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Authors: Kou Nakamura

Tags: #Novela

cosas por las que llorar cien veces (3 page)

BOOK: cosas por las que llorar cien veces
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Por último, sequé la moto con una camiseta vieja. Me limpié el sudor de la frente con la manga y la miré. Frente a mí tenía una motocicleta que resplandecía al sol de la mañana.

La capa de pintura reflejaba la luz, y las partes de plástico brillaban también. Tiré la camiseta dentro del cubo vacío y dije «Bien».

Vista así, parecía que estuviera en uso. El polvo, que cubría la moto como si fuera una segunda piel, la había protegido de la erosión del aire. En el chasis y en la bufanda, el óxido sólo empezaba a aparecer, y la cadena no presentaba ningún problema. El tubo de escape estaba completamente oxidado, pero el marrón que había adoptado parecía ser su color natural.

—Bien —repetí.

Ahora debía probar si el motor arrancaba. Contra todo pronóstico, quizá se encendería con facilidad. Yo iba recordando poco a poco: después de usarla por última vez, debí de tomar medidas en previsión del invierno. Sí, seguro, yo había sido un motorista cuidadoso. Dije de nuevo «Bien» y di un manotazo sobre el sillín.

Salí del trabajo a las cuatro y me dirigí a las tiendas de motos del barrio de Ueno.

Compré una batería nueva y, mientras la cargaban, fui a por bujías, un filtro de aire y aceite para el motor. Como todavía tenía tiempo, comí en un restaurante de
gyudon
[7]
cercano. En mi opinión, el
gyudon
va bien con la reparación de motocicletas.

Recogí la batería cargada y regresé a casa. Metí las herramientas en la mochila, me la eché al hombro y fui de nuevo hacia el aparcamiento.

Empujé la moto hasta llegar frente a la lavandería del vecindario. Era un buen lugar para arreglar la moto, bastante luminoso, llano y, tratándose de una reparación corta, quizá nadie me llamaría la atención.

En el interior de la lavandería, el tambor de una secadora daba vueltas. Paré la moto y me puse a trabajar de inmediato. Primero saqué el filtro del aire y quité las bujías. A simple vista no parecía haber ningún problema, pero decidí sustituirlo todo. Puse las piezas nuevas y añadí aceite.

Luego desmonté el sillín y eché un vistazo a la batería. Alrededor de la placa del electrodo se levantó una gran cantidad de polvo blanco. Éste parecía haberla erosionado y haberse adherido a ella como las bellotas de mar a las rocas. Hice como si no lo hubiera visto y me apresuré a colocar la batería nueva.

Comprobé entonces el sistema eléctrico, pulsé el interruptor y el faro iluminó, en silencio, hacia adelante. «Bien», dije, y pensé: «Lo bueno viene ahora.» Nos acercábamos al meollo del asunto. Abrí el tapón del depósito y allí estaba, como un líquido misterioso, la gasolina con la que lo había llenado cuatro años antes. Sacudí el depósito y la superficie del líquido onduló.

Dicen que la gasolina abandonada largo tiempo se pudre, pero ésa no era la sensación que daba. Parecía que se había transformado de nuevo en el líquido negro que dormía en las profundidades de la Tierra. Alumbré con una linterna: no se veía óxido ni partículas extrañas, aunque había perdido por completo el olor y la volatilidad característicos de la gasolina. Pasados cuatro años, incluso la leche se convierte en mantequilla. «De eso se trata, ¿no?», pensé.

Dentro de la lavandería, la secadora dejó de dar vueltas y el ruido cesó.

No me pareció apropiado arrancar el motor en esas circunstancias, así que decidí cambiar la gasolina. Fijé las piezas viejas que había cambiado en el portabultos, me eché de nuevo la mochila al hombro y me dirigí a la gasolinera empujando la moto.

Miré hacia arriba y vi la luna. Luna llena.

Luego miré el cuentakilómetros y vi que pasaba de los veinte mil. Exactamente, 20.106 kilómetros. «Circulamos bastante», pensé. En la escuela secundaria me enseñaron que una vuelta al ecuador son unos cuarenta mil kilómetros, o sea que mi moto y yo dimos media vuelta al mundo. Después de eso, la motocicleta pasó cuatro años durmiendo en el aparcamiento y yo encontré un trabajo y también novia.

Iluminados desde atrás, nuestra sombra se proyectaba hacia adelante. Un coche alto nos adelantó y la sombra se fue entonces hacia atrás. Hasta hacía dos días me había olvidado por completo de la moto y de
Book
. Mi moto y yo avanzamos despacio en la noche, observando las luces traseras del coche.

Cuando el cuentakilómetros marcaba 20.107 llegamos a la gasolinera. Apreté el freno y la moto se detuvo como si se hundiera. Mi espalda chorreaba de sudor.

Un empleado se acercó a mí y puso cara de decir «¿Qué ha pasado?». Le expliqué lo que sucedía y él repuso «Bien, bien», mientras se reía.

Empujé la moto hasta el lugar que el hombre me indicó al tiempo que me decía «Por ahí está bien». Luego fue a por un bidón blanco de plástico para que echara en él la gasolina vieja.

—Cuando termines de vaciar el depósito, avísame, ¿vale?

Sin embargo, no parecía que fuera a separarse de mi lado en todo el rato. Saqué las herramientas y él habló de nuevo:

—¡Ah! Oye, chico, ¿no crees que, más que una llave inglesa, lo que necesitas es una llave fija?

—Vaya, pues no tengo ninguna.

—Espera un momento.

Y se alejó al trote mientras repetía: «Una llave fija, una llave fija...» Yo dejé la llave inglesa y lo esperé.

—Usa esto —dijo cuando regresó.

—Muchas gracias.

—Es que ahí la llave inglesa no va bien. Seguro.

—Sí, ésta me irá mejor.

Ajusté la llave a la salida del depósito e hice fuerza hacia la derecha.

—¿Qué? Hay algo atascado, ¿no?

Pasé un dedo por la tapa y, junto a un líquido de color marrón, vi algo parecido al óxido. El empleado lo observó y soltó un grito de dolor.

—¡Ay! Esto pinta mal. Sí, muy mal. Eso es que el óxido se ha acumulado en el depósito. De todos modos, hay que vaciar toda la gasolina.

—Sí.

Giré la llave de paso hacia la reserva y el líquido que antes había sido gasolina fluyó en dirección al bidón de plástico.

—¡Vaya, vaya! ¡Qué pasada! —El hombre hablaba con alegría—. ¡Joder, está fatal!

Hizo ademán de asomarse para mirar el bidón.

—¿Cuánto tiempo ha estado parada?

—Cuatro años.

—¡Cuatro años! —exclamó con asombro—. Así, igual sólo con cambiar la gasolina no vale. Seguro.

Uno al lado del otro, nos quedamos observando cómo caía el líquido. El empleado de la gasolinera llevaba una placa en el pecho en la que se leía, en inglés: «Empleado de servicio Kato.» Me volví al percibir una luz que venía de atrás y vi un coche que entraba.

—¡Buenas noches! —gritó Kato mientras corría hacia el vehículo—. Adelante. Más, más, más, más —resonaba su voz en la noche iluminada por la luna—. Vale, ahí está bien.

Devolví la mirada al líquido que seguía cayendo. El bidón ya estaba lleno hasta la mitad. Era un líquido misterioso, de color marrón oscuro. «¿Qué demonios será eso? ¿También la soja, si la dejas cuatro años, se convierte en salsa de soja?» Poco a poco, el chorro que salía del depósito se iba haciendo más pequeño.

—¡Muchas gracias! —Se oyó nuevamente la voz de Kato, seguida del ruido del motor del coche.

—¿Qué? Cómo va eso? —preguntó a su regreso.

—Ya casi está vacío.

—Bien, pues ahora hay que enjuagarlo una vez con gasolina nueva. Cierra la llave.

Giré la llave de paso, con lo que se formó una última gota muy grande que acabó cayendo. Kato sonrió con malicia mientras acercaba una lata de aceite a la boca del depósito.

—La he cogido a escondidas de ese cliente mientras repostaba.

En la lata de aceite había unos dos litros de gasolina. Kato la vació en el depósito de mi moto.

—¿Eso... está bien? —dije yo.

—No pasa nada. Como es sólo un poco, nadie se dará cuenta.

—¡Señor Kato!

—¿Sí?

—Muchas gracias. A partir de ahora me pondré siempre en sus manos.

—Ja, ja, ja —se rió él, y cerró la tapa del depósito.

Por la carretera nacional que teníamos delante pasó un camión haciendo un gran estruendo.

—Bueno, ¿puedes montar?

Yo subí a la moto tal como me indicaba.

—Ponte de pie y balancéala. Tan fuertemente como puedas, ¿vale?

Apliqué todo mi peso y balanceé la moto despacio.

—Vale —dijo Kato—. Tienes que agitarla con más rabia. Más. Más... Más, más fuerte. Eso. Fuerte y con rabia. Eso, así es.

Adopté la postura propia de un jockey y zarandeé la moto con todas mis fuerzas.

—Eso. Más, más, sigue, sigue, así. Más, más, más.

La moto se balanceó furiosamente, como si de un toro mecánico se tratara.

—Vaaale, ya está bien.

Kato golpeó la moto como si calmara a un caballo desbocado, alargó la mano y abrió la llave de paso.

—¡Vaya! Todavía sale sucia —dijo Kato, contento—. Sigue así, meciéndola poco a poco. Con suavidad, ¿vale?

Balanceé la moto tal como me indicaba, suavemente, como si meciera una cuna.

—¡Oh! Muy bien, muy bien. Así está bien. Suave, poco a poco, ¿vale? —dijo él cariñosamente.

De fondo se oía una emisora de radio con muchas interferencias: «Estaaamosss en el centro del mundooo», cantaba una voz femenina.

—Bueno, parece que ya está. ¿Bajas?

Bajé de la moto.

—Vamos a sacarla del todo. La levantaremos así. Tú me la levantas de ahí, ¿vale?

Kato agarró el manguito de la derecha y yo el de la izquierda. A la de tres, la levantamos hacia atrás para que cayera toda la gasolina, como si de un pez espada se tratara.

—Bien. Ya va saliendo, va saliendo —dijo el hombre, mirando de reojo el colador—. Un poco más..., un poco más... Vale, bájala ya.

Con cuidado, la bajamos de nuevo en silencio hasta que la rueda delantera tocó el suelo.

—Vale —dijo Kato—. Todavía queda algo, pero vamos a descansar un poco.

—Sí.

Kato se incorporó y se encaminó hacia el área de descanso. «Este milagrooo de encontrarte a tiii es mi tesorooo», cantaba la voz de la radio.

—¿Le apetece un café? —dije yo mientras introducía una moneda en la máquina de bebidas de la cafetería.

—¡Ah! No te molestes... —dijo Kato—. Bueno, venga, uno de los de la lata alargada, por favor. Sí, ésa, la azul.

Compré dos latas de café de color azul y le di una a Kato. Luego nos sentamos a la mesa que había en la sala.

—Luego pondremos gasolina nueva y compro-baremos si el motor arranca o no.

Mientras Kato hablaba, tiraba de la anilla de la lata.

—Aunque si ha estado cuatro años parada, creo que será difícil. Seguro. Bueno, y si eso no funciona, será el carburador.

—¿El carburador?

—Sí, sin duda. El carburador es más delicado, el muy... Sólo con que se atasque una cosita, ya va mal. Los coches de ahora, y también las motos, ya no llevan carburador, funcionan con motor de inyección.

—Ya.

—Ahora, con el control electrónico y no sé qué más..., resulta que ajustan el inyector a las revoluciones del motor... Se supone que el ordenador calcula las proporciones, mezcla el aire con la gasolina y la envía al motor. Pusssh.

Kato dejó la lata de café sobre la mesa.

—El carburador hace exactamente lo mismo, se supone que por el efecto Venturi. Con la presión del aire aspira la gasolina, mediante un agujerito regula la proporción de la mezcla y, simplemente, corrige el nivel del líquido con una boya. ¡Un carburador es algo bestial! Si buscamos una reparación bonita, sin duda iremos a parar al carburador.

—¿Ah, sí?

—Sí, así es —asintió Kato, orgulloso de sí mismo—. Es un mecanismo primitivo pero con un funcionamiento preciso. Con sólo la punta de un alfiler, puedes cambiar el funcionamiento del motor. Sí. Aunque en tu caso... —Kato cerró los ojos y cruzó los brazos sobre el pecho. Miré su reloj y vi que pasaban algunos minutos de las once y media—. No hay más remedio que desmontarlo. —Abrió los ojos de nuevo y prosiguió—: Hay que desmontar el carburador y limpiarlo con queroseno o algo parecido, y sacar lo que se ha adherido. Al desmontarlo hay que tener mucho cuidado. El cuerpo del carburador es de una aleación de cinc, por eso no pasa nada si se cepilla con fuerza. Bueno, es sólo cuestión de experiencia. O que, bueno..., se puede hacer así porque es el carburador. ¡Ah! Además, cuando se desmonta, no se puede fumar, ¿eh? Una vez... Ah... —Kato miró hacia afuera—, ya están aquí.

Un camión estaba entrando en el área de servicio. Kato se levantó lentamente.

—Oye, tráela aquí, así echaremos gasolina —dijo.

—Vale —respondí.

El hombre salió afuera y saludó: «Buenas noches.» Yo me terminé el café y regresé junto a la moto.

El líquido ya había terminado de salir. Con la llave fija, cerré la tapa y empujé la moto hasta el surtidor. Al lado había un compresor de aire y aproveché para hinchar las ruedas.

Al cabo de un rato, Kato regresó y le eché gasolina. El nuevo carburante llenó rápidamente el depósito. Pagué y me dirigí a él.

—Me ha salvado la vida. Muchísimas gracias.

—De nada. De todos modos, por la noche siempre me aburro.

—Bueno, señor Kato, voy a arrancar el motor —dije yo.

—Vale —sonrió él con malicia.

Monté en la moto y puse el pie sobre el pedal de arranque. En la planta del pie tenía la misma sensación que cuatro años antes. Agarré el manillar y acompasé la respiración. Cogí aire y pisé con fuerza el pedal de arranque, rompiendo el silencio.

« Karakarakarakara...»

El motor se encendió y se paró. Silencio de nuevo.

—Otra vez —dijo Kato con voz tranquila.

Acompasé la respiración y, nuevamente, pateé el pedal.

«Karakarakarakara...» El motor se encendió y se paró. Lo repetí numerosas veces con el mismo resultado. Tal vez no hubiera nada que hacer. Solté un suspiro.

—Mira las bujías —dijo Kato—. Están empapadas.

Las bujías que había cambiado estaban mojadas de gasolina. Estaba claro que el aire no llegaba bien mezclado.

—Esto... es culpa del carburador —declaró Kato.

—Claro, el carburador.

Volví a colocar las bujías.

—Lo dejo por hoy. Mañana intentaré limpiar el carburador.

—Vale, buena idea. Con cuidado, recuerda.

—Sí. Muchas gracias por todo.

A modo de saludo, incliné la cabeza en dirección al Maestro del Carburador, y él asintió a su vez mientras sonreía.

—Buen viaje.

—Muchas gracias.

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