Desde entonces hemos adelantado mucho en este camino de la esperanza vuelta realidad. Pero vivimos con el alma en un hilo. Un país vecino, muy poderoso y muy imperialista, quiere aplastar a Cuba con esperanza y todo. Las masas de América leen todos los días el periódico, escuchan la radio todas las noches. Y suspiran de satisfacción. Cuba existe. Un día más. Un año más. Un lustro más. Nuestra esperanza no ha sido decapitada. No será decapitada.
Hacía tiempo que los escritores peruanos, entre los que siempre conté con muchos amigos, presionaban para que se me diera en su país una condecoración oficial. Confieso que las condecoraciones me han parecido siempre un tanto ridículas. Las pocas que tenía me las colgaron al pecho sin ningún amor, por funciones desempeñadas, por permanencias consulares, es decir, por obligación o rutina. Pasé una vez por Lima, y Ciro Alegría, el gran novelista de Los perros hambrientos, que era entonces presidente de los escritores peruanos, insistió para que se me condecorase en su patria. Mi poema «Alturas de Macchu Picchu» había pasado a ser parte de la vida peruana; tal vez logré expresar en esos versos algunos sentimientos que yacían dormidos como las piedras de la gran construcción. Además, el presidente peruano de ese tiempo, el arquitecto Belaúnde, era mi amigo y mi lector. Aunque la revolución que después lo expulsó del país con violencia dio al Perú un gobierno inesperadamente abierto a los nuevos caminos de la historia, sigo creyendo que el arquitecto Belaúnde fue un hombre de intachable honestidad, empeñado en tareas algo quiméricas que al final lo apartaron de la realidad terrible, lo separaron de su pueblo que tan profundamente amaba.
Acepté ser condecorado, esta vez no por mis servicios consulares, sino por uno de mis poemas. Además, y no es esto lo más pequeño, entre los pueblos de Chile y Perú hay aún heridas sin cerrar. No sólo los deportistas y los diplomáticos y los estadistas deben empeñarse en restañar esa sangre del pasado, sino también y con mayor razón los poetas, cuyas almas tienen menos fronteras que las de los demás.
Por esa misma época hice un viaje a los Estados Unidos. Se trataba de un congreso del Pen Club mundial. Entre los invitados estaban mis amigos Arthur Miller, los argentinos Ernesto Sábato y Victoria Ocampo, el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal, el novelista mexicano Carlos Fuentes. También concurrieron escritores de casi todos los países socialistas de Europa.
Se me notificó a mi llegada que los escritores cubanos habían sido igualmente invitados. En el Pen Club estaban sorprendidos porque no había llegado Carpentier y me pidieron que yo tratara de aclarar el asunto. Me dirigí al representante de Prensa Latina en Nueva York, quien me ofreció transmitir un recado para Carpentier.
La respuesta, a través de Prensa Latina, fue que Carpentier no podía venir porque la invitación había llegado demasiado tarde y las visas norteamericanas no habían estado listas. Alguien mentía en esa ocasión: las visas estaban concedidas hacía tres meses, y hacía también tres meses que los cubanos conocían la invitación y la habían aceptado. Se comprende que hubo un acuerdo superior de ausencia a última hora.
Yo cumplí mis tareas de siempre. Di mi primer recital de poesía en Nueva York, con un lleno tan grande que debieron de poner pantallas de televisión fuera del teatro para que vieran y oyeran algunos miles que no pudieron entrar. Me conmovió el eco que mis poemas, violentamente antiimperialistas, despertaban en esa multitud norteamericana. Comprendí muchas cosas allí, y en Washington, y en California, cuando los estudiantes y la gente común manifestaban su aprobación a mis palabras condenatorios del imperialismo. Comprobé a quemarropa que los enemigos norteamericanos de nuestros pueblos eran igualmente enemigos del pueblo norteamericano.
Me hicieron algunas entrevistas. La revista Lile en castellano, dirigida por latinoamericanos advenedizos, tergiversó y mutiló mis opiniones. No rectificaron cuando se lo pedí. Pero no era nada grave. Lo que suprimieron fue un párrafo donde yo condenaba lo de Vietnam y otro acerca de un líder negro asesinado por esos días. Sólo años más tarde la periodista que redactó la entrevista dio testimonio de que había sido censurada.
Supe, durante mi visita —y eso hace honor a mis compañeros los escritores norteamericanos—, que ellos ejercieron una presión irreductible para que se me concediera la visa de entrada a los Estados Unidos. Me parece que llegaron a amenazar al Departamento de Estado con un acuerdo reprobatorio del Pen Club si continuaba rechazando mi permiso de entrada. En una reunión pública, en la que recibía una distinción la personalidad más respetada de la poesía norteamericana, la anciana poetisa Marianne Moore que murió muchos meses después, ella tomó la palabra para regocijarse de que se hubiera logrado mi ingreso legal al país por medio de la unidad de los poetas. Me contaron que sus palabras, vibrantes y conmovedoras, fueron objeto de una gran ovación.
Lo cierto y lo inaudito es que después de esa gira, signada por mi actividad política y poética más combativa, gran parte de la cual fue empleada en defensa y apoyo de la revolución cubana, recibí, apenas regresado a Chile, la célebre y maligna carta de los escritores cubanos encaminada a acusarme poco menos que de sumisión y traición. Ya no me acuerdo de los términos empleados por mis fiscales. Pero puedo decir que se erigían en profesores de las revoluciones, en dómines de las normas que deben regir a los escritores de izquierda. Con arrogancia, insolencia y halago, pretendían enmendar mi actividad poética, social y revolucionaria. Mi condecoración por «Macchu Picchu» y mi asistencia al congreso del Pen Club; mis declaraciones y recitales; mis palabras y actos contrarios al sistema norteamericano, expresados en la boca del lobo; todo era puesto en duda, falsificado o calumniado por los susodichos escritores, muchos de ellos recién llegados al campo revolucionario, y muchos de ellos remunerados justa o injustamente por el nuevo estado cubano.
Este costal de injurias fue engrosado por firmas y más firmas que se pidieron con sospechosa espontaneidad desde las tribunas de las sociedades de escritores y artistas. Comisionados corrían de aquí para allá en La Habana, en busca de firmas de gremios enteros de músicos, bailarines y artistas plásticos. Se llamaba para que firmaran a los numerosos artistas y escritores transeúntes que habían sido generosamente invitados a Cuba y que llenaban los hoteles de mayor rumbo. Algunos de los escritores cuyos nombres aparecieron estampados al pie del injusto documento, me han hecho llegar posteriormente noticias subrepticias: «Nunca lo firmé; me enteré del contenido después de ver mi firma que nunca puse». Un amigo de Juan Marinello me ha sugerido que así pasó con él, aunque nunca he podido comprobarlo. Lo he comprobado con otros.
El asunto era un ovillo, una bola de nieve o de malversaciones ideológicas que era preciso hacer crecer a toda costa. Se instalaron agencias especiales en Madrid, París y otras capitales, consagradas a despachar en masa ejemplares de la carta mentirosa. Por miles salieron esas cartas, especialmente desde Madrid, en remesas de veinte o treinta ejemplares para cada destinatario. Resultaba siniestramente divertido recibir esos sobres tapizados con retratos de Franco como sellos postales, en cuyo interior se acusaba a Pablo Neruda de contrarrevolucionario.
No me toca a mí indagar los motivos de aquel arrebato: la falsedad política, las debilidades ideológicas, los resentimientos y envidias literarias, qué sé yo cuántas cosas determinaron esta batalla de tantos contra uno. Me contaron después que los entusiastas redactores, promotores y cazadores de firmas para la famosa carta, fueron los escritores Roberto Fernández Retamar, Edmundo Desnoes y Lisandro Otero. A Desnoes y a Otero no recuerdo haberlos leído nunca ni conocido personalmente. A Retamar sí. En La Habana y en París me persiguió asiduamente con su adulación. Me decía que había publicado incesantes prólogos y artículos ]auditorios sobre mis obras. La verdad es que nunca lo consideré un valor, sino uno más entre los arribistas políticos y literarios de nuestra época.
Tal vez se imaginaron que podían dañarme o destruirme como militante revolucionario. Pero cuando llegué a la calle Teatinos de Santiago de Chile, a tratar por primera vez el asunto ante el comité central del partido, ya tenían su opinión, al menos en el aspecto político.
—Se trata del primer ataque contra nuestro partido chileno —me dijeron.
Se vivían serios conflictos en aquel tiempo. Los comunistas venezolanos, los mexicanos y otros, disputaban ideológicamente con los cubanos. Más tarde, en trágicas circunstancias pero silenciosamente, se diferenciaron también los bolivianos.
El partido comunista de Chile decidió concederme en un acto público la medalla Recabarren, recién creada entonces y destinada a sus mejores militantes. Era una sobria respuesta. El partido comunista chileno sobrellevó con inteligencia aquel período de divergencias, persistió en su propósito de analizar internamente nuestros desacuerdos. Con el tiempo toda sombra de pugna se ha eliminado y existe entre los dos partidos comunistas más importantes de América Latina un entendimiento claro y una relación fraternal.
En cuanto a mí, no he dejado de ser el mismo que escribió Canción de gesta. Es un libro que me sigue gustando. A través de él no puedo olvidar que yo fui el primer poeta que dedicó un libro entero a enaltecer la revolución cubana.
Comprendo, naturalmente, que las revoluciones y especialmente sus hombres caigan de cuando en cuando en el error y en la injusticia. Las leyes nunca escritas de la humanidad envuelven por igual a revolucionarios y contrarrevolucionarios. Nadie puede escapar de las equivocaciones. Un punto ciego, un pequeño punto ciego dentro de un proceso, no tiene gran importancia en el contexto de una causa grande. He seguido cantando, amando y respetando la revolución cubana, a su pueblo, a sus nobles protagonistas. Pero cada uno tiene su debilidad. Yo tengo muchas. Por ejemplo, no me gusta desprenderme del orgullo que siento por mi inflexible actitud de combatiente revolucionario. Tal vez será por eso, o por otra rendija de mi pequeñez, que me he negado hasta ahora, y me seguiré negando, a dar la mano a ninguno de los que consciente o inconscientemente firmaron aquella carta que sigue pareciendo una infamia.
Con mucha frecuencia los antiguos anarquistas —y pasará lo mismo mañana con los anarcoides de hoy— derivan hacia una posición muy cómoda, el anarcocapitalismo, guarida a la que se acogen también los francotiradores políticos, los izquierdizantes Y los falsos independientes. El capitalismo represivo tiene como enemigo fundamental a los comunistas, y su puntería no suele equivocarse. Todos esos rebeldes individualistas son halagados, de una manera o de otra por la sabiduría o zamarrería reaccionaria que los considera heroicos defensores de sagrados principios. Los reaccionarios saben que el peligro de cambios en una sociedad no reside en las rebeliones individualistas, sino en la de las masas y en una extensiva conciencia de clase.
Todo esto lo vi claramente en España durante la guerra. Ciertos grupos antifascistas estaban jugando un carnaval enmascarado frente a las fuerzas de Hitler y Franco que avanzaban hacia Madrid. Descarto, naturalmente, a los anarquistas indomables, como Durruti y sus catalanes, que en Barcelona combatieron como leones.
Algo mil veces peor que los extremistas son los espías. Entre los militantes de los partidos revolucionarios se cuelan de cuando en cuando los agentes adversos asalariados de la policía, de los partidos reaccionarios o de gobiernos extranjeros. Algunos de ellos cumplen misiones especiales de provocación; otros de observación paciente. Es clásica la historia de Azeff. Antes de la caída del zarismo tomó parte en numerosos atentados terroristas y fue encarcelado muchas veces. Las memorias del jefe de la policía secreta del zar, publicadas después de la Revolución, contaban en detalle cómo Azeff fue en todo instante un agente de la Ochrana. En la cabeza de este extraño personaje, uno de cuyos atentados causó la muerte de un gran duque, coincidían el terrorista y el delator.
Otra de las experiencias curiosas fue aquella que tuvo lugar en Los Angeles, San Francisco u otra ciudad de California. Durante la racha enloquecida del maccarthysmo se detuvo a toda la militancia del partido comunista de la localidad. Eran setenta y cinco personas, numeradas, acotadas e historiadas hasta en sus menores detalles de vida. Pues bien, las setenta y cinco personas resultaron agentes de la policía. El FBI se había dado el lujo de constituir su propio pequeño partido comunista con individuos que no se conocían entre sí, para luego perseguirlos y atribuirse triunfos sensacionales sobre enemigos inexistentes. El FBI llegó por ese camino a episodios tan grotescos como el de aquel repollo donde guardaba los secretos internacionales más explosivos: un tal Chalmers, ex comunista comprado a precio de dólares por la policía. También llegó el FBI a historias horrendas, entre las cuales indignó particularmente a la humanidad la ejecución o asesinato de los esposos Rosenberg.
En el partido comunista de Chile, organización de larga historia y de origen cerradamente proletario, fue siempre más difícil la entrada de estos agentes. Las teorías guerrilleristas en América Latina, en cambio, abrieron las compuertas para toda clase de soplones. La espontaneidad y la juventud de estas organizaciones hizo más dificultosa la detección y el desenmascaramiento de los espías. Por eso las dudas acompañaron siempre a los jefes guerrilleros que tuvieron que cuidarse hasta de su propia sombra. El culto al riesgo fue alentado en cierto modo por la fogosidad romántica y la descabellada teorización guerrillerista que inundó la América Latina. Esta época concluyó tal vez con el asesinato y muerte heroica de Ernesto Guevara. Pero durante mucho tiempo los sostenedores teóricos de una táctica saturaron el continente de tesis y documentos que virtualmente asignaban el gobierno revolucionario popular del futuro, no a las clases explotadas por el capitalismo, sino a los grupos armados de la montonera. El vicio de este razonamiento es su debilidad política: puede ser que en algunas ocasiones el gran guerrillero coexista con una poderosa mentalidad política, como en el caso del Che Guevara, pero esto es una cuestión minoritaria y de azar. Los sobrevivientes de una guerrilla no pueden dirigir un estado proletario por el solo hecho de ser más valientes, de haber tenido mayor suerte frente a la muerte o mejor puntería frente a los vivos.