Authors: Christopher Moore
—Está en la profecía, José —terció María.
Me di cuenta de que José se esforzaba por encontrar el versículo en su memoria. Aunque era lego, conocía las escrituras tan bien como cualquiera.
—No recuerdo el pasaje de Sara.
—Yo no creo que sea una profecía —intervine—. En la profecía se dice que son áspides, y está claro que eso no es un áspid. Yo diría que, si no se lo impides, José, va a morderle el culo a Joshua. —(Tenía que intentarlo, ¿no?)
—¿Puedo quedármela? —preguntó él.
José había recobrado la compostura. Sin duda, a partir del momento en que aceptas que tu mujer se ha acostado con Dios, los hechos más extraordinarios tienden a parecerte normales y corrientes.
—Llévatela al lugar del que la has sacado, Joshua. La profecía ya se ha cumplido.
—Pero es que quiero quedármela.
—No, Joshua.
—Tú no mandas en mí.
Sospechaba que José ya había oído aquel comentario más de una vez.
—Da igual. De todos modos, por favor, devuelve a Sara al lugar del que la has sacado. —Joshua salió de casa hecho una furia, seguido de cerca por la serpiente. José y yo nos apartamos todo lo que pudimos para dejarles sitio—. Intenta que no te vea nadie —añadió José—. No lo comprenderían.
Y tenía razón, claro. Cuando ya salíamos del pueblo, nos encontramos con un grupo de muchachos mayores que nosotros, encabezados por Jakan, hijo de Iban el Fariseo. Y no lo comprendieron.
Había tal vez doce fariseos en Nazaret: hombres instruidos, maestros de la clase obrera que dedicaban gran parte de su tiempo, en la sinagoga, a debatir aspectos de la Ley. Solían contratarlos como jueces y escribas, lo que les proporcionaba gran influencia entre los habitantes del pueblo. Tanta que, de hecho, los romanos los usaban a menudo como sus portavoces cuando querían comunicarse con nosotros. Con la influencia llega el poder, y con el poder, el abuso. Jakan era solamente el hijo de un fariseo. Y tenía solo dos años más que Joshua y que yo, pero ya era todo un experto en el arte de la crueldad. Si hay algo bueno en el hecho de que todas las personas a las que conociste hace dos mil años estén muertas, ese algo es que Jakan se cuenta entre ellas. Que su grasa chisporrotee en las hogueras del infierno por toda la eternidad.
Joshua nos enseñó que no debemos odiar, lección que yo no llegué nunca a dominar del todo, como también me pasaba con la geometría. La culpa de lo uno fue de Jakan, y la de lo otro, de Euclides.
Joshua pasaba corriendo por la parte trasera de las casas y las tiendas del pueblo, seguido a diez pasos por la serpiente, y a otros diez pasos por mí. Al doblar la esquina del herrero, se encontró con Jakan, al que sin querer empujó e hizo caer al suelo.
—¡Idiota! —gritó éste, levantándose y sacudiéndose el polvo. Sus tres amigos se echaron a reír, y él se revolvió sobre ellos como un tigre furioso—. A éstehay que lavarle la cara con boñigas —dijo—. Sujetadlo.
Los muchachos concentraron su atención en Joshua; dos de ellos lo sujetaron por los brazos mientras el tercero le propinaba un puñetazo en el estómago. Jakan se giró en busca de excrementos con que rebozarle la cara. Sara dobló la esquina, sigilosa, y se colocó detrás de Joshua, extendiendo la gloriosa capucha a ambos lados de la cara, sobre nuestras cabezas.
—¡Eh! —grité yo al llegar a la esquina—. Chicos, ¿qué opináis vosotros? ¿Es un áspid? —Mi temor a la serpiente se había convertido en algo parecido al afecto cauteloso. Sara parecía sonreír. Estaba seguro de ello. Oscilaba de un lado a otro como una espiga al viento. Los muchachos soltaron los brazos de Joshua y se acercaron corriendo junto a Jakan, que había dado media vuelta y había retrocedido—. Joshua dice que es un áspid, pero a mí me parece que es una cobra. —Joshua se echó hacia delante, intentando recobrar el aliento, pero aun así me miró y esbozó una sonrisa—. Claro que yo no soy hijo de fariseo, pero...
—¡Está aliado con una serpiente! —exclamó Jakan—. ¡Se relaciona con demonios!
—¡Demonios! —gritaron los otros muchachos, intentando ocultarse detrás de su amigo gordo.
—Se lo contaré todo a mi padre, y te lapidarán.
Detrás de Jakan se oyó una voz.
—¿Qué son todos estos gritos?
Era una voz muy dulce.
Salió de la casa que quedaba junto a la herrería. Su piel brillaba como el cobre, y tenía los ojos de un azul muy pálido, como las gentes del desierto del norte. Por el ribete del chal asomaban unos mechones de pelo castaño rojizo. No tendría más de nueve o diez años, pero había algo muy antiguo en su mirada. Al verla, se me cortó la respiración.
Jakan se hinchó como un sapo.
—Quédate ahí. Éstosdos conspiran con un demonio. Se lo contaré a los mayores, y los juzgarán.
Ella le escupió a los pies. Era la primera vez que yo veía escupir a una niña. Y me pareció encantador.
—Pues a mí me parece una cobra.
—¿Lo veis? Ya os lo decía yo.
La niña se acercó a Sara como quien se acerca a una higuera en busca de fruta, sin el menor atisbo de temor, mostrando solo interés.
—¿A ti te parece que esto es un demonio? —dijo, sin volverse a mirar a Jakan—. ¿No sentirás vergüenza cuando los mayores descubran que has confundido una serpiente común, del campo, con un demonio?
—Es que es un demonio.
La niña levantó una mano y la serpiente hizo ademán de atacar, pero entonces bajó la cabeza hasta casi rozarle los dedos con la lengua bífida.
—No, esto es una cobra, no hay duda, muchacho. Y seguramente estos dos se la llevaban de nuevo al campo, donde podrá seguir ayudando a los campesinos, comiéndose las ratas.
—Exacto, eso es lo que estábamos haciendo —intervine yo.
—Claro, claro —dijo Joshua.
La niña se giró para observar a Jakan y a sus amigos.
—¿Un demonio?
Jakan pateó como un asno enfadado.
—Tú estás aliada con ellos.
—No seas tonto, mi familia acaba de llegar de Magdala, a estos dos no los he visto en mi vida, pero parece claro que eso es lo que estaban haciendo. En Magdala nos pasamos la vida haciendo lo mismo. Pero, claro, éstees un pueblo más retrasado.
—Aquí también lo hacemos —dijo Jakan—. Yo estaba... bueno... estos dos causan problemas.
—Problemas —repitieron sus amigos.
—¿Por qué no los dejamos que sigan con lo que estaban haciendo?
Jakan, mirando alternativamente a la niña y a la serpiente, empezó a alejar de allí a sus amigos.
—Ya me ocuparé de vosotros en otra ocasión.
Tan pronto como doblaron la esquina, la niña se alejó de la serpiente y corrió hacia la puerta de su casa.
—Espera —le pidió Joshua.
—Tengo que irme.
—¿Cómo te llamas?
—Soy María de Magdala, hija de Isaac—respondió—. Pero podéis llamarme Magda.
—Ven con nosotros, Magda.
—No puedo, tengo que irme.
—¿Por qué?
—Porque me he orinado encima.
Y, dicho esto, desapareció tras la puerta.
Milagros.
Una vez de vuelta en el trigal, Sara se dirigió a su guarida. Desde la distancia, nosotros la observamos meterse en el hueco.
—Josh. ¿Cómo lo has hecho?
—No tengo ni idea.
—¿Y esta clase de cosas va a seguir pasando?
—Probablemente.
—Pues vamos a meternos en un montón de líos, ¿verdad?
—¿Qué soy? ¿Un profeta?
—Yo he preguntado primero.
Joshua miró hacia el cielo como un hombre en trance.
—¿La has visto? No le tiene miedo a nada.
—Es una serpiente gigantesca, ¿de qué va a tener miedo? Joshua frunció el ceño.
—No te hagas el tonto, Colleja. Nos han salvado una serpiente y una niña. No sé qué pensar.
—¿Y por qué hay que pensar? Ha sucedido, y ya está.
—Nada sucede sin que sea voluntad de Dios —prosiguió Joshua—. Y esto no encaja con el testamento de Moisés.
—Tal vez sea un nuevo testamento —aventuré yo.
—O sea, que no es que te estés haciendo el tonto. Es que lo eres.
—Creo que a ella le gustas más tú que yo.
—¿A la serpiente?
—Sí, claro. Ahora resulta que el tonto soy yo.
No sé si ahora, tras haber vivido y muerto, puedo escribir sobre un amor infantil pero, al recordarlo, me parece el dolor más limpio que jamás conocí. Un amor sin deseo, sin condiciones, sin límites, un fulgor puro y radiante en el corazón que me mareaba, me entristecía y me elevaba, todo a la vez. ¿Adónde va ese amor? ¿Por qué, en todos sus experimentos, los reyes magos no intentaron atrapar esa pureza y encerrarla en una botella? Tal vez sí lo intentaron y no lo lograron. Tal vez se nos pierde cuando nos convertimos en criaturas sexuales, y no hay magia capaz de devolvérnosla. Tal vez solo lo recuerdo porque me pasé mucho tiempo intentando comprender el amor que Joshua sentía por todos.
En Oriente nos enseñaban que todo el sufrimiento proviene del deseo, y a mí esa bestia parda me perseguiría toda la vida, pero aquella tarde, y durante algún tiempo después, acaricié la gracia. De noche permanecía despierto, escuchando la respiración de mis hermanos en el silencio de la casa, y con el ojo de mi mente veía aquellos ojos como fuegos azules encendidos en la oscuridad. Exquisita tortura. Ahora me pregunto si Joshua no le hizo lo mismo a la vida de ella. Magda era la más fuerte de todos.
Después del milagro de la serpiente, Joshua y yo buscábamos excusas para pasar junto a la herrería, con la esperanza de tropezamos con Magda. Todas las mañanas nos levantábamos temprano para ir a ver a José, y nos ofrecíamos voluntarios para ir a la herrería en busca de algún clavo, o para que el herrero reparara alguna herramienta. El pobre José creía que sentíamos un nuevo entusiasmo por la carpintería.
—Chicos, ¿os gustaría venir conmigo a Séforis mañana? —nos preguntó José un día en el que no dejábamos de pedirle que nos mandara a por clavos—. Colleja, ¿te dejaría tu padre que empezaras a aprender el oficio de carpintero?
Yo me sentía mortificado. A los diez años, se suponía que los niños debían aprender el oficio de sus padres, pero para ello todavía me quedaba uno, y un año es mucho tiempo cuando se tiene esa edad.
—Todavía estoy... estoy pensando en qué quiero ser de mayor —le respondí. Mi padre le había hecho una oferta similar a Joshua el día anterior.
—¿O sea, que no te harás cantero?
—Estaba pensando en ser el tonto del pueblo, si mi padre me lo permite.
—Tiene un talento innato para ello, un don de Dios —terció Joshua.
—He estado charlando con Bartolomé, el tonto —dije—. Y va a enseñarme a lanzar mis propios excrementos, y a estamparme de cabeza contra las paredes.
José asintió, y Joshua y yo salimos de allí antes de que nos deparara más muestras de su bondad. Era cierto que nos habíamos hecho amigos de Bartolomé, el tonto del pueblo. Iba muy sucio, y babeaba, sí, pero era corpulento, y nos ofrecía cierta protección contra Jakan y sus matones. Bartolo también pasaba la mayor parte del tiempo pidiendo limosna cerca de la plaza del pueblo, junto al pozo, donde las mujeres iban a por agua. De vez en cuando veíamos a Magda cuando pasaba, con un cántaro en la cabeza.
—Pronto empezaremos a trabajar —me dijo un día Joshua—. Una vez empiece a trabajar con mi padre, ya no nos veremos tanto.
—Joshua, mira a tu alrededor. ¿Tú ves algún árbol?
—No.
—Y los árboles que tenemos por aquí, los olivos, tienen las ramas retorcidas, resecas y llenas de nudos, ¿no?
—Sí.
—¿Y aun así quieres ser carpintero, como tu padre?
—Es posible.
—Te lo diré con una sola palabra, Josh. Piedras.
—¿Piedras?
—Mira a tu alrededor. Hay tantas piedras que la vista se pierde en ellas. Galilea no es más que piedras y más piedras. Sé cantero, como yo y como mi padre. Podemos construir ciudades para los romanos.
—En realidad yo estaba pensando más en salvar a la humanidad.
—Quítate esa tontería de la cabeza, Josh. Piedras. Tú hazme caso.
El ángel no quiere decirme nada de lo que pasó con mis amigos, con los doce, con Magda. Solo me cuenta que están muertos y que yo tengo que escribir mi propia versión de los hechos. Sí, claro, historias inútiles de ángeles me cuenta muchas: que si Gabriel desapareció en una ocasión durante sesenta años y lo encontraron en la tierra, oculto en el cuerpo de un hombre llamado Miles Davis, que si Rafael se escapó del Cielo para visitar a Satán y volvió con un aparato que se llama «teléfono móvil»... (Evidentemente, en el infierno ya todo el mundo los tiene.) Él se dedica a mirar la tele, y cuando pasan imágenes de un terremoto o un tornado, dice: «Una vez yo destruí una ciudad con uno de esos. El mío fue mejor». Me siento sepultado por esa absurda verborrea angelical, y sin embargo, de mi propia época solo sé lo que viví. Cuando la tele menciona a Joshua, al que llaman por su nombre griego, Raziel cambia de canal sin darme tiempo a oír nada.
Nunca duerme. Se limita a mirarme, a ver la tele y a comer. Y nunca sale de la habitación.
Hoy, mientras estaba buscando otra toalla, he abierto uno de los cajones y allí, debajo de una bolsa de plástico para la ropa sucia, he encontrado un libro:La Sagrada Biblia,ponía en la cubierta. Gracias al Señor que no he sacado el libro del cajón, y lo he abierto allí mismo, dándole la espalda al ángel. He descubierto que hay capítulos que no estaban en la Biblia que yo conozco. He visto los nombres de Mateo y de Juan, he visto Romanos y Gálatas. O sea, que ésees un libro de mi época.
—¿Qué estás haciendo? —me ha preguntado el ángel.
Yo he cubierto la Biblia y he cerrado el cajón.
—Buscando toallas. Tengo que bañarme.
—Ya te bañaste ayer.
—La limpieza es importante para mi pueblo.
—Eso ya lo sé. ¿Qué te crees? ¿Que no lo sé?
—No eres precisamente la aureola más brillante del grupito.
—Báñate entonces. Y mantente alejado del televisor.
—¿Por qué no vas a buscarme más toallas?
—Llamaré a recepción.
Y eso ha hecho. Si quiero echarle un vistazo al libro, tendré que ingeniármelas para que el ángel salga del cuarto.
Sucedió que en el pueblo de Jafia, la población hermana de Nazaret, aquella Pascua, la madre de uno de los sacerdotes del templo murió de un mal aire. Los prelados levíticos, o saduceos, eran ricos por los tributos que pagábamos al templo, y se contrataron plañideras de todas las aldeas vecinas. Las familias de Nazaret caminaron hasta la siguiente colina para asistir al funeral y, por vez primera, Joshua y yo pudimos estar un buen rato con Magda, mientras andábamos por los caminos.