—Te quiero pedir una cosa, Artur —le dije—. En el caso de que esto sea verdad, me interesa mucho saberlo antes de que lo publique la prensa. Quiero comunicárselo primero que a nadie a Salvador Allende, con quien he compartido tantas luchas. El se pondrá muy alegre de ser el primero que reciba la noticia.
El académico y poeta Lundkvist me miró con ojos suecos, extremadamente serio:
—Nada puedo decirte. Si hay algo, te lo comunicará por telegrama el rey de Suecia o el embajador de Suecia en París.
Esto pasaba el 19 o el 20 de octubre. En la mañana del 21 comenzaron a llenarse de periodistas los salones de la embajada. Los operadores de la televisión sueca, alemana, francesa y de países latinoamericanos, demostraban una impaciencia que amenazaba con transformarse en motín ante mi mutismo que no era sino carencia de informaciones. A las once y media me llamó el embajador sueco para pedirme que lo recibiera, sin anticiparme de qué se trataba, lo que no contribuyó a apaciguar los ánimos porque la entrevista se realizaría dos horas después. Los teléfonos seguían repicando histéricamente.
En ese momento una radio de París lanzó un flash, una noticia del último minuto, anunciando que el Premio Nobel 1971 había sido otorgado al «poéte chilien Pablo Neruda». Inmediatamente bajé a enfrentarme a la tumultuosa asamblea de los medios de comunicación. Afortunadamente aparecieron en ese instante mis viejos amigos Jean Marcenac y Aragón. Marcenac, gran poeta y hermano mío en Francia, daba gritos de alegría.
Aragón, por su parte, parecía más contento que yo con la noticia. Ambos me auxiliaron en el difícil trance de torear a los periodistas.
Yo estaba recién operado, anémico y titubeante al andar, con pocas ganas de moverme. Llegaron los amigos a comer conmigo aquella noche. Matta, de Italia; García Márquez, de Barcelona; Siqueiros, de México; Miguel Otero Silva, de Caracas; Arturo Camacho Ramírez, del propio París; Cortázar, de su escondrijo. Carlos Vasallo, chileno, viajó desde Roma para acompañarme a Estocolmo.
Los telegramas (que hasta ahora no he podido leer ni contestar enteramente) se amontonaron en pequeñas montañas. Entre las innumerables cartas llegó una curiosa y un tanto amenazante. La escribía un señor desde Holanda, un hombre corpulento y de raza negra, según podía observarse en el recorte de periódico que adjuntaba. «Represento decía aproximadamente la carta al movimiento anticolonialista de Georgetown, Guayana Holandesa. He pedido una tarjeta para asistir a la ceremonia que se desarrollará en Estocolmo para entregarle a usted el Premio Nobel. En la embajada sueca me han informado que se requiere un frac, una tenida de rigurosa etiqueta para esta ocasión. Yo no tengo dinero para comprar un frac y jamás me pondré uno alquilado, puesto que sería humillante para un americano libre vestir una ropa usada. Por eso le anuncio que, con el escaso dinero que pueda reunir, me trasladaré a Estocolmo para sostener una entre vista de prensa y denunciar en ella el carácter imperialista y anti popular de esa ceremonia, así se celebre para honrar al más anti imperialista y más popular de los poetas universales».
En el mes de noviembre viajamos Matilde y yo a Estocolmo. Nos acompañaron algunos viejos amigos. Fuimos alojados en el esplendor del Gran Hotel. Desde allí veíamos la bella ciudad fría, y el Palacio Real frente a nuestras ventanas. En el mismo hotel se alojaron los otros laureados de ese año, en física, en química, en medicina, etc., personalidades diferentes, unos locuaces y formalistas, otros sencillos y rústicos como obreros mecánicos recién salidos por azar de sus talleres. El alemán Willy Brandt no se hospedaba en el hotel; recibiría' su Nobel, el de la Paz, en Noruega. Fue una lástima porque entre todos aquellos Premiados era el que más me hubiera interesado conocer y hablar le. No logré divisarlo después sino en medio de las recepciones separados el uno del otro por tres o cuatro personas.
Para la gran ceremonia era necesario practicar un ensayo previo, que el protocolo sueco nos hizo escenificar en el mismo sitio donde se celebraría. Era verdaderamente cómico ver a gente tan seria levantarse de su cama y salir del hotel a una hora precisa; acudir puntualmente a un edificio vacío; subir escaleras sin equivocarse; marchar a la izquierda y a la derecha en estricta ordenación; sentarnos en el estrado, en los sillones exactos que habríamos de ocupar el día del Premio. Todo esto enfrentados a las cámaras de televisión, en una inmensa sala vacía, en la cual se destacaban los sitiales del rey y la familia real, también melancólicamente vacíos. Nunca he podido explicarme por qué capricho la televisión sueca filmaba aquel ensayo teatral interpretado por tan pésimos actores.
El día de la entrega del Premio se inauguró con la fiesta de Santa Lucía. Me despertaron unas voces que cantaban dulcemente en los corredores del hotel. Luego las rubias doncellas escandinavas, coronadas de flores y alumbradas por velas encendidas, irrumpieron en mi habitación. Me traían el desayuno y me traían también, como regalo, un largo y hermoso cuadro que representaba el mar.
Un poco más tarde sucedió un incidente que conmovió a la policía de Estocolmo. En la oficina de recepción del hotel me entregaron una carta. Estaba firmada por el mismo anticolonialista desenfrenado de Georgetown, Guayana Holandesa. «Acabo de llegar a Estocolmo», decía. Había fracasado en su empeño de convocar a una conferencia de prensa pero, como hombre de acción revolucionario, había tomado sus medidas. No era posible que Pablo Neruda, el poeta de los humillados y de los oprimidos, recibiera el Premio Nobel de frac. En consecuencia, había comprado unas tijeras verdes con las cuales me cortaría públicamente «los colgajos del frac y cualquier otros colgajos». «Por eso cumplo con el deber de prevenirle. Cuando usted vea a un hombre de color que se levanta al fondo de la sala, provisto de grandes tijeras verdes, debe suponer exactamente lo que le va a pasar».
Le alargué la extraña carta al joven diplomático, representante del protocolo sueco, que me acompañaba en todos mis trajines. Le dije sonriendo que ya había recibido en París otra carta del mismo loco, y que en mi opinión no debíamos tomarlo en cuenta. El joven sueco no estuvo de acuerdo.
—En esta época de cuestionadores pueden pasar las cosas más inesperadas. Es mi deber prevenir a la policía de Estocolmo —me dijo—, y partió velozmente a cumplir lo que consideraba su deber Debo señalar que entre mis acompañantes a Estocolmo estaba el venezolano Miguel Otero Silva, gran escritor y poeta chispeante, que es para mí no solamente una gran conciencia americana sino también un incomparable compañero. Faltaban apenas unas horas para la ceremonia. Durante el almuerzo comenté la seriedad con que los suecos habían recibido el incidente de la carta protestataria. Otero Silva, que almorzaba con nosotros, se dio una palmada en la frente y exclamó:
—Pero si esa carta la escribí yo de mi puño y letra, por tomarte el pelo, Pablo. ¿Qué haremos ahora con la policía buscando a un autor que no existe?
—Serás conducido a la cárcel. Por tu broma pesada de salvaje del Mar Caribe, recibirás el castigo destinado al hombre de Geor getown —le dije.
En ese instante se sentó a la mesa mi joven edecán sueco que venía de prevenir a las autoridades. Le dijimos lo que pasaba:
—Se trata de una broma de mal gusto. El autor está almorzando actualmente con nosotros.
Volvió a salir presuroso. Pero ya la policía había visitado todos los hoteles de Estocolmo, buscando a un negro de George town, o de cualquier otro territorio similar.
Y mantuvieron sus precauciones. Al entrar a la ceremonia y al salir del baile de celebración, Matilde y yo advertimos que en vez de los acostumbrados ujieres, se precipitaban a atender nos cuatro o cinco mocetones, sólidos guardaespaldas rubios a prueba de tijeretazos.
La ceremonia ritual del Premio Nobel tuvo un público inmenso, tranquilo y disciplinado, que aplaudió oportunamente y con cortesía. El anciano monarca nos daba la mano a cada uno; nos entregaba el diploma, la medalla y el cheque; y retornábamos a nuestro sitio en el escenario, ya no escuálido como en el ensayo sino cubierto ahora de flores y de sillas ocupadas. Se dice (o se lo dijeron a Matilde para impresionarla) que el rey estuvo más tiempo conmigo que con los otros laureados, que me apretó la mano por más tiempo, que me trató con evidente simpatía. Tal vez haya sido una reminiscencia de la antigua gentileza palaciega hacia los juglares. De todas maneras, ningún otro rey me ha dado la mano, ni por largo ni por corto tiempo.
Aquella ceremonia, tan rigurosamente protocolar, tuvo indudablemente la debida solemnidad. La solemnidad aplicada a las ocasiones trascendentales sobrevivirá tal vez por siempre en el mundo. Parece ser que el ser humano la necesita. Sin embargo, yo encontré una risueña semejanza entre aquel desfile de eminentes laureados y un reparto de premios escolares en una pequeña ciudad de provincia.
Venía yo desde Puerto Ibáñez, asombrado del gran lago General Carrera, asombrado de esas aguas metálicas que son un paroxismo de la naturaleza, solamente comparables al mar color turquesa de Varadero en Cuba, o a nuestro Petrohué. Y luego el salvaje salto del río Ibáñez, indivisible en su aterradora grandeza. Venía también transido por la incomunicación y la pobreza de los pueblos de la región; vecinos a la energía colosal pero desprovistos de luz eléctrica; viviendo entre las infinitas ovejas lanares pero vestidos con ropa pobre y rota. Hasta que llegué a Chile Chico.
Allí, cerrando el día, el gran crepúsculo me esperaba. El viento perpetuo cortaba las nubes de cuarzo. Ríos de luz azul aislaban un gran bloque que el viento mantenía en suspensión entre la tierra y el cielo.
Tierras de ganadería, sembrados que luchaban bajo la presión polar del viento. Alrededor la tierra se elevaba con las torres duras de la Roca Castillo, puntas cortantes, agujas góticas, almenas naturales de granito. Las montañas arbitrarias de Aysén, redondas como bolas, elevadas y lisas como mesas, mostraban rectángulos y triángulos de nieve.
Y el cielo trabajaba su crepúsculo con cendales y metales: centelleaba el amarillo en las alturas, sostenido como un pájaro inmenso por el espacio puro. Todo cambiaba de pronto, se transformaba en boca de ballena, en leopardo ardiendo, en luminarias abstractas.
Sentí que la inmensidad se desplegaba sobre mí cabeza, nombrándome testigo del Aysén deslumbrante, con sus cerreríos, sus cascadas, sus millones de árboles muertos y quemados que acusan a sus antiguos homicidas, con el silencio de un mundo en nacimiento en que está todo preparado: las ceremonias del cielo y de la tierra. Pero faltan el amparo, el orden colectivo, la edificación, el hombre. Los que viven en tan graves soledades necesitan una solidaridad tan espaciosa como sus grandes extensiones.
Me alejé cuando se apagaba el crepúsculo y la noche caía sobrecogedora y azul.
El mes de septiembre, en el sur del continente latinoamericano, es un mes ancho y florido. También este mes está lleno de banderas.
A comienzos del siglo pasado, en 1810 y en este mes de septiembre, despuntaron o se consolidaron las insurrecciones contra el dominio español en numerosos territorios de América del Sur.
En este mes de septiembre los americanos del sur recordamos la emancipación, celebramos los héroes, y recibimos la primavera tan dilatada que sobrepasa el estrecho de Magallanes y florece hasta en la Patagonia Austral, hasta en el Cabo de Hornos.
Fue muy importante para el mundo la cadena cíclica de revoluciones que brotaban desde México hasta Argentina y Chile.
Los caudillos eran disímiles. Bolívar, guerrero y cortesano, dotado de un resplandor profético; San Martín, organizador genial de un ejército que cruzó las más altas y hostiles cordilleras del planeta para dar en Chile las batallas decisivas de su liberación; José Miguel Carrera y Bernardo O'Higgins, creadores de los primeros ejércitos chilenos, así como de las primeras imprentas y de los primeros decretos contra la esclavitud, que fue abolida en Chile muchos años antes que en los Estados Unidos.
José Miguel Carrera, como Bolívar y algunos otros de los libertadores, salían de la clase aristocrática criolla. Los intereses de esta clase chocaban vivamente con los intereses españoles en América. El pueblo como organización no existía, sino en forma de una vasta masa de siervos a las órdenes del dominio español. Los hombres como Bolívar y Carrera, lectores de los enciclopedistas, estudiantes en las academias militares de España, debían atravesar los muros del aislamiento y de la ignorancia para llegar a conmover el espíritu nacional.
La vida de Carrera fue corta y fulgurante como un relámpago. El húsar desdichado titulé un antiguo libro de recuerdos que yo mismo publiqué hace algunos años. Su personalidad fascinante atrajo los conflictos sobre su cabeza como un pararrayos atrae la chispa de las tempestades. Al final fue fusilado en Mendoza por los gobernantes de la recién declarada República Argentina. Sus desesperantes deseos de derribar el dominio español lo habían puesto a la cabeza de los indios salvajes de las pampas argentinas. Sitió a Buenos Aires y estuvo a punto de tomarla por asalto. Pero sus deseos eran libertar a Chile y en este empeño precipitó guerras y guerrillas civiles que lo condujeron al patíbulo. La revolución en aquellos años turbulentos devoró a uno de sus hijos más brillantes y valientes. La historia culpa de este hecho sangriento a O'Higgins y San Martín. Pero la historia de este mes de septiembre, mes de primavera y de banderas, cubre con sus alas la memoria de los tres protagonistas de estos combates librados en el vasto escenario de inmensas pampas y de nieves eternas.
O'Higgins, otro de los libertadores de Chile, fue un hombre modesto. Su vida habría sido oscura y tranquila si no se hubiera encontrado en Londres, cuando no tenía sino diecisiete años de edad, con un viejo revolucionario que recorría todas las cortes de Europa buscando ayuda a la causa de la emancipación americana. Se llamaba don Francisco de Miranda, y entre otros amigos contó con el poderoso afecto de la emperatriz Catalina de Rusia. Con pasaporte ruso llegó a París y entraba y salía por las cancillerías de Europa.
Es una historia romántica, con tal aire de «época» que parece una ópera. O'Higgins era hijo natural de un virrey español, soldado de fortuna, de ascendencia irlandesa, que fue gobernador de Chile. Miranda se las arregló para averiguar el origen de O'Higgins, cuando comprendió la utilidad que aquel joven podía tener en la insurrección de las colonias americanas de España. Está narrado el momento mismo en que reveló al joven O'Higgins el secreto de su origen y lo impulsó a la acción insurgente. Cayó de rodillas el joven revolucionario y abrazando a Miranda entre sollozos se comprometió a partir de inmediato a su patria, Chile, y encabezar aquí la insurgencia en contra del poder español. O'Higgins fue el que alcanzó las victorias finales en contra del sistema colonial y se le juzga como el fundador de nuestra república.