Authors: Christopher Moore
Más de una mañana, cuando me encontraba con Joshua, todavía estaba mojado y tembloroso del baño que acababa de darme.
—¿Ya has vuelto a derramar tu semilla en el suelo? —me preguntaba.
—Sí.
—Eres impuro, ¿lo sabes?
—Sí. De tanto purificarme me estoy arrugando.
—Pues podrías dejar de hacerlo.
—Lo he intentado. Creo que hay un demonio que me somete a vejación.
—Yo podría intentar curarte.
—No, de ninguna manera, Josh. Ya tengo bastante con mis imposiciones de manos.
—¿No quieres que aparte de ti al demonio?
—Creo que antes intentaré agotarlo.
—Podría contárselo a los escribas, y te lapidarían. —(Ese Josh, siempre intentando ayudar.)
—Eso seguramente funcionaría, pero está escrito que «cuando el aceite de la lámpara se consuma, el pajillero iluminará su propio camino hacia la salvación».
—Eso no está escrito.
—Sí lo está. En, en... Isaías.
—No lo está.
—No te vendría mal estudiar un poco los Profetas, Josh. ¿Cómo vas a ser el Mesías si no sabes nada de tus propios profetas?
Joshua ladeó la cabeza.
—Tienes razón, claro.
Yo le di una palmadita en el hombro.
—Tranquilo, ya tendrás tiempo de aprender las enseñanzas de los Profetas. Pasemos por la plaza para ver si hay chicas recogiendo agua.
Yo a quien esperaba encontrar era a Magda, claro. Siempre a Magda.
Cuando regresamos a Séforis el sol ya estaba alto, pero el río de mercaderes y granjeros que normalmente franqueaba la puerta de Venus no se veía por ningún lado. Había soldados romanos que ordenaban detenerse a todos los que intentaban abandonar la ciudad y que, tras registrarlos, los hacían volver por donde habían venido. Un grupo de hombres y mujeres esperaba fuera para entrar, entre ellos mi padre y algunos de sus colaboradores.
—¡Levi! —me llamó mi padre, que al vernos se acercó corriendo y nos llevó al borde del camino.
—¿Qué sucede? —le pregunté, poniendo cara de inocente.
—Esta noche han matado a un soldado romano. Hoy no trabajaremos, o sea que volved a casa y quedaos ahí. Decid a vuestras madres que hoy no dejen salir a los niños. Si los romanos no encuentran al asesino, antes del mediodía ya tendremos a los soldados en Nazaret.
—¿Dónde está José? —preguntó Joshua.
Mi padre le pasó un brazo por el hombro.
—Lo han detenido. Debe de haber venido temprano a trabajar. Lo han encontrado con las primeras luces del alba, cerca del cuerpo del soldado muerto. Yo solo sé lo que se dice desde dentro. Los romanos no dejan entrar ni salir a nadie de la ciudad. Joshua, di a tu madre que no se preocupe. José es un buen hombre, el Señor lo protegerá. Además, si los romanos creyeran que es el asesino, ya lo habrían juzgado.
Joshua se alejó de mi padre con paso rígido y torpe. Miraba fijamente hacia delante, pero era evidente que no veía nada.
—Llévatelo a casa, Colleja. Yo iré en cuanto pueda. Voy a intentar averiguar quéha sucedido con José.
Asentíy me llevéa Joshua, sujetándolopor los hombros.
Cuando habíamos recorrido unos pasos, me dijo:
—José ha venido a buscarme. Él trabaja en la otra punta de la ciudad. Si lo han encontrado cerca de la casa del griego solo puede ser porque ha venido a buscarme.
—Le diremos al centurión que vimos quién mató al soldado. Nos creerá.
—Y si nos cree, si cree que han sido los sicarios, ¿qué será de Magda y de su familia?
No supe qué responderle. Joshua tenía razón, mi padre se equivocaba. José no estaba nada bien en ese momento. Los romanos lo interrogarían, tal vez incluso lo torturaran para averiguar quiénes eran sus cómplices. Que él no supiera nada no bastaría para salvarlo. Y que su hijo ofreciera su testimonio no solo no lo salvaría, sino que enviaría a más gente a la cruz. De un modo u otro, lo sucedido iba a hacer que se derramara más sangre judía.
Joshua se liberó de mis manos y, abandonando el camino a la carrera, se internó en un olivar. Yo hice ademán de seguirlo, pero él se volvió de pronto y la furia de su mirada me detuvo al instante.
—Espera —me dijo—. Tengo que hablar con mi padre.
Aguardé junto a la calzada casi una hora. Cuando Joshua salió del olivar parecía como su una sombra hubiera caído para siempre sobre su rostro.
—Estoy perdido —dijo.
Yo apunté con el índice por encima del hombro.
—Nazaret es por ahí, y Séforis por aquí. Tú estás en medio. ¿Mejor ahora?
—Ya sabes a qué me refiero.
—¿Así que tu padre no te ha ofrecido su ayuda? —Siempre se me hacía difícil preguntarle por sus oraciones. Cuando rezaba era digno de ver, sobre todo en aquellos días, antes de que iniciáramos nuestros viajes. Había mucha tensión, y temblores, algo así como si alguien intentara quitarse la fiebre solo mediante la fuerza de su voluntad. Eran unas oraciones exentas de paz.
—Estoy solo —dijo Joshua.
Le di un puñetazo en el brazo, con fuerza.
—Si lo estuvieras, no notarías esto.
—¡Ay! ¿Por qué lo has hecho?
—Lo siento, aquí no hay nadie que pueda responderte. Estás tan solo...
—¡Sí, estoy solo!
Me eché hacia atrás para tomar impulso y golpearlo con más fuerza.
—En ese caso no te importará que te dé una hostia.
Él levantó las manos y se echó hacia atrás.
—Sí, sí me importa.
—¿Eso quiere decir que no estás solo?
—Supongo.
—Bien, entonces espérame aquí. Voy a ir yo a hablar personalmente con tu padre.
Y me interné en el olivar.
—Para hablar con él no hace falta que te metas ahí. Él está en todas partes.
—Sí, claro. No tienes ni idea. Si está en todas partes, ¿por qué estás solo?
—Bien pensado.
Dejé a Joshua de pie en el camino y me fui a rezar.
Y recé así:
—Padre celestial, Dios de mi padre y del padre de mi padre, Dios de Abraham y de Isaac, Dios de Moisés, que condujo a nuestro pueblo más allá de Egipto, Padre de David y Salomón, y... en fin, que tú ya sabes quién eres. Padre celestial, nada más lejos de mi intención que cuestionar tu buen juicio, siendo, como eres, todopoderoso, y el Dios de Moisés y de todos los anteriormente mencionados, pero ¿qué es exactamente lo que intentas hacer con este pobre muchacho? Pero si es tu hijo, ¿no? Es el Mesías, ¿no es cierto? ¿Acaso le estás planteando una de esas pruebas de fe, como la que le planteaste a Abraham? No sé si te has dado cuenta, pero está metido en un buen lío. Ha presenciado un asesinato, y a su padrastro lo han detenido los romanos, y parece bastante probable que muchos integrantes de nuestro pueblo, al que en más de una ocasión has mencionado como tu favorito y tu elegido (y del que yo también formo parte, dicho sea de paso), van a ser torturados y asesinados a menos que nosotros, quiero decir, él, haga algo. O sea, que lo que te estoy pidiendo es si podrías, como hiciste con Sansón cuando estaba acorralado, sin armas, ante los filisteos, echar una mano al chico.
»Con el debido respeto, de tu amigo Colleja. Amén.
A mí lo de rezar nunca se me ha dado bien del todo. Contar historias sí. De hecho, soy el creador de una historia universal que sé que ha sobrevivido hasta el presente, porque lo he oído en la tele, en cantidad de chistes.
Empieza así:
«Dos judíos entran en un bar y...»
¿Quiénes son esos dos judíos? Josh y yo. Lo digo en serio.
En cualquier caso, lo que digo es que a mí rezar no se me da bien, pero antes de que me digáis que fui demasiado grosero con Dios, hay otra cosa que debéis saber sobre mi pueblo. Nuestra relación con Dios era distinta a la que mantenían otros pueblos con sus dioses. Estaba lo del temor, el sacrificio, y esas cosas, claro, pero lo más importante era que no éramos nosotros los que acudíamos a él, sino él quien que acudía a nosotros. Él nos decía que éramos los elegidos, él nos decía que nos ayudaría a multiplicar los confines de la tierra, él nos decía que nos proporcionaría una tierra de leche y miel. Nosotros no acudíamos a él. No le pedíamos nada. Y como es él quien acude a nosotros, nos parece que podemos responsabilizarlo de lo que haga, y de lo que nos suceda. Pues está escrito que: «El que se retira es el que corta el bacalao». Y si hay algo que se aprende leyendo la Biblia es que mi pueblo se había retirado muchas veces. Apenas te dabas media vuelta y ya estábamos nosotros en Babilonia adorando a falsos dioses, construyendo falsos altares, o acostándonos con mujeres que no nos convenían. (Aunque esto último sea más bien propio de los hombres en general, no de los judíos en particular.) Y a Dios, básicamente, no le importaba que nos esclavizaran, o que nos masacraran cuando nos portábamos así. Nosotros mantenemos ese tipo de relación con Dios. Somos familia.
De modo que no, no soy un maestro de la oración, por decirlo de algún modo, pero esa oración en concreto no debió de salirme tan mal, porque el caso es que Dios me respondió. Bueno, para ser más exactos, me dejó un mensaje.
Al salir del olivar, Joshua levantó una mano y me dijo:
—Dios ha dejado un mensaje.
—Es una lagartija —le dije yo. Y lo era. Joshua sostenía una lagartija pequeña en la mano extendida.
—Sí. Ésees el mensaje. ¿Es que no lo entiendes?
¿Cómo iba a entender yo lo que estaba sucediendo? Joshua no me había mentido nunca. De modo que si él aseguraba que la lagartija era un mensaje de Dios, ¿quién era yo para discutírselo? Así que me hinqué de rodillas y agaché la cabeza bajo la mano extendida de mi amigo.
—Señor, ten piedad de mí. Yo esperaba más bien una zarza ardiente, o algo así. Lo siento. De veras. —Y, dirigiéndome a Joshua, añadí—: No estoy seguro de que debas tomarte esto tan en serio, Josh. Los reptiles no suelen ser muy conocidos por transmitir los mensajes correctamente. A ver, déjame que piense. Sí, por ejemplo está el caso ese de Adán y Eva.
—No es esa clase de mensaje, Colleja. Mi padre no se ha expresado en palabras, pero su mensaje está tan claro como si su voz hubiera descendido directamente desde los cielos.
—Ya lo sabía. —Me puse en pie—. ¿Y el mensaje es...?
—Está en mi mente. Cuando hacía poco que te habías ido, esta lagartija me ha trepado por la pierna y se me ha subido a la mano. He sabido al instante que era mi padre, que me ofrecía una solución a mi problema.
—¿Y cuál es el mensaje?
—¿Recuerdas que, cuando éramos pequeños, jugábamos con las lagartijas?
—Claro que me acuerdo. Pero ¿cuál es el mensaje?
—¿Recuerdas que yo era capaz de devolverles la vida?
—Sí, un gran truco, pero, volviendo al mensaje...
—¿Es que no lo ves? Si el soldado no está muerto, entonces no ha habido asesinato. Y si no ha habido asesinato, entonces no hay motivo para que los romanos le causen daño a José. O sea que lo único que tengo que hacer es asegurarme de que el soldado no esté muerto. Así de fácil.
—Sí, claro, así de fácil. —Permanecí un momento observando la lagartija desde varios ángulos. Era de tonos marrones y azulados, y parecía bastante cómoda ahí, subida a la palma de la mano de Joshua—. Pregúntale qué se supone que tenemos que hacer ahora.
Supusimos que, al llegar a Nazaret, encontraríamos a la madre de Joshua histérica y preocupada pero, por el contrario, había reunido a los hermanos y hermanas de mi amigo junto a la casa, los había puesto en fila y les estaba lavando la cara y las manos, como si los preparara para la comida del sabbat.
—Joshua, ayúdame a arreglar a los pequeños, nos vamos todos a Séforis.
Joshua parecía sorprendido.
—¿Sí?
—Sí, el pueblo entero va a pedirle a los romanos que liberen a José.
Jaime era el único de los niños que parecía comprender qué le había sucedido a su padre. Las lágrimas habían trazado surcos en su cara sucia. Yo le pasé el brazo por los hombros.
—No le pasará nada —le dije, tratando de animarlo—. Tu padre es fuerte, tendrían que torturarlo durante días para que cantara. —Y esbocé una sonrisa tranquilizadora.
Jaime se soltó y entró en casa llorando.
—¿Tú no deberías estar con tu familia, Colleja?
Oh, mi corazón roto, mi ego magullado. Aunque María había pasado a ocupar el puesto de suplente como esposa, sus palabras de censura me destrozaron. Y, en mi defensa, debo decir que ni una sola vez, en aquellos momentos de conflicto, le deseé ningún mal a José. Ni una sola. Después de todo, yo todavía era joven para tomar esposa, y algún viejo asqueroso se la quedaría sin darme a mí la ocasión de rescatarla si José moría antes que de yo cumpliera los catorce.
—¿Por qué no vas a buscar a Magda? —sugirió Joshua, distrayéndose apenas un segundo de la misión de frotarle bien la cara a su hermano Judas—. Su familia insiste en que quiere acompañarnos.
—Sí, claro —le respondí, y me acerqué a la herrería en busca de la aprobación de mi primera candidata a futura esposa.
Cuando llegué, Magda estaba sentada junto al taller de su padre, acompañada por sus hermanos y hermanas. Parecía tan asustada como cuando presenció el asesinato. Yo habría querido abrazarla para consolarla.
—Tengo un plan —le dije—. Bueno, no, el plan lo tiene Joshua. ¿Vas a Séforis con los demás?
—Y con toda la familia —respondió—. Mi padre ha fabricado clavos para José, y son amigos. —Alzó la cabeza, apuntando con ella hacia el cobertizo abierto que albergaba la forja de su padre, y en la que en ese momento trabajaban dos hombres—. Adelántate, Colleja. Adelantaos Joshua y tú. Nosotros saldremos un poco más tarde. —Me despidió con un movimiento de mano, y me dijo algo moviendo mucho la boca, pero sin pronunciar las palabras, por lo que no la entendí.
—¿Qué estás diciendo? ¿Qué? ¿Qué?
—¿Quién es tu amigo, Magda? —preguntó una voz de hombre que provenía de las inmediaciones de la forja.
Me volví, y solo entonces comprendí qué era lo que intentaba decirme Magda.
—Tío Jeremías, éstees Levi, hijo de Alfeo. Lo llamamos Colleja. Y ya se iba.
Empecé a alejarme del asesino.
—Sí, tengo que irme. —Miré a Magda, sin saber bien qué hacer—. Voy a... vamos... tengo que...
—Nos vemos en Séforis —zanjó mi amiga.
—De acuerdo.
Di media vuelta y me alejé a toda velocidad, sintiéndome más cobarde de lo que me había sentido en toda mi vida.
Cuando regresamos a Séforis se habían congregado ya muchos judíos, tal vez doscientos, en el exterior de las murallas de la ciudad. A casi todos los reconocía: eran de Nazaret. El ambiente no era de disturbio, se trataba más bien de una concentración temerosa. Más de la mitad de los allí reunidos eran mujeres y niños. En medio de la multitud, un contingente formado por doce soldados romanos apartaba a los mirones mientras dos esclavos cavaban una tumba. Como también era costumbre entre los de mi pueblo, los romanos no perdían el tiempo con sus muertos. A menos que se encontraran en plena batalla, los soldados romanos fallecidos solían enterrarse antes de que sus cuerpos sin vida se enfriaran del todo.