Authors: Christopher Moore
Josh ladeó la cabeza como un perro perplejo.
—Pues fíjate que a mí la respuesta de tu padre no me ha suscitado lo mismo.
—Eso es sarcasmo, Josh.
—¿Sarcasmo?
—Sí, es una palabra que viene de del término griegosarkasmos, y que literalmente significa «morderse los labios». Pero quiere decir que en realidad no dices lo que quieres decir, aunque de todos modos la gente te entiende. Lo inventé yo, y Bartolomé le puso un nombre.
—Bueno, si el nombre se lo ha puesto el tonto del pueblo, estoy seguro de que será algo bueno.
—Muy bien, ahí lo tienes, lo has cogido.
—¿Cogido el qué?
—El sarcasmo.
—No, lo decía en serio.
—¿Seguro?
—¿Es eso sarcasmo?
—Ironía, creo que se llama.
—¿Y qué diferencia hay?
—No tengo la menor idea.
—¿Entonces? ¿Ahora mismo estás siendo irónico?
—No, es verdad, no lo sé.
—Tal vez debieras preguntárselo al tonto.
—Ya lo has pillado.
—¿El qué?
—El sarcasmo.
—Colleja, ¿estás seguro de que no te envía el diablo para vejarme?
—Podría ser. ¿Qué tal lo estoy haciendo hasta el momento? ¿Te sientes vejado?
—Sí. Y me duelen las manos de tanto sostener el cincel y el mazo. —Golpeó el cincel con la herramienta de madera y los fragmentos de piedra nos salpicaron a los dos.
—Tal vez Dios me haya enviado para que te convenza de que tienes que ser albañil, para que así tú te des más prisa en ser el Mesías.
Volvió a golpear el cincel, y acto seguido escupió los trocitos de piedra que se le habían metido en la boca.
—No sé cómo ser el Mesías.
—¿Y qué? Hace una semana no sabíamos cómo ser albañiles, y míranos ahora. Una vez sabes lo que haces, las cosas se vuelven más fáciles.
—¿Estás siendo irónico otra vez?
—Dios mío, espero que no.
Tardamos dos meses en llegar a ver al griego que había encargado a mi padre la construcción de la casa. Se trataba de un hombre bajo, de aspecto blando, que llevaba una túnica más blanca que la de todos los sacerdotes levíticos, con una cenefa de rectángulos encabalgados, cosida en el dobladillo con hilo de oro. Llegó en un par de carros, seguido a pie por dos esclavos personales y media docena de guardaespaldas que parecían fenicios. Digo que llegó en dos carros porque él iba junto al auriga en el primero de ellos, pero, detrás, venía otro que transportaba la estatua de mármol de un hombre desnudo, de unos tres metros de altura. El griego se bajó del carro y se acercó directamente a mi padre. Joshua y yo estábamos mezclando mortero en aquel momento, y nos detuvimos a mirar.
—Una imagen tallada —observó Joshua.
—Sí, ya la he visto —repliqué yo—. Con relación a las imágenes talladas, a mí, particularmente me gusta más la Venus de la puerta.
—Esa estatua no es judía —añadió él.
—No, judía seguro que no es —convine yo. La hombría de la escultura, aunque abundante, no estaba circuncidada.
—Alfeo —dijo el griego—. ¿Por qué no has colocado el suelo del gimnasio todavía? He traído la estatua para instalarla en él, y solo hay un agujero en el terreno, no un gimnasio.
—Ya te lo dije, este terreno no es apto para la construcción. No se puede construir sobre arena. He ordenado a los esclavos que quiten toda la arena hasta que encuentren un lecho de roca. Ahora tendremos que llenar el hueco con piedras, y después aplanarlo.
—Pero es que yo quiero colocar mi estatua —lloriqueó el griego—. La he mandado traer desde Atenas.
—¿Quieres que tu casa se derrumbe sobre tu querida estatua?
—Eh, tú, judío, a mí no me hables así. Te pago bien para que me construyas una casa.
—Y yo te la construyo bien, es decir, no sobre arena. De modo que guarda tu estatua y déjame hacer mi trabajo.
—Bien, descarguémosla. Esclavos, ayudad a bajar mi estatua —dijo el griego, dirigiéndose a Joshua y a mí—. Vosotros, todos, ayudad en la descarga. —Señaló entonces a los esclavos, que desde que el griego había llegado, fingían trabajar, pero que no estaban seguros de si les convenía mostrarse demasiado entusiastas con un proyecto con el que el señor parecía disconforme. Todos alzaron la mirada al unísono, sorprendidos, como si con la expresión de su rostro dijeran: «¿Quién, yo?», expresión que, constaté, era la misma en todos los idiomas.
Los esclavos se acercaron al carro y empezaron a desanudar las cuerdas que mantenían la estatua en su lugar. El griego nos miró a nosotros.
—¿Estáis sordos, esclavos? ¡Ayudadles! —Regresó corriendo al carro y le arrebató el látigo al auriga.
—Ellos no son esclavos —intervino mi padre—. Son mis aprendices.
El griego se detuvo frente a mi padre.
—¿Y eso a mí qué me importa? ¡Moveos, muchachos! ¡Ahora!
—No —replicó Joshua.
Por un momento me pareció que el griego iba a estallar. Echó el látigo hacia atrás, con intención de usarlo.
—¿Qué has dicho?
—Ha dicho que no —le aclaré yo, dando un paso al frente para quedar a la altura de mi amigo.
—Mi pueblo cree que las imágenes talladas son pecaminosas —terció mi padre, con un atisbo de pánico en la voz—. Los chicos se limitan a ser fieles a nuestro Dios.
—Pues éstaes una estatua de Apolo, un dios verdadero, de modo que ayudarán a descargarla, lo mismo que tú, o me buscaré a otro albañil que me construya la casa.
—No —insistió Joshua—. No lo haremos.
—No lo haremos, moco de camello leproso —añadí yo.
Joshua me miró con gesto de asco.
—Por Dios, Colleja.
—¿Me he pasado?
El griego emitió un chillido y empezó a blandir el látigo. Lo último que vi, antes de cubrirme la cara, fue que mi padre se abalanzaba hacia el griego. Por Joshua, estaba dispuesto a dejarme azotar, pero no a perder un ojo. Me preparé para recibir un azote que no llegó. Se oyó el chasquido, sí, seguido de una vibración, y cuando me descubrí los ojos vi al griego en el suelo, boca arriba, la túnica blanca manchada de polvo, el rostro enrojecido de rabia. El látigo estaba tras él, y sobre su punta se alzaba la bota con tachuelas de Gayo Justo Gálico, el centurión. El griego se revolvió sobre la tierra, dispuesto a descargar su ira sobre la persona que hubiera osado frenarle la mano, pero al constatar de quién se trataba, se puso blanco y fingió toser.
Uno de los guardaespaldas del griego dio unos pasos al frente. Justo lo señaló con el dedo.
—No te acerques más, si no quieres sentir que la bota del Imperio Romano te aplasta el cuello.
El guardia regresó junto a sus compañeros.
El romano sonreía como una mula comiéndose una manzana, sin preocuparse lo más mínimo porque el griego salvara el pundonor.
—Y bien, Castor, ¿debo deducir que vas a tener que enrolar a más esclavos romanos para que te ayuden a construir tu casa? ¿O es cierto lo que se dice de vosotros, los griegos, que azotar a los muchachos no es para vosotros una medida disciplinaria, sino un pasatiempo?
El griego escupió la tierra que se le había metido en la boca y se puso en pie.
—Los esclavos de que dispongo bastarán para la tarea, ¿verdad, Alfeo?
Se volvió hacia mi padre con ojos suplicantes.
Mi padre parecía atrapado entre dos males, incapaz de decidir cuál era el menor de ellos.
—Probablemente sí —dijo al fin.
—Muy bien entonces —dijo Justo—. Espero un pago extra por el buen trabajo que están realizando. Podéis proseguir.
Justo atravesó las obras como si nadie lo mirara con atención, o como si no le importara que lo hicieran, y al pasar junto a mí y a Joshua mostró su satisfacción.
—¿«Moco de camello leproso»? —susurró, divertido.
—Una bendición en hebreo antiguo —inventé yo.
—Vosotros dos deberíais estar en las colinas, con los demás rebeldes hebreos.
Y, echándose a reír, nos alborotó el pelo y se alejó.
El sol, al ponerse, teñía de rosa las colinas mientras nosotros regresábamos a Nazaret aquella tarde. Además del agotamiento causado por el trabajo, Joshua parecía ofendido por lo que había presenciado ese día.
—¿Tú sabías eso? —me preguntó—. ¿Que no se puede construir sobre arena?
—Claro. Mi padre lleva mucho tiempo hablando de ello. Se puede construir sobre arena, pero lo que se construye se derrumba.
Joshua asintió, pensativo.
—¿Y sobre suciedad? ¿Sobre polvo? ¿Se puede construir sobre polvo?
—Lo que va mejor es la roca, pero supongo que sobre polvo también se puede.
—Debo recordar eso.
Desde que empezamos a trabajar con mi padre, apenas veíamos a Magda. Yo me descubrí a mí mismo esperando con impaciencia a que llegara el sabbat, porque era el día en que íbamos a la sinagoga, y yo me quedaba un rato fuera, entre las mujeres, mientras los hombres estaban dentro escuchando las lecturas de la Tora, o los sermones de los fariseos. Aquellas eran de las pocas ocasiones en que podía charlar con Magda sin que Joshua estuviera presente, porque aunque ya entonces los fariseos le caían mal, sabía que podía aprender de ellos, y por eso se pasaba aquellos días atendiendo sus enseñanzas. Yo seguía preguntándome si aquel tiempo que le robaba a Magda implicaba una deslealtad con él, pero cuando se lo pregunté, él me dijo:
—Dios está dispuesto a perdonarte el pecado de ser un hijo del hombre, pero tú debes perdonarte a ti mismo por haber sido niño.
—Supongo que tienes razón.
—Por supuesto que tengo razón. Soy el Hijo de Dios, burro. Además, Magda siempre quiere hablar de mí, ¿no?
—No siempre —le mentí.
El sabbat anterior al asesinato, encontré a Magda en el exterior de la sinagoga, sentada sola bajo una palmera datilera. Me acerqué a ella para conversar un rato, aunque sin levantar la vista del suelo en ningún momento. Sabía que si la miraba a los ojos no me concentraba en lo que me decía, y por eso solo lo hacía a intervalos breves, como cuando uno mira el sol en los días bochornosos para confirmar el origen del calor.
—¿Dónde está Joshua? —fueron las primeras palabras que salieron de su boca, claro.
—Estudiando con los hombres.
Pareció decepcionada unos instantes, pero luego se le iluminó el rostro.
—¿Cómo os va el trabajo?
—Duro, me gusta más jugar.
—¿Y cómo es Séforis? ¿Es como Jerusalén?
—No, es más pequeño. Pero en ella viven muchos romanos. —Ella había visto romanos. Y a mí me hacía falta algo con lo que impresionarla—. Y hay imágenes talladas, estatuas de personas.
Magda se cubrió la boca con la mano para reprimir una risita.
—¿Estatuas? ¿De verdad? Me encantaría verlas.
—Entonces ven con nosotros. Podemos salir mañana muy temprano, antes de que se despierte nadie.
—No puedo. ¿Adónde le diría a madre que voy?
—Dile que vas a Séforis con el Mesías y su amigo.
Ella abrió mucho los ojos, y yo aparté los míos al momento para no quedar atrapado por su hechizo.
—No deberías hablar así, Colleja.
—He visto al ángel.
—Tú mismo dijiste que no debíamos decirlo.
—Es broma. Dile a tu madre que te he contado que he encontrado un panal de abejas, y que quieres ir a buscar miel mientras las abejas están todavía atontadas por el frío del amanecer. Esta noche hay luna llena, y se verá bien. A lo mejor te cree.
—A lo mejor. Pero cuando vuelva a casa sin miel sabrá que le he mentido.
—Entonces dile que era un nido de avispas. Según ella, Joshua y yo somos tontos, ¿no?
—Según ella, Joshua está mal de la cabeza, y de ti... sí, de ti sí cree que eres un poco tonto.
—¿Lo ves? Mi plan funciona. Pues está escrito que «Si el sabio siempre se presenta como un necio, sus errores no decepcionan, y sus éxitos, en cambio, causan gratas sorpresas».
Magda me dio una palmada en la pierna.
—Eso no está escrito.
—Seguro que sí, en Imbéciles 3:7.
—No existe ese libro de los Imbéciles.
—Pues en Aburridos, 5:4.
—Te lo estás inventando.
—Ven con nosotros. Estarás de regreso en Nazaret antes de que sea la hora de ir a por agua.
—¿Por qué tan temprano? ¿Qué tramáis vosotros dos?
—Vamos a circuncidar a Apolo.
Magda no dijo nada, se limitó a mirarme, como si viera la palabra «mentiroso» escrita en mi frente, con letras de fuego.
—No ha sido idea mía —le aclaré—. Ha sido idea de Joshua.
—En ese caso, iré —dijo.
Pues sí, ha funcionado. Por fin he conseguido que el ángel salga de la habitación.
La cosa ha ido así:
Raziel ha llamado a recepción y ha pedido que viniera Jesús.
Al cabo de unos minutos, nuestro amigo hispano ya estaba plantado a los pies del ángel, presto a recibir órdenes.
Raziel me ha dicho:
—Dile que necesito elCulebrones Digest.
En español, yo le he dicho:
—Buenas tardes, Jesús, ¿cómo estás hoy?
—Estoy bien, señor. ¿Y usted?
—Tan bien como cabría esperar, teniendo en cuenta que este hombre me tiene prisionero.
—Dile que se dé prisa —me pidió Raziel.
—¿No entiende español? —me preguntó Jesús.
—Ni una palabra, pero que no te dé por hablar en hebreo, o estoy perdido.
—¿Es verdad que está prisionero? Me extrañaba que no salieran nunca de la habitación. ¿Llamo a la policía?
—No, no hará falta, pero por favor, menea la cabeza y pon cara de lástima.
—¿Por qué tardáis tanto? —dijo Raziel—. Dale el dinero y dile que se vaya.
—Me ha dicho que no le está permitido comprar publicaciones para otros, pero que puede indicarte un lugar donde podrás adquirirla tú mismo.
—Eso es ridículo. Este hombre es un sirviente, ¿no? Pues hará lo que le pido.
—Oh, Jesús mío, me ha preguntado si te gustaría sentir el poder de su viril desnudez.
—¿Está loco? Estoy casado y tengo dos hijos.
—Por desgracia, lo está. Por favor, muéstrate ofendido por su oferta escupiéndole y saliendo al momento de la habitación.
—No sé, señor, escupirle a un cliente...
Le alargué un puñado de los billetes que, según él mismo me había enseñado, sí constituían una gratificación adecuada.
—Por favor, es por su bien.
—Está bien, señor Colleja.
Y dicho esto, soltó un gargajo considerable que quedó pegado a la túnica del ángel, desde donde empezó a resbalar.