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Authors: Pablo Neruda

Tags: #Biografía, Poesía, Relato

Confieso que he vivido (40 page)

BOOK: Confieso que he vivido
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Los obstinados enemigos del poeta esgrimirán muchas argumentaciones que ya no sirven. A mí me llamaron un muerto de hambre en mi mocedad. Ahora me hostilizan haciendo creer a la gente que soy un potentado, dueño de una fabulosa fortuna que si bien no tengo me gustaría tener, entre otras cosas, para molestarlos más.

Otros miden los renglones de mis versos probando que yo los divido en pequeños fragmentos o los alargo demasiado. No tiene ninguna importancia. ¿Quién instituye los versos más cortos o más largos, más delgados o más anchos, más amarillos o más rojos? El poeta que los escribe es quien lo determina. Lo determina con su respiración y con su sangre, con su sabiduría y su ignorancia, porque todo ello entra en el pan de la poesía.

El poeta que no sea realista va muerto. Pero el poeta que sea sólo realista va muerto también. El poeta que sea sólo irracional será entendido sólo por su persona y por su amada, y esto es bastante triste. El poeta que sea sólo un racionalista, será entendido hasta por los asnos, y esto es también sumamente triste. Para tales ecuaciones no hay cifras en el tablero, no hay ingredientes decretados por Dios ni por el Diablo, sino que estos dos personajes importantísimos mantienen una lucha dentro de la poesía, y en esta batalla vence uno y vence otro, pero la poesía no puede quedar derrotada.

Es claro que el oficio de poeta está siendo un tanto abusado. Salen tantos poetas noveles e incipientes poetisas, que pronto pareceremos todos poetas, desapareciendo los lectores. A los lectores tendremos que ir a buscarlos en expediciones que atravesarán los arenales en camellos o circularán por el cielo en astrobuques.

La inclinación profunda del hombre es la poesía y de ella salió la liturgia, los salmos, y también el contenido de las religiones. El poeta se atrevió con los fenómenos de la naturaleza y en las primeras edades se tituló sacerdote para preservar su vocación De ahí que, en la época moderna, el poeta, para defender su poesía, tome la investidura que le dan la calle y las masas. El poeta civil de hoy sigue siendo el del más antiguo sacerdocio. Ante pactó con las tinieblas y ahora debe interpretar la luz.

La originalidad

Yo no creo en la originalidad. Es un fetiche más, creado en nuestra época de vertiginoso derrumbe. Creo en la personalidad a través de cualquier lenguaje, de cualquier forma, de cualquier sentido de la creación artística. Pero la originalidad delirante es una invención moderna y una engañifa electoral. Ha quienes quieren hacerse elegir Primer Poeta, de su país, de su lengua o del mundo. Entonces corren en busca de electores, insultan a los que creen con posibilidades de disputarles el cetro, y de ese modo la poesía se transforma en una mascarada.

Sin embargo, es esencial conservar la dirección interior, mantener el control del crecimiento que la naturaleza, la cultura y la vida social aportan para desarrollar las excelencias del poeta.

En los tiempos antiguos, los más nobles y rigurosos poetas, como Quevedo por ejemplo, escribieron poemas con esta advertencia: «Imitación de Horacio», «Imitación de Ovidio», «Imitación de Lucrecio».

Por mi parte, conservo mi tono propio que se fue robusteciendo por su propia naturaleza, como crecen todas las cosas vivas. Es indudable que las emociones forman parte principal de mis primeros libros, y ay del poeta que no responde con su canto a los tiernos o furiosos llamados del corazón! Sin embargo, después de cuarenta años de experiencia, creo que la obra poética puede llegar a un dominio más substancial de las emociones. Creo en la espontaneidad dirigida. Para esto se necesitan reservas que deben estar siempre a disposición del poeta, digamos en su bolsillo, para cualquier emergencia. En primer término la reserva de observaciones formales, virtuales, de palabras, sonidos o figuras, ésas que pasan cerca de uno como abejas. Hay que cazarlas de inmediato y guardarlas en la faltriquera. Yo soy muy perezoso en este sentido, pero sé que estoy dando un buen consejo. Maiakovski tenía una libretica y acudía incesantemente a ella. Existe también la reserva de emociones. ¿Cómo se guardan éstas? Teniendo conciencia de ellas cuando se producen. Luego, frente al papel, recordaremos esa conciencia nuestra, más vivamente que la emoción misma.

En buena parte de mi obra he querido probar que el poeta puede escribir sobre lo que se le indique, sobre aquello que sea necesario para una colectividad humana. Casi todas las grandes obras de la antigüedad fueron hechas sobre la base de estrictas peticiones. Las Geórgicas son la propaganda de los cultivos en el agro romano. Un poeta puede escribir para una universidad o un sindicato, para los gremios y los oficios. Nunca se perdió la libertad con eso. La inspiración mágica y la comunicación del poeta con Dios son invenciones interesadas. En los momentos de mayor trance creador, el producto puede ser parcialmente ajeno, influido por lecturas y presiones exteriores.

De pronto interrumpo estas consideraciones un tanto teóricas y me pongo a recordar la vida literaria de mis años mozos. Pintores y escritores se agitaban sordamente. Había un lirismo otoñal en la pintura y en la poesía. Cada uno trataba de ser más anárquico, más disolvente, más desordenado. La vida social chilena se conmovía profundamente. Alessandri pronunciaba discursos subversivos. En las pampas salitreras se organizaban los obreros que crearían el movimiento popular más importante del continente. Eran los sacrosantos días de lucha. Carlos Vicuña, Juan Gandulfo. Yo me sumé de inmediato a la ideología anarcosindicalista estudiantil. Mí libro favorito era el Sacha Yegulev, de Andreiev. Otros leían las novelas pornográficas de Arzivachev y le atribuían consecuencias ideológicas, exactamente como sucede hoy con la pornografía existencialista. Los intelectuales se refugiaban en las cantinas. El viejo vino hacía brillar la miseria que relucía como oro hasta la mañana siguiente. Juan Egaña, poeta extraordinariamente dotado, se quebrantaba hasta la tumba. Se contaba que, al heredar una fortuna, dejó todos los billetes sobre una mesa, en una casa abandonada. Los contertulios que dormían de día, salían de noche a buscar vino en barriles. Sin embargo, ese rayo lunar de la poesía de Juan Egaña es un estremecimiento desconocido de nuestra «selva lírica». Este era el título romántico de la gran antología modernista de Molina Núñez y Segura Castro. Es un libro plenario, lleno de grandeza y de generosidad. Es la Suma Poética de una época confusa, signada por inmensos vacíos y por un esplendor purísimo. La personalidad que más me impresionó fue el dictador de la joven literatura. Ya nadie lo recuerda. Se llamaba Aliro Oyarzún. Era un demacrado baudelairiano, un decadente lleno de calidades, un Barba Jacob de Chile, atormentado, cadavérico, hermoso y lunático. Hablaba con voz cavernosa desde su alta estatura. El inventó esa manera jeroglífica de proponer los problemas estéticos, tan peculiar en cierta parte de nuestro mundo literario. Elevaba la voz; su frente parecía una cúpula amarilla del templo de la inteligencia. Decía por ejemplo: «lo circular del círculo» «lo dionisiaco de Dionysos», «lo oscuro de los oscuros». Pero Aliro Oyarzún no era ningún tonto. Resumía en sí lo paradisíaco y lo infernal de una cultura. Era un cosmopolita que por teorizar fue matando su esencia. Dicen que por ganar una apuesta escribió su único poema, y no comprendo por qué ese poema no figura en todas las antologías de la poesía chilena.

Botellas y mascarones

Ya se acerca la Navidad. Cada Navidad que pasa nos acerca al año 2000. Para esa alegría futura, para esa paz de mañana, para esa justicia universal, para esas campanas del año 2000 hemos luchado y cantado los poetas de este tiempo.

Allá por los años 30, Sócrates Aguirre, aquel hombre sutil y excelente que fue mi jefe en el consulado de Buenos Aires, me pidió un 24 de diciembre que yo hiciera de San Nicolás o Viejo Pascuero en su casa. He hecho muchas cosas mal en mi vida, pero nada quedó tan mal hecho como ese Viejo Pascuero. Se me caían los algodones del bigote y me equivoqué muchísimo en la distribución de los juguetes. Y ¿cómo disfrazar mi voz, que la naturaleza del sur de Chile me la convirtió en gangosa, nasal e inconfundible, desde mi más tierna edad? Recurrí a un truco: me dirigí a los niños en el idioma inglés, pero los niños me clavaban varios pares de ojos negros y azules y mostraban más desconfianza de la que conviene a una infancia bien educada.

¿Quién iba a decirme que entre aquellos niños estaba la que iba a ser una de mis predilectas amigas, escritora notable y autora de una de mis mejores biografías? Hablo de Margarita Aguirre.

En mi casa he reunido juguetes pequeños Y grandes, sin los cuales no podría vivir. El niño que no juega no es niño, pero el hombre que no juega perdió para siempre al niño que vivía en él y que le hará mucha falta. He edificado mi casa también como un juguete y juego en ella de la mañana a la noche.

Son mis propios juguetes. Los he juntado a través de toda mi vida con el científico propósito de entretenerme solo. Los describiré para los niños pequeños y los de todas las edades.

Tengo un barco velero dentro de una botella. Para decir la verdad tengo más de uno. Es una verdadera flota. Tienen sus nombres escritos, sus palos, sus velas, sus proas y sus anclas. Algunos vienen de lejos, de otros mares, minúsculos. Uno de los más bellos me lo mandaron de España, en pago de derechos de autor de un libro de mis odas. En lo alto, en el palo mayor, está nuestra bandera con su solitaria y pequeña estrella. Pero, casi todos los otros, son hechos por el señor Carlos Hollander. El señor Hollander es un viejo marino y ha reproducido para mí muchos de aquellos barcos famosos y majestuosos que venían de Hamburgo, de Salem, o de la costa bretona a cargar salitre o a cazar ballenas por los mares del sur.

Cuando desciendo el largo camino de Chile para encontrar en Coronel al viejo marinero, entre el olor a carbón y lluvia de la ciudad sureña, entro en verdad en el más pequeño astillero del mundo. En la salita, en el comedor, en la cocina, en el jardín, se acumulan y se ordenan los elementos que se meterán en las claras botellas de las que el pisco se ha ido. Don Carlos toca con su silbato mágico proas y velas, trinquetes y gabias. Hasta el humo más pequeñito del puerto pasa por sus manos y se convierte en una creación, en un nuevo barco embotellado, fresco y radiante, dispuesto para el mar quimérico.

En mi colección descuellan, entre los otros barcos comprados en Amberes o Marsella, los que salieron de las modestas manos del navegante de Coronel. Porque no sólo les dio la vida, sino que los ilustró con su sabiduría, pegándoles una etiqueta que cuenta el nombre y el número de las proezas del modelo, los viajes que sostuvo contra viento y marea, las mercaderías que distribuyó parpadeando por el Pacífico con sus velámenes que ya no veremos más.

Yo tengo embotellados barcos tan famosos como la poderosa Potosí y la magna Prusia, de Hamburgo, que naufragó en el Canal de la Mancha en 1910. El maestro Hollander me deleitó también haciendo para mí dos versiones de la María Celeste que desde 1882 se convirtió en estrella, en misterio de los misterios.

No estoy dispuesto a revelar el secreto navegatorio que vive en su propia transparencia. Se trata de cómo entraron los minúsculos barcos en sus tiernas botellas. Yo, engañador profesional, con el objeto de mixtificar, describí minuciosamente en una oda el dilatado y mínimo trabajo de los misteriosos constructores y conté cómo entraban y salían de las botellas marineras. Pero el secreto continúa en pie.

Mis juguetes más grandes son los mascarones de proa. Como muchas cosas mías, estos mascarones han salido retratados en los diarios, en las revistas, y han sido discutidos con benevolencia o con rencor. Los que los juzgan con benevolencia se ríen comprensivamente y dicen:

—Qué tipo tan deschavetado! Lo que le dio por coleccionar Los malignos ven las cosas de otro modo. Uno de ellos, amargado por mis colecciones y por la bandera azul con un pescado blanco que yo izo en mi casa de Isla Negra, dijo:

—Yo no pongo bandera propia. Yo no tengo mascarones.

Lloraba el pobre como un chico que envidia el trompo de los otros chicos. Mientras tanto, mis mascarones marinos sonreían halagados por la envidia que despertaban.

En verdad debiera decirse mascaronas de proa. Son figuras con busto, estatuas marinas, efigies del océano perdido. El hombre al construir sus naves, quiso elevar sus proas con un sentido superior. Colocó antiguamente en los navíos figuras de aves, pájaros totémicos, animales míticos, tallados en madera. Luego, en el siglo diecinueve, los barcos balleneros esculpieron figuras de caracteres simbólicos: diosas semidesnudas o matronas republicanas de gorro frigio.

Yo tengo mascarones y mascaronas. La más pequeña y deliciosa, que muchas veces Salvador Allende me ha tratado de arrebatar, se llama María Celeste. Perteneció a un navío francés, de menor tamaño, y posiblemente no navegó sino en las aguas del Sena. Es de color oscuro, tallado en encina; con tantos años y viajes se volvió morena para siempre. Es una mujer pequeña que parece volar con las señales del viento talladas en sus bellas vestiduras del Segundo Imperio. Sobre los hoyuelos de sus mejillas, los ojos de loza miran el horizonte. Y aunque parezca extraño, estos ojos lloran durante el invierno, todos los años. Nadie puede explicárselo. La madera tostada tendrá tal vez alguna impregnación que recoge la humedad. Pero lo cierto es que esos ojos franceses lloran en invierno y que yo veo todos los años las preciosas lágrimas bajar por el pequeño rostro de María Celeste. Quizás un sentimiento religioso se despierta en el ser humano frente a las imágenes, sean cristianas o paganas. Otra de mis mascaronas de proa estuvo algunos años donde le convenía, frente al mar, en su posición oblicua, tal como navegaba en el navío. Pero Matilde y yo descubrimos una tarde que, saltando el cerco, como suelen hacerlo los periodistas que quieren entrevistarme, algunas señoras beatas de Isla Negra se habían arrodillado en el jardín ante el mascarón de proa iluminado por no pocas velas que le habían encendido. Posiblemente había nacido una nueva religión. Pero aunque el mascarón alto y solemne se parecía mucho a Gabriela Mistral, tuvimos que desilusionar a las creyentes para que no siguieran adorando con tanta inocencia a una imagen de mujer marina que había viajado por los mares más pecaminosos de nuestro pecaminoso planeta.

Desde entonces la saqué del jardín y ahora está más cerca de mí, junto a la chimenea.

Libros y caracoles
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