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Authors: Pablo Neruda

Tags: #Biografía, Poesía, Relato

Confieso que he vivido (36 page)

BOOK: Confieso que he vivido
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El entusiasmo de los amigos chinos que me enseñan el puente es excesivo para el poder de mis piernas. Me hacen subir torres y bajar abismos, para mirar el agua que corre desde hace miles de años, cruzada hoy por esta ferretería de kilómetros. Por estos rieles pasarán los trenes; estas calzadas serán para los ciclistas; esta enorme avenida estará destinada a los peatones. Me siento agobiado por tanta grandeza.

Ai Ching nos lleva por la noche a comer en un viejo restaurant, albergue de la cocina más tradicional: lluvia de flores de cerezo, arcoiris con ensalada de bambú, huevos de 100 años, labios de joven tiburona. Esta cocina china es imposible de describir en su complejidad, en su fabulosa variedad, en su invención extravagante, en su formalismo increíble. Ai Ching nos da algunas nociones. Las tres reglas supremas que deben regir una buena comida son: primero, el sabor; segundo, el olor; tercero, el color. Estos tres aspectos deben ser exigentemente respetados. El sabor debe ser exquisito. El olor debe ser delicioso. Y el color debe ser estimulante y armonioso. «En este restaurant donde comeremos —dijo Ai Ching— se unirá otro virtuosismo: el sonido». A la gran fuente de porcelana rodeada de manjares se le agrega en el último momento una pequeña cascada de colas de camarones que caen en la plancha de metal calentada al rojo para producir una melodía de flauta, una frase musical que siempre se repite igual.

En Pekín fuimos recibidos por Tien Ling, quien presidía el comité de escritores designado para acogernos a Jorge Amado y a mí. También estaba nuestro viejo amigo el poeta Emi Siao con su mujer alemana y fotógrafa. Todo era agradable y sonriente. Paseamos en una embarcación, entre los lotos del inmenso lago artificial que fue construido para entretenimiento de la última emperatriz. Visitamos fábricas, casas editoriales, museos y pagodas. Comimos en el más exclusivo de los restaurantes del mundo (tan exclusivo que tiene una sola mesa), regentado por los descendientes de la casa imperial. Las dos parejas suramericanas nos juntábamos en la casa de los escritores chinos para beber, fumar y reír, como lo hubiéramos hecho en cualquier parte de nuestro continente.

Yo le pasaba el periódico de cada día a mi joven intérprete llamado Li. Le mostraba con el dedo las impenetrables columnas de caracteres chinos y le decía:

—Tradúzcame!

El comenzaba a hacerlo en su español recién aprendido. Me leía editoriales agrícolas, proezas natatorias de Mao Tse Tung, disquisiciones maomarxistas, noticias militares que me aburrían apenas comenzaban.

—Stop! —le decía—. Léame mejor de esta otra columna.

Así fui sorprendido un día cuando encontré una llaga en el sitio donde puse el dedo. Allí se hablaba de un proceso político en el cual figuraban como acusados los amigos que yo veía cada día. Estos seguían formando parte de nuestro «comité de acogida». Aunque el proceso parecía venir de un tiempo atrás, ellos jamás nos habían dicho una palabra de que estaban siendo investigados, ni habían mencionado nunca que una amenaza se cernía sobre sus destinos.

La época había cambiado. Todas las flores se cerraban. Cuando estas flores se abrieron por orden de Mao Tse Tung, aparecieron innumerables papelitos en fábricas y talleres, en universidades y oficinas, en granjas y caseríos que denunciaban injusticias, extorsiones, acciones deshonestas de jefes y burócratas.

Así como anteriormente había cesado por orden suprema la guerra a las moscas y a los gorriones, cuando se reveló que su aniquilamiento traería inesperadas consecuencias, así también se terminó drásticamente el período en que se abrieron las corolas. Una nueva orden llegó desde arriba: descubrir a los derechistas. Y en seguida en cada organización, en cada lugar de trabajo, en cada hogar, los chinos comenzaron a confesar a sus prójimos, o a autoconfesarse de derechismo.

Mi amiga la novelista Tieng Ling fue acusada de haber tenido relaciones amorosas con un soldado de Chiang Kai Shek. Era una verdad que había sucedido antes del gran movimiento revolucionario. Por la revolución ella rechazó a su amante, y desde Yenan, con un hijo recién nacido en los brazos, hizo toda la gran marcha de los años heroicos. Pero esto no le valió de nada. Fue destituida de su cargo de presidente de la Unión de Escritores y condenada a servir la comida como mesera del restaurant de la misma Unión de Escritores que había presidido tantos años. Pero hacía su trabajo de mesera con tanta altivez o dignidad que fue enviada luego a trabajar en la cocina de una remota comuna campesina. Esta es la última noticia que tuve de la gran escritora comunista, primera figura de la literatura china.

No sé lo que pasó con Emi Siao. En cuanto a M Ching, el poeta que nos acompañaba a todas partes, su destino fue muy triste. Primero se le mandó al desierto de Gobi. Luego se le autorizó a escribir, siempre que nunca más firmara sus escritos con su verdadero nombre, un nombre ya famoso dentro y fuera de China. Así se le condenó al suicidio literario.

Jorge Amado ya había partido hacia el Brasil. Yo me despediría un poco más tarde con un gusto amargo en la boca. Todavía lo siento.

Los monos de Sujumi

He regresado a la Unión Soviética y me invitan a un viaje hacia el sur. Cuando desciendo del avión, después de haber atravesado un inmenso territorio, he dejado atrás las grandes estepas, las usinas y las carreteras, las grandes ciudades y los pueblos soviéticos. He llegado a las imponentes montañas caucasianas pobladas de abetos y de animales selváticos. A mis pies el Mar Negro se ha puesto un traje azul para recibirnos. Un violento perfume de naranjos en flor llega de todas partes.

Estamos en Sujumi, capital de Afgasia, pequeña república soviética. Esta es la Cólchida legendaria, la región del vellocino de oro que seis siglos antes de Cristo vino a robar Jasón, la patria griega de los dioscuros. Más tarde veré en el museo un enorme bajorrelieve de mármol helénico recién sacado de las aguas del Mar Negro. A orillas de ese mar los dioses helénicos celebraron sus misterios. Hoy se ha cambiado el misterio por la vida sencilla y trabajadora del pueblo soviético. No es la misma gente de Leningrado. Esta tierra de sol, de trigo y de grandes viñas, tiene otro tono, un acento mediterráneo. Estos hombres andan de otra manera, estas mujeres tienen ojos y manos de Italia o de Grecia. Vivo unos días en casa del novelista Simonov, y nos bañamos en las aguas tibias del Mar Negro. Simonov me muestra en su huerta sus bellos árboles. Los reconozco y a cada nombre que me dice le respondo como campesino patriótico:

—De éste hay en Chile. De este otro también hay en Chile. Y también de aquel otro. Símonov me mira con cierta sonrisa zumbona. Yo le digo:

—Qué triste es para mí que tú tal vez nunca veas el parrón de mi casa en Santiago, ni los álamos dorados por el otoño chileno, no hay oro como ése. Si vieras los cerezos en flor en primavera y conocieras el aroma del boldo de Chile. Si vieras en el camino de Melipilla cómo los campesinos ponen las doradas mazorcas de maíz sobre los techos. Si metieras los pies en las aguas puras y frías de Isla Negra. Pero, mi querido Simonov, los países levantan barreras, juegan al enemigo, se disparan en guerras frías Y los hombres nos quedamos aislados. Nos acercamos al cielo en veloces cohetes y no acercamos nuestras manos en la fraternidad humana.

—Tal vez cambiarán las cosas —me dice Simonov sonreído. Y lanza una piedra blanca hacia los dioses sumergidos del Mar Negro.

El orgullo de Sujumi es su gran colección de monos. Aprovechando el clima subtropical, un Instituto de Medicina Experimental ha criado allí todas las especies de monos del mundo. Entremos. En amplias jaulas veremos monos eléctricos y monos, estáticos, inmensos y minúsculos, pelados y peludos, de cara reflexivas o de chispeantes ojos; también los hay taciturnos despáticos.

Hay monos grises, hay monos blancos, hay micos de tras tricolor; hay grandes monos austeros, y otros polígamos que permiten que ninguna de sus hembras se alimente sin su consentimiento, permiso que le otorga solamente después que ellos han devorado con solemnidad su propia comida.

Los más avanzados estudios de biología se realizan en este instituto. En el organismo de los monos se estudia el sistema nervioso, la herencia, las delicadas investigaciones sobre el misterio y la prolongación de la vida.

Nos llama la atención una pequeña mona con dos críos. Uno de ellos la sigue constantemente y al otro lo lleva en brazos, humana ternura. El director nos cuenta que el pequeño mono que tanto mima no es su hijo sino un mono adoptivo. Acababa de dar a luz ella cuando murió otra mona recién parida. De inmediato esta madre mona adoptó al huerfanito. Desde entonces esa pasión materna, su dulzura de cada minuto, se proyectan sobre el hijo adoptivo, más aún que sobre el verdadero hijo. Los científicos pensaron que tan intensa vocación maternal la llevaría a adoptar otros hijos ajenos, pero ella los ha rechazado uno tras otro. Porque su actitud no obedecía simplemente a una fuerza vital sino a una conciencia de solidaridad maternal.

Armenia

Ahora volamos hacia una tierra trabajadora y legendaria. Estamos en Armenia. A lo lejos, hacia el sur, preside la historia de Armenia la cumbre nevada del monte Ararat. Es aquí donde el arca de Noé se detuvo, según la Biblia, para repoblar la tierra, difícil tarea, porque Armenia es pedregosa y volcánica. Los armenios cultivaron esta tierra con indecible sacrificio y elevaron su cultura nacional a lo más alto del mundo antiguo.

La sociedad socialista ha dado un desarrollo y un florecimiento extraordinario a esta noble nación martirizada. Por siglos los invasores turcos masacraron y esclavizaron a los armenios. Cada piedra de los páramos, cada losa de los monasterios tiene una gota de sangre armenia. La resurrección socialista de este país ha sido un milagro y el más grande desmentido a los que de mala fe hablan de imperialismo soviético. Visité en Armenia hilanderías que ocupan a 5000 obreros, inmensas obras de irrigación y de energía, y otras industrias poderosas. Recorrí de una punta a otra las ciudades y las campiñas pastorales, y no vi sino armenios, hombres y mujeres armenios. Encontré un solo ruso, un solitario ingeniero de ojos azules, entre los miles de ojos negros de aquella población morena. Estaba aquel ruso dirigiendo una central hidroeléctrica en el lago Sevan. La superficie del lago, cuyas aguas se desalojan por un solo cauce del río, es demasiado grande. El agua preciosa se evapora sin que la sedienta Armenia alcance a recoger y utilizar sus dones. Para ganarle tiempo a la evaporación se ha ensanchado el río. Así se reducirá el nivel del lago y, al mismo tiempo, se crearán con las nuevas aguas del río ocho centrales hidráulicas, nuevas industrias, poderosas usinas de aluminio, luz eléctrica y regadío para todo el país. Nunca olvidaré mi visita a aquella planta hidroeléctrica asomada al lago que en sus aguas purísimas refleja el inolvidable azul del cielo de Armenia. Cuando me preguntaron los periodistas sobre mis impresiones de las antiguas iglesias y monasterios de Armenia, les respondí exagerando:

—La iglesia que más me gusta es la central hidroeléctrica, el templo junto al lago.

Muchas cosas vi en Armenia. Pienso que Erevan es una de las más bellas ciudades, construida de toba volcánica, armoniosa como una rosa rosada. Fue inolvidable la visita al centro astronómico de Binakan, donde vi por primera vez la escritura de las estrellas. Se captaba la luz temblorosa de los astros; delicadísimos mecanismos iban escribiendo la palpitación de la estrella en el espacio, como una especie de electrocardiograma del cielo. En aquellos gráficos observé que cada estrella tiene un tipo de letra diferente, fascinadora y temblorosa, aunque incomprensible para mis ojos de poeta terrestre.

En el jardín biológico de Erevan, me fui derecho a la jaula del cóndor, pero mi compatriota no me reconoció. Allí estaba en un rincón de su jaula, calvo y con esos ojos escépticos de cóndor sin ilusiones, de gran pájaro añorante de nuestras cordilleras. Lo miré con tristeza porque yo sí volvería a mi patria y él se quedaría inacabablemente prisionero.

Mi aventura con el tapir fue diferente. El zoológico de Er van es uno de los pocos que posee un tapir del Amazonas, un animal extraordinario, con cuerpo de buey, cara nariguda y ojos chicos. Debo confesar que los tapires se parecen a mí. Esto no es un secreto.

El tapir de Erevan dormitaba en su corral, junto a la laguna. Al verme me dirigió una mirada de inteligencia; a lo mejor alguna vez nos habíamos encontrado en el Brasil. El director me preguntó si lo quería ver nadar y yo le respondí que sólo por el placer de ver nadar un tapir viajaba por el mundo. Le abrieron una portezuela. Me dio una mirada de felicidad y se lanzó al agua, resoplando como un caballo marino, como un tritón peludo. Se elevaba sacando todo el cuerpo del agua; se zambullía produciendo un oleaje tempestuoso; se levantaba ebrio de alegría, bufaba y resoplaba, y luego proseguía con gran velocidad en sus acrobadas increíbles.

—Nunca lo habíamos visto tan contento —me dijo el director del zoológico. Al mediodía, en el almuerzo que me ofrecía la Sociedad de Escritores, les conté en mi discurso de agradecimiento las proezas del tapir amazónico y les hablé de mi pasión por los animales.

Nunca dejo de visitar un jardín zoológico.

En discurso de respuesta, el presidente de los escritores armenios dijo:

—¿Qué necesidad tenía Neruda de ir a visitar nuestro jardín zoológico? Con venirse a la Sociedad de Escritores le bastaba para encontrar todas las especies. Aquí tenemos leones y tigres, zorros y focas, águilas y serpientes, camellos y papagayos.

El vino y la guerra

Me detuve en Moscú, en el camino de regreso. Esta ciudad es para mí, no sólo la magnífica capital del socialismo, la sede de tantos sueños realizados, sino la residencia de algunos de mis amigos más queridos. Moscú es para mí una fiesta. Apenas llego salgo solo por las calles, contento de respirar, silbando cuecas. Miro las caras de los rusos, los ojos y las trenzas de las rusas, los helados que se venden en las esquinas, las flores populares de papel, las vitrinas, en busca de cosas nuevas, de las pequeñas cosas que hacen grande la vida.

Fui a visitar una vez más a Ehrenburg. El buen amigo me Mostró primero una botella de aguardiente noruego, acquavite. La etiqueta era un gran velero pintado. En otro sitio estaba la fecha de partida y la de regreso del barco que llevó hasta Australia esta botella y la devolvió a su Escandinavia original.

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