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Authors: Christopher Moore

Cordero (11 page)

BOOK: Cordero
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Joshua y yo vimos a Magda de pie, entre su padre y su tío asesino, en un extremo de la multitud. Mi amigo se encaminó hacia ellos, y yo lo seguí, pero antes de acercarme, Joshua ya había agarrado a Magda de la mano y la arrastraba hacia el centro del corro. Vi que Jeremías intentaba seguirlos. Me sumergí entre la gente y gateé por entre sus piernas hasta topar con un par de botas con tachuelas que señalaban la presencia del extremo inferior de un soldado romano. El otro extremo, igualmente romano, me miraba con desdén.

—Semper fido —dije, recurriendo a mi mejor latín, y acto seguido esbocé la más encantadora de mis sonrisas.

El soldado mantuvo el gesto. De pronto llegó hasta mí un olor a flores, y unos labios dulces, tibios, me rozaron la oreja.

—Creo que acabas de decir: «Siempre perro» —me susurró Magda.

—¿Será por eso que me mira tan mal? —pregunté sin dejar de sonreír.

Por la otra oreja, otra voz conocida, no tan dulce en su susurro, me ordenó:

—Ponte a cantar, Colleja. Recuerda el plan.

Era Joshua.

Y así fue como empecé a entonar uno de mis célebres lamentos fúnebres.

—Tra, la, ra, eh, señor romano, qué mala suerte que te apuñalaran. Tra, la, ra, no creo que sea ningún mensaje divino, ni nada por el estilo. Tra, la, ra. Decirte que tal vez deberías haberte ido a casa, tra, la, ra. En lugar de oprimir al pueblo elegido, que hasta Él mismo ha dicho que lo prefiere al vuestro, tra, la, ra.

El soldado no hablaba arameo, por lo que la letra no le emocionó tanto como yo esperaba, aunque creo que el ritmo pegadizo e hipnótico de la melodía empezaba a atraparlo. Me lancé a la segunda estrofa.

—Tra, la, ra, ¿no te habíamos dicho que no debías comer cerdo, tra, la ra? Aunque, a juzgar por las heridas de tu pecho, no es probable que un cambio de dieta te hubiera salvado.Bum shaka laka laka laka, bum shaka laka laka lak. Venga, todos juntos. ¡Ya conocéis la letra!

—¡Basta!

Alguien apartó al soldado, y Gayo Justo Gálico apareció frente a nosotros, flanqueado por dos de sus oficiales. Detrás de él, tendido en el suelo, seguía el cuerpo del soldado muerto.

—Bien hecho, Colleja —susurró Joshua.

—Ofrecemos nuestros servicios como plañideros profesionales —dije, esbozando una sonrisa, sonrisa que el centurión se negó a devolverme.

—A este soldado no le hacen falta plañideros; ya tiene vengadores.

Entre la multitud se elevó una voz.

—Oye, centurión. Soltad a José. Él no es ningún asesino.

Justo se volvió, y la multitud se dividió en dos grupos, dejando un camino entre él y el hombre que había hablado. Se trataba de Iban el fariseo, que se encontraba algo más allá, rodeado de otros fariseos de Nazaret.

—¿Te entregarías tú en su lugar? —le preguntó Justo.

El fariseo dio un paso atrás. Su arrojo se desvanecía por momentos, a la luz de aquella amenaza.

—¿Y bien? —insistió Justo dando un paso al frente, y haciendo que la multitud se apartara aún más.

—Tú hablas en nombre de tu pueblo, fariseo. Dile que me proporcione a un asesino. ¿O acaso prefieres que empiece a crucificar a judíos hasta que dé con quien lo ha hecho?

Iban estaba muy alterado, y empezó a balbucir distintos versículos de la Tora. Yo miré a mi alrededor y descubrí a Jeremías, el tío de Magda, de pie, a pocos pasos de donde me encontraba. Cuando le miré a los ojos, él se metió la mano por dentro de la camisa, seguro que para agarrar la empuñadura del cuchillo.

—¡José no ha matado a ese soldado! —exclamó Joshua.

Justo se volvió hacia él, y los fariseos aprovecharon la ocasión para retroceder hasta el fondo del corro.

—Eso ya lo sé —replicó Justo.

—¿Lo sabes?

—Por supuesto, muchacho. Quien ha matado al soldado no era carpintero.

—¿Y cómo sabes eso? —pregunté yo.

Justo hizo una seña a uno de los legionarios, y el soldado dio un paso al frente, cargado con una cesta pequeña. El centurión asintió, y el soldado soltó un extremo de la cesta. El pene seccionado de la estatua de Apolo cayó al suelo frente a nosotros, con un golpe seco.

—¡Oh, oh!

—Porque era cantero —aclaró Justo.

—Vaya, vaya, eso sí es impresionante —dijo Magda.

Me di cuenta de que Joshua se acercaba disimuladamente al cadáver del soldado. Yo tenía que distraer al centurión como fuera.

—Ajá —aventuré—. Lo que ha pasado es que alguien ha golpeado al soldado con ese pito de piedra hasta matarlo. Claro, claro, eso tiene que ser obra de un griego, o de un samaritano. Ningún judío tocaría jamás algo así.

—¿Ah, no? —puso en duda Magda.

—Por el amor de Dios, Magda.

—Creo que tienes algo que contarme, muchacho —insistió Justo.

Joshua había posado sus manos sobre el soldado muerto.

Yo veía que todos los ojos estaban puestos en mí. No sabía dónde se había metido Jeremías. ¿Estaba detrás de mí, dispuesto a silenciarme con su puñal, o había escapado ya? Fuera como fuese, yo no podía decir ni una palabra. Los sicarios no trabajaban solos. Si delataba a Jeremías, la daga de algún compañero suyo me mataría antes del sabbat.

—No podría decírtelo ni aunque lo supiera, centurión —dijo Joshua, que se había acercado a Magda y se encontraba a su lado—. Pues en nuestros libros sagrados está escrito que ningún judío puede delatar a otro, por más comadreja que sea uno u otro.

—¿Eso está escrito? —susurró Magda.

—A partir de ahora, sí —respondió Joshua, también en un susurro, mirando hacia atrás.

—¿Acabas de llamarme comadreja? —le pregunté yo.

—¡Mirad! —Una mujer que ocupaba la primera fila estaba señalando al soldado muerto. El cadáver se movía.

Justo se volvió hacia el origen del tumulto, y yo aproveché la ocasión para girarme y buscar a Jeremías con la mirada. En efecto, seguía detrás de mí, a poca distancia, pero observaba boquiabierto al soldado asesinado, que en ese preciso instante se ponía en pie y se sacudía la túnica para quitarle el polvo.

Joshua se concentraba mucho en el soldado, pero sin el sudor ni los temblores que le habían acompañado durante el funeral de Jafia.

En honor a la verdad hay que decir que, aunque pareció asustado al principio, Justo no se arredró cuando el cadáver se acercó a él con paso rígido. Los demás soldados retrocedían, lo mismo que los judíos, excepto Magda, Joshua y yo.

—Debo informarte de un ataque, superior—dijo el soldado hasta hacía poco difunto, dedicándole un saludo romano muy sincopado.

—Estás... estás muerto —dijo Justo.

—No lo estoy.

—Tienes heridas de puñal por todo el pecho.

El soldado miró hacia abajo, se tocó las heridas con cuidado, y volvió a fijarse en su comandante.

—Parece que me han pinchado, señor.

—¿Pinchado? ¿Pinchado? Te han apuñalado media docena de veces. Estás más muerto que el polvo.

—No lo creo, señor. Mira, si ni siquiera sangro.

—Eso es porque te has desangrado ya, hijo. Estás muerto.

El soldado empezó a tambalearse, pareció que iba a desplomarse, pero se sostuvo en pie.

—Me siento algo mareado. Ayer noche me atacaron, señor, cerca de donde construyen la casa del griego. Sí, él estaba ahí —dijo, señalando hacia mí—. Y este también. —Señaló hacia Joshua—. Y la niña.

—¿Son ellos quienes te atacaron?

Oí que, detrás de nosotros, la gente murmuraba.

—No, no fueron ellos, fue ese hombre de ahí.

El soldado señaló a Jeremías, que miró a su alrededor como un animal enjaulado. Todo el mundo estaba tan concentrado en presenciar el milagro de aquel cadáver que hablaba, que nadie se movía. El asesino no lograba abrirse paso entre la multitud para huir.

—¡Detenedlo! —ordenó Justo, pero el asombro de los soldados por la resurrección de su compañero también les impedía obedecer.

—Ahora que lo pienso —comentó el soldado muerto—, sí recuerdo que me apuñalaron.

Sin hallar escapatoria entre la multitud, Jeremías se volvió hacia su acusador y se sacó el puñal de debajo de la camisa. El gesto pareció sacar de su trance a los demás soldados, que avanzaron al unísono, en diferentes ángulos, con las espadas desenvainadas.

Al ver que iba armado, todo el mundo se apartó del asesino, dejándolo aislado y sin otra dirección que tomar que la que le conducía hasta nosotros.

—¡No hay más señor que Dios! —exclamó, y de tres grandes zancadas se plantó junto a nosotros, con el puñal en alto. Yo me eché sobre Magda y Joshua con la intención de cubrirlos, pero mientras esperaba sentir el dolor agudo del filo en la espalda, oí que el asesino gritaba, y después gruñía, y a continuación emitía un gemido prolongado, un chillido sordo que sostuvo hasta quedarse sin aire.

Al girarme vi que Gayo Justo Gálico le había clavado la espada corta, hasta la empuñadura, en el plexo solar. El asesino había soltado su arma y permanecía en pie, observando la espada del romano con un gesto que parecía de ofensa. Inmediatamente cayó de rodillas. Justo retiró la espada y secó el filo en la túnica de Jeremías antes de dar un paso atrás y dejar que el asesino cayera de bruces.

—Sí, fue él —dijo el soldado muerto—. El muy cabrón me mató.

Y, desplomándose junto a su verdugo, quedó tendido, inmóvil.

—Mucho mejor que la vez anterior, Josh —comenté yo.

—Sí, mucho mejor —corroboró Magda—. Esta vez ha caminado y ha hablado. Lo has puesto en movimiento.

—Me he sentido bien, seguro de mí mismo, pero ha sido un esfuerzo de equipo —dijo Joshua—. No podría haberlo hecho sin que todos lo dierais todo, incluido Dios.

En ese instante sentí algo duro que me rozaba la mejilla. Con la punta de su espada, Justo me movió la cara para obligarme a mirar el pene de piedra de Apolo, que reposaba en el suelo junto a los dos cadáveres.

—¿Piensas explicar qué ha sucedido?

—¿Viruela?

—Sí, eso puede ser por culpa de la viruela —terció Magda—. La viruela es capaz de pudrirlas hasta que se caen.

—¿Y tú eso cómo lo sabes?

—No lo sé, lo supongo. La verdad es que me alegro de que todo haya terminado.

Justo apoyó la espada en un costado y suspiró.

—Regresad a casa, todos. Por orden de Gayo Justo Gálico, subcomandante de la Legión Sexta, comandante de la Tercera y Cuarta Centurias, por la autoridad que me han conferido el emperador Tiberio y el Imperio Romano, os ordeno a todos que regreséis a casa y que no hagáis más cosas raras hasta que me haya emborrachado bien y me pase varios días durmiendo.

—¿Vas a liberar a José? —preguntó Magda.

—Está en el calabozo. Id a por él y llevadlo a casa.

—Amén —dijo Joshua.

—Semper fido —añadí yo en latín.

El hermano menor de Joshua, Judas, que tenía siete años por entonces, corrió alrededor de los calabozos gritando: «¡Dejad partir a mi pueblo, dejad partir a mi pueblo!», hasta que se quedó afónico. (Judas había decidido muy pronto en su vida que de mayor sería Moisés, con la diferencia de que, en esa ocasión, Moisés entraría en la tierra prometida... en poni.) Al final resultó que José llevaba un buen rato esperándonos junto a la puerta de Venus. Parecía algo confuso, pero por lo demás se lo veía sano y salvo.

—Dicen que un hombre muerto ha hablado —dijo José.

María estaba exultante.

—Sí, y ha caminado. Ha señalado a su asesino, y luego ha vuelto a morirse.

—Lo siento —intervino Joshua—. Mi intención era resucitarlo definitivamente, pero solo me ha durado un minuto.

José frunció el ceño.

—¿Ha visto todo el mundo lo que has hecho, Joshua?

—Lo han visto, sí, pero no sabían qué estaba haciendo.

—Yo he distraído a todo el mundo con mis maravillosos lamentos fúnebres.

—No puedes correr esos riesgos —le dijo José a Joshua—. Todavía no es el momento.

—¿Ni siquiera para salvar a mi padre?

—Yo no soy tu padre —replicó José, sonriendo.

—Sí lo eres.

Joshua bajó la cabeza.

—Pero yo no mando en ti. —La sonrisa de José se hizo más amplia.

—No, supongo que no.

—No tendrías que haberte preocupado, José —tercié yo—. Si los romanos te hubieran matado, yo me habría ocupado de María y de los niños.

Magda me dio un puñetazo en el brazo.

—Es bueno saberlo —respondió José.

Camino de Nazaret, tuve ocasión de caminar junto a Magda, unos pasos por detrás de José y su familia. La de Magda estaba tan afectada por lo que le había sucedido a Jeremías que ni se dio cuenta de que su hija no los acompañaba.

—Se le ve mucho más fuerte que la última vez —comentó.

—Ya verás que mañana estará muy angustiado: que si qué he hecho mal, que si mi fe no es lo bastante profunda, que si no soy digno de mi misión. Estar a su lado va a resultar insufrible durante la próxima semana. Tendremos suerte si deja de rezar un rato para comer.

—No deberías burlarte de él. Lo está intentando con todas sus fuerzas.

—Para ti es fácil decirlo, tú no tienes que pasar tanto rato con el tonto del pueblo hasta que a Joshua se le pasa.

—¿No te conmueve pensar en quién es? ¿En lo que es?

—¿Y de qué me serviría a mí eso? Si me pasara el día regocijándome en la luz de su santidad, ¿quién cuidaría de él? ¿Quién mentiría y engañaría por él? Ni siquiera Joshua puede pasarse el día pensando en lo que es, Magda.

—Pues yo pienso en él constantemente. Rezo por él constantemente.

—¿De veras? ¿Y rezas alguna vez por mí?

—Sí, una vez te mencioné en mis oraciones.

—¿Ah, sí? ¿Para qué?

—Le pedí a Dios que te ayudara a no ser tan inútil, para que así pudieras cuidar mejor de Joshua.

—Lo de inútil lo dices en el sentido cariñoso del término, ¿no?

—Por supuesto.

7

Y el ángel dijo:

—¿Qué profeta ha escrito esto? Pues en este libro se anticipan todos los hechos que sucederán durante la próxima semana en la tierra de
Días de nuestras vidas
y
Todos mis hijo
s.

Y yo le dije al ángel:

Oye, tú, montón de plumas, débil mental, aquí no hay implicado ningún profeta. Saben lo que va a suceder porque lo escriben todo por adelantado para que los actores puedan interpretarlo.

Así está escrito, así debe suceder —dijo el ángel.

Atravesé la habitación y me senté en el borde de la cama, junto a Raziel, que no apartaba la vista en ningún momento de su
Culebrones Digest
. Retiré la revista para que no tuviera más remedio que mirarme a la cara.

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