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Authors: Kou Nakamura

Tags: #Novela

cosas por las que llorar cien veces (9 page)

BOOK: cosas por las que llorar cien veces
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—Lo he calculado y los topos tienen una potencia de 0,00055 caballos.

—Caballos...

Mi novia era una persona especial. «Cero, cero, cero», fui contando con los dedos.

—O sea que, si juntas dos mil topos, tendrás un caballo de potencia.

Me imaginé dos mil topos jugando a tirar de la cuerda contra un caballo.

—Por cierto, yo tengo una potencia de unos 0,7 caballos —añadió.

—¡Eh! Eso es una pasada, ¿no?

—No creas, no son tantos. Los purasangres tienen unos cuatro caballos de potencia.

—¿Ah, sí?

—Y otra cosa, mi peso es de 7,6 piedras.

—¿Piedras?

—Sí, en Inglaterra se pesa tradicionalmente con piedras. Una piedra equivale a 6,35 kilos.

—¡Jo! Eso sí que es interesante —señalé yo.

—Sí, las piedras... —dijo ella divertida—. ¿Habrá algo así como una piedra que sirva de modelo? ¿La piedra estándar de Inglaterra?

—Supongo que sí, claro.

—¿Y qué clase de piedra será?

—Pues a lo mejor es una de esas que se usan como peso para hacer las verduras en salmuera.

—Ja, ja —se rió ella—. Sería divertido que tuvieran estrictamente custodiada una cosa tan simple.

—Divertido. Tres
namanekos
divertido.

—¿Tres
namanekos
?


Namanekos
. Un
namaneko
equivale a cuatro vacas marinas, ¿verdad?

—Ja, ja, ja, ja —rió ella.

En ese instante sonó el timbre que anunciaba que la bañera ya estaba llena de agua caliente.

Fuera, la nieve continuaba cayendo.

Pensé que sería fantástico poder seguir con esa clase de vida. Pensé que seguiría.

Pensaba que la sentimentalidad y el riesgo de jugar a estar casados tenían que poder llevarse hasta la tumba.

Pensé que perdurarían para siempre.

TERCERA PARTE
Una caja que no se abre
Diecisiete

Cuando el invierno comenzaba a retirarse, su salud se derrumbó.

Decía que se sentía débil todo el tiempo. Tenía un poco de fiebre y, al cabo de dos días, desaparecía. Esa misma situación se repitió hasta tres veces.

«Sólo por esto no pasa nada», decía, y no dejaba de ir al trabajo. «De todos modos, creo que no es un resfriado», comentaba, y añadía que ya le había pasado otras veces «con el cambio de estación». Ciertamente, aquello no parecía un resfriado.

Parecía frágil, pero al mismo tiempo parecía estar bien. O quizá yo tenía esa impresión porque había visto cuan débil estaba cuando tenía fiebre. «Me siento débil, me siento débil», decía, pero se reía y hablaba de cosas triviales.

Ni ella ni yo dimos mucha importancia a los síntomas, pero entonces empezó a dolerle la espalda y se quejaba de que no tenía apetito.

—Creo que debe de ser el estrés —dijo.

Los últimos días había estado muy ocupada.

—Será mejor que te vea un médico —se lo dije mientras le acariciaba la espalda.

—Vale —respondió—. Pero el mismo de la otra vez, no.

No era capaz de aceptar que un resfriado que debería haberse curado en tres días hubiese durado más de cinco. Hablamos y decidimos que, si los síntomas empeoraban, iríamos al médico. También decidimos que dejaríamos de ir al trabajo.

La noche del tercer día dijo que tenía ganas de devolver y fue al baño. Después de vomitar un poco, dijo que se sentía aliviada, pero que le dolía el bajo vientre. Mientras acariciaba su espalda agachada, le dije: «Vayamos al hospital.» Parecía que se sentía un poco mejor por mis caricias.

Le dije que no debía ir a trabajar, pero ella respondió que iría sólo un día. Iría, solucionaría los asuntos que tenía pendientes y, a partir del sábado, podría descansar una semana entera.

Cuando regresé del trabajo, ella ya estaba en el futón.

—Mañana regresaré a Chiba —dijo.

El hospital al que le tocaba ir estaba cerca de casa de sus padres. El sábado y el domingo descansaría y el lunes iría al hospital. Luego podría pasar el resto de la semana en la casa, descansando.

—Eso está bien. Descansa mucho.

—Perdona —dijo ella.

—¿Por qué?

—Pues porque todavía estamos en pleno ensayo...

—No —dije yo—. Ésta es una buena oportunidad. Ya hemos ensayado bastante, y tenemos que empezar a prepararnos para la boda de verdad.

Ella se quedó observándome y puso cara de estar pensando.

—Tenemos que empezar a prepararnos para la boda de verdad —repitió.

—¿Qué?

—Es una petición formal...

—Ja, ja —me reí yo—. Bueno, descansa mucho, ¿vale?

—Sí, vale.

—¿Quieres que te frote la espalda?

Ella lo pensó un momento y luego dijo: «Sí, por favor.»

Metí la mano en el futón y froté su espalda caliente. Era una espalda pequeña, flexible, apenas cubierta por la carne.

—Te informaré por teléfono de cómo va todo.

—Vale.

Yo seguí frotando su espalda.

Dieciocho

Nos despertamos cerca del mediodía.

El dolor había desaparecido y ella dijo que ya no se sentía tan abatida. Saqué el pan de molde que tenía en el congelador e hice unas tostadas. Como siempre, preparé café con leche.

La tenue luz de marzo empezó a filtrarse en la habitación. Pusimos la mesa junto a la ventana y desayunamos. Ese día, las tostadas no estaban especialmente deliciosas.

—¿Te acuerdas de la primera vez que comimos esto juntos? —pregunté.

Ella me miró sin decir nada.

—El día que montamos el carburador.

—Ahhh... —dijo.

—Ese día las tostadas estaban especialmente deliciosas, ¿verdad?

—Sí, a mí también me lo pareció —repuso—. Pero éstas también están deliciosas.

Di un sorbo a mi café con leche y la miré de nuevo. Tenía la tez blanca y la mandíbula muy marcada. Tenía los ojos grandes y, de vez en cuando, sonreía con dulzura.

Recordé que, aquel día, había pensado que la cima podría estar allí. En una esfera en la que estuviéramos los dos solos. Manteniendo, poco a poco, nuestro círculo.

Ella terminó de comer una tostada y se tomó el café con leche. «Gracias», dijo juntando las manos.

—Bueno, voy a prepararme.

Empezó a hacer su equipaje. Metió un pijama, ropa y las cosas de aseo en su mochila. Junto a ella, yo me preparé para ir al trabajo. Hasta ese momento, la faena se me había ido acumulando por tener que volver pronto a casa todos los días, así que aprovecharía el fin de semana, cuando ella no estuviera, para ir a la oficina.

Cuando terminó de preparar el equipaje, se echó la mochila al hombro y se puso en pie.

De repente sentí como si se me llenara el pecho. Ella tenía el mismo aspecto que aquel día. Era la misma que había llegado y había dicho: «Vengo a desposarme.» La misma que había dicho: «No sé si merezco su confianza.» Estrechamos las manos con fuerza durante largo tiempo.

—Te llevo la mochila.

—Estoy bien.

—Deja que te la lleve.

Me pasó la mochila. Era más ligera de lo que había imaginado. Ella, que había llegado con tan poco equipaje, salía asimismo ahora de nuestro apartamento llevando consigo muy poca cosa.

Salimos de casa y fuimos caminando hacia la estación. Doblamos en la esquina del supermercado y continuamos a lo largo del seto del bloque de pisos. Seguimos, despacio, bajo la apacible luz de marzo.

—¿No estás cansada?

—Estoy bien.

Después de decir eso, seguimos caminando en silencio. Pasamos junto a la pequeña capilla budista y giramos en la esquina de la panadería. La cafetería, el banco, la frutería, la oficina de correos, la floristería, la inmobiliaria. Desde que habíamos empezado a vivir juntos habíamos recorrido ese mismo camino infinidad de veces.

Subimos la escalera de la estación y pasamos los tornos. En el andén, nos estrechamos las manos y dijimos «Hasta la vista». Ella tenía que montar en un tren que bajaba y yo en uno que subía. Igual que aquel otro día, estrechamos las manos con fuerza durante largo rato.

Diecinueve

El domingo por la mañana hacía un poco de frío.

Me puse un abrigo ligero y me dirigí a la estación. Me senté en el tren, que iba más vacío que de costumbre, anduve por el camino que estaba más vacío que de costumbre y, como de costumbre, saludé al guardia de la puerta.

Encendí la luz de la oficina, me senté delante del ordenador y seguí con el diseño de los planos del día anterior. La sala estaba en completo silencio, roto tan sólo por el sonido del lápiz al deslizarse sobre el panel de dibujo.

Almorcé tarde con un compañero que había empezado en la empresa al mismo tiempo que yo y que, por casualidad, también había ido a trabajar ese día. Arroz frito en Taiseiken. El chico me repitió unas cinco veces que, a la semana siguiente, iría por trabajo a Morioka.

Me separé de él, compré un café y me senté de nuevo frente al ordenador.

Por las rendijas de las persianas se colaba el sol del atardecer. Los rayos de sol del domingo tenían siempre un matiz especial. Sin jefes ni llamadas de teléfono en la oficina, pude adelantar más trabajo del que había previsto.

Como terminé antes de lo que pensaba los planos que tenía como objetivo, a las tres di por finalizado el trabajo. Recogí mis cosas y, cuando me disponía a salir, me llamó la atención el gimnasio que había en el ala oeste.

Me dirigí directo hacia allí.

Miré a hurtadillas y vi lo que parecían ser empleados con sus familias jugando al bádminton. Me descalcé, me puse unas zapatillas deportivas y subí la escalera. Pasé de largo la sala de musculación del primer piso, fui hasta la sala de judo del segundo y abrí la puerta.

En la mitad más alejada de una sala de diez por diez metros, estaba el tatami. De pie contra la pared había tres palos para practicar, y en el centro colgaba enmarcado un escrito con los caracteres chinos que representaban la palabra «autodominio».

Me quité los calcetines, subí al tatami y sentí, en la planta de los pies, una sensación fría de grato recuerdo. Me acordé de mi profesor de secundaria derribándome una y otra vez.

Caminé hasta el centro del tatami y me agaché.

Caída. Levanté los dos brazos hasta la altura de los hombros y respiré lentamente. Caída...

Me dejé caer, tal cual, sobre el tatami, golpeándolo con ambos brazos. «Tatán», resonó en la sala vacía.

Bajé hasta el tatami las piernas, que habían rebotado, y las dejé como muertas. Tumbado con los brazos y las piernas extendidos, me quedé mirando el techo blanco. Exhalé con fuerza y cerré los ojos.

Pensé en ella, que me había dicho «Quiero hacer judo». «¿Y podré derribarte hasta hartarme?», me había preguntado. «¿Te podré tumbar una y otra vez?», me había preguntado.

¿Qué estaría haciendo ahora? ¿Tal vez estaría mirando el techo en casa de sus padres, en una postura similar? ¿Le dolería algo?

Abrí los ojos y me levanté. Respiré lentamente de nuevo y, esta vez, hice una caída hacia adelante por el costado derecho. «Gururí» y el mundo daba una vuelta; «tatán», y se quedaba inmóvil.

El eco se extendió por todos los rincones de la sala y luego se fue apagando. Apoyado en el brazo derecho, di otra voltereta hacia adelante. Junto al ruido del golpe sobre el tatami, el impacto llenó la mitad izquierda de mi cuerpo.

Me dejé caer una y otra vez, sin parar, para sacudirme esa vaga sensación de intranquilidad.

Veinte

El lunes por la noche, el viento soplaba con fuerza y golpeaba contra las ventanas.

A pesar de que me había dicho que lo haría a las nueve, eran ya las once pasadas cuando me llamó. Un error tan grande en el cálculo del tiempo era algo muy raro en ella.

—He ido a una revisión y... —dijo—, al final no saben el motivo, así que el jueves tengo otra.

—¿Otra revisión?

—Sí. Creo que la próxima dará resultado.

—¿Te duele algo ahora?

—Estoy bien —contestó—. Después de descansar dos días ya no siento dolor, y vuelvo a tener apetito. Cuando tenga el resultado, volveré a llamarte.

—¿No te sientes cansada?

—Creo que estoy bastante mejor.

Yo guardé silencio y ella añadió:

—En casa de mis padres estoy muy cómoda. Me sienta bien este aire, aunque es un poco aburrido.

—¿Por ahí también hace mucho viento?

—Sí, hace un ruido horroroso.

Por la otra oreja oía cómo el viento soplaba con fuerza.

Por el teléfono, tuve la sensación de notar, más intensamente, su presencia. Cogí el aparato con fuerza. Me pareció que decía algo, pero en realidad estaba callada. Colgamos cuando dijo que tenía que acostarse ya.

Cuando me metí en el futón, el viento seguía soplando. El ruido de las ventanas me despertó varias veces durante la noche.

Por la mañana me levanté solo y fui a la estación solo.

Un año antes eso era normal, pero ya no recordaba muy bien qué era lo que sentía diariamente un año antes. Tenía la impresión de que mis sentimientos eran muy distintos de los de ahora pero, al mismo tiempo, me parecía que no habían cambiado tanto. Fuera como fuese, el hecho de coger el tren, llegar a la oficina y ponerse a dibujar planos no variaba.

El martes por la mañana tuvimos una reunión. El jefe del proyecto nos explicó cómo marchaba, y puso énfasis en que estábamos en un momento crucial.

Para mis adentros murmuré que ya lo sabíamos. Los encargados del proyecto Kestrel II nos enfrentábamos a la primera entrega de planos. Todos los fines de semana teníamos que entregar un gráfico, y el fin de semana siguiente teníamos una reunión informativa.

Me senté frente al ordenador y añadí algunas marcas en la hoja de especificaciones. Tenía que reunir los datos de la prueba de duración, y también había otros planos urgentes pendientes de entrega.

Todos los días trabajaba más o menos hasta las doce. Al volver, compraba un
bento
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, me tomaba una cerveza y me acostaba.

El jueves por la tarde la llamé desde la oficina.

—¿Qué tal ha ido la revisión? —pregunté con voz suave.

—¿Llamas desde la oficina?

—Sí.

—¿Tienes mucho trabajo?

—Sí, estos días tengo mucho.

—¿Ah, sí?

—¿Y la revisión, cómo fue?

—Pues eso... —dijo ella—. Resulta que el lunes y el jueves de la semana próxima me harán una revisión minuciosa.

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