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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Con los muertos no se juega (36 page)

BOOK: Con los muertos no se juega
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La señora Bartrina me dijo, con la mirada, que sería mi peor enemiga hasta el día de la muerte de uno de los dos.

—Tendremos que tomar declaración a estos testigos —dijo un policía al otro, con un movimiento de cejas que indicaba la resignación ante lo inevitable.

Se encerraron en el despacho de la directora con la monja, que seguramente era el testigo que les ofrecía más crédito. Cuando estaban encerrados con el guardia de seguridad, llegaron Palop, Soriano y Monzón.

Palop venía nervioso, porque no entendía muy bien lo que ocurría, y Soriano venía indignado, porque aquél era su estado de ánimo natural, especialmente cuando yo me hallaba en su radio de acción. El hecho de ver que Flor se agarraba a mí como el paracaidista se agarra al paracaídas, le acabó de irritar. Monzón traía las cejas arqueadas y me dio un golpecito amistoso en la espalda.

—Eh, Esquius, tienes mala cara.

—Estoy reventado. Acabemos de una vez, que necesito dormir diez horas seguidas.

—Y prepárate. Tengo una mala noticia para ti.

Cerré los ojos y pensé: «No, no podré soportarlo». Pero, cuando abrí los ojos, me vi delante de Soriano que me miraba muy severo y sí lo pude soportar.

—Supongo que sabe —dijo— que, si poseía alguna información sobre Adrián Gomal, o sobre un crimen que estaba a punto de cometer, tenía que comunicárnoslo.

—Claro que lo sé —contesté.

Los policías se cuadraron ante los recién llegados. Se encerraron todos en el despacho de la directora, intercambiaron cuatro palabras y volvieron a salir. El inspector Soriano, con los papeles de las declaraciones en las manos, me perforaba con una mirada despectiva.

—Esquius —refunfuñó Palop, llevándome aparte—. Has hecho venir al jefe de los Grupos Especiales de la Policía Judicial, al jefe de Homicidios y al jefe de la Científica para que veamos a un anciano que ha muerto apaciblemente en su cama del geriátrico. Y en la tele echaban un documental espléndido sobre la vida de los actores y actrices del porno. Espero que me convenzas.

Suspiré. Me zumbaban los oídos.

—Tranquilo, Palop. Yo siempre te convenzo. —Saqué del bolsillo la fotografía de Adrián Gomal y se la di. Le señalé a sor Remedios, que estaba por allí—. Enséñasela y pregunta si este hombre estaba al lado del muerto cuando hemos entrado en la habitación. Pregúntale si estaba metiendo las manos en la boca del difunto. Y pregúntale si ha huido por la ventana.

Palop me hizo caso. Alzó la voz, para que todos le oyeran:

—Hermana Remedios: tengo entendido que su religión no le permite mentir.

Una vez superado aquel trámite, Palop quedó convencido. También Soriano, que se rió y comentó:

—Creía que eras un defensor de Adrián Gomal, Esquius. Este segundo crimen prácticamente le convierte en un asesino en serie. —Complacido como si la Navidad anterior le hubiera pedido a Papá Noel un asesino en serie.

Flor se apoderó de mi mano y la apretó suavemente para transmitirme su aprensión.

—Vamos a ver a ese pobre hombre —pidió Monzón.

Subimos en peregrinación al primer piso, hasta la habitación del señor Gomis. Yo les cedí el paso y utilicé el ascensor. Ya me sabía aquellas escaleras de memoria y mis rodillas y las plantas de los pies me estaban diciendo basta.

Todo estaba tal y como lo habíamos dejado. Incluso el frasco de Dixitax en el suelo, en un rincón. Mientras Monzón realizaba una detenida observación de cada centímetro cuadrado de la estancia, pedí permiso para sentarme y, repantigado, realizando un esfuerzo sobrehumano, les hice un resumen de los acontecimientos. El jefe de la Científica no tocaba nada, porque estábamos esperando a sus hombres con toda la parafernalia, pero se agachaba para mirar las cosas de cerca, el frasco, la nariz del muerto, el cierre roto de la ventana. Y yo recitaba mis elucubraciones:

—El medicamento procedía del piso de Ramón Casagrande. Era, concretamente, el medicamento que tomaba él, porque tenía la misma enfermedad que este hombre. Insuficiencia cardíaca.

—El corazón no tiene suficiente sangre o no tiene suficiente fuerza para expelerla —nos explicó Monzón—, La digoxina es un inotrópico positivo que aumenta tanto la fuerza contráctil del corazón como la velocidad de contracción miocàrdica.

—¿Qué pasaría si aumentara la fuerza del corazón en exceso? —pregunté—. Por ejemplo, con una sobredosis.

Monzón me miró. Los ojos de Soriano iban del uno al otro, dilatados por la alarma. No entendía nada.

—Tendría que tratarse de una sobredosis un poco bestia, pero, en este caso, podría provocarse una fibrilación y el enfermo moriría —me contestó.

—Moriría de muerte natural, ¿no?

—Parada cardiorrespiratoria. La más natural de las muertes.

—Moriría de su propia enfermedad —resumí—. Un cardiópata que muere de un ataque al corazón. Eso es normal, ¿no?

—Lo más normal del mundo.

—Pues imagino que será lo que ha ocurrido. Como este medicamento viene presentado en cápsulas, no debe de resultar difícil abrirlas y añadir más principio activo del aconsejable. Podéis comprobarlo.

Ahora, los policías habían abandonado la observación del lugar de los hechos y me miraban interrogantes, frunciendo las cejas. Incluso Flor me miraba interrogante y frunciendo las cejas.

—Adrián sabía que este medicamento podía matar a alguien. Ha llamado a la tía de Casagrande y se lo ha dicho. Y él ha venido corriendo y se ha emperrado en recuperar el frasco a cualquier precio. Cuando le han echado, ha buscado la manera de llegar a esta habitación, ha trepado al tejado de un edificio anexo, ha recorrido la cornisa y ha forzado una ventana.

—¿Quieres decir que estaba tratando de salvar la vida de este abuelo? —dijo Soriano, sarcàstico, como si esperara provocar una carcajada colectiva con aquel disparate.

—Ni más ni menos —dije.

Nadie se rió.

—¡Mi Adrián! —exclamó Flor, con lágrimas en los ojos, abrazándome aún más fuerte—. ¡Lo sabía! ¡Sabía que era inocente!

—Pero, ¿cómo sabía que este medicamento podía matar a alguien? —preguntó Palop.

—Pues porque fue él quien lo dejó en el piso de Casagrande, en su mesita de noche.

—¿Que lo puso él?

—Con la intención de cargárselo, sí.

—¿Qué? —exclamó Flor, pegando un salto hacia atrás.

No le hice caso.

—Así es como yo lo veo —continué—. Adrián se hace con unas llaves y, un día, entra en el piso de Casagrande para colocar el frasco de Dixitax en su mesita de noche, en sustitución del que su amigo tenía allí…

—O sea que reconoces que Gomal es el asesino —concluyó Soriano, triunfal.

—No, no, no —repetía Flor, convulsa—. No, no, no.

—…Pero alguien se le adelanta —continuaba yo, sordo a todo—. Antes de que Casagrande pudiera tomar una de aquellas pastillas, alguien le vuela la cabeza de un tiro…

—¡Que te digo que no, Ángel!

—Adrián escapa. Nadie repara en aquel frasco precintado que hay sobre la mesita de noche de Casagrande. No tiene nada de particular: era la medicina que él tomaba siempre. Pero, después, Adrián tiene remordimientos…

—¿Un asesino con remordimientos? —dijo Soriano.

Y Flor:

—No, no, no.

—…Llama a la tía de Casagrande y, cuando se entera de que ha regalado estos medicamentos a esta residencia de ancianos, se le pone la piel de gallina, y hace todo lo que puede para evitar que alguien se tome estas cápsulas.

Flor me miraba sin aliento. Pensé que podría desmayarse de un momento a otro.

Los policías parecían muy convencidos.

—Y supongo que nunca habríamos analizado el contenido de las cápsulas, porque era lógico que este medicamento estuviera en el piso de Casagrande… —dijo Monzón.

Remató Palop:

—…Y porque Casagrande, en realidad, habría muerto de muerte natural.

Y Monzón, entusiasmado:

—Si los análisis y la autopsia te dan la razón, Esquius, éste es un caso cojonudo.

Pobre señor Gomis, olvidado en su lecho de muerte.

—Pero Adrián —preguntó Flor— ¿es bueno o es malo?

Nadie contestó a la pregunta.

—Resumiendo —jadeó Soriano, aturdido—, lo que esto significa es que el pobre señor Gomis ha muerto asesinado por Adrián Gomal. Y aún no nos has contado por qué el amiguito de tu dienta salió huyendo del piso de Casagrande inmediatamente después de oírse los tiros, manchado de sangre.

Quise dedicarle una sonrisa amistosa, pero me salió un rictus fatigado.

—Ésta es la parte difícil, pero con un poco de paciencia también la resolveré.

Me incorporé como pude, apoyándome en la pared y en la silla, poseído por el fantasma de la decrepitud que vivía en aquel edificio, y arrastré los pies hacia el ascensor.

—Y ahora, si me permitís… Flor, disculpa que no te acompañe a casa, pero…

Flor no me escuchaba. De repente se había encendido y había empezado a replicar a Soriano insultándole e incluso amenazando con arañarle. Creo que decía: «Usted es un imbécil, usted no entiende nada de nada, ¿acaso no ha oído que mi Adrián es tan inocente como un bebé?» y Palop tuvo que interponerse para evitar una tragedia. No obstante, dejé atrás todo eso. Corría hacia mi cama como el ludópata corre hacia la ruleta. No existía nada en el mundo que pudiera despertar mi interés.

Ni siquiera lo que pudiera decirme Monzón.

—Eh, Esquius, no te escapes.

Me atrapó ante la puerta del ascensor. Le miré sin interés.

—He estado mirando los vídeos del centro comercial. Y he de decirte que me debes una cena y que pienso pedir los segundos platos más caros de la carta. Más de cinco horas viendo a gente embobada delante de los escaparates, hasta que se me han quedado los ojos a cuadros. Y resulta que nada de nada, Esquius. Ni los médicos aquellos de las fotos, ni la chica, ni Román Romanés. Ninguno de los que me dijiste estaba en el centro comercial. Ni nadie que se les pareciera.

Hice una mueca de contrariedad.

—¿Seguro? —supliqué.

—Seguro. Esta vez te ha fallado el radar, Esquius.

Y llegó el ascensor.

ACTO DECIMO
Escena 1

Cuando sonó el teléfono, desperté más joven. Había dormido más horas de las previstas, pero lo necesitaba. El dolor y las molestias habían desaparecido del conjunto de mi organismo para concentrarse en puntos muy concretos. Si no flexionaba el brazo con brusquedad o no presionaba en los puntos donde tenía hematomas, estaba como nuevo. Nada que unas friegas con Reflex no pudieran solucionar. Mi cerebro ya no estaba abotargado y enlazaba ideas con su lucidez habitual. Tan lúcido me encontraba que, mientras cogía el auricular y consultaba el reloj, se me ocurrió que, si el asesino no había abandonado el lugar del crimen atravesando el centro comercial, como parecían demostrar las cámaras de seguridad, sólo podía haber huido por la puerta que daba a la calle y, en consecuencia, tendríamos que aceptar que se trataba de Adrián Gomal. Cantidad de gente le había visto salir corriendo, manchado de sangre y aterrorizado. ¿Para qué resistirnos a la evidencia?

—¿Sí? —dije.

—¿Esquius? —Era Biosca—. ¿Está en su casa o esta comunicación es producto del desvío de llamadas? No hace falta que conteste a esta pregunta. ¿Está enfermo? ¿O es que ayer, entre Adrián Gomal y su novia, la Coliflor Font-Roent, le dejaron fuera de combate? ¿Cuál de los dos le tumbó panza arriba, Esquius? Tampoco hace falta que responda a esta pregunta. Conozco todas las respuestas. Todas, excepto una, la más importante: ¿a qué se debe que aún no esté en la agencia? ¡Responda, Esquius!

—No estoy en la agenda porque aún estoy en casa —refunfuñé, cargado de paciencia.

—¡Buena respuesta, Esquius! ¡Digna de un superdotado! Es para mí un orgullo y un motivo de satisfacción contarlo entre mis subordinados. Y ahora, haga el favor de venir corriendo a mi despacho. El inspector Soriano, de Homicidios, me ha llamado para decirme que anoche Adrián Gomal se cargó a otro hombre en una residencia geriátrica, y que usted estaba allí, y quiero que me pase un informe verbal enseguida.

—Pues ahora no podrá ser, Biosca, porque tengo trabajo. Pero no se preocupe porque, a mediodía, estaré con usted, gorreándole un vermut y contándoselo todo.

—¿Qué tiene que hacer antes, si no es preguntar demasiado?

—Nada. Sólo voy a dar una vuelta por un centro comercial. Pero no se preocupe, que no voy a comprar nada. Sólo a echar una ojeada.

Colgué.

Después, hice unas cuantas flexiones y un poco de pesas para recuperar la seguridad en mí mismo y me reconforté con un zumo de naranja natural y unas tostadas con jamón ibérico. Y, a las doce menos cuarto, entraba con el Golf en el aparcamiento del centro comercial de la calle Pemán. Me situé delante de la salida de emergencia que daba a la finca donde había vivido Ramón Casagrande, activé el cronómetro del reloj y me puse en la piel del asesino.

Me colgué del brazo la chaqueta doblada, como habría hecho el asesino con su propia chaqueta empapada de sangre para poder circular sin provocar sospechas y desmayos.

Y empecé a jugar al hombre invisible.

No fue difícil cruzar el sótano por entre los coches aparcados sin que nadie pudiera controlar mi presencia. Sólo había cámaras de seguridad en las zonas de entrada y salida de los coches, sobre las garitas de cobro. Era perfectamente posible ir desde el punto de partida hasta las escaleras mecánicas que subían hacia el centro comercial sin quedar registrado en ninguna cinta de vídeo. Casi no hacía falta ni proponérselo.

Ningún objetivo indiscreto vigilaba el trayecto ascendente, pero, una vez arriba, en la entrada del centro, descubrí una cámara colgada del techo, enfocando casi todo el pasillo que comunicaba con las tiendas y también la salida lateral por la que se accedía directamente a la calle. Si el asesino hubiera escapado por allí, hacia el exterior, habría quedado inmortalizado en un vídeo: para evitar aquella cámara, el fugitivo tenía que pegar el cuerpo al escaparate de una tienda de artículos deportivos, como si pretendiera entrar en el mismo cruzando el cristal. Lo hice y me encontré irremediablemente dentro del centro comercial.

Ante mí, se me ofrecían dos calles de tiendas. En la de la derecha, brillaba el distintivo del cajero automático de una entidad bancaria, lo que implicaba una cámara vigilando. Si daba media docena de pasos en aquella dirección, entraría en su radio de acción. Imposible pasar por allí. Tomé la calle de la izquierda.

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