido del motor de cuatro tiempos, sino sólo al de dos. Así fue cómo se crió, la perra sabía distinguir las diferentes clases de motores. La primera vez que volví a casa de mis padres tras ingresar en la universidad, comenzó a saltar de alegría al oír el sonido de la moto después de mucho tiempo. Se alegró tanto que hasta se hizo pipí.

—Sí, ya, ésa es mi intención —repuse—, pero hace mucho que no la cojo y no creo que arranque. Tal vez no funcione.

—Ya... —dijo mi novia, y se quedó callada unos segundos.

Era una noche tranquila.

El silencio que se oía al otro lado del teléfono me hizo sentir la profundidad de sus pensamientos. El teléfono a altas horas de la noche siempre es algo muy íntimo.

—¿El motor no arrancará...? —preguntó.

—Hum... —musité yo mientras pensaba. Calculé cuánto hacía que no tocaba la moto. Unos cuatro años—. Creo que será difícil. Pero, con tiempo, supongo que se puede arreglar.

—Bueno, pues tratemos de arreglarla. El sábado, yo te ayudaré.

—Pero... —empecé a decir yo.

Y nos quedamos callados al teléfono.

Mientras escuchaba el silencio al otro lado de la línea, pensé en la moto aparcada en el garaje. La quietud inmóvil y la tibieza del hierro bajo la pobre luz de una lamparilla. «Estará llena de polvo», pensé.

—Podemos intentarlo, ¿no? —insistió ella.

Pensé que, planteando el problema de un modo realista, las posibilidades de arreglar la moto eran escasas. Sin embargo, era una de las pocas cosas que podía hacer por
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.

—Vale. Mañana me pondré manos a la obra.

—¡Bien! —se alegró ella—. No hay ninguna moto imposible de arreglar. Lo leí en un libro.

—Eso es mentira, ¿no?

—Sí. Me reí.

—El sábado, vente con ropa que se pueda ensuciar.

—Así lo haré.

La noche avanzaba hacia lo más profundo. Guardamos silencio de nuevo. Antes de que yo pudiera decir algo, ella añadió:

—Es posible que
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no tenga solución..., pero creo que la moto resucitará. Quizá suene extraño, pero...

—Sí.

Después de responder pensé que quería decirle algo más, pero era algo vago e indefinido, como la niebla.

Intenté fijar mi conciencia en esa niebla, pero las palabras no tomaban forma. En silencio, respiré y tuve la sensación de que, poco a poco, mi cuerpo se iba llenando con la noche.

—Bueno, pues... —dije.

—Vale.

—Buenas noches.

—Sí. Buenas noches.

Esperé un instante y colgué el teléfono.

Cuatro

Me levanté antes de las seis y abrí la cortina.

Era una mañana nítida. La luz llegaba en un ángulo afilado hasta los rincones de la habitación. Me puse unos téjanos viejos y tomé café.

Luego llené un cubo con agua y salí afuera. Lo dejé en el callejón detrás del edificio y me dirigí al parking de bicis y motos.

Estaba justo al lado, en un lugar resguardado del sol. Había dos bicicletas y dos scooter que sobresalían de su espacio y, más allá, unas veinte bicis bien alineadas. Cuanto más al fondo, saltaba a la vista que estaban más en desuso. Bicicletas cubiertas de polvo. Bicicletas de las que no se podía discernir el color. Bicicletas con las dos ruedas pinchadas. Bicicletas con los radios rotos. Y, un poco más allá, en completo silencio, estaba mi moto.

Había estado siempre a mi lado.

Yo había pasado, como si no la viera, por delante del aparcamiento, pero la moto siempre había estado allí, impasible, durante cuatro años. Llegó la primavera y con ella la notificación del pago de los impuestos. Estuve barajando la posibilidad de llevarla al desguace, pero al final decidí pagar los 2.400 yenes.

Me puse los guantes de trabajo, agarré el manillar, quité el caballete y moví la moto. Entonces se oyó un desagradable chirrido: «Guichi, guichi, guichi.»

La empujé hacia atrás como dibujando una uve para cambiar su orientación y salí al callejón. De nuevo oí el funesto sonido: «Guichi, guichi, guichi.» Avancé hasta el lugar donde había dejado el cubo y una vez allí me detuve. Puse el caballete, di tres pasos hacia atrás y me la quedé mirando.

Bajo el sol de la mañana, la motocicleta se veía completamente cubierta de polvo. Parecía una antigualla que alguien hubiera desenterrado de debajo de unas cenizas.

Sobre mi cabeza oí el graznido de un cuervo.

Sin pensar en nada, me puse a echar agua sobre la moto. Cuando se terminó, entré a por más. Segundo cubo. Usaba el agua a medida que frotaba la moto con un cepillo. Tercer cubo. El agua sucia fluía hacia la alcantarilla que había a un lado del callejón. Cuarto cubo. Otra vez el graznido de un cuervo. Quinto cubo. El agua que chorreaba de la motocicleta me empezó a parecer incolora por primera vez. Sexto cubo. Ida y vuelta sólo una vez más, para rematar la faena.

BOOK: cosas por las que llorar cien veces
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