Ahora referiré una experiencia personal. Yo estaba entonces en Chile, recién llegado de México. En una de las reuniones políticas a las que yo acudía, se me acercó un hombre a saludarme. Era un señor de edad mediana, imagen del caballero moderno, correctísimamente vestido y provisto de esas gafas que dan tanta respetabilidad a la gente, unos lentes sin montura que se pinchan de la nariz. Resultó un personaje muy afable:
—Don Pablo, nunca me había atrevido a acercarme a usted, aunque le debo la vida. Soy uno de los refugiados que usted salvó de los campos de concentración y de los hornos de gas cuando nos embarcó en el «Winipeg» con destino a Chile. Soy catalán y masón. Tengo aquí una situación formada. Trabajo como experto vendedor de artículos sanitarios, para la compañía Tal y Tal que es la más importante de Chile.
Me contó que ocupaba un buen departamento en el centro de Santiago. Su vecino era un famoso campeón de tenis llamado Iglesias, que había sido mi compañero de colegio. Hablaban de mí con frecuencia y, por último, decidieron invitarme y festejarme. Por eso había venido a verme.
El departamento del catalán daba muestras del bienestar de nuestra pequeña burguesía. Un amueblado impecable; una paella dorada y abundante. Iglesias estuvo con nosotros todo el almuerzo. Nos reímos recordando el viejo liceo de Temuco en cuyos sótanos nos rozaban la cara las alas de los murciélagos. Al final del almuerzo, el hospitalario catalán dijo unas breves palabras y me obsequió dos espléndidas copias fotográficas: una de Baudelaire y otra de Edgar Poe. Espléndidas cabezas de poetas que, por cierto, conservo todavía en mi biblioteca.
Un día cualquiera nuestro catalán cayó fulminado por una parálisis, inmovilizado en su cama, sin uso de la palabra ni de los gestos. Sólo sus ojos se movían angustiosamente, como queriendo decir algo a su esposa, una eximia republicana española de intachable historia; o a su vecino Iglesias, mi amigo y campeón de tenis. Pero el hombre se murió sin habla y sin movimiento.
Cuando la casa se llenó de lágrimas, amigos y coronas, el vecino tenista recibió un misterioso llamado: «Conocemos la íntima amistad que usted mantuvo con el difunto caballero catalán. El no se cansaba de hacer elogios de su persona. Si quiere hacer un servicio trascendental a la memoria de su amigo, abra usted la caja fuerte y saque una cajita de hierro que tiene allí depositada. Volveré a llamarlo dentro de tres días».
La viuda no quiso oír hablar de semejante cosa; su dolor era paroxístico; no quería saber nada del asunto; dejó el departamento; se mudó a una casa de pensión de la calle Santo Domingo. El dueño de la pensión era un yugoeslavo de la resistencia, hombre fogueado en política. La viuda le pidió que examinara los papeles de su marido. El yugoeslavo encontró la cajita metálica y la abrió con muchas dificultades. Entonces saltó la más inesperada de las fiebres. Los documentos guardados descubrían que el difunto había sido siempre un agente fascista. Las copias de sus cartas revelaban los nombres de decenas de emigrados que, al volver a España clandestinamente, fueron encarcelados o ejecutados. Había incluso una carta agradeciendo sus servicios. Otras indicaciones del catalán sirvieron a la marina nazi para hundir barcos de carga que salían del litoral chileno con pertrechos. Una de esas víctimas fue nuestra bella fragata, orgullo de la marina de Chile, la veterana «Lautaro». Se hundió durante la guerra, con su carga de salitre, al salir de nuestro puerto de Tocopilla. El naufragio costó la vida a diecisiete cadetes navales. Murieron ahogados o carbonizados.
Estas fueron las hazañas criminales de un catalán sonriente que un día cualquiera me invitó a almorzar.
Han pasado unos cuantos años desde que ingresé al partido… Estoy contento… Los comunistas hacen una buena familia… Tienen el pellejo curtido y el corazón templado… Por todas partes reciben palos… Palos exclusivos para ellos… Vivan los espiritistas, los monarquistas, los aberrantes, los criminales de varios grados… Viva la filosofía con humo pero sin esqueletos… Viva el perro que ladra y que muerde, vivan los astrólogos libidinosos, viva la pornografía, viva el cinismo, viva el camarón, viva todo el mundo, menos los comunistas… Vivan los cinturones de castidad, vivan los conservadores que no se lavan los pies ideológicos desde hace quinientos años… Vivan los piojos de las poblaciones miserables, viva la losa común gratuita, viva el anarcocapitalismo, viva Rilke, viva André Gide con su corydoncito, viva cualquier misticismo… Todo está bien… Todos son heroicos… Todos los periódicos deben salir… Todos pueden publicarse, menos los comunistas… Todos los políticos deben entrar en Santo Domingo sin cadenas… Todos deben celebrar la muerte del sanguinario, del Trujillo, menos los que más duramente lo combatieron… Viva el carnaval, los últimos días del carnaval… Hay disfraces para todos… Disfraces de idealista cristiano, disfraces de extremo izquierda, disfraces de damas benéficas y de matronas caritativas… Pero, cuidado, no dejen entrar a los comunistas… Cierren bien la puerta… No se vayan a equivocar… No tienen derecho a nada… Preocupémonos de lo subjetivo, de la esencia del hombre, de la esencia de la esencia… Así estaremos todos contentos… Tenemos libertad… Qué grande es la libertad… Ellos no la respetan, no la conocen… La libertad para preocuparse de la esencia… De lo esencial de la esencia…
… Así han pasado los últimos años… Pasó el jazz, llegó el soul, naufragamos en los postulados de la pintura abstracta, nos estremeció y nos mató la guerra… En este lado todo quedaba igual… ¿O no quedaba igual?… Después de tantos discursos sobre el espíritu y de tantos palos en la cabeza, algo andaba mal… Muy mal… Los cálculos habían fallado… Los pueblos se organizaban… Seguían las guerrillas y las huelgas… Cuba y Chile se independizaban… Muchos hombres y mujeres cantaban la Internacional… Qué raro… Qué desconsolador… Ahora la cantaban en chino, en búlgaro, en español de América… Hay que tomar urgentes medidas… Hay que proscribirlo… Hay que hablar más del espíritu… Exaltar más el mundo libre… Hay que dar más palos… Hay que dar más dólares… Esto no puede continuar… Entre la libertad de los palos y el miedo de Germán Arciniegas… Y ahora Cuba… En nuestro propio hemisferio, en la mitad de nuestra manzana, estos barbudos con la misma canción… Y ¿para qué nos sirve Cristo?… ¿De qué modo nos han servido los curas?… Ya no se puede confiar en nadie… Ni en los mismos curas… No ven nuestros puntos de vista… No ven cómo bajan nuestras acciones en la Bolsa…
Mientras tanto trepan los hombres por el sistema solar… Quedan huellas de zapatos en la luna… Todo lucha por cambiar, menos los viejos sistemas… La vida de los viejos sistemas nació de inmensas telarañas medioevales… Telarañas más duras que los hierros de la maquinaria… Sin embargo, hay gente que cree en un cambio, que ha practicado el cambio, que ha hecho triunfar el cambio, que ha florecido el cambio… Caramba!… La primavera es inexorable!
Me paso casi todo el año 1969 en Isla Negra. Desde la mañana el mar adquiere su fantástica forma de crecimiento. Parece estar amasando un pan infinito. Es blanca como harina la espuma derramada, impulsada por la fría levadura de la profundidad.
El invierno es estático y brumoso. A su encanto territorial le agregamos cada día el fuego de la chimenea. La blancura de las arenas en la playa nos ofrece un mundo solitario, como antes de que existieran habitantes o veraneantes en la tierra. Pero no se crea que yo detesto las multitudes estivales. Apenas se acerca el verano las muchachas se aproximan al mar, hombres y niños entran en las olas con precaución y salen saltando del peligro. Así consuman la danza milenaria del hombre frente al mar, tal vez el primer baile de los seres humanos.
En el invierno las casas de Isla Negra viven envueltas por la oscuridad de la noche. Sólo la mía se enciende. A veces creo que hay alguien en la casa de enfrente. Veo una ventana iluminada. Es sólo un espejismo. No hay nadie en la casa del capitán. Es la luz de mi ventana que se refleja en la suya.
Todos los días del año me fui a escribir al rincón de mis trabajos. No es fácil llegar allí, ni mantenerse en él. Por de pronto hay algo que atrae a mis dos perros, Panda y Choti Tu. Es una piel de tigre de Bengala que sirve de alfombra en el pequeño cuarto. Yo la traje de China hace muchísimos años. Se le han caído garras y pelos. Amén de cierta amenaza de polilla que Matilde y yo conjuramos.
A mis perros les gusta extenderse sobre el viejo enemigo. Como si hubieran resultado vencedores de una contienda, se duermen de manera instantánea, extenuados por el combate. Se tienden atravesados frente a la puerta como obligándome a no salir, a proseguir mi tarea.
A cada momento ha pasado algo en la casa. Del teléfono distante mandan un recado. ¿Qué deben contestar? No estoy. Luego mandan otro recado. ¿Qué deben contestar? Estoy.
No estoy. Estoy. Estoy. No estoy. Esta es la vida de un poeta para quien el rincón remoto de Isla Negra dejó de ser remoto.
Siempre me preguntan, especialmente los periodistas, qué obra estoy escribiendo, qué cosa estoy haciendo. Siempre me ha sorprendido esta pregunta por lo superficial. Porque la verdad es que siempre estoy haciendo lo mismo. Nunca he dejado de hacer lo mismo. ¿Poesía?
Me enteré mucho después de estar haciéndolo, que lo que yo escribía se llamaba poesía. Nunca he tenido interés en las definiciones, en las etiquetas. Me aburren a muerte las discusiones estéticas. No disminuyo a quienes las sustentan, sino que me siento ajeno tanto a la partida de nacimiento como al post mortem de la creación literaria. «Que nada exterior llegue a mandar en mí», dijo Walt Whitman. Y la parafernalia de la literatura, con todos sus méritos, no debe sustituir a la desnuda creación.
Cambié de cuaderno varias veces en el año. Por ahí andan cuadernos amarrados con el hilo verde de mí caligrafía. Llené muchos de ellos que se fueron haciendo libros como si pasaran de una metamorfosis a otra, de la inmovilidad al movimiento, de larvas a luciérnagas.
La vida política vino como un trueno a sacarme de mis trabajos. Regresé una vez más a la multitud.
La multitud humana ha sido para mí la lección de mi vida. Puedo llegar a ella con la inherente timidez del poeta, con el temor del tímido, pero, una vez en su seno, me siento transfigurado. Soy parte de la esencial mayoría, soy una hoja más del gran árbol humano.
Soledad y multitud seguirán siendo deberes elementales del poeta de nuestro tiempo. En la soledad, mi vida se enriqueció con la batalla del oleaje en el litoral chileno. Me intrigaron y me apasionaron las aguas combatientes y los peñascos combatidos, la multiplicación de la vida oceánica, la impecable formación de «los pájaros errantes», el esplendor de la espuma marina.
Pero aprendí mucho más de la gran marea de las vidas, de la ternura vista en miles de ojos que me miraron al mismo tiempo. Puede este mensaje no ser posible a todos los poetas, pero quien lo haya sentido lo guardará en su corazón, lo desarrollará en su obra.
Es memorable y desgarrador para el poeta haber encarnado para muchos hombres, durante un minuto, la esperanza.
Una mañana de 1970 llegaron a mi escondite marinero, a mi casa de Isla Negra, el secretario general de mi partido y otros compañeros. Venían a ofrecerme la candidatura parcial a la presidencia de la república, candidatura que propondrían a los seis o siete partidos de la Unidad Popular. Tenían todo listo: programa, carácter del gobierno, futuras medidas de emergencia, etc. Hasta ese momento todos aquellos partidos tenían su candidato Y cada uno quería mantenerlo. Sólo los comunistas no lo teníamos. Nuestra posición era apoyar al candidato único que los partidos de izquierda designaron y que sería el de la Unidad Popular. Pero no había decisión y las cosas no podían seguir así. Los candidatos de la derecha estaban lanzados y hacían propaganda. Si no nos uníamos en una aspiración electoral común, seríamos abrumados por una derrota espectacular.
La única manera de precipitar la unidad estaba en que los comunistas designaran su propio candidato. Cuando acepté la candidatura postulada por mi partido, hicimos ostensible la Posición comunista. Nuestro apoyo sería para el candidato que contara con la voluntad de los otros. Si no se lograba tal consenso, mi postulación se mantendría hasta el final.
Era un medio heroico de obligar a los otros a ponerse de acuerdo. Cuando le dije al camarada Corvalán que aceptaba, lo hice en el entendimiento de que igualmente se aceptaría mi futura renuncia, en la convicción de que mi renuncia sería inevitable. Era harto improbable que la unidad pudiera lograrse alrededor de un comunista. En buenas palabras, todos nos necesitaban para que los apoyáramos a ellos (incluso algunos candidatos de la Democracia Cristiana), pero ninguno nos necesitaba para apoyarnos a nosotros.
Pero mi candidatura, salida de aquella mañana marina de Isla Negra, agarró fuego. No había sitio de donde no me solicitaran. Llegué a enternecerme ante aquellos centenares o miles de hombres y mujeres del pueblo que me estrujaban, me besaban y lloraban. Pobladores de los suburbios de Santiago, mineros de Coquímbo, hombres del cobre y del desierto, campesinas que me esperaban por horas con sus chiquillos en brazos, gente que vivía su desamparo desde el río Bío Bío hasta más allá del estrecho de Magallanes, a todos ellos les hablaba o les leía mis poemas a plena lluvia, en el barro de calles y caminos, bajo el viento austral que hace tiritar a la gente.
Me estaba entusiasmando. Cada vez asistía más gente a mis concentraciones, cada vez acudían más mujeres. Con fascinación y terror comencé a pensar qué iba a hacer yo si salía elegido presidente de la república más chúcara, más dramáticamente insoluble, la más endeudada y, posiblemente, la más ingrata. Los, presidentes eran aclamados durante el primer mes y martirizados, con o sin justicia, los cinco años y los once meses restantes.
En un momento afortunado llegó la noticia: Allende surgía como candidato posible de la entera Unidad Popular. Previa la aceptación de mi partido, presenté rápidamente la renuncia a mi candidatura. Ante una inmensa y alegre multitud hablé yo para renunciar y Allende para postularse. El gran mitin era en un parque. La gente llenaba todo el espacio visible y también los árboles. De los ramajes sobresalían piernas y cabezas. No hay nada como estos chilenos aguerridos.