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Authors: Pablo Neruda

Tags: #Biografía, Poesía, Relato

Confieso que he vivido (42 page)

BOOK: Confieso que he vivido
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No se crea que Eluard fue menos político que poeta. A menudo me asombró su clara videncia y su formidable razón dialéctica, juntos examinamos muchas cosas, hombres y problemas de nuestro tiempo, y su lucidez me sirvió para siempre.

No se perdió en el irracionalismo surrealista porque no fue un imitador, sino un creador, y como tal descargó sobre el cadáver del surrealismo disparos de claridad e inteligencia.

Fue mi amigo de cada día y pierdo su ternura que era parte de mi pan. Nadie podrá darme ya lo que él se lleva porque su fraternidad activa era uno de los preciados lujos de mi vida.

Torre de Francia, hermano! Me inclino sobre tus ojos cerrados que continuarán dándome la luz y la grandeza, la simplicidad y la rectitud, la bondad y la sencillez que implantaste sobre la tierra.

Pierre Reverdy

Nunca llamaré mágica la poesía de Pierre Reverdy. Esta palabra, lugar común de una época, es como un sombrero de farsante de feria: ninguna paloma salvaje saldrá de su oquedad para levantar el vuelo.

Reverdy fue un poeta material, que nombraba y tocaba innumerables cosas de tierra y cielo. Nombraba la evidencia y el esplendor del mundo.

Su propia poesía era como una veta de cuarzo, subterránea y espléndida, inagotable. A veces relucía duramente, con fulgor de mineral negro, arrancado difícilmente a la tierra espesa. De pronto volaba en una chispa fosfórica, o se ocultaba en su corredor de mina, lejos de la claridad pero amarrado a su propia verdad. Tal vez esta verdad, esta identidad del cuerpo de su poesía con la naturaleza, esta tranquilidad reverdiana, esta autenticidad inalterable le fue anticipando el olvido. Poco a poco fue considerado por los otros como una evidencia, fenómeno natural, casa, río o calle conocida, que no cambiaría jamás de vestido ni lugar.

Ahora que se cambió de sitio, ahora que un gran silencio, mayor que su honorable y orgulloso silencio, se lo ha llevado, vemos que ya no está, que este fulgor insustituible se fue, se enterró en tierra y cielo.

Digo yo que su nombre, como ángel resurrecto, hará caer algún día las puertas injustas del olvido.

Sin trompetas, nimbado por el silencio sonoro de su grande y continua poesía, lo veremos en el juicio final, en el juicio Esencial, deslumbrándonos con la simple eternidad de su obra.

Jerzy Borezjha

En Polonia ya no me espera Jerzy Borezjha. A este viejo emigrado el destino le reservó la restitución de su patria. Cuando entró como soldado, después de muchos años de Ausencia, Varsovia era sólo un montón de ruinas molidas. No había calles, ni árboles. A él nadie lo esperaba. Borezjha, fenómeno dinámico, trabajó con su pueblo. De su cabeza salieron planes colosales, y luego una inmensa iniciativa: la Casa de la Palabra Impresa. Construyeron los pisos uno a uno; llegaron las rotativas más grandes del mundo; y allí se imprimen ahora millares y millares de libros y revistas. Borezjha era un infatigable transmutador terrenal de las ilusiones a los hechos. En la vitalidad increíble de la nueva Polonia, sus planteamientos audaces se cumplieron como los castillos en los sueños.

Yo no lo conocía. Fui a conocerlo en el campo de vacaciones donde me esperaba, en el norte de Polonia, en la región de los lagos masurianos.

Cuando bajé del coche vi a un hombre desgarbado y sin afeitarse, vestido apenas con unos shorts de color indefinible. De inmediato me gritó con energía frenética, en un español aprendido en los libros: «Pablo, non habrás fatiga. Debes tomar reposo». En los hechos concretos no me dejó «tomar reposo» ninguno. Su conversación era vasta, multiforme, inesperada e interjectiva. Me contaba al mismo tiempo siete planes diferentes de edificaciones, mezclados con el análisis de libros que aportaban nuevas interpretaciones sobre los hechos históricos o la vida. «El verdadero héroe era Sancho Panza y no don Quijote, Pablo». Para él Sancho era la voz del realismo popular, el centro verdadero de su mundo y su tiempo. «Cuando Sancho gobierna lo hace bien, porque gobierna pueblo».

Me sacaba temprano de la cama, siempre gritándome «debes tomar reposo» y me llevaba por las selvas de abetos y pinos a mostrarme un convento de una secta religiosa que emigró hace un siglo de Rusia y que conservaba todos sus ritos. Las monjas lo recibían como una bendición. Borezjha era todo tacto y respeto hacia aquellas religiosas.

Era tierno y activo. Aquellos años habían sido terribles. Una vez me mostró el revólver con que había sido ejecutado, después de un juicio sumario, un criminal de guerra.

Le habían encontrado la libreta donde aquel nazi había cuidadosamente anotado sus crímenes. Ancianos y niños ahorcados por su mano, violaciones de muchachitas. Lo sorprendieron en la misma aldea de sus depredaciones. Desfilaron los testigos. Le leyeron su libreta acusadora. El desafiante asesino contestó sólo una frase: «Lo volvería a hacer si pudiera empezar de nuevo». Yo tuve aquella libreta en mis manos y aquel revólver que suprimió la vida de un cruel forajido.

En los lagos masurianos, multiplicados hasta el infinito, se pescan anguilas. A hora temprana partíamos a la pesca y luego las veíamos palpitantes y mojadas, como cinturones negros.

Me familiaricé con aquellas aguas, con sus pescadores y su paisaje. De la mañana a la noche mi amigo me hacía subir y bajar, correr y remar, conocer gentes y árboles. Todo al grito de: «Aquí debes tomar reposo. No hay sitio como éste para reposar».

Cuando partí de los lagos masurianos, me regaló una anguila ahumada, la más larga que he visto. Este extraño bastón me complicó la vida. Yo quería comérmela, porque soy gran partidario de las anguilas ahumadas y ésta venía directamente de su lago natal, sin almacenes ni intermediarios, insospechable. Pero esos días no faltaba en mi hotel anguila en cada menú. Y yo no tenía ocasión de servirme mi anguila privada, ni de día ni de noche. Comenzó a ser una obsesión para mí.

En la noche la sacaba al balcón para que tomara el fresco. A veces, en medio de conversaciones interesantes, recordaba que ya era mediodía y que mi anguila seguía a la intemperie, a pleno sol. Entonces yo perdía todo interés en el tema, y corría a dejarla en un lugar fresco de mi habitación, dentro de un armario por ejemplo.

Por fin encontré un amateur a quien le regalé, no sin remordimientos, la más larga, la más tierna y la mejor ahumada de las anguilas que han existido.

Ahora el gran Borezjha, quijote flaco y dinámico, admirador de Sancho como el otro quijote, sensible y sabio, constructor y soñador, reposa por primera vez. Reposa en las tinieblas que tanto amó, junto a su descanso se sigue creando un mundo a que le dio su vital explosión, su infatigable fuego.

Somlyo Georgy

Amo en Hungría el entrelazamiento de la vida y la poesía, de la historia y la poesía, del tiempo y del poeta. En otros sitios se discute este asunto con más o menos inocencia, con más o menos injusticia. En Hungría todo poeta está comprometido antes de nacer. Attila Josepli, Ady Endre, Gyula Illés son productos naturales de un gran vaivén entre el deber y la música, entre la patria y la sombra, entre el amor y el dolor.

Somlyo Georgy es un poeta a quien he visto crecer, con seguridad y poder, desde hace veinte años. Poeta de tono fino y ascendente como un violín, poeta preocupado de su vida y las otras, poeta húngaro hasta los huesos; húngaro en su generosa disposición de compartir la realidad y los' sueños de un pueblo. Poeta del amor más decidido y de la acción más ardiente, guarda en su universalidad el sello singular de la gran poesía de su patria.

Un joven poeta maduro, digno de la atención de nuestra época. Una poesía quieta, transparente y embriagadora como el vino de las arenas de oro.

Quasimodo

La tierra de Italia guarda las voces de sus antiguos poetas en sus purísimas entrañas. Al pisar el suelo de las campiñas, al cruzar los parques donde el agua centellea, al atravesar las arenas de su pequeño océano azul, me pareció ir pisando diamantinas substancias, cristalería secreta, todo el fulgor que guardaron los siglos. Italia dio forma, sonido, gracia y arrebato a la poesía de Europa; la sacó de su primera forma informe, de su tosquedad vestida con sayal y armadura. La luz de Italia transformó las harapientas vestiduras de los juglares y la ferretería de las canciones de gesta en un río caudaloso de cincelados diamantes.

Para nuestros ojos de poetas recién llegados a la cultura, venidos de países donde las antologías comienzan con los poetas del año 1880, era un asombro ver en las antologías italianas la fecha de 1230 y tantos, o 1310, o 1450, y entre estas fechas los tercetos deslumbrantes, el apasionado atavío, la profundidad y la pedrería de los Alighieri, Cavalcanti, Petrarca, Poliziano. Estos nombres y estos hombres prestaron luz florentina a nuestro dulce y poderoso Garcilaso de la Vega, al benigno Boscán; iluminaron a Góngora y tiñeron con su dardo de sombra la melancolía de Quevedo; moldearon los sonetos de William Shakespeare de Inglaterra y encendieron las esencias de Francia haciendo florecer las rosas de Ronsard y Du Bellay.

Así pues, nacer en las tierras de Italia es difícil empresa para un poeta, empresa estrellada que entraña asumir un firmamento de resplandecientes herencias.

Conozco desde hace años a Salvatore Quasimodo, y puedo decir que su poesía representa una conciencia que a nosotros no parecía fantasmagórica por su pesado y ardiente cargamento Quasimodo es un europeo que dispone a ciencia cierta del conocimiento, del equilibrio y de todas las armas de la inteligencia. Sin embargo, su posición de italiano central, de protagonista actual de un intermitente pero inagotable clasicismo, no lo ha convertido en un guerrero preso dentro de su fortaleza. Quasimodo es un hombre universal por excelencia, que no divide el mundo belicosamente en Occidente y Oriente, sino que considera como absoluto deber contemporáneo borrar las fronteras de la cultura y establecer como dones invisibles la poesía, la verdad, la libertad, la paz y la alegría.

En Quasimodo se unen los colores y los sonidos de un mundo melancólicamente sereno. Su tristeza no significa la derrotada inseguridad de Leopardi, sino el recogimiento germinal de la tierra en la tarde; esa unción que adquiere la tarde cuando los perfumes, las voces, los colores y las campanas protegen el trabajo de las más profundas semillas. Amo el lenguaje recogido de este gran poeta, su clasicismo y su romanticismo y sobre todo admiro en él su propia impregnación en la continuidad de la belleza, así como su poder de transformarlo todo en un lenguaje de verdadera y conmovedora poesía.

Por encima del mar y de la distancia levanto una fragante corona hecha con hojas de la Araucanía y la dejo volando en el aire para que se la lleve el viento y la vida y la dejen sobre la frente de Salvatore Quasimodo. No es la corona apolínea de laurel que tantas veces vimos en los retratos de Francesco Petrarca. Es una corona de nuestros bosques inexplorados, de hojas que no tienen nombre todavía, empapadas por el rocío de auroras australes.

Vallejo sobrevive

Otro hombre fue Vallejo. Nunca olvidaré su gran cabeza amarilla, parecida a las que se ven en las antiguas ventanas del Perú. Vallejo era serio y puro. Se murió en París. Se murió del aire sucio de París, del río sucio de donde han sacado tantos muertos. Vallejo se murió de hambre y de asfixia. Si lo hubiéramos traído a su Perú, si lo hubiéramos hecho respirar aire y tierra peruana, tal vez estaría viviente y cantando. He escrito en distintas épocas dos poemas sobre mi amigo entrañable, sobre mi buen camarada. En ellos creo que está descrita la biografía de nuestra amistad descentralizada. El primero, «Oda a César Vallejo», aparece en el primer tomo de Odas elementales.

En los últimos tiempos, en esta pequeña guerra de la literatura, guerra mantenida por pequeños soldados de dientes feroces, han estado lanzando a Vallejo, a la sombra de César Vallejo, a la ausencia de César Vallejo, a la poesía de César Vallejo, contra mí y mi poesía. Esto puede pasar en todas partes. Se trata de herir a los que trabajaron mucho. Decir: «éste no es bueno; Vallejo sí que era bueno». Si Neruda estuviese muerto lo lanzarían contra Vallejo vivo.

El segundo poema, cuyo título es una sola letra (la letra V), aparece en
Estravagario
.

Para buscar lo indefinible, la guía o el hilo que une el hombre a la obra, hablo de aquellos que tuvieron algo o mucho que ver conmigo. Vivimos en parte la vida juntos y ahora yo los sobrevivo. No tengo otro medio de indagar lo que se ha dado en llamar el misterio poético y que yo llamaría la claridad poética. Tiene que haber alguna relación entre las manos y la obra, entre los ojos, las vísceras, la sangre del hombre y su trabajo. Pero) yo no tengo teoría. No ando con un dogma debajo del brazo para dejárselo caer en la cabeza a nadie. Como casi todos los seres, todo lo veo claro el lunes, todo lo veo oscuro el martes y pienso que este año es claro-oscuro. Los próximos años serán de color azul.

Gabriela Mistral

Ya he dicho anteriormente que a Gabriela Mistral la conocí en mi pueblo, en Temuco. De este pueblo ella se separó para siempre. Gabriela estaba en la mitad de su trabajosa y trabajada vida y era exteriormente monástica, algo así como madre superiora de un plantel rectilíneo.

Por aquellos días escribió los poemas del Hijo, hechos en limpia prosa, labrada y constelada, porque su prosa fue muchas veces su más penetrante poesía. Como en estos poemas del Hijo describe la gravidez, el parto y el crecimiento, algo confuso se susurró en Temuco, algo impreciso, algo inocentemente torpe, tal vez un comentario burdo que hería su condición de soltera, hecho por esa gente ferroviaria y maderera que yo tanto conozco, gente bravía y tempestuosa que llaman pan al pan y vino al vino.

Gabriela se sintió ofendida y murió ofendida.

Años después, en la primera edición de su gran libro, puso una larga nota inútil contra lo que se había dicho y susurrado sobre su persona en aquellas montañas del fin del mundo.

En la ocasión de su memorable victoria, con el Premio Nobel cernido a su cabeza, debía pasar en el viaje por la estación de Temuco. Los colegios la aguardaban cada día. Las niñas escolares llegaban salpicadas por la lluvia y palpitantes de copihues. El copihue es la flor astral, la corola bella y salvaje de la Araucanía. Inútil espera. Gabriela Mistral se las arregló para pasar por allí de noche, se buscó un complicado tren nocturno para no recibir los copihues de Temuco.

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