Authors: Christopher Moore
—¿Y qué? —nos dijo sin mirarnos—. ¿Habéis estado jugando con serpientes últimamente?
—Hemos estado esperando a que el león se acueste con el cordero —le respondió Joshua—. Ésaes la parte de la profecía que viene a continuación.
—¿Qué profecía?
—Nada, no importa —tercié yo—. Las serpientes son cosa de niños. Y nosotros ya casi somos hombres. Empezaremos a trabajar después de la fiesta de los Tabernáculos. En Séforis. —Intentaba resultar mayor y experimentado. Magda no parecía nada impresionada.
—¿Y tú aprenderás a ser carpintero? —le preguntó a Joshua.
—Acabaré dedicándome al oficio de mi padre, sí.
—¿Y tú? —me preguntó.
—Estoy pensando en hacerme plañidero profesional. No puede ser tan difícil. Te arrancas el pelo, cantas uno o dos lamentos fúnebres, y el resto de la semana te queda libre.
—Su padre es albañil —aclaró Joshua—. Tal vez los dos aprendamos ese oficio.
A instancias mías, mi padre se había ofrecido a tomar a mi amigo de aprendiz si José estaba de acuerdo.
—O pastor —me apresuré a añadir—. Ser pastor parece fácil. Una semana fui con Kaliel a cuidar de su rebaño. La Ley dice que deben ir dos con las ovejas para impedir que suceda la abominación. Y yo las abominaciones las huelo a cincuenta pasos.
Magda sonrió.
—¿Y evitaste alguna abominación?
—Sí, claro, mantuve a raya todas las abominaciones mientras Kaliel jugaba con su oveja favorita detrás de los arbustos.
—Colleja —intervino Joshua muy serio—, esa era precisamente la abominación que se suponía que debías impedir.
—¿Ah, sí?
—Sí.
—Vaya. Bueno, en ese caso creo que sería un excelente plañidero. ¿Conoces la letra de algún lamento fúnebre, Magda? Voy a tener que aprenderme algunos.
—Pues yo creo que, cuando crezca —anunció Magda—, regresaré a Magdala y me haré pescadora en el mar de Galilea.
Yo me eché a reír.
—No seas tonta, eres una niña, no puedes ser pescadora.
—Sí puedo.
—No puedes. Tú tienes que casarte y tener hijos varones. ¿Estás comprometida, por cierto?
Joshua dijo:
—Ven conmigo, Magda, y yo haré de ti un pescadora de hombres.
—¿Qué diablos significa eso?
Agarré a Joshua por la túnica y empecé a llevármelo a rastras.
—No le hagas caso. Está loco. Lo ha heredado de su madre. Una mujer encantadora, sí, pero chiflada como ella sola. Ven, Joshua, vamos, vamos a cantar un lamento.
Y me puse a improvisar lo que me parecía que podía ser un buen cántico funerario.
—La, la, la. Sentimos mucho, muchísimo, que tu madre haya muerto. Qué pena que seas saduceo y no creas en la otra vida, y que tu madre vaya a ser solo alimento para los gusanos, la, la, la. Bueno, claro, ahora tal vez te lo pienses mejor, ¿no? La, la, la, la, la, la,waka, waka. —(En arameo sonaba genial. En serio.)
—Sois tontos los dos.
—Tenemos que irnos. Mucho que plañir. Hasta la vista.
—La, la, la, no te sientas tan mal, era vieja y no tenía dientes, la, la, la. ¡Vamos, todos juntos a cantar, que os sabéis la letra!
Más tarde, dije:
—Josh, no puedes seguir diciendo esas cosas, dan mucho miedo. «Pescadora de hombres.» ¿Quieres que los fariseos te lapiden? ¿Es eso lo que quieres?
—Yo solo cumplo con la misión que me ha encomendado mi padre. Además, Magda es nuestra amiga, ella no diría nada.
—Vas a asustarla, y se alejará de nosotros.
—No la asustaré. Y ella seguirá a nuestro lado, Colleja.
—¿Vas a casarte con ella?
—Ni siquiera sé si puedo casarme con nadie. Mira.
Estábamos llegando a lo alto de la colina de Jafia, y veíamos un grupo de plañideras que se congregaba a las afueras de la aldea. Joshua señaló una cresta roja que destacaba sobre la muchedumbre: el casco de un centurión romano.
El centurión conversaba con el sacerdote levítico, vestido de blanco y oro, y con una barba blanca que le llegaba más allá del cinto. Al acercarnos más al pueblo, vimos a veinte o treinta soldados más que vigilaban a los congregados.
—¿Por qué han venido?
—No les gusta que nos congreguemos —respondió Joshua, deteniéndose para observar con detalle al comandante de los centuriones—. Han venido a asegurarse de que no nos rebelamos.
—¿Y por qué habla con él el sacerdote?
—El saduceo quiere asegurarle al romano que nos tiene controlados. No estaría bien que hubiera una masacre el día del funeral de su madre.
—O sea, que vela por nosotros.
—Vela por sí mismo. Solo por sí mismo.
—No deberías decir eso de un sacerdote del templo, Joshua. —Era la primera vez que oía a mi amigo hablar mal de los saduceos, y me asusté.
—Creo que ese sacerdote va a descubrir hoy mismo a quién pertenece el templo.
—No me gusta nada que hables así, Josh. Tal vez sea mejor que regresemos a casa.
—¿Recuerdas el estornino muerto que encontramos?
—Esto no me gusta nada.
Joshua me sonrió. Me fijé en que, en sus ojos, había destellos dorados.
—Canta tu lamento, Colleja. Creo que a Magda le han impresionado esos cánticos.
—¿De veras? ¿Lo crees en serio?
—Pues no.
Se habían congregado unas quinientas personas en el exterior de la tumba. Los hombres, delante, se cubrían la cabeza con chales a rayas, y se mecían hacia delante y hacia atrás mientras entonaban sus oraciones. Las mujeres se mantenían en un segundo plano, y exceptuando los aullidos de las plañideras a sueldo, era como si no existieran. Yo intenté encontrar a Magda con la mirada, pero no la veía entre la multitud. Cuando me di la vuelta, Joshua ya se había abierto paso entre los hombres y había llegado a la cabeza del grupo, donde el saduceo velaba a su madre muerta, leyendo un fragmento de la Tora.
Las mujeres la habían amortajado con un sudario de lino, y la habían ungido con aceites perfumados. Cuando yo también me adelanté para unirme a Joshua, hasta mí llegó el olor a sándalo y a jazmín, y al sudor acre de los dolientes. Mi amigo miraba más allá del sacerdote, mantenía la vista clavada en el cadáver, los ojos entrecerrados en gesto de gran concentración. Y temblaba, como si un viento helado se hubiera apoderado de él.
El sacerdote terminó su lectura y empezó a cantar, y al instante se sumaron las voces de los cantantes contratados, llegados especialmente desde el templo de Jerusalén.
—Qué bueno es ser rico, ¿verdad? —le susurré a Joshua, dándole un codazo en las costillas. Él me ignoró por completo, y cerró los puños con fuerza en los costados. Se le marcó mucho la vena de la frente, mientras mantenía en la muerta los ojos brillantes.
Y la muerta se movió.
Al principio fue solo un instante. El movimiento de una mano bajo el sudario de hilo. Creo que yo fui el único que se dio cuenta.
—No, Joshua, no lo hagas —le dije.
Miré en dirección a los romanos, concentrados en grupos de cinco en distintos puntos del perímetro de la multitud, con aspecto aburrido, las manos apoyadas en la empuñadura de sus espadas cortas.
El cadáver volvió a moverse y levantó un brazo. Los asistentes ahogaron un grito, y un niño se echó a llorar. Los hombres empezaron a retirarse, al tiempo que las mujeres se adelantaban para ver qué sucedía. Joshua se arrodilló y se llevó los puños a las sienes. El sacerdote seguía entonando sus cánticos.
El cadáver se sentó.
El coro de voces cesó, y finalmente el sacerdote se volvió para mirar a su madre muerta, que había bajado las piernas del catafalco y parecía querer ponerse en pie. El sacerdote, trastabillando, retrocedió hasta mezclarse con la multitud, pasándose las manos por los ojos, como si algún vapor fuera el causante de aquella visión horrible.
Joshua, arrodillado, se mecía hacia delante y hacia atrás, y las lágrimas resbalaban por sus mejillas. El cadáver se levantó y, aún cubierto por el sudario, se volvió, como mirando a su alrededor. En ese instante vi que varios romanos desenvainaban sus espadas. Me di la vuelta y descubrí al comandante de los centuriones de pie, al borde de un carro, indicando por señas a sus hombres que mantuvieran la calma. Al girarme de nuevo constaté que los congregados se habían separado de Joshua y de mí, y habían formado un corro a nuestro alrededor.
—Para, para ya, Josh —le susurré al oído, pero él seguía meciéndose y concentrándose en el cadáver, que dio su primer paso.
La multitud parecía transfigurada ante la visión de la difunta andante, pero nosotros dos estábamos demasiado aislados, demasiado solos con la muerta, y yo sabía que en cuestión de segundos, todos se darían cuenta de que Joshua se mecía, postrado en el suelo. Lo agarré por el pescuezo y lo alejé del cadáver a rastras, metiéndome entre un grupo de hombres que gritaban y retrocedían.
—¿Está bien? —me preguntó alguien al oído, y cuando me giré vi que Magda se encontraba a mi lado.
—Ayúdame a llevármelo de aquí.
Magda lo sujetó por un brazo, y yo por el otro, y así nos lo llevamos. Tenía el cuerpo más rígido que una vara, y mantenía la vista fija en el cadáver.
La muerta caminaba hacia su hijo, el sacerdote, que retrocedía blandiendo el pergamino como si fuera una espada, los ojos abiertos como platos.
Finalmente, la mujer cayó al suelo, se retorció y quedó inmóvil. Y Joshua, en nuestros brazos, perdió el conocimiento.
—Saquémoslo de aquí —le repetí a Magda. Ella asintió y me ayudó a arrastrarlo más allá del carro desde el que el centurión daba instrucciones a su tropa.
—¿Está muerto?—preguntó el romano.
Joshua parpadeó entonces como si acabara de despertar de un sueño profundo.
—Nunca puede uno estar totalmente seguro, señor.
El centurión echó hacia atrás la cabeza y soltó una risotada. Su armadura de escamas se agitó con estrépito. Era mayor que el resto de soldados, tenía el pelo cano, pero seguía siendo fuerte, robusto, y se mantenía del todo ajeno a los aspavientos de la multitud.
—Buena respuesta, muchacho. ¿Cómo te llamas?
—Colleja, señor. Levi hijo de Alfeo, al que llaman Colleja, señor. De Nazaret.
—Muy bien, Colleja. Yo soy Gayo Justo Gálico, subcomandante de Séforis, y creo que los judíos deberíais aseguraros de que vuestros muertos están muertos antes de enterrarlos.
—Sí, señor —respondí.
—Y tú, muchacha. Eres una niña muy bonita. ¿Cómo te llamas?
Me percaté de que la atención que le dispensaba el romano afectaba mucho a Magda.
—Soy María de Magdala, señor. —Mientras hablaba, le iba secando la frente a Joshua con la punta del chal.
—Un día de estos vas a empezar a romper corazones, ¿verdad, pequeña? —Magda no respondió. Pero supongo que yo reaccioné de algún modo a aquellas palabras, porque Justo volvió a reírse—. O quizás ya hayas empezado a hacerlo. ¿Verdad, Colleja?
—Nosotros lo hacemos así, señor. Por eso los judíos enterramos a nuestras mujeres cuando todavía están vivas. Así no se nos rompe tanto el corazón.
El romano se quitó el casco, se pasó la mano por el cabello corto, y al hacerlo me echó encima su sudor.
—Seguid vuestro camino, los dos, llevad a vuestro amigo a la sombra. Aquí hace demasiado calor para un muchacho enfermo. Adelante.
Magda y yo ayudamos a Joshua a ponerse en pie y empezamos a llevárnoslo, pero apenas unos pasos más allá Joshua se detuvo, volvió la cabeza y miró al romano.
—¿Mataréis a mi pueblo por adorar a nuestro Dios?
Le di una colleja.
—Joshua, ¿estás loco?
Justo frunció el ceño y la sonrisa desapareció de sus labios.
—No sé qué te habrán dicho, niño, pero Roma tiene solo dos reglas: paga tus impuestos y no te rebeles. Síguelas y conservarás la vida.
Magda giró de nuevo a Joshua y dedicó una sonrisa al romano.
—Gracias, señor. Lo apartaremos del sol. —Se volvió hacia nuestro amigo—. ¿Tenéis algo que explicarme?
—No soy yo —le dije—. Es él.
Un día después conocimos al ángel. María y José me dijeron que Joshua había salido de casa al alba, y que ya no habían vuelto a verlo. Me pasé la mañana recorriendo el pueblo, buscando a Joshua, con la esperanza de tropezarme con Magda. La plaza estaba llena de gente que hablaba de la muerta que había echado a andar, pero en ella no encontré a ninguno de mis amigos. A mediodía, mi madre vino a buscarme para que cuidara de mis dos hermanos pequeños mientras ella iba a trabajar con las demás mujeres en los viñedos. Regresó al anochecer, oliendo a sudor y a vino dulce, los pies granates de pisar la uva. De nuevo libre, corrí hasta lo alto de la colina, y allí inspeccioné todos nuestros lugares favoritos, donde muchas veces jugábamos, y finalmente encontré a Joshua arrodillado en medio de un olivar, meciéndose hacia delante y hacia atrás mientras oraba. Estaba empapado en sudor, y temí que tuviera fiebre. Era curioso, porque yo jamás sentía esa clase de preocupación por mis hermanos, pero desde el principio mi amigo me llenaba de un temor de procedencia divina.
Lo observé, y esperé, y cuando dejó de mecerse y se sentó a reposar, carraspeé para hacerle saber que me acercaba.
—Tal vez debas limitarte a las lagartijas un poco más.
—He fallado. He decepcionado a mi padre.
—¿Te lo ha dicho él, o es algo que sabes tú?
Permaneció un instante pensativo, hizo como que se apartaba un mechón de pelo de la cara, pero entonces se acordó de que ya no lo llevaba largo y se posó la mano en el regazo.
—Le pido que me guíe, pero no obtengo respuesta. Siento que se supone que debo hacer cosas, pero no sé qué cosas. Ni sé cómo hacerlas.
—No sé, creo que el sacerdote se mostró sorprendido. Sin duda se sorprendió. A Magda la sorprendiste. La gente va a pasarse meses hablando de ello.
—Pero yo quería que esa mujer volviera a vivir. Que caminara entre los vivos. Que hablara del milagro.
—Bueno, está escrito, dos de cada tres salen bien.
—¿Dónde está escrito?
—En Dálmatas 9:7, creo. No importa. Nadie podría haber hecho lo que hiciste tú.
Joshua asintió.
—¿Qué dice la gente?
—Creen que fue algo que usaron las mujeres para preparar el cadáver. Todavía han de estar dos días más purificándose, de modo que nadie puede hablar con ellas.
—O sea, que no saben que fui yo.
—Eso espero. Joshua, ¿es que no comprendes que no puedes hacer esas cosas delante de la gente? No están preparados para ellas.