Con los muertos no se juega (34 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

BOOK: Con los muertos no se juega
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—Ahora. Dígame.

—¿Usted es el que investiga la muerte de mi sobrino, o no?

En la voz temblorosa, vibraba una angustia especial. La mujer estaba muy nerviosa. Podría haber tratado de explicarle que no, que yo no era exactamente un policía, pero la compasión y la curiosidad se aliaron para hacerme decir que sí, que sí, que era el encargado de buscar al asesino de Ramón Casagrande.

—Porque —insistía la mujer, atolondrada— me dejó una tarjeta que decía, la tengo aquí, «investigador del caso Casagrande», y no sabía a quién llamar…

—¡Que le estoy diciendo que sí, señora! ¡Dígame! ¿Qué ha ocurrido?

—Oh, que un señor acaba de llamarme y me ha dicho que, por mi culpa morirá alguien, que soy una asesina. Dice: «¡Usted será la responsable de la muerte de un hombre!», dice: «¡Asesina!» Y, oiga, me he asustado, porque yo lo he hecho todo de buena fe. No sabía a quién llamar…

—Espere, espere un momento. Cuénteme exactamente cómo ha ido todo. ¿Quién era el hombre?

—No lo sé, no me lo ha dicho.

—¿Qué quería?

Dice, llama y me pregunta por las medicinas que mi sobrino tenía en casa. Dice: «¿Qué ha hecho con ellas?» Digo: «Las di a beneficencia, las di al asilo de ancianos». Dice: «¿Pero todos los medicamentos, todos, todos?», y yo ya veía que se iba poniendo nervioso, pero le digo: «Todos, todos», ¿qué quería que le dijera si era verdad? Digo: «Bueno, todos no, los de la psoriasis me los he quedado yo, porque tengo psoriasis», y él no me ha dejado ni acabar. Se ha puesto a gritar: «¡Me da igual la psoriasis! ¡A la mierda la psoriasis!», que parecía que estuviera chiflado. Dice: «Aquel que se llamaba…», no sé cómo me ha dicho que se llamaba, Dixan, o Diquisan, dice «¿También les ha dado el que estaba encima de la mesita de noche de Ramón?» Digo: «Sí, sí, ése también», porque me acuerdo perfectamente que lo vi, que era el que tomaba Ramón por aquello del corazón. Digo: «Sí, sí, ésa también» y, entonces, al oírme, ese hombre se ha puesto a soltar tacos como un carretero, que parecía el Anticristo. Nunca he oído blasfemar como lo hacía ese señor. Que si me cago en éste, que si me cago en aquél, se ha cagado el hombre, con perdón de la expresión, se ha cagado en lo más sagrado, pero con nombre y apellidos, ¿eh? En las tres personas de la Santísima Trinidad, en la Sagrada Forma, en la Santa Madre Iglesia Católica y Apostólica… Tal como lo oye. Parece que todas las demás medicinas le importaban un rábano, pero aquélla le ha puesto como una fiera. Me dice: «¡Por su culpa morirá mucha gente! ¡Usted es una asesina!», y no sé cuántas cosas más, me ha llamado «irresponsable» y cosas peores.

Helena, abandonada junto al BMW, acababa de tomar una decisión. Ya se había puesto detrás del volante y ya arrancaba con un acelerón ensordecedor.

—Y, después, me ha preguntado qué residencia de ancianos era, y me ha pedido la dirección.

—¿Y usted se la ha dado?

—Bueno, sí, claro. ¿Qué quería que hiciera?

—¿Cómo se llama la residencia?

—El Estanque Dorado. Está aquí mismo, en Badalona…

Le pedí la dirección y la anoté sosteniendo el móvil entre la oreja y el hombro.

—Y supongo que no sabrá quién es el hombre que ha llamado, ¿verdad?

—No, no, no me ha dicho su nombre.

—¿No podría ser el doctor Farina?

—¿Ese tipo? No, no… Era una voz de hombre, sí, pero muy joven… Una voz que yo no conocía.

El BMW arrancó a mi lado y se alejó bajando por el camino con una brusquedad y una velocidad feroces que eran como enérgicas protestas. Desapareció entre una nube de polvo y, telepáticamente, casi pude oír el grito de Helena: «¡Vete a tomar por el culo!»—¿Pero dice que se cagó en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo?

—Sí, señor, sí.

—¿Con estas mismas palabras?

—Exactamente.

—¿Y en la Santa Madre Iglesia Católica y Apostólica?

—Con estas mismas palabras, ni más ni menos, una por una. Le diré que eran unos tacos muy originales. Nunca los había oído.

—Bueno, no se preocupe…

—No, no, si no me preocupo. A ver qué daño pueden hacerle a Dios los exabruptos de un loco…

—Me refiero a que no se preocupe por esta llamada. No pasa nada. Déjelo todo en mis manos.

—Oh, en realidad, ése era el motivo de mi llamada. Dejarlo todo en sus manos porque yo, todo lo que hecho, lo he hecho de buena fe.

—Gracias por llamar, señora —la corté.

Interrumpí la comunicación y quedé pensativo, apoyado en mi Golf. Se me estaba instalando una especie de vibración dolorosa en la boca del estómago.

Monté en el coche y bajé por el camino de tierra hasta la carretera de Argentona. Camino de la autopista, me iba preguntando quién podría ser el hombre que había llamado a la tía de Casagrande. Un hombre que sabía que Ramón Casagrande tenía las pastillas para la insuficiencia cardíaca encima de la mesita de noche. Un hombre, pues, que había estado en el piso de Casagrande en los últimos días. Inevitablemente, pensé en Adrián. Adrián había entrado en el piso de Casagrande con tíos putas. Y tenía llaves del piso. Y todo hacía pensar que salía del piso de Casagrande cuando alguien disparó aquella pistola en el portal. Todo apuntaba a Adrián.

El BMW rojo de Helena Gimeno me estaba esperando en la entrada de la autopista. Me dejó pasar y empezó a seguirme. Disminuí la velocidad y ella también lo hizo; aceleré y ella aceleró. No estaba dispuesta a perderme. Era una persona tan curiosa como yo.

De manera que me puse en el carril de la izquierda y apreté el acelerador a fondo. Cuando ella hizo lo mismo y por el retrovisor vi que se daban las condiciones necesarias, me pasé bruscamente al carril del centro, provocando la protesta acústica de alguien que venía por allí y que le cortó el paso al BMW. Continué cruzándome hacia la derecha mientras Helena Gimeno se veía obligada a continuar la carrera, y pasaba de largo y se perdía irremisiblemente en la autopista. Por segunda vez, tuve la sensación de que mis antenas telepáticas captaban un aullido rabioso «¡A tomar por el culo!»Me detuve en la cuneta de la autopista y recurrí al móvil.

—¿Flor? —pregunté.

—¿Sí? —aquella voz tan armoniosa.

—Ángel.

—¡Oh, Ángel! ¡Qué alegría oírte! —Parecía repentinamente feliz—. ¡Ángel y Flor! ¿No te parece muy lírico? ¡Flor y Ángel, Ángel y Flor! ¡La Flor de Ángel! Parece mentira que nadie haya escrito un poema con este tema, ¿no te parece?

—Sí me parece. Pero te llamo con un motivo menos poético. Quiero plantearte un acertijo.

—Un acertijo siempre resulta muy poético, Ángel. Dime. Pero debo advertirte que no soy ninguna maravilla descifrando enigmas. El investigador sagaz eres tú.

—Dime… —¿Cómo expresarlo sin ofender sus tiernos oídos?—. ¿Conoces a algún hombre que blasfeme mucho? Más exactamente: un hombre que blasfeme manifestando, por ejemplo, su deseo de satisfacer sus necesidades fisiológicas en las tres personas de la Santísima Trinidad? ¿O que haya dicho alguna vez que quería ensuciar, escatològicamente hablando, a la Santa Madre Iglesia Católica y Apostólica?

Vaciló un instante la voz de alma sensible alcanzada por debajo de su línea de flotación.

—Pero ahora ya no lo dice —balbució—. Lo decía cuando nos conocimos, cuando era un diamante en bruto, un espíritu puro por pulir, pero ahora ya no… —Se interrumpió con un sollozo—. ¡Oh, Diosmio! ¡Adrián! ¿Dónde está?

—Creo que sé dónde buscarlo y me parece que sería conveniente que estuvieras conmigo cuando lo encuentre.

—¡Salgo ahora mismo a toda velocidad! ¿Adónde debo dirigirme?

Le dicté la dirección de la residencia El Estanque Dorado de Badalona.

Arranqué y fui en busca de la primera salida de la autopista, para prevenir la posibilidad de que el BMW rojo me estuviera esperando más adelante. Llegué a Badalona por la N-II, bordeando el mar.

Escena 4

No sé cómo lo hizo pero, aunque yo estaba más cerca de Badalona que ella, llegué al geriátrico en el preciso momento en que Flor Font-Roent bajaba de un taxi. Pagó lanzando un puñado de billetes por encima del hombro y corrió hacia mí con la boca y con los brazos abiertos, como la heroína de una obra de cualquiera de las hermanas Brönte en el momento de reencontrarse con su amado. Me puso las manos sobre el pecho como yo no habría osado hacerle a ella y me miró con dramatismo aprendido en infinitas y eternas noches de ópera.

—¿Dónde está Adrián? ¿Le han hecho daño? Por favor, no prolongues por más tiempo este sufrir que es un no vivir. ¡Dime qué ha sucedido!

Llevaba un vestido camisero, verde y de corte anticuado, que se abrochaba de arriba abajo con botones grandes como posavasos. Su carita era blanca y fina, de porcelana, y las gafas, tan transparentes y nítidas, podrían haber sido fabricadas con cristal de Bohemia. Se me ocurrió que era una mujer de juguete.

—Tranquila —le dije—. Tal vez le encontremos aquí.

—¿Pero qué pintaría Adrián en un asilo?

—Ven.

Ya había oscurecido. Demasiado tarde para visitar una institución como aquélla.

Cuando subí los seis primeros peldaños que llevaban hasta la puerta, los huesos y los músculos me recordaron los excesos de la noche anterior y que había dormido poco. Me dolía la cabeza. Y el brazo, y el hombro, y las rodillas, y el trasero. Cabía la posibilidad de que, al verme tan decrépito, no me permitieran la salida, y la verdad es que no me apetecía nada quedarme a vivir en aquella caverna.

La residencia El Estanque Dorado debía su nombre a la película protagonizada por Henry Fonda y Katherine Hepburn en su época crepuscular. Pero allí no había lago ni jardín alguno: sólo cemento. Era un edificio cuadrado y gris y con un par de grietas perfectamente visibles en la fachada, que de inmediato te hacía considerar la posibilidad de la eutanasia como alternativa plausible a una estancia de una sola semana en semejante lugar. Al entrar, te recibía una vaharada de ese olor mezcla de medicinas y verdura hervida y quién sabe qué más, capaz de marchitar incluso las plantas de plástico que adornaban los rincones. Alguien había tenido la brillante idea de decorar las paredes de recepción con cuadros de paisajes veraniegos y con naturalezas muertas, en un intento de alegrar el ambiente, pero las pinturas parecían compradas en una tienda de todo a cien y el efecto que producían era contrario al pretendido. La clase de vida que aquello inyectaba en el ambiente de la residencia era una vida chillona y barata que no merecía la pena ser vivida.

Una monja esférica, con hábitos preconciliares, estaba empujando sin demasiadas contemplaciones a un anciano delgado, cojo y un poco parkinsoniano que se resistía con todas sus fuerzas, que no eran muchas.

—…Es hora de dormir —decía la matrona.

—La comida reposada y la cena paseada —recitaba el abuelo.

—No es hora de pasear por aquí.

—No puedo dormir si antes no paseo un poco.

—Lo que usted quiere es volver a escaparse.

—Que no.

—Buenas noches —dije, expeditivo e incontestable, al tiempo que sacaba del bolsillo la cartera y la fotografía, ya un poco arrugada, de Adrián Gomal—. ¿Ha visto por aquí a este hombre?

La monja me miró un poco bizca, desconcertada. Le mostré el carnet que me acreditaba como detective privado.

—Soy detective privado. Estoy investigando un caso de asesinato y es urgente. ¿Ha venido este hombre?

—Sí, sí que ha venido —dijo el abuelo.

—¿Sí? —exclamó Flor Font-Roent , a punto de ponerse a cantar el
Himno a la Alegría
de Beethoven.

—Usted se calla —dijo la monja, supongo que refiriéndose al viejo.

—No hace mucho rato —añadió el viejo, rebelde—. No hará ni media hora. Y tenga cuidado con la hermana Remedios, que llamará al perro.

—¿Se ha interesado por un medicamento?

—Espere un momento —dijo la monja, muy nerviosa—. ¡Señor Carceller, señor Carceller!

—Ya está llamando al perro —apuntó el viejo.

—Mire —le dije a la religiosa—. Ha venido este señor y le ha preguntado por unos medicamentos que recibieron ayer. Procedían de casa de un visitador médico llamado Casagrande, que murió asesinado de un tiro hace unos días…

—¡Señor Carceller, señor Carceller! —continuaba gritando sor Remedios.

—El perro —nos aclaraba el anciano.

La agarré por los hombros, me encaré a ella y la zarandeé sin ningún respeto por su condición reconsagrada.

—¿Quiere contestar de una vez? ¿Se cree que estoy jugando? ¡Estamos hablando de asesinatos! ¡Es una cuestión de vida o muerte! Ha venido un señor y le ha pedido un medicamento. ¿Qué medicamento?

—¡Dixitax! —exclamó ella, castañeteando de dientes.

—Dixitax —repetí, para aprendérmelo. Y añadí, para que viera que sabía de qué hablaba: un medicamento para la insuficiencia cardíaca, ¿verdad? ¿Qué han hecho, con el Dixitax que trajeron del piso de Casagrande?

—Ha venido el señor y me ha preguntado eso mismo que usted pregunta. Estaba muy nervioso, como usted. No sé qué decía de que ese medicamento estaba en malas condiciones, que había habido un error… Pero a estas horas no está la directora y le he dicho «Vuelva mañana, que estará la directora», y entonces el chico se ha puesto como loco. Y le he dicho que sí, que trajeron un frasco de Dixitax con la última remesa. Lo he recordado porque este medicamento en cápsulas no acostumbramos a utilizarlo, aunque la doctora dice que es ideal para algunos de nuestros…

—¿Para cuál, concretamente?

—…Porque viene en cápsulas y no en pastillas —continuaba ella, sorda a todo— o por la composición o por no sé qué…

—¿Para cuál de sus huéspedes? —repetí a gritos—. ¿Cómo se llama?

Entonces, llegó el señor Carceller, un hombre de unos cuarenta años mal llevados, barrigón, mal afeitado, con un uniforme que no le caía bien.

—¿Qué coño pasa? —venía gritando desde el fondo de un pasillo, al tiempo que se abrochaba los pantalones—. ¡Es que ya no se puede ni cagar tranquilo, joder! ¿Qué pasa?

—Éste es el perro —nos anunció el abuelo.

—Estos señores —nos señaló la monja—, que quieren saber no sé qué.

—No diga no sé qué —la corrigió Flor—. Sí sabe qué.

—No son horas de querer saber nada —sentenció el matón—. No son horas de visitas. Vuelvan mañana.

—Es lo mismo que le ha dicho al otro señor que ha venido hace un rato —apuntó el anciano—. Y le ha echado a empujones.

—¿Le ha echado? —exclamó Flor, afligida.

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