cosas por las que llorar cien veces (10 page)

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Authors: Kou Nakamura

Tags: #Novela

BOOK: cosas por las que llorar cien veces
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—¿Una revisión minuciosa? —mi voz se hizo un poco más fuerte—. ¿Qué quieres decir con una revisión minuciosa?

—El lunes un TAC, y el jueves una resonancia magnética. Creo que esta vez sí dará resultado.

Me quedé sin palabras.

—No pasa nada. El viernes de la semana próxima te llamaré, así que no te preocupes —dijo ella.

—Vale... —asentí—. De momento descansa, ¿vale?

—Sí.

Colgué y noté la gran excitación que había en la oficina. Desde atrás, en diagonal, una voz repetía «Otomo, Otomo». Y, a la izquierda, otra voz gritaba: «Dice que son de Industrias Otomo.»

Me bebí todo el café que me quedaba en el vaso de papel. En la boca sólo permanecía el sabor dulce de la bebida, que se había enfriado por completo. Estrujé el vaso y lo tiré a la papelera.

Desde ese momento, el trabajo de preparación de la reunión de entrega de planos me absorbió por completo.

Me puse delante del ordenador e hice deslizar el lápiz sobre el panel de dibujo. De vez en cuando, cerraba los ojos con fuerza y luego los volvía a fijar en la pantalla.

Intentaba concentrarme en lo que tenía delante. En los engranajes de una sección de transporte o en la frecuencia de un motor de corriente alterna. En la tensión de una cinta sincronizadora o en la solución a una grieta. Cogía con fuerza el lápiz y miraba la pantalla de reojo.

Cuando no podía calmarme, caminaba. Alejaba la mirada de la pantalla, me levantaba, abandonaba la oficina, pasaba por el departamento técnico y por la sala de pruebas. Iba hasta el extremo de la nave F, hacía como que buscaba a alguien y luego regresaba. Si eso no bastaba, pasaba también por la galería. Entraba en la nave de fabricación, cruzaba por en medio, me metía en un lavabo donde no había estado nunca antes y me lavaba las manos y la cara.

Poco a poco, fui terminando los planos. Diariamente trabajaba hasta la hora del último tren, compraba un
bento
en una tienda de comida preparada, me tomaba una cerveza y me acostaba.

La reunión de entrega de planos del viernes terminó sin problemas.

Puse por fechas y orden de prioridad las tareas que me habían encargado y comencé a hacer los preparativos para regresar a casa.

Era el último día de marzo. Bajé del tren, pasé frente a la inmobiliaria, la floristería y la oficina de correos. La frutería, el banco, la cafetería, la esquina de la panadería. Quizá porque el día ya se alargaba, sobre nuestra ruta caía todavía una luz débil.

Después de muchos días, me comí un
bento
a una hora decente y me preparé un té. Esperé su llamada mirando afuera por la ventana.

El teléfono no sonaba. Pasé el aspirador y puse la lavadora. Reuní la basura acumulada y limpié la bañera.

Cuando estaba poniendo la segunda lavadora, sonó el teléfono. Bebí un sorbo de té y fui a cogerlo.

—Hola —dijo ella—. ¿Te molesto?

—No, estaba esperando tu llamada.

—Sí, claro...

Ella se quedó callada. Por la otra oreja oí él ruido de la lavadora.

—¿Qué tal la revisión?

—Sí...—dijo ella—. Bueno...

Me dijo que la ingresarían el martes de la semana siguiente.

A mi torpe pregunta de por qué, ella respondió que, de momento, quería que tomara nota. Preparé papel y bolígrafo y fui apuntando lo que me dictaba. El nombre y la dirección del hospital. La estación más cercana y el número de teléfono. El hospital me sonaba, tenía un nombre famoso.

—Te lo explicaré bien desde el principio —dijo—. Si es necesario, toma nota.

—Sí —asentí.

Con voz pausada, me habló sobre su enfermedad. Al parecer, podría tener un mioma en el útero. Había ido a un ginecólogo del barrio y le habían hecho radiografías y una palpación. Tenía un tumor en el útero o en el ovario que podría ser maligno, así que le habían dicho que era mejor que le hicieran pruebas en un hospital grande.

Ella había preguntado si tumor maligno significaba cáncer, y el médico le había dicho que sí. Luego le había dado una carta de presentación para un hospital de Tokio.

Tres días más tarde, fue a ese hospital. Le tomaron muestras de sangre y de orina y le hicieron radiografías. Esperó una hora a que salieran los resultados y, al final, le hicieron una ecografía y un reconocimiento interno. Dijo que el médico que cotejó los resultados puso una cara muy seria.

Al parecer, con los ultrasonidos se veía con claridad la forma y el tamaño del tumor. El ovario de la izquierda estaba inflamado, lo que hacía sospechar que había un tumor maligno.

«¿O sea que es un cáncer de ovario?», preguntó ella. «Existe esa sospecha», dijo el médico. Los resultados de los análisis de sangre estarían al cabo de una semana. Si los marcadores tumorales presentaban valores más altos de los normales, la sospecha se haría más fuerte. «Vamos a pedir un TAC y una resonancia magnética urgentes», dijo el médico.

El lunes un TAC, y el jueves una resonancia. Le hicieron las pruebas. Y a raíz del resultado, la sospecha de que el tumor fuera maligno se hizo más fuerte. Los valores de los marcadores tumorales superaban los normales. «Vamos a hacer, de prisa, los preparativos para operar», dijo el médico.

Su explicación se detuvo un momento ahí.

Yo agarraba el teléfono con una mano y con la otra deslizaba el bolígrafo sobre el papel. Tenía la impresión de que toda la sangre de mi cuerpo se me había acumulado en la cara. Así con más fuerza el teléfono.

Al otro lado de la línea oí cómo ella tragaba algo.

—Así que, la semana que viene, me ingresan —dijo.

Miré hacia abajo y vi que había cinco hojas con anotaciones. «El martes de la semana próxima, ingresa», «El jueves de la semana siguiente, operación», decían las notas. «Operación.»

Estrujé el teléfono.

—Pero ¿el tumor podría resultar ser benigno?

Me di cuenta de que me temblaba la voz.

—Sí —dijo ella en voz baja.

Sin operar, no podían descartar que el tumor fuera maligno. Como existía la sospecha de que así fuese, había que intervenir. Eso era todo cuanto se podía decir en ese momento.

—Lo que pasa es que... —prosiguió ella.

Al parecer, había seguido haciéndole preguntas al médico hasta quedar convencida. Y, cuando regresó a casa, todavía buscó más información. El resultado, como se temía, fue que las posibilidades de que el tumor fuera maligno eran altas. No había nada que indicara que pudiera ser benigno. Además, diez años antes, a su tía la habían operado de cáncer de mama, y eso era un factor de riesgo.

—El otro día estaba tan afectada que no te lo pude contar.

Me dijo que, en ese momento, hablaba leyendo las anotaciones que había puesto en orden. Que no podía creérselo. Que la sorpresa y la intranquilidad no la habían dejado dormir. Que pensaba «¿Por qué yo?». Que, en cuanto a la intranquilidad, creía que no había nada que hacer. Que había pensado que no le quedaba más remedio que concienciarse. Y que, a pesar de todo, estaba deprimida.

Oí la puerta automática de la lavadora que se abría: «Kachiri.»

Ella estaba luchando. Mientras yo me paseaba por la fábrica, a ella le estaban haciendo un TAC o una resonancia, o tenía una reunión con el médico para preparar la operación. Mientras yo comía un
bento
o tomaba una cerveza, ella intentaba concienciarse de la situación. No estaba bien. Lo que yo hacía no estaba bien.

—Tienes que curarte —dije—. Sea como sea, tienes que curarte. Tienes que curarte.

—Vale...

—¿Puedo ir mañana a verte?

—Bueno, pero...

—Sea benigno o maligno, ahora, en lo único que podemos pensar es en que te pongas bien.

—Es verdad...

Según ella, en ese momento su condición era bastante estable. De vez en cuando le dolía el vientre, pero los analgésicos le hacían bastante efecto. Hasta el día de la operación no había problema si no hacía ningún esfuerzo.

Confirmamos el programa del día siguiente. Quedamos que, a las dos de la tarde, iría a su casa.

—He hablado demasiado —dijo.

—¿Estás bien?

—Sí, me da la sensación de que hablar me ha calmado.

Añadió «Bueno, pues hasta mañana». Yo me aseguré de que hubiera colgado y luego dejé el teléfono en su lugar.

Veintiuno

Pasé la noche sin dormir, y finalmente se hizo de día.

Lo hecho hasta el momento ya no importaba. Tenía que pensar en lo que haría a partir de entonces.

Lo primero era interiorizar la situación, admitirla, y, luego, pensar qué podía hacer yo. Y hacerlo con cuidado, sin un solo error. No tenía sentido que me lamentara y gritara. Tenía que ayudarla. Tenía que apoyarla con todas mis fuerzas.

Aproveché el horario de apertura de la biblioteca para ir a buscar información sobre la enfermedad. Iba y venía de las estanterías a la sala de documentación, reuniendo materiales y poniendo marcas en las páginas que creía que tenían relación con el tema. Juntaba monedas, sacaba copias y las metía en carpetas. Mientras pasaba las hojas iba subrayando. Saqué hasta treinta copias.

Decían que, el de ovarios, era un cáncer singular, que afectaba tanto a gente joven como a gente mayor. Que, en Estados Unidos, afectaba a una de cada setenta personas, y en Japón iba en aumento. Que en su primera fase no mostraba síntomas, por lo que los ovarios eran conocidos como el «órgano silencioso». Que, una vez el cáncer había avanzado, aparecían los síntomas, por lo que a menudo se descubría cuando ya se había producido la metástasis (fases III y IV).

Que, como primera medida, se extirpaba el tumor y se analizaba si había o no cáncer de ovario. Que, en realidad, con un TAC, una resonancia magnética, una ecografía o una prueba de marcadores tumorales surgía la «sospecha de cáncer de ovario» o la «alta posibilidad del carácter benigno del tumor».

Que, si con las pruebas que se hacían en el transcurso de la operación se detectaba el cáncer de ovario, se extirpaba el mismo, las trompas de Falopio, el útero o incluso el peritoneo pélvico, si se había producido metástasis. Que, en el caso de las pacientes jóvenes, si tenían un fuerte deseo de concebir y dar a luz, según las circunstancias, se podían salvar el útero y uno de los ovarios.

Que, en las fases I y II, la extirpación podía ser total. Que luego, como medida preventiva, se aplicaba la quimioterapia. Que, en las fases III y IV, sólo con cirugía no se podía eliminar el cáncer.

Que, según el estado de la metástasis y otros factores, a veces se terminaba sin haber podido hacer casi nada.

Salí de la biblioteca cuando faltaba poco para el mediodía.

En el tren amarillo que me conducía a Chiba seguí hojeando los documentos.

Que después de la operación se aplicaban terapias al tumor restante. Que, antes, se usaba la radioterapia pero, en estos días, se aplicaba sobre todo la quimioterapia con medicamentos anticancerígenos.

Que, en el caso del cáncer de ovario, los medicamentos anticancerígenos eran comparativamente eficaces. Que mediante la acción principal de los medicamentos anticancerígenos se podían debilitar las células cancerosas. Que asimismo podían eliminarlas mediante su uso repetido. Que, en tanto que dieran resultado, se usaban mientras los efectos secundarios no llegaran a cierto punto.

Que había muchos tipos de medicamentos anticancerígenos. Que los resultados y los efectos secundarios variaban según la persona. Que los efectos secundarios más representativos eran las náuseas, los vómitos, la caída del cabello, el entumecimiento de manos y pies, la disminución del número de glóbulos blancos y plaquetas. Que para atenuar los efectos secundarios se cambiaba la dieta o se usaban otros medicamentos. Que, en gran parte, los efectos secundarios desaparecían después de aplicar la terapia, en los períodos de descanso de la medicación.

Que no sólo había esos «tratamientos estándares actuales», que «durante los análisis clínicos» se podían escoger «otros tratamientos». Que el tratamiento del cáncer de ovario había avanzado mucho en los últimos años, e incluso cuando se detectaba en las fases III y IV, el índice de supervivencia había aumentado.

En los documentos constaba como referencia el dato de los cinco años de supervivencia. En el caso de la fase III, estaba en el 30 por ciento, y en la IV no llegaba a la mitad de ese porcentaje.

En la estación de Chiba tomé un autobús y me dirigí hacia su casa. Cerré la carpeta y me dejé mecer por el traqueteo del vehículo. Fuera, el paisaje fluía despacio.

Aceptar, eso era lo importante. Entendía la situación en la que se encontraba ella en ese momento y cómo avanzaría su tratamiento. Sin embargo, era difícil tener esperanzas a partir de lo que había comprendido. La única esperanza existente era la esperanza de ir hacia atrás. Por bien que fuera todo, la posición que alcanzaría estaría por debajo de cero.

Ejemplo de supervivencia de larga duración, extirpación del útero, media de supervivencia de cinco años. Las palabras que aparecían en los documentos se me clavaban en el corazón. No era razonable. La enfermedad no era en absoluto razonable.

Aquello con lo que ella tenía que luchar, aquello que tenía que aceptar. ¿Podría enfrentarse ella a algo tan enorme? ¿Podría yo apoyarla?

En la vorágine de pensamientos oscuros, recé.
Lo que podía hacer por ella. Lo que yo podía hacer. Pensar en lo que podía hacer.
Lo repetí una y otra vez, como si rezara.
Lo que yo podía hacer. Lo que fuera por ella. Agarrar sólo eso y abrazarlo.

El autobús se detuvo y luego volvió a ponerse en marcha.

Pensé que quizá ella estuviera visualizando también esas palabras, e imaginé su inquietud.

Ella me lo había explicado. En medio de la inquietud y el temor, me había hablado de su enfermedad. Y había sido una explicación muy fácil de comprender. Comparada con lo que yo había investigado, su explicación era correcta, precisa y fácil de entender.

«Qué maravilla», pensé, y estuvo a punto de saltárseme una lágrima. Saqué una toalla de mano, la desdoblé y me la puse sobre la cara, como si me escondiera.

El autobús se detuvo y luego volvió a ponerse en marcha.

Lloré de forma que las lágrimas empaparan la toalla. Ladeé la cabeza para dejarlas caer y seguí llorando. Me envolvían la tibieza del aire y la vibración que se transmitía a la superficie del asiento. Agaché la cabeza y seguí llorando en silencio.

El autobús siguió adelante y avanzó unas dos paradas. Con voz monótona anunciaron la siguiente parada. Levanté la cabeza y me sequé la nariz y los ojos. Me soné procurando no hacer ruido y respiré profundamente. Hice una bola con la toalla y la estrujé con fuerza.

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